ROSAS AZULES
Pamela Sargent
No recuerdo haberle hecho jamás a mi madre una pregunta respecto a los números
tatuados. Desde muy tierna edad aprendimos que no debíamos formular tal pregunta; tal
vez mi hermano Simón o yo, inadvertidamente, dijésemos algo siendo muy pequeños, y
nos dimos cuenta de la expresión apenada del rostro de nuestra madre, o quizá nuestro
padre nos prohibió hacer esta pregunta.
Naturalmente, estábamos enterados de lo de los números. En algunas ocasiones,
cuando apretaba el calor y mi madre no se abrochaba la blusa hasta el cuello, y se
inclinaba hacia nosotros para abrazarnos o cogernos en brazos, los veíamos inscritos a
unos centímetros por encima de su seno.
(Cuando llegué a la adolescencia yo había escuchado todas las horrorosas historias
sobre los campos de concentración y los hornos crematorios; sobre los que arrancaban
los dientes de oro de los cadáveres; sobre las mujeres violadas, a pesar de los edictos del
Reich, por los soldados y los guardianes. Entonces consideré a mi madre con cierta
ambivalencia, diciéndome que antes habría preferido morir que sufrir tal deshonra,
preguntándome qué le había ocurrido y qué vergonzosos pecados tenía sobre la
conciencia... y qué había hecho para poder sobrevivir. Un hombre ya viejo, un médico, me
dijo una vez:
—Murieron los mejores de nosotros, los más honorables, los más sensibles.
Y le hubiese dado gracias a Dios por haber nacido en 1949, ya que de este modo no
habría tenido que nacer de la violación de un nazi.)
A los cuatro años de edad nos trasladamos a una antigua casa de campo, y mi padre
se dedicó a la enseñanza en una universidad de la localidad, rechazando los
ofrecimientos efectuados desde Columbia y Chicago, ya que sabía que esto era imposible
para mamá. Había allí muchos olmos y robles, y un inmenso sauce llorón que se abatía
tristemente sobre la casa. El estanque era ocupado, a principios de primavera y a finales
de otoño, por unos cuantos ánades, que usualmente se mantendrían a cierta distancia
antes de reemprender el vuelo.
(—Se diría que estas aves son judías —comentó mi padre—, ya que en invierno se
marchan a Miami.
Y Simón y yo nos los imaginábamos tumbados en una playa, untándose las plumas con
«Coppertone» y pidiendo limonadas a una camarera; todavía no conocíamos los Collin.)
Incluso en el campo, mi madre metía sus ropas en una maleta a menudo y nos decía
que se iba por una temporada, a veces una semana, en busca de soledad. Una vez se iba
a un viejo campamento de los Adirondacks que poseía una de mis tías, otra a la cabaña
que le prestaba un amigo de papá, pero siempre sola, siempre a un lugar aislado. Papá
decía que era por los «nervios», aunque nosotros no acabábamos de creerlo, puesto que
ya vivíamos muy aislados. Simón y yo pensábamos que mamá no nos quería, y que
utilizaba este medio para comunicarnos calladamente que nos rechazaba. A mí me
costaba mucho reprimirme; cuando mamá estaba descansando, yo entraba de puntillas y
susurraba. Simón reaccionaba con más violencia. Podía contenerse un poco; pero
después, en un intento desesperado por llamar la atención, corría por toda la casa,
chillando horriblemente y golpeándose la cabeza contra alguno de los radiadores. En una
ocasión, se tiró por un ventanal del salón, rompiendo el cristal. Por suerte, no se hizo
82daño, salvo unos arañazos y algunas magulladuras; pero después de este incidente papá
puso una alambrada en todas las ventanas, por la parte interior. Mamá se sintió muy
acongojada por el suceso, y durante un par de días vagó por la casa con el cuerpo
sumamente dolorido, y luego se marchó con mi tía, aquella vez durante tres semanas.
Simón tenía la cabeza muy dura, ya que nunca se lesionaba al pegar contra los
radiadores, aparte de algunos chichones y dolor de cabeza, pero en cambio estos
incidentes solían retener a mamá en cama varios días.
(Cogí los prismáticos para registrar de nuevo el bosque desde mi torre, contemplando
las lagunas como charcas, y utilizándolos para enfocarlos sobre la pareja que estaba en
un bote cerca de una de las islas, y después los aparté de ellos, ya que no quería invadir
su intimidad, si bien envidié a aquellos muchachos que podían, con tanta libertad y sin
miedo a las consecuencias, intercambiar y compartir sus sentimientos, y al mismo tiempo
no compartirlos, al menos no en la forma que pudieran destruir a un ser humano como yo.
No creo que hoy se atreva nadie a subir a mi montaña, ya que el cielo está bajo;
lentamente se persiguen los cirros, presagio de una gran tormenta hacia el oeste. Espero
que no venga nadie; la familia que ayer estuvo merendando debajo de mi atalaya me
molestó; un niño se quejó de dolor de cabeza y otro de indigestión y yo pasé toda la tarde
tendida en mi cabaña, tomando aspirinas y resistiendo la pesadez de estómago. Sí,
espero que hoy no venga nadie.)
Mamá y papá no nos enviaron al colegio hasta que hubimos cumplido la edad
establecida por la ley. Entonces ingresamos en la pequeña escuela pública del pueblo. Un
autocar amarillo, desvencijado, nos recogía delante de casa. El primer día me asusté, y
me alegré de que Simón y yo fuésemos gemelos, ya que de este modo podíamos ir
juntos. En el pueblo habían inaugurado una nueva escuela; era un edificio de ladrillo, no
muy grande, cuadrado, y en la primera clase éramos quince. Los estudiantes de instituto
acudían a otras clases del mismo edificio. Yo les temía y me alegró descubrir que todas
sus clases estaban en el segundo piso, de modo que raras veces les veíamos durante el
día, salvo cuando salían a hacer gimnasia. Sentada en mi pupitre, los contemplaba,
parpadeando cada vez que alguno era alcanzado por una pelota o se lastimaba de otra
forma. (Sólo tres meses en la escuela, gracias a Dios, antes de que papá consiguiera
permiso para tener maestro en casa; tres meses fueron un tiempo excesivo de dolores
constantes, de un gran torbellino de emociones; al recordarlo, aún tiemblo y me sudan las
manos.)
El primer curso, en su mayor parte, me resultó muy aburrido; Simón y yo ya sabíamos
leer y habíamos estudiado matemáticas en casa, desde tiempo inmemorial. Yo fingí ser
tonta, y sólo hice lo que me ordenaron; Simón se mostró agresivo, demostrando saberlo
todo. Los otros chicos se burlaron, señalándonos y susurrando entre ellos. Esto me
molestó, aunque no lo bastante para preocuparme demasiado; entonces no era como soy
ahora, no aquel primer día.
Descanso: los niños chillando, corriendo, trepando por entre los trebejes del gimnasio,
balanceándose en los columpios, colgándose de las barras, o jugando a baloncesto. Yo
estuve con dos niñas con un pedazo de tiza en la terraza y me enseñaron a jugar saltando
a la pata coja, y por mi parte hice todo lo posible para ignorar las magulladuras y
chichones de los demás alumnos.
(Necesito paz, el retraimiento del dolor fácilmente comunicado. Es raro, pienso con
objetividad, que nuestras vidas sean como son, de modo que el desconsuelo, el dolor, la
tristeza y el odio se sientan con tanta facilidad, se transmitan tan rápidamente. El amor y
la alegría sólo son tenues velos que no me protegen de las porras; y en los amores más
fuertes es posible experimentar las subcorrientes más violentas del temor, el odio y los
celos.)
Fue al finalizar la segunda semana cuando ocurrió el incidente, durante el recreo. Yo
estaba de nuevo jugando a saltar a la pata coja, y Simón se acercó a ver qué hacíamos
83antes de reunirse con otros muchachos. Se aproximaron también otros cinco chicos
mayores, supongo que del tercer o cuarto grado, y empezaron con sus burlas.
—¡Greeeenbaum! —nos chillaron a Simón y a mí.
Los dos nos volvimos hacia ellos, yo manteniendo precariamente el equilibrio sobre un
pie en un cuadrado marcado con tiza, y Simón apretando los puños.
—¡Greeeenbaum, Ester Greeeenbaum, Simón Greeeenbaum! —aullaban, como
lloriqueando en el green, y atronando en el baum.
—¡Mi padre dice que vosotros sois judíos!
—¡Sois los hijos del judío!
Uno de los muchachos ululó y canturreó:
—Chico Yid, chico Yid...
Otro me empujó fuera del cuadrado.
—¡Deja tranquila a mi hermana! —gritó Simón, dirigiéndose hacia el niño, con los
puños al frente.
Le golpeó, el otro se sentó súbitamente y yo sentí un gran dolor en la parte baja del
espinazo. Otro chico se adelantó y le pegó a Simón. Mi hermano contestó al ataque y su
contrincante le pegó en la nariz con gran fuerza. Me dolió muchísimo y empecé a gritar de
dolor, apretándome la nariz, de modo que cuando retiré la mano la vi cubierta de sangre.
La nariz de Simón sangraba, y de pronto todos los demás se abalanzaron encima de mi
pobre hermano, mientras uno le sujetaba y otro le iba golpeando.
—¡Basta! —chillé—. ¡Basta!
Me hallaba en el suelo, herida, retorciéndome mientras los profesores se apresuraban
a separar a los contendientes. Después me desmayé, afortunadamente, y recobré el
conocimiento en el pequeño botiquín. Me tuvieron allí hasta que llegó la hora de irnos a
casa.
Simón estaba muy orgulloso de sí mismo, felicitándose con gran regocijo.
—No se lo cuentes a mamá —le supliqué cuando bajamos del autocar—. Oh, no,
Simón, se trastornaría y volvería a marcharse. Por favor, no la entristezcas.
(Cuando tenía catorce años, durante una de las ocasiones en que mamá estaba fuera,
papá se emborrachó en la cocina con el señor Arnstead, y les oí conversar, escondida en
mi habitación con mis libros y mis discos, ya que aunque papá hablaba en voz baja, el
señor Arnstead se expresaba a gritos.
—Nadie, nadie hubiera resistido lo que resistió Anna. Todos, todos somos unas
bestias... Alemanes, americanos... ¿dónde está la diferencia?
Oí el golpe de un vaso sobre la mesa y una voz de trueno:
—¡Maldita sea, Sam, vosotros los judíos creéis tener un monopolio del sufrimiento! ¿Y
ese chico de Harlem? ¿Y aquel que murió de hambre en México? ¿Crees que las cosas
les fueron mejor a ellos?
—Fueron peor para Anna.
—No, no fueron peor, no fueron peor que para el muchachito de las calles de Calcuta.
Al menos, Anna esperaba que la dejarían en libertad, pero ¿quién podía libertar a aquel
muchacho?
—Nadie —la voz sonó suave—, nadie queda libre de la clase de sufrimiento por el que
pasó Anna.
Escuché, escondida en mi cuarto, pero el señor Arnstead no insistió, y cuando bajé,
papá estaba sentado allí, contemplando su vaso; y yo sentí que su tristeza me iba
envolviendo dulcemente, y luego me arropó el suave velo del amor sobre la tristeza,
haciéndola tolerable.)
Empecé a dejar de ir a la escuela al menos dos veces por semana, lastimando a
mamá, pero sin poder decirle nada, y queriendo hablar con papá, pero sin hallar las
palabras necesarias. Mamá se iba más a menudo, lo cual me deprimía («la culpa es mía,
84se va por mí»), y aquella depresión sólo era soportable a causa del consuelo que sentía
descansar sobre la casa.
Estaban inquietos, claro está, pero sus peores temores no se vieron confirmados hasta
haber terminado el Día de Acción de Gracias, hasta que llegó la Navidad (con la nieve
descendiendo lentamente desde un cielo gris, papá acarreando leña a la chimenea,
mamá puliendo el menorah, Simón y yo contando las monedas ahorradas y calculando
qué podríamos comprar cuando papá nos llevara al pueblo). Yo llevaba ya ausente de la
escuela una semana, vomitando todas las mañanas ante la idea de tener que volver.
Papá leía y Simón estaba fuera, tratando de trepar a un árbol. Yo permanecía en la
cocina, cortando pastelillos y adornándolos, mientras mamá enrollaba la pasta,
canturreando, con el delantal manchado de harina, apartando la vista y sonriendo cuando
yo robaba puñaditos de pasta y me los metía en la boca.
De pronto me caí de la silla, sujetándome la pierna y gimiendo:
—¡Mamá, me duele mucho!
Me salía, sangre de la nariz.
Mamá me cogió en brazos, apretándome contra su pecho, y me sentó en la silla,
tratando de contener la hemorragia con un pedazo de tela. Entonces oí que Simón gritaba
fuera, y poco después hubo un portazo en la parte trasera. Mamá corrió hacia él.
—Me caí del árbol —murmuró.
Cuando mamá lo cogió, me miró y supe que lo había comprendido, y sentí sus temores
y sus pesares cuando comprendió que ella y yo éramos iguales, que yo siempre sentiría
las cuchilladas del dolor ajeno, que pasaría por sus agonías, y que éstas tal vez me
destrozarían.
(Recuerdo: papá y mamá fuera, después de una tormenta de verano, de pie bajo el
sauce, papá rodeándola con un brazo, acariciándole la negra cabellera y besándola
gentilmente en la frente. No para mí, demasiada angustia con amor compartido por mí. Yo
siempre estoy sola, con mi montaña, mi bosque, mis lagos como charcas. La pareja del
bote lo ha amarrado a la isla.)
Les oí abajo.
—Anna, esa pobre niña... ¿qué podemos hacer?
—Para ella es peor, Samuel —suspiró mamá, y su tristeza llegó hasta mí,
envolviéndome como una mortaja—, creo que será peor para ella de lo que lo fue para mí.