Instante
Reflexivo.
Julia,
así la bauticé a mi amiga aquella noche en el bar, era una hormiga
de esas que lucen de un rojo lustroso y que ya había dado una vuelta
completa a la boca de mi porrón y se disponía a pasear por segunda
vez. Pero tomé una decisión, muy a contra gusto, porque reconozco
que julia está en su derecho a dar cuantas vueltas quiera, pero yo
también estoy en mi derecho, bueno, a beber de mi cerveza. Así qué
posé la punta de mi índice para interrumpir el paseo de mi hormiga
amiga.
Estaba
dispuesto, en caso que se diera un serio conflicto, a preservar por
sobre todas las cosas nuestra amistad. Sí señor. Lo más importante
en ese momento para mí, y no dudo que para Julia también, era
sostener esta sociedad afectiva, profunda, entre insecto y humano.
Aún
no se había topado con mi índice, porque por un instante reflexivo,
Julia contempló el reflejo de una de las lámparas de la barra en la
superficie dorada de la cerveza. Atraída quizá por el batiburrillo
metálico e hipnótico de aquel juego elíptico, que la luz provocaba
en ese mar de ámbar y espuma.
Yo
no dudaba de que Julia había suspendido su aventura de equilibrista
para darse un instante de acercamiento a ese cosmos tornasolado que
se exhibía ante sus ojos y antenas. Porque solo un alma sensible,
como la de mi amiga, podía encontrar encanto y fascinación a esa
ronda monótona y sinfín alrededor del círculo vidrioso de mi jarra.
Julia
continuó su periplo hasta dar con las huellas dactilares de mi
índice. Permití que olisqueara mi piel; que hurgara indicios en los
surcos de mis huellas. Mi hormiga amiga no sabía como sortear este
inesperado obstáculo que el destino le había puesto en el camino.
Dudó un largo rato ante la nueva situación. Lo conseguiría. La
sabía inteligente como para superar ese trance; además necesitaba
que así lo hiciese, porque mi sed así lo requería.
El
murmullo del bar pareció desaparecer; tal fue el golpe emocional,
que la decisión de este insecto audaz, produjo en mí: mi amiga
imprudente, angustiada por el desafío que le planteé, terminaba de
arrojarse al mar de cerveza. La vi agitar sus patas para evitar
hundirse. Aunque lograra mantenerse a flote, el alcohol entraría a
su cuerpo provocándole la muerte inmediata. No deseaba que Julia
concluyera su noche de esa manera y menos por algo de lo cual yo era
culpable. Tampoco me agradaba la idea de presenciar su cuerpo agónico
flotando en mi cerveza. No. Nada de eso deseaba que sucediera. Así
que, la rescaté con mucho cuidado elevándola en la yema de mi dedo
que había obstruido su paso. La sostuve y la contemplé por un rato:
noté que se recuperaba y recomponía su temple de hormiga audaz.
Bebí un largo sorbo para calmar la tensión y luego deposité
suavemente a Julia en el borde de mi porrón, para que reanudara,
como lo hizo, su ronda nocturna.
La
noche recién empezaba, como recién empezaba nuestra amistad; que
sin duda deparaba momentos extraordinarios y al límite del
paroxismo.