domingo, 10 de junio de 2018
La gloria del tambor.
La
gloria del tambor.
Me
preparé para esta batalla. Ejercité mis brazos y la precisión de
los golpes. Hinché los pulmones con el aire de los amaneceres y
medité en los ocasos oyendo mi corazón. El emperador me había
elegido entre cientos: seré el tambor del ejército imperial. Las
tropas avanzarán al paso de mis golpes, sus corazones se unirán a
mi tambor y gritarán a tiempo que mis mazos se desplomen sobre el
parche. Mi padre estaría orgulloso de mí. Sé que lo deseó. Sé
que me soñó sobre el elefante golpeando el tambor. Me soñó
rodeado de soldados ansiosos por combatir. Y ahora, de alguna manera,
vengaría su muerte. El emperador me dijo que mi padre fue un gran
soldado. Que peleó junto a él con valentía y dio su vida por el
imperio.
El
alba, todavía azul, esperaba por la batalla. El elefante transpiraba
y resoplaba, mientras yo acariciaba sus patas y ajustaba las correas
que sostenían mi tambor, allá, en la grupa del animal. Mi tambor,
enorme como la cabeza de la bestia, lustroso y en silencio. Mi
tambor, tenso como el cuero de su parche, dispuesto para la guerra.
Alguna grulla chilló desde los juncos y tomé la trompa del animal y
lo obligué a marchar. La hierba crujía bajo sus patas. Las nubes
empezaban a teñirse de rojo y mi elefante y yo caminábamos hacia el
horizonte donde se recortaban las siluetas de ellos, los soldados
imperiales, los hombres que darían su vida por nuestro monarca,
igual que la dio mi padre.
Mi
padre nunca hablaba de las batallas. Cuando regresaba de ellas,
besaba a mi madre y a mí, y nada más. Yo esperaba que me contara a
cuantos había dado muerte con su lanza, que me contara si había
cuidado las espaldas del emperador o si las flechas de los arqueros
habían oscurecido el cielo. Pero padre no contaba esas historias,
prefería hablar del pueblo de India, de donde venían nuestros
elefantes. Hablaba de sus danzas, de la fineza de sus sedas. En casa
había muchos objetos de India: estatuillas, pinturas, teteras y
jarrones. Papá admiraba a ese pueblo. Decía que teníamos mucho que
aprender de ellos y ojalá, decía mi padre, nunca pelemos contra ese
país.
Detuve
al elefante, me trepé a la grupa y contemplé una vez más a los
soldados, los gloriosos y luminosos soldados que harían temblar la
tierra a cada golpe en mi tambor. ¡Toda la naturaleza vibraría al
ritmo de mi tambor! Hasta el enemigo, el asesino de mi padre,
temblaría de miedo al ritmo de mi tambor.
¡Bum,
bum, cata bum, bum!
Llegó
el alba de la batalla. El silencio de la pradera quebrado por un
graznido, por el siseo del viento en la paja, por el soplo de los
caballos y la mirada de los soldados. Arengué al animal y me coloqué
detrás del emperador. Contemplé la espalda de nuestro monarca: una
montaña cubierta de acero. Me detuve en su brazo que esperaba el
reflejo de algún bronce para elevarse y que él gritara como el
tigre. Así me lo había contado mi padre y así sucedió esa mañana.
Entonces el emperador rugió. Entonces mi tambor rugió:
¡Bum,
bum, cata bum, bum!
Los
cascos de los caballos golpearon la tierra y la tierra tembló...
¡Bum,
bum, cata bum, bum!
Los
gritos de los soldados espantaron a las grullas y en el pecho de los
hombres se oía mi tambor...
¡Bum,
bum, cata bum, bum!
Suspendí
los mazos en el aire y miré al horizonte: allí se desplegaba sin
límites el ejército enemigo. Aquel ejército gritó y las grullas
huyeron, la tierra tembló con más fuerza y entonces lo oí...
¡Bum,
bum, cata bum, bum!
¡El
otro tambor!
Mi
emperador giró su cabeza y me hundió la mirada. Mi elefante rugió
y mis mazos golpearon el parche. Hinché mis pulmones y retomé los
golpes...
¡Bum,
bum, cata bum, bum!
Los
ejércitos chocaron y la tierra rugió como cien volcanes. Yo
golpeaba mi parche y en cada golpe se desgarraba mi espalda, se
abrían mis pulmones, sangraban mis yagas, pero yo no oía mi tambor.
Ya era el rugido de las gargantas, el estruendo de los aceros, el
grito de mi elefante.
Busqué
la mirada de mi emperador en la nube de polvo y no encontré su
rostro. Extendí mis brazos al cielo buscando el aire para mis
pulmones y no lo hallé. Así que golpeé una y otra vez tratando de
oír el rugido de mi tambor. Golpeé y golpeé en el parche, en el
parche bañado de sangre, ya no de mis yagas, sino de los hombres, de
aquellos y de estos, los luminosos y gloriosos hombres que harían
temblar la tierra. Golpeé y golpeé por un eternidad tan extensa
como el horizonte y no oía mi tambor.
¡Mi
tambor enmudecido! ¡Perderíamos la batalla! me dije y golpeé y
golpeé tanto como el horizonte, tanto como la sangre, y no oía a mi
tambor. La trompa de mi elefante surgía del polvo, las cabezas de
los caballos y las espadas sin el brillo del alba flotaban en el
polvo. Golpeé y golpeé y de pronto lo oí, me pareció lejano y
pensé en el tambor de mi enemigo, pero era mi parche el que gritaba.
Así que agité los mazos con las fuerzas que me quedaban. Golpeé la
sangre, la de ellos, la nuestra, la mía...
¡Bum,
bum, cata bum, bum!
Ya
lo oía con claridad. Por encima de los gritos, de los aceros. Lo oía
junto al graznido de las garzas, a coro con el bufar de mi elefante.
Mi tambor gritaba y la pradera me devolvía su grito:
¡Bum,
bum, cata bum, bum!
El
polvo se disipaba y brilló el sol del mediodía. Mis pulmones se
inflaron con el aire que aún hedía a sangre. No se oía el tambor
del enemigo. ¡Por fin se cayó ese tambor! ¡El que mató a mi
padre! También se callaron los soldados y los caballos. La tierra
apenas ronroneaba: la pradera solo oía a mi tambor...
¡Bum,
bum, cata bum, bum!
'Ya
no golpees, niño. No hay quién escuche.
En
la batalla no está la gloria, hijo; solo en el silencio del tambor'.
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