sábado, 13 de abril de 2019
domingo, 7 de abril de 2019
MÁS LEÑA AL FUEGO
MÁS
LEÑA AL FUEGO.
Por
Hugo
Rodríguez.
Escondida
en el bosque nocturno, salpicada de luna, la cabaña enhebraba un
humo azul en las ramas de los pinos. Solo la noche añeja, perdida en
ese ayer desmedido, lo vio cerrar la puerta, cargar la leña en el
hombro y dejar que un lobo, joven y jadeante, lo acompañara por la
senda cubierta de hojarasca y nieve. Transitó aquel camino tortuoso
acomodando de cuando en cuando el ato de ramas, soslayado por los
ojos estrechos del animal. Caminó hacia la aldea flanqueado por
alerces silenciosos y abedules distinguidos, caminó por ese sendero
en el que las madres le prohibían a sus críos andar. Quien pisaba
la nieve, quien hacía crujir las hojas, cubría su cabeza con una
gorra de orejeras, vestía saco
a cuadros, pantalón de lana y unas botas de cuero donde se atollaban
las botamangas. Había rudeza en el físico de ese hombre, había
algo de árbol en sus brazos y sus muslos.
—Se
nos hizo tarde, Úrfur —gruñó el leñador—. Apuremos el paso
—agregó, sin mirar al lobo.
Entonces
las botas se hundieron y el jadeo del animal se apuró. Continuaron
la marcha bajo la luna, por el bosque, por el camino sinuoso que los
niños no debían recorrer.
El
hombre y el lobo surgieron de la espesura y las pálidas luces del
caserío atrajeron sus miradas.
—Úrfur,
rodearemos la aldea, ahorraremos caminata —y el lobo agachó la
cabeza.
Mientras
tanto, la gente abandonaba las calles y en las tabernas comenzaban a
juntarse los parroquianos. Alguien, quizás, desde alguna de esas
tabernas, habría señalado a través de una ventana, la silueta del
hombre con los leños a la espalda. Pocos sabían el nombre de ese
leñador furtivo, pero todos conocían aquella historia y no muchos
se animaban a contarla: la decían en susurros, en mesas arrinconadas
que hedían a alcohol y ante la flama temblorosa de una vela agónica.
La
nieve era más espesa en las afueras de la aldea: hombre y bestia se
esforzaban en la noche por mantener la severidad del andar. El
pequeño rectángulo de una ventana encendida los alentó.
—Ya
llegamos, amigo —dijo el leñador, casi en un suspiro.
La
puerta de aquella casucha apartada se abrió. Los ojos del hombre se
iluminaron y en su cara agreste y barbada, se le estiraron las
grietas al sonreír. El animal se apresuró y llegó primero al
portal.
—¡Úrfur!
—Fue la voz joven de una muchacha—. Úrfur, qué bueno volverte a
ver, ¡estás enorme! —lo abrazaba por el cuello y le acercaba la
mejilla para que el animal la lamiera. El leñador ya se paraba junto
al portal.
—Veo
que se extrañaban mucho —dijo.
— ¡Hola!
¡¿Cómo estás?! — prorrumpió la joven que dejó el cuello del
lobo y abrazó como pudo la cintura desmesurada del hombre.
—Con
cuidado, con cuidado, ya mis piernas no me sostienen como antes
—respondió él.
—Como
ha crecido Úrfur —insistió la joven.
—Sí,
crece todos los días un poco —agregó el leñador.
—Pero,
él no será como su padre —dijo ella, que miraba en los ojos del
hombre.
—No,
claro que no –contestó él, mientras observaba al lobo.
Del
interior de la casa, la voz de una mujer ordenó:
— ¡Caperucita,
entren, no tomen más frio!
—Mamá
siempre me llamará así, pero tiene razón, entremos que está frío;
además hay pastel y chocolate.
—Necesito
eso y creo que Úrfur también. Dejaré las maderas en el cobertizo
–dijo, mirando al interior de la casa.
Fin.
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