domingo, 7 de abril de 2019

MÁS LEÑA AL FUEGO

MÁS LEÑA AL FUEGO.
Por
Hugo Rodríguez.


Escondida en el bosque nocturno, salpicada de luna, la cabaña enhebraba un humo azul en las ramas de los pinos. Solo la noche añeja, perdida en ese ayer desmedido, lo vio cerrar la puerta, cargar la leña en el hombro y dejar que un lobo, joven y jadeante, lo acompañara por la senda cubierta de hojarasca y nieve. Transitó aquel camino tortuoso acomodando de cuando en cuando el ato de ramas, soslayado por los ojos estrechos del animal. Caminó hacia la aldea flanqueado por alerces silenciosos y abedules distinguidos, caminó por ese sendero en el que las madres le prohibían a sus críos andar. Quien pisaba la nieve, quien hacía crujir las hojas, cubría su cabeza con una gorra de orejeras, vestía saco a cuadros, pantalón de lana y unas botas de cuero donde se atollaban las botamangas. Había rudeza en el físico de ese hombre, había algo de árbol en sus brazos y sus muslos.

—Se nos hizo tarde, Úrfur —gruñó el leñador—. Apuremos el paso —agregó, sin mirar al lobo.

Entonces las botas se hundieron y el jadeo del animal se apuró. Continuaron la marcha bajo la luna, por el bosque, por el camino sinuoso que los niños no debían recorrer.

El hombre y el lobo surgieron de la espesura y las pálidas luces del caserío atrajeron sus miradas.


—Úrfur, rodearemos la aldea, ahorraremos caminata —y el lobo agachó la cabeza.

Mientras tanto, la gente abandonaba las calles y en las tabernas comenzaban a juntarse los parroquianos. Alguien, quizás, desde alguna de esas tabernas, habría señalado a través de una ventana, la silueta del hombre con los leños a la espalda. Pocos sabían el nombre de ese leñador furtivo, pero todos conocían aquella historia y no muchos se animaban a contarla: la decían en susurros, en mesas arrinconadas que hedían a alcohol y ante la flama temblorosa de una vela agónica.

La nieve era más espesa en las afueras de la aldea: hombre y bestia se esforzaban en la noche por mantener la severidad del andar. El pequeño rectángulo de una ventana encendida los alentó.

—Ya llegamos, amigo —dijo el leñador, casi en un suspiro.

La puerta de aquella casucha apartada se abrió. Los ojos del hombre se iluminaron y en su cara agreste y barbada, se le estiraron las grietas al sonreír. El animal se apresuró y llegó primero al portal.

—¡Úrfur! —Fue la voz joven de una muchacha—. Úrfur, qué bueno volverte a ver, ¡estás enorme! —lo abrazaba por el cuello y le acercaba la mejilla para que el animal la lamiera. El leñador ya se paraba junto al portal.

—Veo que se extrañaban mucho —dijo.

— ¡Hola! ¡¿Cómo estás?! — prorrumpió la joven que dejó el cuello del lobo y abrazó como pudo la cintura desmesurada del hombre.

—Con cuidado, con cuidado, ya mis piernas no me sostienen como antes —respondió él.

—Como ha crecido Úrfur —insistió la joven.
—Sí, crece todos los días un poco —agregó el leñador.
—Pero, él no será como su padre —dijo ella, que miraba en los ojos del hombre.
—No, claro que no –contestó él, mientras observaba al lobo.

Del interior de la casa, la voz de una mujer ordenó:

— ¡Caperucita, entren, no tomen más frio!
—Mamá siempre me llamará así, pero tiene razón, entremos que está frío; además hay pastel y chocolate.
—Necesito eso y creo que Úrfur también. Dejaré las maderas en el cobertizo –dijo, mirando al interior de la casa.
Fin.