lunes, 1 de enero de 2024

ROSAS AZULES Pamela Sargent

 

ROSAS AZULES

Pamela Sargent



No recuerdo haberle hecho jamás a mi madre una pregunta respecto a los números

tatuados. Desde muy tierna edad aprendimos que no debíamos formular tal pregunta; tal

vez mi hermano Simón o yo, inadvertidamente, dijésemos algo siendo muy pequeños, y

nos dimos cuenta de la expresión apenada del rostro de nuestra madre, o quizá nuestro

padre nos prohibió hacer esta pregunta.

Naturalmente, estábamos enterados de lo de los números. En algunas ocasiones,

cuando apretaba el calor y mi madre no se abrochaba la blusa hasta el cuello, y se

inclinaba hacia nosotros para abrazarnos o cogernos en brazos, los veíamos inscritos a

unos centímetros por encima de su seno.

(Cuando llegué a la adolescencia yo había escuchado todas las horrorosas historias

sobre los campos de concentración y los hornos crematorios; sobre los que arrancaban

los dientes de oro de los cadáveres; sobre las mujeres violadas, a pesar de los edictos del

Reich, por los soldados y los guardianes. Entonces consideré a mi madre con cierta

ambivalencia, diciéndome que antes habría preferido morir que sufrir tal deshonra,

preguntándome qué le había ocurrido y qué vergonzosos pecados tenía sobre la

conciencia... y qué había hecho para poder sobrevivir. Un hombre ya viejo, un médico, me

dijo una vez:

—Murieron los mejores de nosotros, los más honorables, los más sensibles.

Y le hubiese dado gracias a Dios por haber nacido en 1949, ya que de este modo no

habría tenido que nacer de la violación de un nazi.)

A los cuatro años de edad nos trasladamos a una antigua casa de campo, y mi padre

se dedicó a la enseñanza en una universidad de la localidad, rechazando los

ofrecimientos efectuados desde Columbia y Chicago, ya que sabía que esto era imposible

para mamá. Había allí muchos olmos y robles, y un inmenso sauce llorón que se abatía

tristemente sobre la casa. El estanque era ocupado, a principios de primavera y a finales

de otoño, por unos cuantos ánades, que usualmente se mantendrían a cierta distancia

antes de reemprender el vuelo.

(—Se diría que estas aves son judías —comentó mi padre—, ya que en invierno se

marchan a Miami.

Y Simón y yo nos los imaginábamos tumbados en una playa, untándose las plumas con

«Coppertone» y pidiendo limonadas a una camarera; todavía no conocíamos los Collin.)

Incluso en el campo, mi madre metía sus ropas en una maleta a menudo y nos decía

que se iba por una temporada, a veces una semana, en busca de soledad. Una vez se iba

a un viejo campamento de los Adirondacks que poseía una de mis tías, otra a la cabaña

que le prestaba un amigo de papá, pero siempre sola, siempre a un lugar aislado. Papá

decía que era por los «nervios», aunque nosotros no acabábamos de creerlo, puesto que

ya vivíamos muy aislados. Simón y yo pensábamos que mamá no nos quería, y que

utilizaba este medio para comunicarnos calladamente que nos rechazaba. A mí me

costaba mucho reprimirme; cuando mamá estaba descansando, yo entraba de puntillas y

susurraba. Simón reaccionaba con más violencia. Podía contenerse un poco; pero

después, en un intento desesperado por llamar la atención, corría por toda la casa,

chillando horriblemente y golpeándose la cabeza contra alguno de los radiadores. En una

ocasión, se tiró por un ventanal del salón, rompiendo el cristal. Por suerte, no se hizo

82daño, salvo unos arañazos y algunas magulladuras; pero después de este incidente papá

puso una alambrada en todas las ventanas, por la parte interior. Mamá se sintió muy

acongojada por el suceso, y durante un par de días vagó por la casa con el cuerpo

sumamente dolorido, y luego se marchó con mi tía, aquella vez durante tres semanas.

Simón tenía la cabeza muy dura, ya que nunca se lesionaba al pegar contra los

radiadores, aparte de algunos chichones y dolor de cabeza, pero en cambio estos

incidentes solían retener a mamá en cama varios días.

(Cogí los prismáticos para registrar de nuevo el bosque desde mi torre, contemplando

las lagunas como charcas, y utilizándolos para enfocarlos sobre la pareja que estaba en

un bote cerca de una de las islas, y después los aparté de ellos, ya que no quería invadir

su intimidad, si bien envidié a aquellos muchachos que podían, con tanta libertad y sin

miedo a las consecuencias, intercambiar y compartir sus sentimientos, y al mismo tiempo

no compartirlos, al menos no en la forma que pudieran destruir a un ser humano como yo.

No creo que hoy se atreva nadie a subir a mi montaña, ya que el cielo está bajo;

lentamente se persiguen los cirros, presagio de una gran tormenta hacia el oeste. Espero

que no venga nadie; la familia que ayer estuvo merendando debajo de mi atalaya me

molestó; un niño se quejó de dolor de cabeza y otro de indigestión y yo pasé toda la tarde

tendida en mi cabaña, tomando aspirinas y resistiendo la pesadez de estómago. Sí,

espero que hoy no venga nadie.)

Mamá y papá no nos enviaron al colegio hasta que hubimos cumplido la edad

establecida por la ley. Entonces ingresamos en la pequeña escuela pública del pueblo. Un

autocar amarillo, desvencijado, nos recogía delante de casa. El primer día me asusté, y

me alegré de que Simón y yo fuésemos gemelos, ya que de este modo podíamos ir

juntos. En el pueblo habían inaugurado una nueva escuela; era un edificio de ladrillo, no

muy grande, cuadrado, y en la primera clase éramos quince. Los estudiantes de instituto

acudían a otras clases del mismo edificio. Yo les temía y me alegró descubrir que todas

sus clases estaban en el segundo piso, de modo que raras veces les veíamos durante el

día, salvo cuando salían a hacer gimnasia. Sentada en mi pupitre, los contemplaba,

parpadeando cada vez que alguno era alcanzado por una pelota o se lastimaba de otra

forma. (Sólo tres meses en la escuela, gracias a Dios, antes de que papá consiguiera

permiso para tener maestro en casa; tres meses fueron un tiempo excesivo de dolores

constantes, de un gran torbellino de emociones; al recordarlo, aún tiemblo y me sudan las

manos.)

El primer curso, en su mayor parte, me resultó muy aburrido; Simón y yo ya sabíamos

leer y habíamos estudiado matemáticas en casa, desde tiempo inmemorial. Yo fingí ser

tonta, y sólo hice lo que me ordenaron; Simón se mostró agresivo, demostrando saberlo

todo. Los otros chicos se burlaron, señalándonos y susurrando entre ellos. Esto me

molestó, aunque no lo bastante para preocuparme demasiado; entonces no era como soy

ahora, no aquel primer día.

Descanso: los niños chillando, corriendo, trepando por entre los trebejes del gimnasio,

balanceándose en los columpios, colgándose de las barras, o jugando a baloncesto. Yo

estuve con dos niñas con un pedazo de tiza en la terraza y me enseñaron a jugar saltando

a la pata coja, y por mi parte hice todo lo posible para ignorar las magulladuras y

chichones de los demás alumnos.

(Necesito paz, el retraimiento del dolor fácilmente comunicado. Es raro, pienso con

objetividad, que nuestras vidas sean como son, de modo que el desconsuelo, el dolor, la

tristeza y el odio se sientan con tanta facilidad, se transmitan tan rápidamente. El amor y

la alegría sólo son tenues velos que no me protegen de las porras; y en los amores más

fuertes es posible experimentar las subcorrientes más violentas del temor, el odio y los

celos.)

Fue al finalizar la segunda semana cuando ocurrió el incidente, durante el recreo. Yo

estaba de nuevo jugando a saltar a la pata coja, y Simón se acercó a ver qué hacíamos

83antes de reunirse con otros muchachos. Se aproximaron también otros cinco chicos

mayores, supongo que del tercer o cuarto grado, y empezaron con sus burlas.

—¡Greeeenbaum! —nos chillaron a Simón y a mí.

Los dos nos volvimos hacia ellos, yo manteniendo precariamente el equilibrio sobre un

pie en un cuadrado marcado con tiza, y Simón apretando los puños.

—¡Greeeenbaum, Ester Greeeenbaum, Simón Greeeenbaum! —aullaban, como

lloriqueando en el green, y atronando en el baum.

—¡Mi padre dice que vosotros sois judíos!

—¡Sois los hijos del judío!

Uno de los muchachos ululó y canturreó:

—Chico Yid, chico Yid...

Otro me empujó fuera del cuadrado.

—¡Deja tranquila a mi hermana! —gritó Simón, dirigiéndose hacia el niño, con los

puños al frente.

Le golpeó, el otro se sentó súbitamente y yo sentí un gran dolor en la parte baja del

espinazo. Otro chico se adelantó y le pegó a Simón. Mi hermano contestó al ataque y su

contrincante le pegó en la nariz con gran fuerza. Me dolió muchísimo y empecé a gritar de

dolor, apretándome la nariz, de modo que cuando retiré la mano la vi cubierta de sangre.

La nariz de Simón sangraba, y de pronto todos los demás se abalanzaron encima de mi

pobre hermano, mientras uno le sujetaba y otro le iba golpeando.

—¡Basta! —chillé—. ¡Basta!

Me hallaba en el suelo, herida, retorciéndome mientras los profesores se apresuraban

a separar a los contendientes. Después me desmayé, afortunadamente, y recobré el

conocimiento en el pequeño botiquín. Me tuvieron allí hasta que llegó la hora de irnos a

casa.

Simón estaba muy orgulloso de sí mismo, felicitándose con gran regocijo.

—No se lo cuentes a mamá —le supliqué cuando bajamos del autocar—. Oh, no,

Simón, se trastornaría y volvería a marcharse. Por favor, no la entristezcas.

(Cuando tenía catorce años, durante una de las ocasiones en que mamá estaba fuera,

papá se emborrachó en la cocina con el señor Arnstead, y les oí conversar, escondida en

mi habitación con mis libros y mis discos, ya que aunque papá hablaba en voz baja, el

señor Arnstead se expresaba a gritos.

—Nadie, nadie hubiera resistido lo que resistió Anna. Todos, todos somos unas

bestias... Alemanes, americanos... ¿dónde está la diferencia?

Oí el golpe de un vaso sobre la mesa y una voz de trueno:

—¡Maldita sea, Sam, vosotros los judíos creéis tener un monopolio del sufrimiento! ¿Y

ese chico de Harlem? ¿Y aquel que murió de hambre en México? ¿Crees que las cosas

les fueron mejor a ellos?

—Fueron peor para Anna.

—No, no fueron peor, no fueron peor que para el muchachito de las calles de Calcuta.

Al menos, Anna esperaba que la dejarían en libertad, pero ¿quién podía libertar a aquel

muchacho?

—Nadie —la voz sonó suave—, nadie queda libre de la clase de sufrimiento por el que

pasó Anna.

Escuché, escondida en mi cuarto, pero el señor Arnstead no insistió, y cuando bajé,

papá estaba sentado allí, contemplando su vaso; y yo sentí que su tristeza me iba

envolviendo dulcemente, y luego me arropó el suave velo del amor sobre la tristeza,

haciéndola tolerable.)

Empecé a dejar de ir a la escuela al menos dos veces por semana, lastimando a

mamá, pero sin poder decirle nada, y queriendo hablar con papá, pero sin hallar las

palabras necesarias. Mamá se iba más a menudo, lo cual me deprimía («la culpa es mía,

84se va por mí»), y aquella depresión sólo era soportable a causa del consuelo que sentía

descansar sobre la casa.

Estaban inquietos, claro está, pero sus peores temores no se vieron confirmados hasta

haber terminado el Día de Acción de Gracias, hasta que llegó la Navidad (con la nieve

descendiendo lentamente desde un cielo gris, papá acarreando leña a la chimenea,

mamá puliendo el menorah, Simón y yo contando las monedas ahorradas y calculando

qué podríamos comprar cuando papá nos llevara al pueblo). Yo llevaba ya ausente de la

escuela una semana, vomitando todas las mañanas ante la idea de tener que volver.

Papá leía y Simón estaba fuera, tratando de trepar a un árbol. Yo permanecía en la

cocina, cortando pastelillos y adornándolos, mientras mamá enrollaba la pasta,

canturreando, con el delantal manchado de harina, apartando la vista y sonriendo cuando

yo robaba puñaditos de pasta y me los metía en la boca.

De pronto me caí de la silla, sujetándome la pierna y gimiendo:

—¡Mamá, me duele mucho!

Me salía, sangre de la nariz.

Mamá me cogió en brazos, apretándome contra su pecho, y me sentó en la silla,

tratando de contener la hemorragia con un pedazo de tela. Entonces oí que Simón gritaba

fuera, y poco después hubo un portazo en la parte trasera. Mamá corrió hacia él.

—Me caí del árbol —murmuró.

Cuando mamá lo cogió, me miró y supe que lo había comprendido, y sentí sus temores

y sus pesares cuando comprendió que ella y yo éramos iguales, que yo siempre sentiría

las cuchilladas del dolor ajeno, que pasaría por sus agonías, y que éstas tal vez me

destrozarían.

(Recuerdo: papá y mamá fuera, después de una tormenta de verano, de pie bajo el

sauce, papá rodeándola con un brazo, acariciándole la negra cabellera y besándola

gentilmente en la frente. No para mí, demasiada angustia con amor compartido por mí. Yo

siempre estoy sola, con mi montaña, mi bosque, mis lagos como charcas. La pareja del

bote lo ha amarrado a la isla.)

Les oí abajo.

—Anna, esa pobre niña... ¿qué podemos hacer?

—Para ella es peor, Samuel —suspiró mamá, y su tristeza llegó hasta mí,

envolviéndome como una mortaja—, creo que será peor para ella de lo que lo fue para mí.