CAMBIO Y FUERA.
Por
Hugo Rodríguez.
En
la pequeña barraca, dos pares de camas apiladas ocupaban casi todo el lugar. Un
soldado permanecía recostado en una de las inferiores, con las manos bajo la
nuca, las demás aún no se habían ocupado. El joven, de remera y pantalón de
combate, no dejaba de mirar los
elásticos de la cucheta que tenía encima. La recluta entró sin mirar al
soldado.
—Hola,
soy Rocío.
Uniformada
también de remera y pantalón, la muchacha dejó caer la mochila y se derrumbó en
la otra cama inferior. Se sentó mirando la bóveda del techo por un rato. Luego
preguntó:
—¿Vendrán
más?
—Es
posible —contestó él, que sí había observado a la recluta y había estudiado con
detenimiento aquellas curvas. Aunque ahora decidió seguir contemplando los
resortes.
—Creés
que el enemigo atacará por el sur —ella insistió con las preguntas, pero esta
vez echaba un vistazo al cuerpo de su compañero de barraca.
—Sí
—contestó, girando la cabeza para mirarla—. Y me llamo Domínguez —agregó.
—¿Cuándo?
—Siempre
que me llames Domínguez, responderé.
—¿Cuándo
atacarán? —insistió ella, desatendiendo la burla.
—El
enemigo te avisará, quedate tranquila.
El
soldado tomó el birrete que colgaba del respaldo y se cubrió la cara. La
muchacha se masajeaba el antebrazo.
—Las
porquerías que me inyectaron —preguntó la joven —¿Me harán dormir?
—Seguro
—contestó el birrete— y tendrás pesadillas —afirmó.
—¿A
vos te hicieron dormir?
—Llevo
dos días sin pegar un ojo.
La
mirada de ella volvió a posarse en el techo y continuó con los masajes en el
antebrazo. Finalmente, se quitó los botines y se recostó. Contempló al soldado
por un instante e imitó su posición en la cama, cruzando las manos bajo la
nuca. Luego giró la cabeza y se concentró en el camastro de arriba. Permanecieron
en silencio varios minutos. Ella comenzaba
a dormirse cuando, casi sin hacer ruido, entró el oficial.
García,
Domínguez —el oficial hablaba en susurros—. El sargento los espera en cinco —concluyó
y se retiró sin más.
—¿Y
esto? —Interrogó la joven, que se había
sentado en la cama— ¿Es una pesadilla? ¿O es la realidad? —terminó la pregunta,
mientras miraba el piso y se rascaba la cabeza.
—No
García —contestó su compañero, que ya se incorporaba.
—¿Y
por qué habló en voz baja, Ese tarado?
—No
lo sé, García…
—Rocío,
por favor —ella lo interrumpió, mirándolo.
—Bueno,
Rocío —continuó él, mirándola—. No sé por qué ese oficial entró en silencio y
habló tan bajo. Seguro no es nada bueno. Vamos —la invitaba a salir y luego de
calzarse los botines, la pareja dejaba la barraca.
* * *
—Domínguez,
García, descansen —el sargento, sentado a su escritorio, leía unos papeles—.
Hay una misión para ustedes —la pareja se miró—. La misión es sin regreso —continuó,
sin desatender los papeles—. Deberán
penetrar la base del enemigo. Informar todo lo que vean, oigan, huelan y en especial cualquier pista sobre el NEC.
Espíen e informen hasta que los capturen. ¿Comprendido?
La
pregunta quedó en el aire. La nuez de la garganta de Domínguez se movió y su
compañera inspiró profundo. Entonces el sargento levantó la cabeza y los miró:
—¿¡Comprendido!?
—¡Sí,
señor! —contestó, García.
—¡Sí,
señor! —contestó, Domínguez.
—Parten
en una hora. Alístense. Pueden retirarse.
* * *
La
recluta apoyaba las manos en la cama superior, dándole la espalda a su
compañero que la observaba. La joven hamacaba su cuerpo con nerviosismo y hacía
dibujos en el piso con la punta de su botín.
—Me
gustaría tener sexo con vos —fue la voz trémula de la muchacha.
Su
compañero bajó la cabeza, guardó silencio por unos segundos y luego le
contestó:
—Estoy
de acuerdo.
Se
le acercó y la tomó del hombro. La ayudó
a girarse y la miró en los ojos.
—Lo
haremos, te juro que lo haremos, Rocío.
Sus
bocas se chocaron mientras los brazos se enredaban en los cuerpos.
* * *
Amanecía
en el bosque. Había pronóstico de nevada. García y Domínguez vestían casco y
uniforme blancos. De los hombros colgaban rifles de repetición y en sus
espaldas cargaban las mochilas. Camuflados para la nieve, la pareja corría
siguiendo el cauce de un río. Corrían hacia el oeste, hacia la cordillera: el
sargento les dijo que ese era el punto menos vigilado de la base enemiga.
Se
detuvieron a una decena de metros de la alambrada, más allá se erguía la torre
de vigilancia. Se ocultaron tras una loma tachonada de arbustos. Domínguez
revisaba el cerco con los prismáticos.
—Por
qué no nos rajamos de acá —le comentó Rocío exhalando vapor— informamos
cualquier cosa y salvamos el pellejo.
Así cumplís con tu promesa ¿Qué te parece?
Domínguez,
dejó los prismáticos. Miró a la muchacha y le tocó la mejilla con la mano
enguantada, luego tomó el radio:
—Aquí
ñandú uno, reportando —el joven hablaba y contemplaba el rostro cómplice y sonriente de su
compañera—. Aquí ñandú uno, reportando. Entramos a la base. Divisamos cinco
tanques autómatas N23. Aún sin rastro del NEC. Seguimos con la misión. Fuera.
Se
tomaron de la mano para erguirse y se alejaron de la base, corriendo río
arriba.
El
terreno se elevaba y los árboles comenzaban a escasear. La pareja se tumbó en
la nieve y se entregaron a los besos y las caricias.
Domínguez
divisó, lo que podría ser la entrada a una cueva. Se dirigieron hacia allí.
Tuvieron la precaución de borrar sus huellas usando unas ramas como escoba.
Efectivamente se trataba de una cueva.
—Parece
profunda —afirmó Rocío—. Creo que continúa después del recodo, Domínguez —ella
usaba el 'Domínguez' en tono irónico, intentando imitar al sargento.
—Sí—le
contestó su compañero, aceptando la broma con una sonrisa—. Servirá para ocultarnos.
Pero la exploraremos después. Ahora quiero explorar otra cosa.
Se
quitaron los cascos, los rifles y las mochilas. Comenzaron a desacomodarse las ropas y se animaron a las
caricias por debajo de los uniformes.
—Bien,
Domínguez, cumplamos la promesa —exhaló Rocío con voz ansiosa, voz que se ahogó
en un beso.
Los
jadeos de la pareja se repetían en las oquedades. El sexo los alejó del frio.
Por un momento fueron animales, por un momento se sintieron salvajes, dueños de
la caverna.
Tumbados
de espalda, los amantes fugitivos reposaban echando vapor por sus bocas y se
divertían reconociendo imágenes en la cúpula de la cueva. Compartían besos,
caricias y miradas. El mundo terminaba en esa cueva, pero el mundo era más
amplio.
El
motor de un vehículo los alertó y luego, las voces que se acercaban: voces que
hablaban el otro idioma. Rocío quiso correr hacia el recodo, pero Domínguez la
tomó del brazo y le indicó el sentido contrario. Le señaló un montículo de rocas lo suficientemente
grandes para ocultarlos y resistir un tiroteo.
Eran
cuatro, dos oficiales y dos subalternos. Domínguez era el único que podía
verlos desde aquella posición. Se había tumbado de espalda, con el fusil en el
pecho y espiaba por la ranura que dejaban dos piedras. Rocío se acurrucaba en
un hueco estrecho, cerca de su compañero. Habían quitado las trabas de sus
fusiles, estaban listos para el combate. Domínguez vio que el grupo se
internaba en lo profundo de la cueva y que doblaban el recodo. La pareja se consultó con la mirada. Rocío
cabeceó en dirección al recodo. Hubo una pausa entre ellos y finalmente, decidieron seguirlos.
Antes
de empezar la persecución, la muchacha se asomó con cautela a la salida y vio
sólo un jeep que esperaba. Con un gesto de la mano le indicó a su compañero que
avanzara hacia el interior de la cueva. Ella lo siguió.
Después
del recodo, la cueva se continuaba en un túnel y al final de ese túnel, los
cuatro soldados enemigos se paraban ante
un portón incrustado en la roca. Rocío y Domínguez se habían arrojado de bruces
tras una saliente. La penumbra del lugar facilitaba su ocultamiento: desde
allí, podían observar a los soldados.
Luego que uno de los subalternos activó
la botonera del costado, el portón se descorrió.
Domínguez
y Rocío reconocieron la luz esmeralda y el sonido que surgía del interior: era
el NEC. La pareja intercambiaron miradas y abandonaron el escondite tratando de
no ser vistos. A la salida de la cueva,
donde aún esperaba el jeep, Rocío le ordenó a su compañero que registrara las
coordenadas de la entrada. Domínguez obedeció y las anotó en su GPS.
—Listo—le
susurró.
—Bien,
salgamos en esa dirección —Rocío señaló en sentido opuesto al río—. Por ahí no
dejaremos huellas. Vamos.
Corrían
a más no poder. Tropezaban cada tanto. Cuando consideraron que la cueva estaba
lo suficientemente lejos, cambiaron de dirección para volver al cauce, pero
muertos de cansancio, se tumbaron en la nieve.
—Avisá
a la base —reclamó Rocío casi sin aliento.
—Aquí
ñandú uno, informando. Tenemos las coordenadas del NEC. Repito: tenemos las
coordenadas del NEC. 23 oeste, 12 sur. Repito: 23 oeste, 12 sur. Es una cueva,
en la montaña. Repito es una cueva en la montaña. Tirenlé con lo que tengan.
El
bosque se colmó de silencio. No silbaba el viento, no cantaban los pájaros. La
pareja, de espalda en la nieve, miraba el cielo plomizo. Las bocas abiertas
buscando el aire. Los ojos opacos por el frío. Algo rugía desde el norte. Algo
agitaba las ramas de los escasos árboles. El rugido se intensificó. Les caía nieve
en las caras. Entonces, como enormes buitres de metal, como dragones
enfurecidos, atronadores, pasaron los misiles, cortando aquel cielo plomizo.
Rocío y
Domínguez se tomaron de las manos y se volvieron a erguir, para correr
una vez más.
—No
pienses en otra cosa que en mover tus
piernas —jadeó Domínguez.
—¿Puedo
pensar en lo de la cueva, también? —dijo, Rocío.
—Claro
—y él le apretó la mano.
Alcanzaron
la orilla y se detuvieron: ahora el río surcaba el fondo de una Hondonada y los
enamorados lo miraban desde arriba.
—Esto
está muy alto, Domínguez.
—Sí
—dijo el joven.
La
explosión se oyó en todo el bosque y es probable que en todo el planeta. El
plasma del NEC arrasó los árboles en
segundos y derritió la nieve. La pareja fue alcanzada por la onda expansiva
antes que por el plasma y cayeron al barranco. Derraparon hasta una saliente
que los salvó de caer hasta el río. El agua de la nieve derretida calló como
una cascada sobre ellos. El plasma verdusco del NEC sobrevoló la hondonada y siguió arrasando el bosque de la otra
orilla.
Rocío
y Domínguez quedaron boca abajo por un momento prolongado. Hasta que se
calmaron las explosiones, los rugidos y comenzaba agitarse una brisa suave.
Domínguez levantó la cabeza y tocó la espalda de su compañera que respondió
levantando la suya. Domínguez miró más allá y sonrió.
—Rocío,
detrás de ti, mirá —le indicó.
La
muchacha se volteó con dificultad: a unos metros se desplegaba la entrada de
una cueva. Mucho más pequeña que la anterior. Pero suficiente para ocultar a
los fugitivos y continuar cumpliendo con la promesa.
Fin.