martes, 1 de diciembre de 2015

VÍA CIRCUITO.


VÍA CIRCUITO.

Por

Hugo Rodríguez.

 

Desbastada, Avellaneda  despertaba una vez más bajo aquel cielo plomizo. Despertaba custodiada por 'las puertas', colosales, inhumanas, que partían la nada y se erguían hasta el manto gris de las alturas. Por ‘las puertas’ habían entrado los gigantes que arrasaron todo. Los gigantes que extinguieron a la raza humana. Los que pulverizaron la civilización. Ahora, solo el viento helado del sur bufaba entre los hierros retorcidos, en los muelos de autos, entre las oquedades y  las grietas, mientras la escarcha tamizaba con su velo anémico, el amasijo de la ciudad.

En las ruinas de la estación sobre un trozo de andén, una mujer y dos hombres contemplaban absortos al monorriel, mientras resistían impávidos las poderosas ráfagas  que le arrebataban los cabellos. La mujer, joven y de buen aspecto,  vestía chaqueta y pollera y los hombres que la flanqueaban —de campera, uno, de corbata y traje, el otro— compartían el mismo semblante que la dama y la misma mirada absorta sobre el  riel. Hasta el momento en que sonó desde el norte, el silbato agudo de una locomotora. Entonces giraron sus cabezas: una luz amarilla se aproximaba. Aumentaba de intensidad a cada segundo y sobre el bufido del viento volvía a oírse el silbato fino, penetrante, de la locomotora. La máquina, que semejaba un enorme proyectil acerado, se detuvo casi sin ruido ante los tres pasajeros. Arrastraba un único vagón cilíndrico, metálico, con una puerta de doble hoja en el centro y cuatro ventanas redondas a cada lado. Las hojas de la puerta sisearon y se abrieron.  Los jóvenes, en fila y con pasos prudentes, abordaron el vagón. La puerta volvía a  sisear al cerrarse, mientras el viento barría las ruinas del andén. La locomotora silbó una vez más y comenzó a deslizarse por el monorriel, lenta y silenciosa, abandonando la estación derruida de Avellaneda.

En el interior del vagón, el rugido del viento se oía lejano y el ambiente ofrecía una blanda calidez. El trío se miraba las caras, lozanas, inexpresivas.

— ¿Qué es este lugar? —preguntó el joven de campera, que caminaba hacia el fondo.

—No sé —respondió la muchacha que se dirigía en la otra dirección—. Parece un coche para turista de primera clase.

— ¿Por qué razón subimos? —Se interrogaba el de traje, parado en el centro— ¿Por qué estábamos en el andén? 

—No tengo respuestas para eso —le afirmó la joven—. Tampoco tengo recuerdos inmediatos, ni anteriores. Ni siquiera sé mi nombre.

—Ni Yo —dijo el del fondo, girándose—. Creo que deberíamos preguntarle al conductor, si es que existe.

En ese momento la puerta que comunicaba con la máquina se descorrió. Surgió la figura grotesca de un androide con atuendo de conductor de locomotoras a vapor. Calzaba un gorro con visera y un guardapolvo hasta las pantorrillas. En la cara se movían dos ojos redondos y sin párpados. Una sonrisa exagerada se había petrificado en sus labios.

—Buenos días —saludó el androide con voz de radio mal sintonizada, mientras se quitaba unos guantes enormes—, mi nombre es Tiberio y soy conductor y guía de esta formación. Por favor tomen asiento, quiero mostrarles el lugar —los tres pasajeros permanecieron en pie—. Bien, como gusten —dejó los guantes en el primer asiento y cojeando de la pierna derecha comenzó a caminar hacia el fondo—. Este coche cuenta con muchas comodidades: al final se encuentra el lavabo donde pueden ducharse, a la izquierda, un placar con muda de sus talles —lo abrió y miró a la joven—. Aquí tenés un bonito conjunto, Inés, si querés vestirlo. 

—Ese es mi nombre ¿Inés?

—Sí —afirmó el maquinista autómata—, Inés Gutiérrez. Todos tenemos nombres.

— Y cuáles son los nuestros— preguntó incrédulo el muchacho de campera.

—Tu nombre es Mario Fernández y el tuyo Ricardo Sánchez.

El trío se intercambió miradas de soslayo y sonrisas cómplices.

            —Bueno —continuó el androide—,  a  la derecha, cuentan con un frízer, una microonda y en esa alacena, agua y alimentos, aunque sólo hay unas  barras de cereales.

Extrajo tres barras, volteó y volvió a renguear por el pasillo. Se detuvo ante  los jóvenes:

—Son muy nutritivas y sabrosas, pruébenlas —les convidaba las barras siempre con su sonrisa rígida.

—Qué tal si nos explicás qué sucede acá… Tiberio ¿no? —le increpó el muchacho de traje, bautizado Ricardo.

—Bueno, nada en especial —el androide guardó las barras en el bolsillo del delantal y se acomodó para exponer. Inés, Ricardo, Mario, compartiremos  un viaje turístico por el Gran Buenos Aires y visitaremos lugares históricos del conglomerado. Por ejemplo, allí, miren —los jóvenes se inclinaron—, el estadio futbolístico de Independiente y un poco más allá el estadio de Racing. Lo ven, dos lugares emblemáticos de la ciudad de Avellaneda.

—Ahí no hay nada —dijo Inés, que se había sentado junto a una ventana.

—Bueno, pero lo hubo —reflexionó el androide.

— ¿Qué son aquellas columnas tan altas? —Preguntó Inés— ¡Deben tener más de cien metros! ¡Parecen tajos en el cielo!

—Esas, esas son las entradas —tartamudeó el robot.

Los jóvenes lo miraron interrogativamente.

—Sí —afirmó el robot Tiberio y después de una pausa agregó—. Las entradas por donde vinieron 'Ellos'.

— ¿Quiénes? —fue la voz de  Mario.

—Los colosos —una vez más las miradas interrogativas cayeron sobre el androide—. Los alienígenos gigantes de otra dimensión. Los que destruyeron todo y exterminaron a los humanos..

—No entiendo —se interrogaba Inés—, las puertas, alienígenas ¿Qué sucedió?

—Sí. ¿Qué fue lo que pasó, robot? ¿Qué son las puertas? —lo apresuró Mario, que se había descerrado la campera.

—Las puertas aparecieron a un mismo tiempo —comenzó su perorata Tiberio, mientras se sentaba  estirando la pierna derecha—. Aparecieron en distintas partes del globo. Miles de ellas Surgieron en lugares estratégicos: ciudades, fábricas, represas, bases militares. De las puertas emergieron los alienígenos, eran humanos, pero gigantescos, embutidos en trajes impenetrables y escafandras que oscurecían sus rostros. El robot advirtió que había captado la atención de los jóvenes. Pertrechados con armas que colgaban de sus hombros como rifles —continuó Tiberio—, rifles con el poder destructivo de varias bombas atómicas. con un solo disparo arrasaban una ciudad. La tierra temblaba a cada paso que daban. Pisaban a todo y todos: niños, mujeres, jóvenes, viejos. Reducían a chatarra, coches, camiones, pateaban colectivos como si fuesen de juguete. De un par de pisotones demolían un edificio.

Las voces se callaron. La mirada de los pasajeros se perdía por las ventanas junto con  los ojos redondos del robot que continuó la narración:

—Vi cómo uno de ellos, rodilla en tierra, apuntaba el cañón de su rifle al cielo, y luego un proyectil, quizás un misil protónico no contaminante, se elevaba sobre la ciudad. Segundos después el misil caía sobre el edificio municipal: primero un silencio asfixiante, y luego la detonación arrasadora. La onda expansiva incineró a las personas. Arrasó los edificios, voló por los aires a los automóviles, Quebró los asfaltos. En instantes la ciudad quedó convertida en ruinas ardientes. 

            — ¿Por qué hicieron algo así? ¿A qué vinieron? —preguntó Inés mirando a los ojos del robot.

            —Las conjeturas que se barajaban entonces —explicaba Tiberios con su sonrisa patética—, eran qué se trataría de una avanzada y que  'vinieron a limpiar' como decían los militares.

            — ¿limpiar para qué? interrogó una vez más la joven.

            —Limpiar, para colonizar —puntualizó Ricardo con voz trémula.

            —Correcto —remarcó Tiberio, que se ponía en pie—. Transcurrió casi una década y aún no han regresado, pero ahí están 'las puertas'.

— ¿Cómo pudieron exterminar a todas las personas? —se preguntaba consternado Ricardo.

—Contaminaron el aire con gérmenes mortales —le respondió de inmediato el robot—. En menos de una semana, la humanidad, sucumbió. Luego se fueron, por esas mismas puertas, que aún siguen allí, como tajos en el cielo, para abrirse cualquier día de estos y colonizar el planeta.

— ¿Todos los humanos? —Preguntaba Mario, mientras miraba a sus compañeros—. Querés decir ¿Qué no hay ninguna persona viva?

—correcto.

— ¿Y por qué sobrevivimos nosotros? —interrogó Inés.

—Ustedes eran parte de un experimento  de animación suspendida —crujió la voz de Tiberio que se cruzaba las manos en la espalda—. Criogenia para viajes espaciales. En el subsuelo de la facultad de Ingeniería, allá en La Plata,  se construyó un recinto donde cinco voluntarios permanecerían en cámaras e invernarían durante un largo tiempo. Recordé esta información y fui a buscarlos, necesitaba pasajeros para mi gira turística —se jactó Tiberio y continuó—. Desactivé las cápsulas, al parecer no lo hice muy bien, no es mi especialidad, y dos de ustedes no sobrevivieron.  Y su desactivación tampoco fue del todo favorable.

— ¿Qué querés decir con 'poco favorable', Tiberio? —Inquirió Ricardo y se desanudaba la corbata—. Queremos saberlo todo ¿Sí?

—Algo sucedió con sus memorias —el robot guardó silencio y metía las manos en los bolsillos.

— ¿Qué hay con nuestras memorias? —insistió Ricardo.

—Se les borró —afirmó Tiberio, girando sus ojos—. No recuerdan nada de sus vidas. Sus nombres figuraban en el frente de las cápsulas. Además...

— ¡Qué! ¡Hay más todavía! —exclamó Inés, algo alterada.

—Continuá, Tiberio, dale —agregó Mario que tomaba del hombro a la muchacha.

—Además, sus memorias son inconstantes. Dentro de una hora, cuando termine el viaje, olvidarán este paseo y nuevamente sus mentes estarán en blanco para luego volver a empezar.

—¡Eso es una locura! —Se descontrolaba Inés— ¡Qué puede saber esta chatarra! ¡¿Qué hacés acá?! ¡Si rompieron todo, como decís! ¡¿De dónde sacaste esta máquina?!

Inés, finalmente, lloró sobre la campera de Mario.

—Sí. Contanos ¿cómo sobreviviste vos?  —Le habló Mario con dureza al maquinista autómata—.

Tiberio comenzó una pequeña caminata de ida y vuelta por el pasillo, y mientras rengueaba y anudaba una vez más las manos en la espalda, expuso:

—Bien. Los invasores sólo se dedicaron a exterminar a la raza humana y su cultura. Destruyeron muchas máquinas. Muchos autómatas. Pero algunos continuamos funcionando. En mi caso, me quedé sin oficio, fui programado como guía turístico.

—También sabés conducir locomotoras —agregó Ricardo.

—Ajá —contestó Tiberio que detuvo su caminata. Cruzó las manos al frente y continuó—. Me instruyeron robots ferroviarios sobrevivientes. No sólo eso, fueron ellos quienes recompusieron el monorriel de la vía circuito. Los androides, de alguna manera, tratábamos de mantenernos activos. Encontré esta vieja locomotora atómica y el vagón, que recompuse con mis propias manos, en los restos de estación Témperley.   Los arreglos me llevaron dos años hasta que pude dar la primera vuelta. Pero ¿A quién guiaría? ¿A quién le contaría de los emblemas de este conurbano?   

—Y te acordaste de nosotros —apuntó Ricardo reflexivo.

—Así es.

Mario ayudó a Inés a sentarse y luego, algo animoso, proclamó:

— ¡Podríamos tener hijos! ¡Procrearnos!  Así cuando vuelvan esos gigantes, estaríamos esperándolos un buen número y hacerles resistencia.

—No nos apresuremos ¿Sí? —respondió Inés desde el asiento. Más calmada y mirándolo al robot, le preguntó:

            — ¿Qué pasa Tiberio? ¿Por qué te callás?

Tiberio recogió los guantes y se paró frente a la puerta que comunica con la máquina y con voz de falsete, dijo:

—Ustedes sobrevivieron a los gérmenes. Es probable que las cápsulas los protegieran,  pero no del todo. Ustedes, ustedes son estériles.

— ¿Estériles? —Habló Inés y se ponía en pie— ¿Y cómo lo sabés?

—Fue el diagnóstico de la computadora de la facultad. Ahora, si me disculpan, voy a la sala de comandos, nos acercamos al puente de Sarandí y se tambalea un poco, como yo. El robot rio, pero su risa no tuvo respuesta.

—Bien —continuó—, si miran por la izquierda verán el estadio de Arsenal —los jóvenes sostuvieron las miradas duras en el androide—. En fin. Ya regreso.

La puerta se descorrió y Tiberio pasó a la máquina.

.

La locomotora, jalando de  su coche de turismo comenzaba a acelerar después de haber cruzado el viaducto con mucha parsimonia. La bala acerada brillaba contra el cielo gris: Tiberio había sabido reconstruir esa vieja locomotora y su vagón y ahora, se dedicaba  a detallar con pasión los distintos puntos significativos de este viaje circular. Habló  de Quilmes y su tradición cervecera y también de la actividad vidriera en Berazategui. Pero a diestra y siniestra el paisaje de conurbano bonaerense distaba mucho de las descripciones optimistas de Tiberio. Allí, donde les indicaba a sus opacos pasajeros la existencia otrora   de algún edificio histórico, de alguna mega—construcción significativa o de alguna industria próspera, los ojos de los paseantes sólo advertían ruinas escarchadas y desolación.

La tragicómica formación doblaba la curva de Villa España, ya con destino a la encrucijada de monorrieles Témperley. Desde ahí, volvería a curvarse de regreso a Avellaneda, pero por el ramal que unía las ciudades de Lomas de Zamora, Bánfiel, Lanús. Nombres que apenas podían deducirse de los carteles destrozados. 

El trío involuntario de pasajeros soportó por un largo rato la cháchara disfónica de Tiberio. El guía mecánico dejó a solas por un momento al grupo humano y regresó a la cabina de conducción. Los pasajeros aprovecharon la ocasión para hablar de sus destinos.

            —Tenemos que bajarnos de este tren —afirmó Ricardo—. No podemos estar a merced de este robot idiota.

—Sí, estoy de acuerdo —coincidió Mario—. Quizás allí afuera exista alguien que pueda ayudarnos.

— Lo dudo —agregó su compañero—, pero también quiero bajarme. Cuando termine el recorrido en Avellaneda, podríamos aprovechar, y dejar este tren. En la ciudad hay más posibilidades de encontrar alguien o algo que nos pueda ayudar.

—Sí. Es buena idea —volvió a coincidir Mario—.

— ¿Qué hay de nuestras memorias? —Agregaba Inés—. Si es como dice el robot, olvidaremos todo antes de llegar a Avellaneda.

—Es probable que mienta —se animaba Mario—. Aunque nuestras memorias no andan muy bien, no creo que sea para tanto. También, Tiberio podría estar mintiendo con respecto a nuestra esterilidad —agregó con picardía, mientras compartía una sonrisa cómplice con Ricardo.

—Es muy probable, Mario —le afirmaba su compañero, devolviéndole la sonrisa—. Deberíamos intentarlo.

            —En la alacena hay barras —dijo la joven haciéndose la desentendida—. Qué tal si se sirven algunas y comen un poco.

—De acuerdo — se ofreció Ricardo—. Yo las voy a buscar.

—Muy bien —afirmó la muchacha—. Coman,  mientras me ducho y me mudo de ropa. 

El tren ya había dejado atrás Témperley y ahora pasaba por los restos irreconocibles de Lomas de Zamora, mientras los apesadumbrados  jóvenes compartían las tabletas de cereales, y solo atendían el  exterior cuando divisaban algunas de las colosales y amenazantes 'puertas'.

Una vez más la figura tosca de Tiberio se presentó en el vagón:

—Ah, me alegro qué disfruten  los servicios del coche. Y del viaje, interesante supongo.

Sus palabras no lograron atraer la atención, ni  romper el mutismo de los dos jóvenes, que compartieron miradas, mientras masticaban.

—De acuerdo —se resignó Tiberios y comenzaba a renguear por el pasillo—. Nos aproximamos a la ciudad de Lanús, emblemática metrópolis del sur. Cuna de muchos artistas…

  ¿Cuánto falta para terminar el viaje, Tiberio? —lo interrumpió Ricardo, que miraba hacia el exterior.

—Oh, claro. Después de Lanús, la próxima parada es Avellaneda, final del recorrido.

— ¿Nos podremos bajar, entonces? —insistió Ricardo.

—Sí, por supuesto. Podrán estirar las piernas. Está un poco fresco, pero en fin.

—Ah, ¡qué bueno! —exclamó Inés, que volvía de la ducha removiendo sus cabellos con una toalla y vistiendo el mismo conjunto.

—¿No te ibas a mudar de ropa? —la consultó Mario.

—Hay dos conjuntos como el que vestía, este es nuevo —respondía Inés resignada—. También hay dos camperas como la tuya y dos trajes como los de Ricardo. El gusto de Tiberio es muy variado.

—Gracias —respondió el robot con su risa congelada—. Como les decía, ustedes me podrán esperar en el andén.

—Por supuesto —afirmó Mario, con sarcasmo, mientras recibía la toalla por la cara que Inés le propinó compartiendo la sátira.

—Entonces —continuó Tiberio desatendiendo las ironías de sus pasajeros—, conduciré la formación hasta Ezeiza. 

— ¿Para qué  la llevás hasta allá? —interrogó Ricardo.

—Allí, se encuentra, se encontraba —respondía el androide—, la central atómica que abastecía a toda la red ferroviaria del Roca. Aprovecho para cambiar los núcleos atómicos de la máquina y del vagón con algunas baterías que aún funcionan. No es un lugar recomendable para ustedes, hay niveles muy altos de radiación.

—Claro, sin duda —afirmaba Mario, muy sobrador—. Bueno conductor,  te esperaremos a que recargues las baterías y  luego disfrutaremos de otra vueltita ¿Qué te parece?

—Estoy de acuerdo —afirmó ingenuamente Tiberio, mientras se inclinaba y miraba por la ventanilla—. Llegamos a Lanús. 

—Te interesa Lanús ¿No Tiberio? —lo interrogó Inés acariciándole el brazo.

—Sí —el robot la miró a los ojos—. Por qué aquí es donde sucede.

— ¿Sucede qué? —Ahora, Inés le apretaba el brazo.

—Es cuando ustedes pierden sus memorias —Tiberio miró a los muchachos y agregó—. Pierden sus memorias una vez más—. Inés lo soltó y retrocedió dos pasos.

 

En las ruinas de la estación, sobre un trozo de andén, los tres jóvenes contemplaban absortos al monorriel.

Fin.

 

 

 

PLAZO

PLAZO.
 
Por

Hugo Rodríguez.

           

            En la penumbra de la cocina, la heladera gruñía en el rincón. Allí dormía su siesta de años, allí repetía  su ronquido de fastidio, mientras la hería  un rayo de sol agónico en la tarde de otoño. 

            El chancleteo de la anciana irrumpió. La vieja huesuda que respiraba con dificultad se refregaba las manos en el delantal. Se detuvo ante la heladera y se afirmó en  la manija para tantear en la parte superior: dio con unos anteojos negros de carey que se calzó en el puente de la nariz. Los ojos se agrandaron  y se fijaron en la puerta de la heladera. La abrió y la luz pálida del interior  cinceló las arrugas de la cara.

Jadeaba. La lengua  vacilaba en la boca abierta, mientras la mano temblorosa alcanzaba el paquete  de  manteca del fondo. Se acomodó una vez más los anteojos, pero no pudo leer la fecha de vencimiento. Otra fecha de vencimiento había llegado.

           

Fin.