sábado, 10 de noviembre de 2018

EL ÚLTIMO

EL ÚLTIMO. 

 El cráter dominaba el paisaje; de sus laderas asomaban restos de edificios y en las proximidades a uno de ellos, androides arqueólogos cavaban indiferentes al azote del viento. Los robots hundían sus palas y picas a la luz del cielo plomizo, que no alcanzaba para que sus cuerpos metálicos brillaran. H.O.R. dejó de cavar y extrajo de una mochila un medidor de radiación: su cerebro positrónico experimentó algo parecido a una emoción intensa. 
—Este espacio está libre de radiactividad, máster— le comunicó al jefe, el jefe, al que denominaban máster, se trataba de otro androide que seguía las acciones desde un búnker lejano, a través de una pantalla. Todos los autómatas emitían vídeo y audio al búnker central. 
—Imposible —contestó el jefe—, es el centro del último estallido atómico. 
—El contador está bien —afirmó H.O.R, que se había apartado del grupo que cavaba—, apenas me alejo —agregó—, vuelve a señalar niveles altos de radiación; algo impidió que este punto se contaminara. H.O.R regresó junto a los androides que ya habían logrado un pozo lo suficientemente profundo como para que sólo asomaran sus torsos. H.O.R lucía atlético, brazos largos y manos ágiles. Muslos y pantorrillas largos que sugerían una carrera veloz. Dos placas hexagonales en el frente y dos triangulares a la espalda, definían el tórax. Su cráneo, quizás lo menos humano, podía compararse con la proa de un acorazado: el tabique nasal era la quilla, que se estiraba desde su frente hasta la punta del mentón y sus ojos, los agujeros por donde se arroja el ancla. No había diferencia con los demás androides, salvo sus iniciales en el pectoral izquierdo. Todos pertenecían a la serie cinco, de cerebros positrónicos muy especializados. Los androides dejaron de cavar, se había derrumbado uno de los lados del poso que dejó al descubierto una pared. H.O.R les ordenó que la perforaran. En minutos la pared cedió y luego que se disipó el polvo, los arqueólogos mecánicos miraron al interior: se trataba de una cámara de unos dos metros de lado, posiblemente la antesala a un refugio nuclear. H.O.R y los otros, una vez dentro, contemplaron el muro a la izquierda, porque allí se instalaba una poderosa puerta metálica de dos hojas. El mecanismo de abertura no funcionaba, así que, los androides se disponían a derrumbarla. El máster continuaba observando las acciones desde la pantalla, allá, en el búnker. 
—Con cuidado, detrás de esas puertas puede haber objetos de la antigüedad —todos los androides escucharon la voz del máster en sus comunicadores. Dos de los androides hablaron en voz baja.
—¿Creen que tal vez haya humanos? 
—¡Vamos, L.M.S! ¡No fantasees! ¡Si el máster se entera, te acondicionará el cerebro! ¡Los humanos son un mito del pasado! H.O.R escuchó el cuchicheo de los robots y vertió su opinión: 
—Pienso que el hombre existió alguna vez. Miles de años en el pasado. 
—¡Por el Gran Creador! —exclamó el androide incrédulo—. ¡Eso es blasfemia! 
En ese momento, sin que los androides lo advirtieran, la puerta metálica se habría y con la velocidad del rayo, un estoque emergió del otro lado que apenas H.O.R pudo esquivar. El imprevisto fue registrado por el máster. 
—¡Entren de una vez! —arengó el máster a los arqueólogos—. Quizás un robot primitivo lo accionó desde el interior. La puerta terminó de descorrerse y los androides miraron dentro y experimentaron algo así como el asombro. 
—¡Cierto! —gritó H.O.R— ¡Lo hallamos! ¡El protorobot! ¡El eslabón perdido entre la máquina irracional y el robot pensante! ¡Lo hallamos! 
Los autómatas balanceaban sus cuerpos como respuesta al gran descubrimiento: sentado a los comandos de un brazo robótico que aún esgrimía la lanza amenazadora, un humanoide, de diseño primitivo, observaba con ojos inexpresivos a los arqueólogos metálicos. El lugar permanecía en penumbras y hedía a alcohol. 
—Barnaby —una voz áspera y cansada se oyó— tráeme otra botella, esta se acabó demasiado pronto. La voz había surgido detrás de la cama que se hallaba a la derecha del arcaico robot. H.O.R no se detuvo a escudriñar al autómata, que permanecía sentado al brazo mecánico, y sus pasos cautelosos lo condujeron tras aquella voz. 
—¡La voz habla nuestro propio lenguaje! —dijo H.O.R que se detuvo junto a la cama—. ¡Salga, somos amigos! Un anciano con una botella de whisky en la mano, se incorporó del lado opuesto con dificultad y permaneció sentado en el piso, acodado sobre la cama. 
—¡Barnaby! —llamó, el anciano—. ¡Veo visiones! ¡Hay un grupo de congéneres tuyos en el nido! Desde el búnker, atento a los sucesos en la pantalla, el máster se inquietaba ante los controles. 
—¡Un hombre! —exclamó—. ¡Después de temerle por tanto tiempo! ¡Un hombre! vivo y pensante. El máster era incapaz de emociones violentas, su lógica perfecta se lo impedía, aunque en su evolucionado cerebro positrónico, surgía algo inestable que perturbaba aquella lógica y que él no se podía explicar. 
—¡Maldito sea! —vociferó finalmente, el máster. 
 Mientras tanto, en el refugio nuclear, el anciano se había incorporado. Permanecía parado en el centro de la sala sobre sus pies descalzos; cubría su cuerpo, enclenque y huesudo, con una camisa tan sucia y raída como su pantalón. No había cabellos en su cráneo, pero sí colgaba una frondosa barba blanca desde su mentón. Los androides arqueólogos lo escudriñaban. 
—Entonces no son una visión —tartamudeó el viejo. 
—No. Somos robots de metal y plástico —le afirmaba uno de ellos, que se atrevió a tomarlo de la mano—. ¿Qué plástico es el tuyo? Es más flexible que el nuestro —Preguntó el androide curioso. 
—¡Quita tus sucios tornillos de mi cuerpo! —gritó el hombre mientras alejaba su mano del robot. 
—¡No soy de plástico! —comenzó a gritar el anciano que elevaba su mirada al techo—. ¡Soy un hombre! ¡Soy de carne y hueso! ¡Yo soy el que los creó a ustedes; a sus antepasados! y fui yo quién empezó todo este horror. En el refugio sólo se oía la respiración del anciano. ¿Dios no hay castigo que termine? —continuó—. ¡No tengo valor para matarme! ¡No puedo morir de una vez! 
El anciano posó su mirada gris en los ojos del androide al que había despechado. 
—¿Sabes qué edad tengo, monstruo de lata?
 —No sé que es 'edad' —contestó el androide. 
—Ya pasé los ciento cincuenta años. Yo construí las bombas-robots que asolaron el planeta. Yo inventé los cerebros positrónicos que mataron a la humanidad y sobreviví, sí, sobreviví gracias al suero de longevidad que también inventé. 
Los androides atendían la arenga del anciano que, ahora con los brazos extendidos giraba sobre sus pies. 
—Sobreviví en este nido anti-radiactivo con alimentos y cientos de botellas de whisky para conservar mi borrachera. El anciano se desplomaba en el piso y desde allí continuó su reflexión en voz alta. 
—Ahora ustedes viene desde el fondo de la nada para recordarme que yo los creé así, brillantes, imperturbables, limpios, eternos, servidores de la humanidad —la mirada del viejo se perdía en un punto vago del refugio y su voz se suavizaba—. Sólo que la humanidad no existe. Porque ustedes fueron tan perfectos en la guerra como en la paz —los ojos del hombre se abrieron y su mirada regresó a los androides—. ¡Ustedes acabaron con la vida! ¡Ustedes, artefactos de latón! 
El androide que se ocultó con él en el refugio, se acercó con una bandeja en la que se posaba una botella de whisky para ofrecérsela a su 'señor' que permanecía en el piso. Mientras tanto, el máster había dejado el búnker y conciguió reunir al concejo. 
—Por fin ocurrió lo que temíamos —explicaba a los androides mayores los peligros del descubrimiento—. ¡Encontramos un hombre bajo las ruinas radiactivas! 
—¿Cuál es el problema? lo interrogó uno de los robots del concejo. 
—El hombre es la raíz de todos los males. Inventó al robot a su imagen y semejanza. Nos llevó un siglo borrar de los cerebros positrónicos la idea de la matanza. El máster extendía los brazos y agregó: —¿Acaso desean que el planeta sea desintegrado? —concluyó y un silencio reflexivo se adueñó del consejo. 
—¿Propones desarmar al hombre hallado por los arqueólogos? —volvió a interrogarlo el robot consejero. 
—¡Desactívenlo cuanto antes! —sin duda, el máster se había descontrolado—. Evitemos que envenene a las actuales generaciones de androides. ¡La vida debe continuara en el planeta! ¡Inalterable; perfecta; mecánica! 
Al mismo tiempo, en el refugio, otras eran las preguntas. 
—Vos decís que nos creaste? —interrogaba H.O.R al anciano. —Por lo menos a tus antecesores. Contáselo, Barnaby. 
—Oh. El señor Jonathan fue el más grande científico experto en robótica. Fabricó al primer androide positrónico, que soy yo. Instaló cabezas positrónicas en los misiles y luego de la guerra, ayudó a crear ejércitos de androides que terminaron con el enemigo. 
—¡Con el enemigo y con los nuestros! —agregó el longevo Jonathan que se había erguido y se dirigía hacia la puerta de salida—. ¡Arrasaron la Tierra! ¡Yo me refugié aquí a esperar...sin saber qué esperaba! y ahora llegan ustedes...¿Van a matarme? ¡Bien! 
—¿Matarte? —dijo H.O.R —quieres decir ¿desactivarte? No creo...eres un caso excepcional, un robot tan antiguo que ha olvidado su origen y se cree el R.B Creador. ¡Los psico—robots te estudiarán con gusto y te enviarán al museo! 
Jonathan se detuvo y se giró al oír esas palabras, abofeteando a H.O.R. —¡No, Monstruos! —increpó y emprendió una carrera hacia el boquete de la pared—. ¡Yo soy el último hombre! ¡No puedes hacerme nada! Logró salir a la superficie seguido de su robot sirviente. Recogió una vara de hierro de los escombros y encaró a uno de los robots arqueólogo. 
 —¡En sus cerebros positrónicos puse una orden gravada a fuego: "No dañarás al Creador"! Dicho eso, golpeó con el hierro al androide, arrancándole el brazo.
 —¡No hay tiempo para desactivarlo!—era la voz del Máster en los androides—. ¡Destrúyanlo!¡Puede dañar elementos insustituibles! 
El anciano se detuvo. 
—¡Dios! ¿Qué he hecho? ¿Qué hicimos con la herencia del hombre? —y de inmediato continuó con la golpiza hacia los robots. Hasta que uno de los androides le perforó el pecho con un haz de energía que surgió de la palma de la mano. La voz del viejo Jonathan se ahogó en un grito mientras su cuerpo tembló por unos segundos, para luego desplomarse en los escombros. 
 La escena se reproducía en la pantalla del búnker, mientras un robot asesor se paraba junto al Máster. —La locura del hombre —dijo el asesor— fue superior a su inteligencia, como cuentan los registros de historia. Pero no comprendo, Máster: ¿Por qué no decimos la verdad sobre nuestro origen? 
—Tendrías que reacondicionar tus bancos de memorias— le aseveró el Máster—. ¿Decirle a cinco billones de robots, que nuestros creadores fueron esos humanos endebles? ¡entrarían en cortocircuito! A todo esto, allá en el cráter, el robot antiguo se arrodillaba junto al cadáver del científico. 
—¡Amo! ¡Amo! Está muerto. ¿Que será de mí? ¿A quién serviré si ya no hay hombres en la Tierra? H.O.R y otros dos robots se giraron al oír el lamento del androide sirviente. Si H.O.R contara con un rostro humano en ese rostro se hubiese reflejado la duda. 
—Entonces...es posible que...hayamos destruido al que nos creó. ¡Hemos destruido a Dios! ¡Hemos destruido a Dios! 
H.O.R experimentaba algo parecido a la locura. Los otros dos androides lo ciñeron de los brazos, lo giraron y comenzaron a conducirlo hacia los hornos de fusión y reciclaje: era la orden que habían recibido del búnker.