viernes, 1 de marzo de 2024

Simplificados.

 Simplificados.


En escaleras de Congreso numerosos noteros de radio y TV. Noteros de radio y TV esperaban salida de profesor Sergio García. Profesor conferenciaba sobre “Gramática Breve”. Notero de C5TV habló a cámara.


—Nos avisan que el profesor Sergio García ha finalizado la presentación de la “Gramática Breve”. Sergio García, junto a otros legos del idioma, informó con detalle a la comisión del Congreso. La comisión se constituyó con el propósito de elaborar un proyecto de ley para simplificar la gramática tradicional. Tal simplificación, a través de las generaciones, haría que el cerebro humano perdiera su capacidad creativa. El proyecto también incluye una disminución del número de palabras a un mínimo aproximado de 5000. Recordemos que en la actualidad ese número es de alrededor de 100.000... un momento, por favor, se han abierto las puertas del Congreso.
 

Noteros inquietos. Profesor Sergio García y profesores bajaron escaleras. Noteros rodearon a profesores. Notero de C5TV preguntó:


—Profesor Sergio García ¿Cómo recibió la comisión la presentación de su proyecto?
—Sería suficiente con que me preguntara “¿Respuesta de Comisión?” Su oración es muy elaborada,
casi creativa, con perdón de la palabra. Pero de eso se trata. En estos momentos mi locución es muy
procesada, debido a que mi cerebro, como el de todos ustedes, tiene una formación estructurada, producto de un idioma muy sofisticado. Reducir ese idioma a una mínima expresión llevaría a futuras generaciones a casi la desaparición de la indeseable “creatividad”.
—Bien —interrumpió notero de radio Sarmiento—, pero ¿podría responder a la pregunta del colega?: ¿Cuál fue la respuesta de la Comisión?
—Sí, claro, disculpen la digresión. Bueno, la comisión, como no podía ser de otra manera, se expresó en términos positivos y todo indica que en corto plazo la “Gramática Breve” será ley.
 

Noteros preguntaron. Profesor respondió a notero de C5TV. Notero preguntó por alcance de reducción.
 

—Bueno, bueno. Es muy difícil en estas circunstancias describir los alcances de la reducción de la gramática. Les puedo adelantar que contaría con un solo modo verbal, el Indicativo, con cuatro tiempos simples, ya que se quitarían los auxiliares. Solo se usarían oraciones simples; se quitaría los pronombres; se eliminarían gran cantidad de sinónimos y el diccionario contaría con unas 5000
palabras.


Sergio García levantó manos. Noteros en silencio. Sergio García habló:


—Disculpe que los interrumpa. Me agradaría aprovechar este momento para informarles de algo que hemos mantenido en secreto por razones de seguridad. Nuestra sociedad ya cuenta con jóvenes que hablan, escriben y, lo más importante, piensan con esta gramática escueta...


Noteros inquietos. Profesor levantó manos. Profesor habló de comunidades de niños. En comunidades niños educados con “Gramática Breve”. Niños aislados de padres. Profesor Sergio García habló más adelante de exposición de videos ante comisión de Congreso. Videos mostraron a jóvenes de comunidades, educados con “Gramática breve”. En videos, jóvenes respondían preguntas. Comisión conforme con resultado. Profesores finalizaron entrevista en escaleras de Congreso.

jueves, 1 de febrero de 2024

LENGUAJE

 



GERMINAR

 

Germinar


Mi madre tenía la costumbre de hacernos comer hasta el último bocado. Ella misma, al servir, raspaba la olla hasta que no quedara ni un granito de arroz ni un pedacito de verdura o lo que fuera. Luego, una vez la comida en el plato, exigía que cada cual hiciera lo mismo.

A nosotros -tres varones y dos nenas-, esa manía nos molestaba un poco. Aunque jamás nos hubiéramos atrevido a calificarla; tal vez en el fondo, bien en el fondo de nuestras cabecitas, se nos antojaba que se acercaba bastante a la tacañería.

Hasta aquel día en que -oficiando yo de ayudante de cocina, trabajo en el que nos alternábamos rigurosamente- a mamá se le cayó un garbanzo al suelo cuando iba a ponerlos en la olla, y me obligó a buscarlo por todos los rincones, hasta encontrarlo. Entonces protesté. Y fue cuando ella me explicó (todavía me parece oír su voz):

— Hija querida: ¿Has pensado alguna vez en el trabajo que representa ese granito que desprecias? ¿Has pensado en el hombre que aró la tierra para sembrarlo? ¿Y que la sembró luego? ¿Y la cosechó, a su tiempo? ¿Y en el que lo embolsó y transportó al lugar donde pudieran comprárselo? ¿Y en el que luego…? Bah, a qué seguir. Tanto esfuerzo. Tanto…

Yo ya empezaba a avergonzarme. Pero ella siguió, con aquella su dulce voz inolvidable:

— Y no solo ellos, hija querida. No solo los que trabajaron para que tú comieras. En el granito mismo hay que pensar. Se esforzó por germinar. ¿Te imaginas la lucha que debe librar cada semilla para abrirse camino en el duro suelo? Luego se esforzó por crecer. Luchando. Siempre luchando. Tal vez había en él una esperanza. Ésta: la de que tú o cualquier otra persona lo comiera, algún día, y transformase así en diminuta partícula de un ser humano. Tal vez esa esperanza fue la que le dio fuerza para luchar tanto. ¿Y tu quieres ahora defraudar con tu pereza y negligencia la esperanza de ese pobre granito de garbanzo?

Callé y bajé la cabeza. Desde ese día, comer fue para mí algo más que alimentarme. Fue comulgar con el mundo entero.


lunes, 1 de enero de 2024

ROSAS AZULES Pamela Sargent

 

ROSAS AZULES

Pamela Sargent



No recuerdo haberle hecho jamás a mi madre una pregunta respecto a los números

tatuados. Desde muy tierna edad aprendimos que no debíamos formular tal pregunta; tal

vez mi hermano Simón o yo, inadvertidamente, dijésemos algo siendo muy pequeños, y

nos dimos cuenta de la expresión apenada del rostro de nuestra madre, o quizá nuestro

padre nos prohibió hacer esta pregunta.

Naturalmente, estábamos enterados de lo de los números. En algunas ocasiones,

cuando apretaba el calor y mi madre no se abrochaba la blusa hasta el cuello, y se

inclinaba hacia nosotros para abrazarnos o cogernos en brazos, los veíamos inscritos a

unos centímetros por encima de su seno.

(Cuando llegué a la adolescencia yo había escuchado todas las horrorosas historias

sobre los campos de concentración y los hornos crematorios; sobre los que arrancaban

los dientes de oro de los cadáveres; sobre las mujeres violadas, a pesar de los edictos del

Reich, por los soldados y los guardianes. Entonces consideré a mi madre con cierta

ambivalencia, diciéndome que antes habría preferido morir que sufrir tal deshonra,

preguntándome qué le había ocurrido y qué vergonzosos pecados tenía sobre la

conciencia... y qué había hecho para poder sobrevivir. Un hombre ya viejo, un médico, me

dijo una vez:

—Murieron los mejores de nosotros, los más honorables, los más sensibles.

Y le hubiese dado gracias a Dios por haber nacido en 1949, ya que de este modo no

habría tenido que nacer de la violación de un nazi.)

A los cuatro años de edad nos trasladamos a una antigua casa de campo, y mi padre

se dedicó a la enseñanza en una universidad de la localidad, rechazando los

ofrecimientos efectuados desde Columbia y Chicago, ya que sabía que esto era imposible

para mamá. Había allí muchos olmos y robles, y un inmenso sauce llorón que se abatía

tristemente sobre la casa. El estanque era ocupado, a principios de primavera y a finales

de otoño, por unos cuantos ánades, que usualmente se mantendrían a cierta distancia

antes de reemprender el vuelo.

(—Se diría que estas aves son judías —comentó mi padre—, ya que en invierno se

marchan a Miami.

Y Simón y yo nos los imaginábamos tumbados en una playa, untándose las plumas con

«Coppertone» y pidiendo limonadas a una camarera; todavía no conocíamos los Collin.)

Incluso en el campo, mi madre metía sus ropas en una maleta a menudo y nos decía

que se iba por una temporada, a veces una semana, en busca de soledad. Una vez se iba

a un viejo campamento de los Adirondacks que poseía una de mis tías, otra a la cabaña

que le prestaba un amigo de papá, pero siempre sola, siempre a un lugar aislado. Papá

decía que era por los «nervios», aunque nosotros no acabábamos de creerlo, puesto que

ya vivíamos muy aislados. Simón y yo pensábamos que mamá no nos quería, y que

utilizaba este medio para comunicarnos calladamente que nos rechazaba. A mí me

costaba mucho reprimirme; cuando mamá estaba descansando, yo entraba de puntillas y

susurraba. Simón reaccionaba con más violencia. Podía contenerse un poco; pero

después, en un intento desesperado por llamar la atención, corría por toda la casa,

chillando horriblemente y golpeándose la cabeza contra alguno de los radiadores. En una

ocasión, se tiró por un ventanal del salón, rompiendo el cristal. Por suerte, no se hizo

82daño, salvo unos arañazos y algunas magulladuras; pero después de este incidente papá

puso una alambrada en todas las ventanas, por la parte interior. Mamá se sintió muy

acongojada por el suceso, y durante un par de días vagó por la casa con el cuerpo

sumamente dolorido, y luego se marchó con mi tía, aquella vez durante tres semanas.

Simón tenía la cabeza muy dura, ya que nunca se lesionaba al pegar contra los

radiadores, aparte de algunos chichones y dolor de cabeza, pero en cambio estos

incidentes solían retener a mamá en cama varios días.

(Cogí los prismáticos para registrar de nuevo el bosque desde mi torre, contemplando

las lagunas como charcas, y utilizándolos para enfocarlos sobre la pareja que estaba en

un bote cerca de una de las islas, y después los aparté de ellos, ya que no quería invadir

su intimidad, si bien envidié a aquellos muchachos que podían, con tanta libertad y sin

miedo a las consecuencias, intercambiar y compartir sus sentimientos, y al mismo tiempo

no compartirlos, al menos no en la forma que pudieran destruir a un ser humano como yo.

No creo que hoy se atreva nadie a subir a mi montaña, ya que el cielo está bajo;

lentamente se persiguen los cirros, presagio de una gran tormenta hacia el oeste. Espero

que no venga nadie; la familia que ayer estuvo merendando debajo de mi atalaya me

molestó; un niño se quejó de dolor de cabeza y otro de indigestión y yo pasé toda la tarde

tendida en mi cabaña, tomando aspirinas y resistiendo la pesadez de estómago. Sí,

espero que hoy no venga nadie.)

Mamá y papá no nos enviaron al colegio hasta que hubimos cumplido la edad

establecida por la ley. Entonces ingresamos en la pequeña escuela pública del pueblo. Un

autocar amarillo, desvencijado, nos recogía delante de casa. El primer día me asusté, y

me alegré de que Simón y yo fuésemos gemelos, ya que de este modo podíamos ir

juntos. En el pueblo habían inaugurado una nueva escuela; era un edificio de ladrillo, no

muy grande, cuadrado, y en la primera clase éramos quince. Los estudiantes de instituto

acudían a otras clases del mismo edificio. Yo les temía y me alegró descubrir que todas

sus clases estaban en el segundo piso, de modo que raras veces les veíamos durante el

día, salvo cuando salían a hacer gimnasia. Sentada en mi pupitre, los contemplaba,

parpadeando cada vez que alguno era alcanzado por una pelota o se lastimaba de otra

forma. (Sólo tres meses en la escuela, gracias a Dios, antes de que papá consiguiera

permiso para tener maestro en casa; tres meses fueron un tiempo excesivo de dolores

constantes, de un gran torbellino de emociones; al recordarlo, aún tiemblo y me sudan las

manos.)

El primer curso, en su mayor parte, me resultó muy aburrido; Simón y yo ya sabíamos

leer y habíamos estudiado matemáticas en casa, desde tiempo inmemorial. Yo fingí ser

tonta, y sólo hice lo que me ordenaron; Simón se mostró agresivo, demostrando saberlo

todo. Los otros chicos se burlaron, señalándonos y susurrando entre ellos. Esto me

molestó, aunque no lo bastante para preocuparme demasiado; entonces no era como soy

ahora, no aquel primer día.

Descanso: los niños chillando, corriendo, trepando por entre los trebejes del gimnasio,

balanceándose en los columpios, colgándose de las barras, o jugando a baloncesto. Yo

estuve con dos niñas con un pedazo de tiza en la terraza y me enseñaron a jugar saltando

a la pata coja, y por mi parte hice todo lo posible para ignorar las magulladuras y

chichones de los demás alumnos.

(Necesito paz, el retraimiento del dolor fácilmente comunicado. Es raro, pienso con

objetividad, que nuestras vidas sean como son, de modo que el desconsuelo, el dolor, la

tristeza y el odio se sientan con tanta facilidad, se transmitan tan rápidamente. El amor y

la alegría sólo son tenues velos que no me protegen de las porras; y en los amores más

fuertes es posible experimentar las subcorrientes más violentas del temor, el odio y los

celos.)

Fue al finalizar la segunda semana cuando ocurrió el incidente, durante el recreo. Yo

estaba de nuevo jugando a saltar a la pata coja, y Simón se acercó a ver qué hacíamos

83antes de reunirse con otros muchachos. Se aproximaron también otros cinco chicos

mayores, supongo que del tercer o cuarto grado, y empezaron con sus burlas.

—¡Greeeenbaum! —nos chillaron a Simón y a mí.

Los dos nos volvimos hacia ellos, yo manteniendo precariamente el equilibrio sobre un

pie en un cuadrado marcado con tiza, y Simón apretando los puños.

—¡Greeeenbaum, Ester Greeeenbaum, Simón Greeeenbaum! —aullaban, como

lloriqueando en el green, y atronando en el baum.

—¡Mi padre dice que vosotros sois judíos!

—¡Sois los hijos del judío!

Uno de los muchachos ululó y canturreó:

—Chico Yid, chico Yid...

Otro me empujó fuera del cuadrado.

—¡Deja tranquila a mi hermana! —gritó Simón, dirigiéndose hacia el niño, con los

puños al frente.

Le golpeó, el otro se sentó súbitamente y yo sentí un gran dolor en la parte baja del

espinazo. Otro chico se adelantó y le pegó a Simón. Mi hermano contestó al ataque y su

contrincante le pegó en la nariz con gran fuerza. Me dolió muchísimo y empecé a gritar de

dolor, apretándome la nariz, de modo que cuando retiré la mano la vi cubierta de sangre.

La nariz de Simón sangraba, y de pronto todos los demás se abalanzaron encima de mi

pobre hermano, mientras uno le sujetaba y otro le iba golpeando.

—¡Basta! —chillé—. ¡Basta!

Me hallaba en el suelo, herida, retorciéndome mientras los profesores se apresuraban

a separar a los contendientes. Después me desmayé, afortunadamente, y recobré el

conocimiento en el pequeño botiquín. Me tuvieron allí hasta que llegó la hora de irnos a

casa.

Simón estaba muy orgulloso de sí mismo, felicitándose con gran regocijo.

—No se lo cuentes a mamá —le supliqué cuando bajamos del autocar—. Oh, no,

Simón, se trastornaría y volvería a marcharse. Por favor, no la entristezcas.

(Cuando tenía catorce años, durante una de las ocasiones en que mamá estaba fuera,

papá se emborrachó en la cocina con el señor Arnstead, y les oí conversar, escondida en

mi habitación con mis libros y mis discos, ya que aunque papá hablaba en voz baja, el

señor Arnstead se expresaba a gritos.

—Nadie, nadie hubiera resistido lo que resistió Anna. Todos, todos somos unas

bestias... Alemanes, americanos... ¿dónde está la diferencia?

Oí el golpe de un vaso sobre la mesa y una voz de trueno:

—¡Maldita sea, Sam, vosotros los judíos creéis tener un monopolio del sufrimiento! ¿Y

ese chico de Harlem? ¿Y aquel que murió de hambre en México? ¿Crees que las cosas

les fueron mejor a ellos?

—Fueron peor para Anna.

—No, no fueron peor, no fueron peor que para el muchachito de las calles de Calcuta.

Al menos, Anna esperaba que la dejarían en libertad, pero ¿quién podía libertar a aquel

muchacho?

—Nadie —la voz sonó suave—, nadie queda libre de la clase de sufrimiento por el que

pasó Anna.

Escuché, escondida en mi cuarto, pero el señor Arnstead no insistió, y cuando bajé,

papá estaba sentado allí, contemplando su vaso; y yo sentí que su tristeza me iba

envolviendo dulcemente, y luego me arropó el suave velo del amor sobre la tristeza,

haciéndola tolerable.)

Empecé a dejar de ir a la escuela al menos dos veces por semana, lastimando a

mamá, pero sin poder decirle nada, y queriendo hablar con papá, pero sin hallar las

palabras necesarias. Mamá se iba más a menudo, lo cual me deprimía («la culpa es mía,

84se va por mí»), y aquella depresión sólo era soportable a causa del consuelo que sentía

descansar sobre la casa.

Estaban inquietos, claro está, pero sus peores temores no se vieron confirmados hasta

haber terminado el Día de Acción de Gracias, hasta que llegó la Navidad (con la nieve

descendiendo lentamente desde un cielo gris, papá acarreando leña a la chimenea,

mamá puliendo el menorah, Simón y yo contando las monedas ahorradas y calculando

qué podríamos comprar cuando papá nos llevara al pueblo). Yo llevaba ya ausente de la

escuela una semana, vomitando todas las mañanas ante la idea de tener que volver.

Papá leía y Simón estaba fuera, tratando de trepar a un árbol. Yo permanecía en la

cocina, cortando pastelillos y adornándolos, mientras mamá enrollaba la pasta,

canturreando, con el delantal manchado de harina, apartando la vista y sonriendo cuando

yo robaba puñaditos de pasta y me los metía en la boca.

De pronto me caí de la silla, sujetándome la pierna y gimiendo:

—¡Mamá, me duele mucho!

Me salía, sangre de la nariz.

Mamá me cogió en brazos, apretándome contra su pecho, y me sentó en la silla,

tratando de contener la hemorragia con un pedazo de tela. Entonces oí que Simón gritaba

fuera, y poco después hubo un portazo en la parte trasera. Mamá corrió hacia él.

—Me caí del árbol —murmuró.

Cuando mamá lo cogió, me miró y supe que lo había comprendido, y sentí sus temores

y sus pesares cuando comprendió que ella y yo éramos iguales, que yo siempre sentiría

las cuchilladas del dolor ajeno, que pasaría por sus agonías, y que éstas tal vez me

destrozarían.

(Recuerdo: papá y mamá fuera, después de una tormenta de verano, de pie bajo el

sauce, papá rodeándola con un brazo, acariciándole la negra cabellera y besándola

gentilmente en la frente. No para mí, demasiada angustia con amor compartido por mí. Yo

siempre estoy sola, con mi montaña, mi bosque, mis lagos como charcas. La pareja del

bote lo ha amarrado a la isla.)

Les oí abajo.

—Anna, esa pobre niña... ¿qué podemos hacer?

—Para ella es peor, Samuel —suspiró mamá, y su tristeza llegó hasta mí,

envolviéndome como una mortaja—, creo que será peor para ella de lo que lo fue para mí.

miércoles, 1 de noviembre de 2023

Doble Contra Sencillo

 



Momento

 Constitución apestaba a hollín; molestaba con su orquesta desafinada de bocinas y pregones y el sol pálido apenas entibiaba la tarde, siempre y cuando, las nubes lo dejaran. Mi espalda finalmente se recostó en la pared mugrienta. Yo no quería hacerlo, no deseaba manchar mi taier Jacqueline Kennedy, pero llevaba dos horas esperando a Carlos y mis piernas se habían cansado.
La orden era matarlo. No lo conocía, pero Carlos me creería una mina del Gordo. Se acercaría a pedirme fuego con el cigarrillo en la mano izquierda. Esa era la contraseña acordada.
-¿Me darías fuego?
Surgió de la nada. El Turco no me dijo que era tan bueno en su trabajo.  Hurgué en mi sobre y apreté la Luder. Pero me fijé en sus ojos café y en las ondas de su cabello. Entonces tomé el encendedor.
-Ya sé que no sos una chica del Gordo. Me dijo mientras su cigarrillo se encendía, igual que me encendía yo.  
-Sos Gélida Funes. Su mirada café recorrió mi taier de arriba abajo. Su mano derecha sostenía un arma dentro de su gabardina y me apuntaba.
-El Gordo me ordenó matarte.
Nos miramos por un rato y me olvidé de Constitución, del hollín, de las bocinas.
Él quitó la mano del bolsillo y yo cerré mi cartera.

Nos metimos en un hotel cualquiera. Nos dieron una habitación cualquiera. No me importó el taier, no me importó la tarde. Solo me importó el momento: sus manos que encontraban mis lugares calientes. Su boca que besaba mis lugares calientes. La tarde se diluía y nosotros nos fundíamos con las sábanas. Nos prometimos amor eterno y lo creímos.
-¿Cómo le explicarás al Gordo que no me mataste? El gordo no perdona.
-Ya se me va a ocurrir algo. No pensemos en eso ahora, Carlos.
Goyeneche cantaba Malena desde alguna radio.

Tampoco yo había cumplido mis órdenes. Tenía que rendir cuenta de mi fracaso. Dos días más tarde visité el puesto de revistas del Turco.
-Fue un buen trabajo, Gélida. Aunque nunca hiciste algo así. Me sorprendiste. No es tu estilo.
El turco me alcanzó la revista: "Lo hallaron muerto, colgado bocabajo de la rama de un árbol". La foto del rostro de Carlos ilustraba la nota. Comprendí que era el castigo del Gordo y el Turco creyó que fui yo. Me pasó el sobre con el dinero. Me alejé del puesto y no lo saludé.

Al otro día compré boletos para Uruguay, pero no abordé el buque. No quería que la gente del Gordo supiera que estaba en Buenos Aires. Me moví como nunca y averigüé donde encontrarlo. Fue en un bar, se sentaba en una mesa alejada de la entrada. Estaba solo. Me le acerqué. Me detuve ante él y saqué mi arma.
-Vine a matarte, Gordo. Por Carlos.
-Te esperaba, Gélida. Supe que me buscabas y pensé en liquidarte, pero te necesito, sentate.
Obedecí, pero no guardé el arma.
-Cada vez hay menos profesionales que sepan moverse -dijo.
Acá tenés veinte mil. Trabajarás para mí. Reemplazarás a Carlos.
-¿Yo, reemplazar a Carlos? Le apunté a los ojos. El Gordo no temblaba. Yo sí.
-Lamento lo de Carlos. Pero no hablemos de él, Gélida. Ningún hombre vale tanto.
 Me acomodé en la silla y guardé el arma.
 Miré al Gordo por un rato. Luego pregunté:
-¿De qué se trata?