domingo, 6 de agosto de 2017

Ojos Negros

Ojos negros

por

Hugo Rodríguez


El rectángulo se erguía en el centro del refugio como un portal abierto a la oscuridad. Ronroneaba igual que una bestia satisfecha, igual a un animal que había tragado su presa. Junto a él, sobre una mesa pequeña, el carrete de una grabadora giraba y golpeteaba el extremo libre de la cinta.

Desde el exterior llegó el golpe de la portezuela de un auto. Luego los chirridos de la entrada corrediza y de inmediato el taconeo que descendía por la escalera metálica. La rueda giró y la compuerta se abrió, empujada por el hombro de una joven de chasca y abrigo de piel. No evitó con su mano enguantada que el hedor corrosivo del recinto inundara sus pulmones y tosió.

“Vanya”. “Vanya”, exhaló, pero no hubo respuesta. Revisó el lugar con la mirada mientras se quitaba la chasca y los guantes. Detuvo los pasos tan pronto se enfrentó al rectángulo: desde la estrechez de los párpados sus ojos negros intentaban atravesar la oscuridad de ese marco. Había rasgos mongoles en el rostro dorado de la joven; un rostro oval flanqueado por cabellos largos y negros.

Regresó a la entrada, dejó el gorro y los guantes en una silla cercana y empujó una vez más la compuerta, giró la rueda y los pernos de acero se incrustaron en el cemento. Su mirada volvió al rectángulo. Se quitó el abrigo que arrojó a la silla: un suéter de cuello alto y una falda ajustaban su figura. Se acercó a un escritorio donde revisó los cuadrantes del tablero y repasó la tira perforada del teletipo. Volvió su rostro al rectángulo, se fregó los brazos, inspiró y tosió. Ascendió cautelosa el par de escalones de la plataforma, pasó junto a la grabadora que continuaba su aleteo y finalmente, la joven se detuvo ante el portal: los dos metros de aquel marco que vibraba, los dos metros de aquella bestia satisfecha, la empequeñecían.

Lo contempló por unos segundos frotándose los brazos, llevó una mano a su cabeza y enredó unos pocos cabellos hasta sostener uno entre los dedos. Lo cortó de un tirón, lo antepuso al umbral y lo soltó: la joven mongol vio como su cabello se hundía en esa opacidad hambrienta.

El batir de la grabadora la distrajo, se aproximó a la mesa y rebobinó la cinta por completo. La yema de su índice oprimió la tecla. Cruzó los brazos y al rato, se oyó la voz áspera y agitada de un hombre: “Lo bautizamos el Espejo, pero pararse ante él no resultaba lo mismo que enfrentarse a un cristal...”, la muchacha se reclinó sobre la grabadora y afirmó las manos en la mesa. “Vanya”, volvió a susurrar. La reproducción continuó: “No, el reflejo era demasiado límpido, demasiado real. Uno podía percibir en el rostro del otro, aquel asombro, aquel miedo. En un espejo, el que se refleja, es uno mismo; se sabe; se percibe. Sin embargo, aquél que me enfrentaba, no era yo: me repetía en cada gesto, me adivinaba cada movimiento, pero sin dudas, se trataba de otra persona. En algún punto minúsculo no coincidíamos. No éramos iguales. Ese otro que me miraba sabía cosas de mí que yo desconocía. Me duplicaba en cada pliegue de mi anatomía, mil veces más exacto que en un espejo común. Y quizás por esa perfección tan meticulosa, quizás por la ausencia del límite natural del cristal, ése no era yo, sino un ajeno, alguien del anti-mundo al que nos atrevimos a espiar”.



La joven detuvo la cinta. Se acercó una butaca, se sentó y tosió. Avanzó la grabación unos segundos y tan pronto la frenó la reprodujo. La voz agitada se escuchó otra vez: “Pequé de soberbio, Anun. Me dejé tentar por las ofertas del general Kozlov: el Estado necesitaba un héroe. Habría una casa rodeada de árboles frente a un lago, para nuestra vida juntos. Solo tenía que traspasar el Espejo; sería el primer hombre que viajaría al anti-mundo. Todo eso sirvió de carnada para que mi ambición me cegara y ahora pago las consecuencias. Sé que Kozlov me vigila. Intervino mi teléfono y está enterado de nuestras conversaciones, pero no te preocupes Anun, no le interesa lo nuestro, ni tampoco si yo puedo ser un desertor, sabe que no traicionaría a mi patria, porque sabe que yo, no soy como él. Kozlov me vigila porque quiere conocer qué pasa con su rata de laboratorio. Quiere conocer los efectos que produce el traspaso del Espejo”.

Los puños de la joven se aferraron al asiento de la butaca y su mirada se endureció. La voz continuó: “Nikolai no se equivocó, el eje de simetría de las moléculas se invertiría en el anti- mundo y las combinaciones se alterarían, surgirían resultados inesperados. Monstruosos, diría yo. Él tenía razón, Anun. Tendríamos que haber realizado más experimentos, antes de que un humano atravesara el umbral de anti-materia”.

Por un momento el hombre se silenció y solo se oía su respiración. Un instante después retomaba el relato: “Querida Anun, ni bien comencé a sufrir las mutaciones no encontré mejor respuesta que huir. Me oculté todo este tiempo en nuestra pensión de veraneo ¿la recordás? Pensé que añorando nuestros días de descanso, podría sobrellevar los cambios...”.

La joven interrumpió la grabadora. Su mirada continuó tensa, apretó los dientes y como un estilete, su dedo hundió la tecla y dejó que la cinta avanzara. La detuvo y activó la reproducción: “Debo traspasar el umbral. Tengo que atravesar el espejo otra vez. Quizás así consiga revertir el proceso. Me convertí en un ser irreal, ya no se trata sólo de mi metabolismo, también el lugar me rechaza, sospecha que soy del “otro lado”, sospecha que pertenezco al anti materia. Al abrir una puerta reprimo mi mano y luego uso la contraria, la puerta entonces obedece, pero a regañadientes, entiende que algo no está bien. Entiende que algo no es de acá. Allí está el 'otro' en el espejo, tan desahuciado como yo, tan idéntico, tan distinto. Dispuse todo para el traspaso: los mismos cuadrantes, la misma polaridad de campo y la misma sincronía. eso es todo. Ahora cruzaré el umbral”. Se oyó el carraspeo, los pasos, los chasquidos de los interruptores, ruidos ondulantes y vibraciones agudas. Se escuchó el golpe de la tecla que interrumpió la grabación y de seguido, el mismo golpe que la reanudaba.

Pero entonces, surgió otra voz, la joven se inquietó en la butaca. Una voz gruesa, mucho más áspera y temblorosa. Sin duda, se trataba del mismo hombre, pero este hombre regresaba del profundo averno: "¡Es una silueta oscura y se mueve!... ¡con independencia!... ¡ya no es mi reflejo! ¡opaca, fría...aterradora! Esta allí, en el laboratorio de la anti-materia...sé lo que es: es mi anti-ser...mi otro lado...mi nada”.

La grabadora enmudeció. La muchacha mongol se recogió el pelo tras la oreja y se reclinaba sobre la reproductora: el gemido regresaba en un susurro imperceptible, agónico: “Los síntomas son peores. Me duelen los pulmones a cada inhalación. De seguir aquí..., no sobreviviré. Esta vez..., dejaré la grabadora funcionando”.

Se repitieron los ruidos por unos minutos y luego se silenciaron para dejar oír el ronroneo: el mismo que se oía en el laboratorio. Segundos después, la cinta aleteaba en el carrete y ella se distrajo con ese palmoteo. “Vanya", dijo en susurro y acariciaba la grabadora. “Vanya” repitieron sus labios y el índice frenó la cinta.

Bajó de la butaca, se paró frente al rectángulo y miró con firmeza la oscuridad. La joven contuvo la tos y cerró los puños. Retornó a la grabadora, quitó el carrete y descendió de la plataforma. Sacó del abrigo una caja de fósforos, acercó un cesto con papeles y arrojó el carrete en él: lo encendió. Las llamas la hipnotizaron. Desde el exterior, los autos que llegaron la regresaron a la realidad del laboratorio.

Descolgó el matafuegos de la pared y roció el cesto. Apuró los pasos hasta el tablero de cuadrantes y accionó presurosa varios conectores. Miraba cada tanto al umbral mientras insistía con los diales. Se estiró el suéter y desprendió una llave del collar. Determinada, la introdujo en una ranura del escritorio. La giró dos veces y luego sujetó la palanca : la jalaba mordiéndose los labios. Las luces parpadearon. Los pasos en la escalera se apresuraron. Volcó todo su peso sobre el escritorio, al mismo tiempo que fijaba la mirada en el rectángulo. La muchacha se mordía los labios y mientras oía los pasos en los escalones de metal, vio en el Espejo del anti-mundo, como se desvanecía aquella oscuridad.