domingo, 3 de mayo de 2020

Sabotaje

Sabotaje
Christopher Anvil

El mayor Richard Martin se detuvo con una mano en la puerta del despacho del coronel Tyler. Del interior de la estancia surgían voces elevadas, coléricas. Martin miró, más allá del teniente Schmidt, a la coqueta y bien formada ―y, al momento, pálida― recepcionista del coronel. La muchacha asintió y levantó la vista al cielo, que se hallaba a varios centenares de metros más arriba, a través de capas de tierra, cemento, acero y equipo de defensa electrónico.
Martin aguardó a que se produjera una pausa en la conversación, y golpeó con los nudillos en la madera de la puerta. Del interior le llegó el sonido de una respuesta breve e iracunda.
—¡Pase!
Martin miró al teniente Schmidt, que contemplaba ansiosamente a la bella recepcionista, y le cogió del brazo.
—Sígame —gruñó, empujando la puerta del despacho del coronel.
El ambiente era tenso en el despacho. El coronel Tyler se hallaba a un lado de su escritorio, con expresión furiosa, casi de espaldas a la puerta, y asía en la mano un papel doblado. Otro coronel, con el emblema del Estado Mayor en el cuello, estaba muy enojado delante del gran mapa mural del cuarto, con un brazo extendido a fin de golpear dos grupos de pequeños emblemas que resplandecían con un color blancuzco al borde del escenario.
—El general —opinó el coronel de Estado Mayor secamente— está ansioso por localizar a esos dos Tamar desaparecidos.
El coronel Tyler miró a su alrededor, vio a Martin y se relajó visiblemente.
—Ah, ya está aquí usted. —Frunció el ceñó al ver a Schmidt y volvió a mirar a Martin en son de reproche. Gruñó—: Esta conferencia es solamente para los comandantes del equipo de combate, mayor.
—Lo sé, señor —asintió Martin—. El teniente Schmidt está aquí por otro asunto.
El coronel de Estado Mayor, que se hallaba delante del mapa dando muestras de impaciencia, habló con brusquedad:
—Que aguarde fuera el teniente, mayor.
Martin asió a Schmidt por un brazo y se dirigió al coronel Tyler:
—Se trata de un asunto de la máxima importancia, señor.
—Eso puede esperar —replicó el coronel de Estado Mayor—. Que salga.
Martin continuó asiendo el brazo de Schmidt y miró directamente al coronel Tyler. Este miró al coronel de Estado Mayor.
—Bien, ese subordinado se quedará. Veamos qué quiere.
—El general…
—¡Tonterías! ¿Cree que yo no deseo encontrar esas unidades desaparecidas? ¡Para eso no necesito sus imbéciles parrafadas!
—La situación es muy crítica y…
—¿Crítica? —rezongó el coronel Tyler—. Ha sido crítica desde que la primera nave exploradora descendió en su maldita atmósfera envenenada. Ha sido crítica desde que nuestro primer piloto se metió en una bolsa de gas y se sintió trastornado mentalmente a causa de los dolores que experimentó. ¡Crítica! ¿Cree que no era una situación crítica cuando consiguieron que el comandante de la Quinta Flota ordenara impulsar torpedos hacia su propia base? ¿No fue crítica cuando encontramos al presidente y al secretario de Defensa en el suelo, estrangulándose uno al otro, sin que ninguno fuera capaz de hablar hasta que logramos mantenerles bajo la debida protección? ¡Y éstas fueron solamente sus primeras hazañas! ¡Crítica! Si asomara sólo por unos segundos su cabeza de la bota, comprendería que la situación ha sido crítica en grado sumo desde el primer y apestoso contacto.
—¡De acuerdo! —chilló el coronel de Estado Mayor—. Pero ésta es la primera vez que entrevemos una posibilidad de echarlos de aquí. Podría ser el final de esta situación. ¿No comprende que esto plantea una cuestión totalmente diferente? ¿No ve que esta noticia…?
Los ojillos del coronel Tyler resplandecieron peligrosamente. Su rostro se tornó inexpresivo.
—Coronel, ¿no se da cuenta de que está discutiendo información clasificada en presencia de un oficial que no está autorizado a escucharla?
El coronel de Estado Mayor calló y se volvió para mirar al teniente. Martin seguía sujetándole por el brazo, y Schmidt estaba muy erguido, en posición de firme.
—Naturalmente —continuó el coronel Tyler, con el rostro desprovisto de expresión—, tendré que dar cuenta de que ha quebrantado los reglamentos y que esto ha tenido lugar delante de dos testigos. Por favor, llévese fuera sus papeles y aguarde en el antedespacho.
El coronel de Estado Mayor miró a su alrededor, contempló fijamente al teniente Schmidt y balbuceó unas palabras. Después dirigió otra mirada al coronel Tyler, quien le estaba contemplando con una expresión algo maliciosa, cogió un sobre abultado del escritorio y dobló el papel que el coronel Tyler había dejado sobre la mesa, y al fin salió.
El coronel Tyler pulsó un botón del intercomunicador.
—¿Sargento Dana?
—¿Señor? —Era la voz de la guapa chica de la recepción.
—El coronel Burnett desea esperar en el antedespacho. Estoy de acuerdo con ello.
—Sí, señor.
—Pero si por cualquier motivo se marcha, comuníquemelo inmediatamente.
—Sí, señor.
El coronel Tyler desconectó la comunicación y miró a Schmidt, posando luego sus ojos en Martin.
—Bien, mayor, ¿cuál es la causa de esta interrupción?
—Señor, creemos haber localizado las unidades enemigas desaparecidas.
El rostro de Tyler prestó inmediatamente una gran atención. Escuchó sin interrumpir las explicaciones de Martin y Schmidt. Luego cogió el teléfono, dio unas breves órdenes, devolvió el aparato a su horquilla y pulsó el botón del intercomunicador.
—Ruéguele al coronel Burnett que venga al despacho un instante.
—Sí, señor.
—Tan pronto como acabemos con esto —dijo el coronel Tyler, mirando a Martin—, deseo el resto de los detalles.
—Sí, señor.
El coronel de Estado Mayor, muy sudoroso, regresó al despacho. El coronel Tyler le contempló clínicamente, y al fin trasladó su mirada al teniente Schmidt.
—Teniente, agradecería que saliera unos momentos.
—Sí, señor.
Schmidt salió. El coronel Tyler miró a su colega de Estado Mayor.
—Tengo a tres de mis comandantes del equipo de combate en la superficie, arriesgando sus vidas por una población que ni siquiera sabe que existen. Otro de mis comandantes está en la reserva y totalmente agotado. No le convocaré a menos que el general lo ordene personal y específicamente. Bien, usted desea que todos los comandantes del equipo de combate asistan a esta conferencia. El mayor Martin estuvo en la superficie anteayer. No ha tenido una verdadera oportunidad de descansar y está sumamente atareado. De modo que pueden llamarle de un momento a otro. Pero, por ahora, está aquí. Esto es lo mejor que puedo hacer por usted, coronel, y le diré llanamente que opino que está usted perdiendo el tiempo. Ahora, siga con su maldita charla.
El coronel Burnett tragó saliva con esfuerzo, y exhibió el papel doblado que el coronel Tyler tenía en la mano cuando llegó Martin.
—Lea esto, mayor, y fírmelo al dorso.
Martin cogió el papel y leyó:
URGENTE: seis unidades de penetración Tamar siguen sin ser localizadas desde su desaparición del sector II. Tres unidades se desvanecieron de Plot hace catorce meses. Otro bloque de tres falta desde hace cinco meses. Las seis unidades continúan fuera de Plot. Las experiencias anteriores indican que está teniendo lugar, sin oposición, una penetración del enemigo en la zona vital. Se requiere a todo el personal para que, diligente y eficazmente, trate de localizar lo antes posible a esas unidades enemigas desaparecidas.
El mensaje estaba firmado por el comandante general Nardcom Strike, del primer Campo de Fuerza. En lo alto y en la parte inferior se veían las palabras: “Entregado a mano. Acuse de recibo y devolución a CGFFI”.
Martin volvió el papel del otro lado y estampó su nombre bajo la firma apresurada del coronel Tyler. Martin ya estaba familiarizado con los datos dados por el papel, de modo que, como había dicho el coronel Tyler, estaban perdiendo el tiempo.
Martin devolvió el papel al coronel Burnett. Éste estudió la firma de Martin, sacó un sobre largo de un bolsillo interior y se aclaró la garganta.
—Caballeros, este documento es… —su voz bajó de tono, como en reverencia— la última evaluación del Estado Mayor.
Martin aguardó pacientemente. El coronel Tyler miró el reloj de pared con ostensible irritación.
—Este documento —prosiguió Burnett— no debe ser leído en voz alta. No puede copiarse su contenido. La información que contiene no puede traspasarse a ninguna otra persona que no lo haya leído. Sólo podrá discutirse en condiciones de máxima seguridad, bajo plena protección y únicamente en presencia… —le tembló la voz— de los que están totalmente calificados para leerlo. Una vez leído, deben estampar las iniciales en cada página, y firmar en el dorso de la última.
Entregó el documento al coronel Tyler, el cual lo miró como persona ya familiarizada con su contenido, garabateó sus iniciales página a página, y su nombre al dorso.
El coronel Tyler le pasó el documento a Martin y concentró su mirada en el coronel Burnett.
—Tendría muchos menos quebraderos de cabeza para hacer que la gente leyera estas cosas, si tuviese algunos expertos traductores que las pusieran en un lenguaje conocido por los seres humanos.
Martin estaba estudiando la primera parte del documento.
1) El estado del conflicto existente en la actualidad entre el complejo socio-económico-militar del espacio controlado por el hombre, concentrado en el planeta Tierra, y la cultura orientada psicológicamente del planeta Tamar (Código 146-BL1-10101-97 6b A14-Ragan) se halla en estado de hostilidad, y ha entrado en una fase crucial que requiere todo el personal de vigilancia del más alto grado en consonancia con la consecución de los objetivos primitivamente asignados.
Martin volvió a leer lo anterior, sacudió la cabeza y volvió a leerlo desde el principio. Luego, más lentamente, fue leyendo todos los apartados por separado.
2) La guerra contra Tamar entra ahora en una fase crucial, en la que se requiere la máxima vigilancia.
3) Esencialmente, esta guerra es de tecnología, actúa contra una especie de consecuciones mentales que sólo pueden conseguirse con el poder del ataque y la posesión telepática.
4) Hay dos teatros de operaciones principales, muy separados entre sí. Son los planetas patrios de las dos razas opuestas. Físicamente, nosotros podemos cruzar el espacio intermedio para atacar al planeta Tamar. Y ellos pueden cruzar psicológicamente el mismo espacio para atacar a nuestro planeta. Ambos lados pueden atacarse mutuamente. Y ninguno de ambos bandos posee una defensa realmente eficaz.
5) Nuestro plan básico de guerra es como sigue:
a) Ataque: Ofensiva mediante explosivos nucleares y subnucleares al planeta Tamar.
b) Defensa: Contramedidas para neutralizar o recapturar a los individuos enviados por Tamar y colocados estratégicamente para conseguir una penetración psicológica.
6) Continuamos bajo los graves fallos siguientes:
a) Ataque: Tamar VI es un planeta gigante, de atmósfera densa y corrosiva. La naturaleza exacta de la estructura del planeta y sus habitantes sigue siendo obscura. Por esto, es difícil calcular o planear una ofensiva.
b) Defensa: Debido al coste del equipo de protección electrónico, la gran masa de la población terrestre sigue expuesta al ataque psicológico de Tamar. Pero como cada unidad de penetración de Tamar sólo puede atacar a un individuo a la vez, y como sabemos que en la Tierra existen sólo varias centenares de unidades de penetración Tamar, la población en conjunto, aunque muy expuesta, se halla a salvo de un ataque directo. Sin embargo, no se ha informado al público de este ataque para evitar el pánico, por lo que el hombre de la calle cree que la guerra está limitada a la región del planeta Tamar. Debido a este secreto, las operaciones defensivas deben ser financiadas mediante los fondos de contingencia y otros medios irregulares, lo cual las dificulta seriamente.
7) El plan básico de guerra, como se ha establecido, se apoya en el bloqueo constante del ataque tamar, confiando en que la victoria final se alcanzará mediante un ataque desencadenado contra el planeta enemigo. A tal fin, pronto quedará fortalecida la fuerza actual de las naves de combate de clase III y largo alcance que operan en Tamar VI con las poderosas naves de bombardeo planetario Revenge y Killer.
8) Debido, no obstante, a la destreza de la fuerza defensiva de las unidades de penetración de Tamar que actúan contra nuestra flota, no se espera que dicho ataque sea decisivo. Esas unidades locales de Tamar no sólo atacan al personal no protegido, sino que han aprendido a desequilibrar el equipo de computadoras electrónicas más avanzado, con resultados catastróficos. Habrá que proteger dicho equipo, o bien reemplazarlo, en lo posible, mediante equipos de calculadoras mecánicas, hidráulicas, neumáticas o de otros tipos. Esto, junto con la capacidad ya demostrada por el enemigo de superar las protecciones más potentes de nuestras naves, hace inseguro el resultado de nuestro ataque final.
9) Por tanto, se hallan en período de construcción dos ingenios de impulso interestelar, llamados respectivamente Fuse y Match. Se ha programado emplear dichos ingenios contra Tamar VI dentro de treinta y dos meses, y se espera crear una detonación subnuclear en el interior del planeta. Es dudoso que Tamar VI sobreviva a tal explosión.
10) De ahí se deduce que la actividad enemiga debería concluir hacia el final de los próximos treinta y dos meses.
11) Conociendo los poderes psicológicos de Tamar y su crueldad, es inconcebible que el enemigo se someta a la destrucción sin una resistencia hábil y extremadamente peligrosa. Es necesario, por consiguiente, mantener el mayor secreto respecto a éstas y otras medidas. Además, existen poderosas razones para precavernos contra nuevas y más refinadas medidas adoptadas por Tamar.
12) La experiencia del pasado demuestra la imposibilidad práctica de una comunicación fructífera con los habitantes de Tamar o la firma de una tregua temporal. Los análisis culturales, si bien innecesariamente inciertos, sugieren que la opinión de los de Tamar sobre el universo debe ser básicamente contraria a la de nuestra humanidad. Pero sobre este punto no poseemos ninguna referencia, por lo que es imposible lograr la mencionada tregua.
13) Debemos, por tanto, considerar los próximos treinta y dos meses como un período sumamente crítico y peligroso.
Martin estampó sus iniciales en cada página y firmó al dorso de la última. Devolvió el documento al coronel Tyler, quien se lo entregó a Burnett.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Sí.
Tyler se dirigió hacia el teléfono. El coronel de Estado Mayor parecía tremendamente inquieto.
—Ah, respecto a lo que dije antes…
—Espero que no sugerirá usted nada en contra de las ordenanzas, coronel —le cortó Tyler, con frialdad.
Burnett cerró la boca y adoptó una expresión impávida. Tyler cogió el teléfono.
—Estoy seguro de que yo no cometí… —se atropello Burnett.
Tyler dejó el aparato, pero sin apartar la mano del mismo.
—Yo no dicté las ordenanzas, pero he de vivir de acuerdo con ellas. Delante del teniente Schmidt, que no estaba autorizado para oír tales cosas, usted declaró formalmente que, por primera vez, podemos contemplar el fin de la guerra. En realidad, sé que el teniente Schmidt es de tanta confianza en este asunto como yo o el mayor Martin. Pero las ordenanzas están completamente claras.
—¡Yo le ordené al teniente que saliera! Yo…
—Usted sabía que el mayor Martin lo había traído aquí. ¿Podía inducir usted al teniente a que desobedeciera las órdenes de su superior inmediato? ¿O intentaba usted impedir que mis dos oficiales me comunicaran algo de la máxima importancia? ¿Y qué diablos hace usted ahora, tratando de impedir que dé cuenta de su falta de disciplina?
El coronel de Estado Mayor abrió la boca, la cerró y tragó saliva, atragantándose. Tyler cogió el teléfono y habló breve y serenamente.
Se produjo un forzado silencio que se prolongó unos dos minutos. Luego, hubo una llamada a la puerta.
—Adelante —invitó Tyler.
Seis agentes de la policía militar, con su uniforme inmaculado, dos de ellos provistos de ametralladoras, penetraron en el despacho y, cortésmente, se llevaron al coronel de Estado Mayor. El coronel Tyler miró a Martin.
―Haga pasar a Schmidt.
Martin salió al antedespacho y halló al teniente Schmidt hablando en voz baja y muy sonriente con la hermosa sargento Dana.
—Schmidt…
—Sí, señor. Un momento, señor.
Martin regresó al despacho. Oyó que la joven murmuraba algo y Schmidt replicaba. Luego, el teniente, muy sonriente, entró en el despacho de Martin y cerró la puerta.
El coronel Tyler estudió el semblante del teniente y se aclaró la garganta.
—Teniente, su información es muy interesante. Expóngala otra vez, con todos los detalles.
—Si, señor.
—Para empezar, usted obtuvo un pase de tres días para la superficie del planeta, ¿verdad?
—Sí, señor. Para visitar a mi… a mi chica, señor.
—¿No se mostraba muy bondadosa con usted?
—Bueno… Ella sí, pero no su madre. Yo tengo un empleo de tapadera, fingiendo ser vendedor de enciclopedias. Y la madre desea que su hija se case con alguien de más categoría.
El coronel asintió con simpatía.
—Hace mucho tiempo que conozco a la familia de Janice —prosiguió el teniente—, pero aparentemente ellos han decidido no conocerme, de forma que esta vez la madre me obsequió con una sarta de preguntas. Seguramente hubiera podido resistir el interrogatorio, pero me hallaba extenuado con el lío del campo de fuerza, y perdí el hilo de la discusión. Bien, justo en el escabel situado muy cerca del diván donde yo estaba sentado, mientras la madre me interrogaba, vi un periódico. El titular proclamaba: “Conjurada una explosión en Pennsy”. De modo que en medio de la filípica, cuando la madre me estaba diciendo lo mal que está la vida, cogí el periódico y lo empecé a leer. Bien, eso dio al traste con todo.
—Si desea que le proporcionemos otro empleo de tapadera… —sonrió Tyler.
—Gracias, señor, pero no lo juzgo preciso. Janice pudo haber impedido aquel interrogatorio de buen grado, y no obstante estuvo sentada todo el rato escuchando atentamente. Tuve la impresión de que quizá su madre me estaba interrogando por indicación suya. Algunas de sus preguntas fueron muy rudas, pero Janice no abrió la boca en mi favor ni una sola vez. Eso fue suficiente para mí.
El coronel asintió.
—¿Qué hizo usted luego?
—Me encontré en la calle, delante de la casa. Debía sentirme deprimido, pero lo cierto es que sólo me sentía hastiado. Seguía con el pase en el bolsillo sin saber qué hacer con él. Pude irme a casa, pero esto no prometía ninguna diversión. Bien, me dirigí a un quiosco de periódicos y compré el que llevaba el mencionado titular: “Conjurada una explosión en Pennsy”. Leí el artículo. Llegaron algunos estudiantes y me asaltó la idea de volver a visitar la universidad.
Schmidt frunció el ceño y el coronel se inclinó hacia delante muy interesado.
—Adelante.
—Bueno, resulta un poco difícil de explicar, señor. Ya había estado allí antes y me pareció que era como un fantasma. El lugar era el mismo, pero los rostros eran diferentes, y yo no encajaba allí. Pero esta vez no fue así.
Martin escuchaba atentamente, y el coronel se inclinó más adelante aún.
—Observó algo raro, ¿eh?
—No exactamente raro, señor. Distinto. Lo malo fue que yo me hallaba agotado y temo no haber sido demasiado observador. Lo primero que me pareció extraño fue que un estudiante al que no conocía se volviera hacia mí en plan de amistad y dijese: “Chico, no es posible soportar más, ¿eh? Además, ¿de qué sirve resistir? ¿Por qué molestarse?”
—¿Ocurrió eso cuando se dirigía usted a la universidad? —indagó el coronel.
—No, señor. Precisamente cuando me apartaba del quiosco de periódicos.
—¿Qué contestó usted?
—La observación se hallaba de acuerdo con mi humor y asentí. Pero luego me pregunté a qué se habría referido el estudiante. Por entonces íbamos ya andando hacia la universidad. Bien, repito que estaba cansado. Lo mismo que él. Apenas parecía capaz de mover los pies. Poco después, murmuró: “Quiero decir que de qué sirve”. No entendí de qué hablaba, pero como sus palabras reflejaban un poco mi estado de ánimo, repliqué: “Sé a qué te refieres”. Subimos a la colina y pronto nos dimos cuenta de que los dos íbamos a sitios diferentes. “Hasta la vista”, se despidió él. “Sí”, contesté yo.
—¿Estos fueron los únicos comentarios?
—Sí, señor. En sí mismos, poco significaban. Pero mientras ascendíamos por la colina, una media docena de estudiantes pasaron por nuestro lado, bajando. Todos parecían de mal humor, como si acabaran de recibir un puntapié en el estómago. Cuando yo entré, una joven salía por la puerta, y su expresión indicaba que había abandonado todas sus esperanzas respecto de la existencia. Bien, entré, observé el cambio de las clases y… —el teniente sacudió la cabeza—. No puedo describirlo. Pero llevaba conmigo una pequeña cámara, pues había pensado sacarle unas fotos a Janice, y en cambio saqué unas instantáneas de la universidad.
—¿Tiene la cámara aquí?
—Sí, señor. Yo… —se ruborizó levemente— creo que la he dejado en el antedespacho. Si pudiese…
—Naturalmente.
El teniente salió. El coronel miró maliciosamente a Martin, el cual sonrió sin decir nada.
Fuera se oyó una voz masculina, una risita femenina, y Schmidt reapareció con un estuche de piel. Se lo entregó al coronel, el cual extrajo la cámara, extendió los dos oculares alargando los soportes, colocó la palanquita en retroceso y miró por los oculares.
Schmidt, mirando aquello, recordó vividamente las fotos. La primera mostraba a una preciosa chica andando lentamente hacia él, delante de un grupo de estudiantes. La joven tenía una expresión muy sombría, y la cara húmeda, como por lágrimas. Pasaba por delante de tres estudiantes sin afeitar, sentados en los escalones del edificio. Era una joven magnífica. Los tres estudiantes se hallaban sentados con la cabeza entre las manos, contemplando tristemente el parque.
En la película había un sector de transparencia pálida, y luego la vista de un grupo de estudiantes de ambos sexos que deambulaban desmayadamente por el parque. A su paso dejaban caer, aquí y allí, una goma de borrar, un lápiz o una regla, sin que ninguno se molestara en recogerlo.
Otra zona transparente, y la fotografía de un estudiante de elevada estatura con una barba de tres días, afeitada en parte. Parecía como si todos los días hubiera pretendido afeitarse, abandonando el impulso poco después.
Diversas fotos presentaban escenas de la misma clase: chicos o chicas de ánimo ausente, que deambulaban solos o en grupos por el parque de la universidad.
El coronel Tyler volvió a contemplar las fotos, las dejó cuidadosamente dentro de la cámara, y miró a Schmidt.
—¿Toda la universidad estaba igual?
—Lo que yo vi, sí, señor. Me refiero a los estudiantes. No sé nada de los pedagogos o la administración.
—¿Y el resto de la población?
—El ambiente era extraño en algunos sitios, como si la gente se preguntara por qué tenían que molestarse. Pero en ningún lugar el ambiente era peor que en la universidad..
—Y los estudiantes que halló fuera del centro escolar, ¿presentaban los mismos síntomas?
—Sí, señor. Todos los que vi.
—¿Tiene alguna idea de la causa de esa tristeza?
—No, señor. Sólo que no es natural. Los de Tamar ya han atacado anteriormente las universidades por distintos procedimientos.
El coronel Tyler asintió pensativamente, devolvió la cámara al teniente y miró a Martin.
—¿Cuál es su teoría?
—Sólo que los de Tamar son los responsables de esto, señor. Ignoro cómo y por qué.
El coronel contempló el mapa mural del continente, con sus puntitos de distintos colores en el borde, representando las unidades de penetración enemigas desaparecidas y aún no localizadas.
—En cuanto al cómo —manifestó—, con seis unidades menos de las ochenta que normalmente destinan a este continente, tienen poder suficiente para causarnos graves problemas, aunque me gustaría saber cómo lo logran. —Volvió a mirar a Schmidt—. ¿Todo lo que descubrió se ve en esta película?
—Sí, señor. Entonces me pareció extraño, pero estaba bastante cansado, repito, y no intuí su significado. Volví a casa y me pasé el resto de los tres días reposando. No pensé en Tamar hasta haber dormido profundamente, y por entonces se me había terminado ya el permiso.
—En cuanto al por qué lo hacen… —reflexionó el coronel.
Sonó el teléfono. Tyler lo cogió.
—Al habla el coronel Tyler —escuchó—. Sí, entiendo. Entonces cree que merece nuestra atención, ¿eh? Sí, sí… El caso es totalmente nuevo para usted, ¿verdad? Sí, bien… Gracias, Sam. Adiós, adiós. —Soltó el aparato y sonrió—. Bien, caballeros, Reconocimiento está de acuerdo. Saben tan poco como nosotros de lo que ocurre, y no han tenido tiempo de efectuar verificaciones. Pero enviaron a un equipo con escudriñadores portátiles hace unos diez minutos, y la lectura ha llegado al final de la escala. —El coronel rió ampliamente—. Los hemos encontrado, caballeros. Y mañana les echaremos de aquí. Ahora, descansen y comprueben su equipo.

Descansar, para Martin, significaba dejar su despacho ―donde los informes oficiales se hallaban amontonados a respetable altura en la cubeta― y marcharse a su apartamento. El apartamento de Martin estaba en consonancia con las necesidades de una organización que recibía los fondos secretamente y que gastaba la mayor parte de los mismos en un costoso equipo de protección. Constaba de dormitorio, baño, una cocinita y lo que, en broma, llamaban el salón. Todo el conjunto era un cuadrado de unos seis metros de lado. El “salón” tenía unos dos metros cuadrados y estaba provisto de dos sillas de alto respaldo, una mesita de juegos plegable y un aparato de televisión alimentado con programas enlatados a través del cable.
Una persona con tendencia a la claustrofobia podía pensar muy pronto que los muros iban a emparedarlo. Las dos puertas de la estancia se abrían hacia dentro y quedaban colgadas del mismo lado de las paredes contrarias, produciendo una impresión de irrealidad. La cocinita era un poco mayor que el salón, pero estaba más atestada. El baño, en cambio, era mucho más pequeño.
La única habitación donde dos individuos podían cerrar las puertas y respirar simultáneamente sin chocar, era el dormitorio. Era bastante amplio y permitía moverse libremente por él. Daba al mismo el enrejado de la ventilación, lo que incidentalmente dejaba oír toda la noche diversos sonidos susurrados. Martin compartía aquel apartamento con Burns, su inmediato inferior, un recio capitán.
Burns se hallaba tumbado en su litera, con las manos cruzadas detrás de la nuca, los ojos cerrados, y una expresión desesperada en el semblante.
—Siempre la misma maldita cosa —murmuraba—. Estar como alocados durante seis semanas, sin recordar siquiera si estás o no de servicio, y luego Recon pierde a esos bastardos y durante las seis semanas siguientes no hay nada más que hacer que entrenarse y llenar formularios. Y de pronto… ¡blam! Recon vuelve a revivir y ¡hala! a trabajar como fieras.
—Esta vez no fue Recon, como tú les llamas —sonrió Martin—. Schmidt consiguió la noticia hace tres días, cuando estuvo de permiso.
Burns abrió los ojos.
—¿O sea que tropezó con ello por casualidad?
—Exactamente.
—¿Cómo ocurrió?
—Su chica le dejó y él vio que le sobraba mucho tiempo. Entonces se dirigió a su antigua universidad, situada en esa ciudad, y encontró algo muy raro…
Martin procedió a contar lo referente a las fotos y Burns se incorporó, frunciendo el ceño.
—Apatía, ¿eh? Pues no comprendo porqué Tamar emplea seis unidades en esto.
Martin abrió su gaveta, sacó una automática enfundada y la dejó sobre la litera.
—Tal vez no hayan empleado a las seis unidades ahí. Todavía no sabemos qué han conseguido con el asunto.
Burns asintió, se levantó y fue hacia su gaveta.
—Sigo sin ver el motivo.
—Tampoco yo —reconoció Martin—. Pero aquí están. Y deduzco que en cualquier momento pueden surgir conflictos.
Cuidadosamente, Martin sacó de la gaveta un estuche de color oliváceo con dos cables, luego un casco con un ligero abultamiento delante y una cajita blanca de plástico opaco. Lo fue dejando todo sobre la litera.
—¿De qué les sirve volver apáticos a los estudiantes de una universidad? ―continuó Burns―. ¿Y para qué? ¿De qué forma disminuirá eso nuestro rendimiento bélico? Los Tamar no poseen tantas unidades de penetración para permitirse el lujo de realizar tales actos sólo como diversión… —Frunció el ceño—. Y por otro lado, ¿cómo lo han logrado?
Martin se sentó en la litera y empezó a desmontar la pistola.
—Ahora hablas con sentido común.
—¿Cuántos estudiantes hay en esa universidad?
—Más de mil.
—¿Y todos están desalentados?
—Todos los que vio Schmidt.
—Las bolsas de gas —gruñó Burns— debieron llevarse el primer premio esta vez. Siempre intentan cierta clase de alisamiento, o un efecto multiplicador. Algo que supere el hecho de que poseemos mayor número de equipos y gente del que sus equipos de penetración pueden manejar directamente.
Cuidadosamente, Martin procedió a limpiar la pistola desmontada.
—Esta vez han conseguido el efecto multiplicador.
Burns meditó unos instantes, arrugando la frente.
—Sí, supongo que esto encaja con su método habitual. Si pueden, dominan a la gente en posiciones clave. En caso contrario, intentan conquistar o dominar a quien más adelante pueda hallarse en una posición clave. Como aquel lío de la Academia Espacial.
Martin engrasó ligeramente las distintas partes de la pistola y volvió a montarla.
—Desde su punto de vista, aquello fue ideal.
—Seguro. Dominaron a varios instructores seleccionados y les dieron falsa información que ellos, a su vez, trasladaron directamente a los futuros oficiales. Luego, al ser éstos oficiales con mando, habrían cometido terribles errores. Tuvimos suerte de descubrirlo antes de que las cosas pasaran a mayores.
Martin devolvió el arma a la pistolera.
—Sin embargo, el actual factor multiplicador es mucho peor. Aquellos cadetes a los que sabotearon, a pesar del efecto hipnótico de los de Tamar, resultaron afectados en sólo una categoría de sus conocimientos. Pero lo que han hecho ahora no creo que afecte a los conocimientos del hombre, sino más bien a su espíritu. Y cuando muere el espíritu humano, cualquier conocimiento resulta más o menos inútil.
Burns terminó de limpiar y engrasar su propia pistola y, como Martin, empezó a comprobar el funcionamiento de un pequeño interruptor situado justamente debajo del reborde de su casco.
—Sí, lo entiendo muy bien —asintió—. Pero sigo sin comprender cómo lo logran. Anteriormente, al individuo que conseguían dominar lo utilizaban directamente, dándole una orden desastrosa; o si era un instructor, por ejemplo, para impartir nociones falsas. También podían hacerle creer a un sujeto que el gas de sulfuro de hidrógeno tiene un olor terrible, pero no es venenoso. Esa es una noción falsa, pero no abate a nadie. Los de Tamar pueden enseñar falsas nociones diestramente seleccionadas. Y pueden hacerlo sin apartarse demasiado de la rutina general de una universidad. Es posible que nadie se dé cuenta. Pero… ¿cómo enseñan la apatía?
—Lo ignoro.
Frunciendo el ceño, Martin abrió el estuche blanco y sacó algo parecido a un puente dental, con dos brazos de acero inoxidable que sostenían una cápsula de un tono rojo obscuro. Se la metió en la boca, la encajó diestramente en una muela inferior, la palpó con la lengua, movió la cápsula, y la dejó reposar en la superficie de la muela. Luego, cuidadosamente, se quitó la cápsula de la boca.
—No sólo cómo la enseñan —observó—, sino cómo vuelven apáticos a todos los estudiantes de una universidad. Deben de poseer una especie de línea coordinadora de producción en masa.
Martin fue al cuarto de baño, lavó la cápsula en el grifo, la secó y volvió a meterla en la cajita. Al otro lado de la habitación Burns aún tenía la cápsula en la boca, y su rostro mostraba una expresión apenada cuando se la sacó.
Martin volvió a guardarlo todo en la gaveta excepto el estuche con los dos cables, y sacó un traje largo, de una sola pieza, color oliváceo, con guantes y botas bien forradas.
Burns cesó de mover la cápsula en su boca y entró en el cuartito de baño. Su voz llegó al dormitorio un poco amortiguada.
—Cuanto más pienso en ello, menos lo entiendo. El derrotismo se contagia, y pueden haber descubierto la forma de conjuntarlo y fortalecerlo. Pero… ¿con qué método? No hay cursillos de derrotismo.
—Naturalmente, deben de emplear otro nombre.
—¿Cuál?
—No lo he pensado todavía.
Martin se puso el traje, se subió la cremallera y abrochó cuidadosamente los dos conectores de ambos lados. Presionó un pequeño botón situado a un lado del estuche color aceituna, y dos diminutas lentes de un tono verde muy brillante aparecieron en la cajita, indicando que la batería estaba completamente cargada; luego se metió el estuche en un bolsillo del traje, conectó los dos cables a sus enchufes, cerró con la cremallera el bolsillo y procedió a abrochar los dos bloques conectores a ambos lados. En el lavabo, Burns seguía gruñendo sus opiniones respecto a los de Tamar, la guerra y lo que podría ocurrir al día siguiente.
—Tal vez mañana, a esta hora —observó Martin—, tendremos la dicha de saber que todo ha terminado.
—Ojalá no suceda lo que en el último embrollo. —Burns salió del cuarto de baño—. Lo siento, Mart. No quería hablar contigo mientras estabas forcejeando con el traje.
Martin refunfuñó y desenrolló la caperuza, que encajaba perfectamente, sin dejar visible más que dos agujeros para los ojos y otros dos para la respiración.
Cerró las cremalleras restantes, y abrochó los últimos conectores. Luego deslizó la mano enguantada a través del pecho, palpó el conmutador de presión situado bajo la tela, los finísimos cables y las diminutas unidades esferoidales que se juntaban formando una capa debajo del traje. Apretó el conmutador y miró hacia la litera adosada a la pared. Lentamente levantó la mano derecha, llevándosela sobre los ojos. No vio ni la mano ni el brazo. Sintió la presión de la mano sobre el tejido que le cubría el rostro, pero sólo vio la litera.
Dio media vuelta, alargó la mano hacia la gaveta y vio cómo el casco, aparentemente, iba hacia allá sin ningún soporte. Luego, se lo asentó firmemente en la cabeza, sintiendo cómo se juntaban y cerraban los bloques conectores del casco y la caperuza. Cerró la puerta del cuarto de baño, tanteó las puertas con los dedos a través de los guantes de su traje, y contempló cómo la puerta se cerraba sin razón visible. En la parte posterior de la puerta había un espejo de cuerpo entero.
Miró por el espejo, vio la gaveta y la litera de Burns al otro lado del cuarto, cómo Burns se ponía su traje, se subía la cremallera y cerraba los bloques; pero de sí mismo, Martin no vio nada hasta que se acercó mucho al espejo. Entonces distinguió lo único visible en él: dos puntitos negros, las pupilas de sus ojos.
Unos instantes más tarde, Burns se desvaneció y los dos hombres se comprobaron cuidadosa y mutuamente.
—De acuerdo —suspiró Martin—, nada visible.
—Lo mismo en ti.
Martin apretó el conmutador de presión. Casi al instante, Burns apareció de repente. Metódicamente ambos hombres se quitaron los cascos, los guardaron y empezaron a desconectar los bloques. Luego, colgaron los trajes en la gaveta.
Al día siguiente realizarían las mismas operaciones con la pistola, la cápsula, y otros objetos del apartamento.
—Todavía me gustaría saber —murmuró Burns—, cómo actuaron esta vez las bolsas de gas.
—La rueda del tiempo lo revela todo —sonrió Martin—. Aguarda veinticuatro horas.
—Sí —asintió Burns secamente—. Si todavía estamos aquí.

Al día siguiente, el coronel dio un breve discurso a su tropa antes de subir a la superficie.
—Caballeros, hoy tenemos que enfrentarnos con la clase más mortífera de ataque rastrero. Y no obstante, parece relativamente inofensivo. En esta situación existe un peligro que hemos subestimado y no podemos sufrir ninguna derrota. Creo que lo más conveniente es que repasemos brevemente nuestras experiencias anteriores, a fin de estudiar esta situación en su verdadera perspectiva.
Hizo una pausa y miró a Martin.
—Mayor, analice brevemente un ataque típico del enemigo.
Martin reflexionó velozmente.
—Su ataque típico consta de cinco fases. Aparentemente, la primera es un reconocimiento psicológico de fuerzas para decidir las tácticas futuras y comprobar la resistencia de varios puntos clave; para nosotros, tales puntos clave son algunos individuos que, de algún modo, gozan de posiciones sensibles. La segunda fase del ataque es el asalto psicológico para dominar un punto clave elegido. Su forma de lograrlo es un secreto; desde nuestro punto de vista, el individuo atacado experimenta presiones y molestias, tensiones y gran depresión.
Martin se aclaró la garganta antes de continuar.
—Si el individuo rechaza las sensaciones, si las elimina victoriosamente de su mente, si se niega a ceder, el ataque final fracasa o no se lleva ya a cabo. Aparentemente, el enemigo padece cierta lesión psíquica en el proceso, porque después de un ataque infructuoso hemos observado una disminución en las actividades enemigas. Pero si el ataque psicológico tiene éxito, se apoderan del punto clave. El individuo se resquebraja y a partir de entonces el enemigo controla sus acciones. Este control constituye la tercera fase en la que, si se trata de un funcionario gubernamental, adopta decisiones equivocadas, firma documentos fatales, y recomienda cursos de acción erróneos. Si es un profesor, implanta en los cerebros de sus alumnos falsas nociones y enseñanzas nocivas. Estos daños se ven reforzados por el efecto casi hipnótico de la personalidad, no del individuo en sí, sino de la entidad que posee el dominio psicológico.
»La cuarta fase del ataque es el efecto producio por las malas enseñanzas o las decisiones equivocadas, que al amontonarse nos dan la alarma, si antes no hemos observado nada anómalo, enterándonos de algo que ocurre. La quinta fase es la retirada. Nosotros poseemos todo el dominio de este planeta, y evidentemente somos muchos más que ellos. Utilizando técnicas avanzadas de electrónica podemos contrarrestar los ataques enemigos. Éstos inmediatamente se retiran, dejándonos en posesión del punto clave. Tras una breve espera, vuelven a atacar sobre otro punto clave, o sea, contra otro individuo. Mientras tanto, nosotros tenemos que rehabilitar al primer individuo y reparar todo el daño.
»En cualquier momento pueden producirse veinte ataques enemigos simultáneos en el mismo sector, excepto cuando han sufrido un rechazo, en cuya ocasión el número de ataques desciende a la mitad. De estos ataques, algunos nos pasan desapercibidos. El enemigo confía mucho en el disimulo y la ocultación, y a menudo tenemos que reconstruir después la secuencia de acontecimientos.
—Muy bien —aprobó el coronel. Se volvió hacia Burns—. Capitán, ¿cómo reconocen a un punto clave dominado, al individuo que se ha rendido a ellos?
—De dos maneras, señor. Primero, por la serie de incidentes perjudiciales causados todos por el mismo individuo. Accidentes industriales, por ejemplo, debidos a los estudiantes de un mismo profesor. Segundo, por una cualidad peculiar que incita a hablar al individuo cuando explica sus falsas nociones.
—Exacto. Bien, otra pregunta. Martin, ¿hacia dónde van dirigidos dichos ataques? ¿Cuál es el objetivo del enemigo?
—Los primeros ataques —dijo Martin, frunciendo el ceño—, los hacían aparentemente al azar, como los golpes dados por una persona provista de un látigo contra otra en una habitación a obscuras. Pero pronto los dirigieron contra los funcionarios clave del Gobierno, los legisladores y los oficiales de alto rango del Mando Espacial. Luego, los ataques se concentraron contra nuestra tecnología… directamente al principio, atacando a los jefes industriales y a los especialistas tecnológicos, y después indirectamente: a los estudiantes dedicados a estudios industriales. En cuanto al último ataque… —Martin meneó la cabeza—, parece estar dirigido contra todo un cuerpo estudiantil. Aunque, francamente, no entiendo cuál es su objetivo.
—Lo que nuestros enemigos están intentando —asintió el coronel— es encontrar un punto débil decisivo. Pero, como es de esperar, las posiciones clave en el gobierno, la industria y las fuerzas armadas las ocupan usualmente personas acostumbradas a sufrir presiones y dispuestas a resistirlas. Tras los relativamente pocos individuos que han sido dominados, descubiertos y sustituidos, el enemigo ensaya un nuevo plan de ataque. Dirigiéndose contra las universidades conseguirán un efecto multiplicador, aparte de ser un ataque mucho más fácil, aunque los resultados sean lentos en el tiempo. A los nuevos licenciados pocas veces se les concede, de buenas a primeras, cargos de gran importancia. Y las falsas nociones que se les imparten pueden dar como resultado algunos incidentes industriales molestos, de relativa importancia, que, de un modo u otro, sirven para descalificar a sus autores. Por tanto, es necesaria una nueva táctica. Lo que ahora trata de hacer el enemigo es atontar emocionalmente a todo un cuerpo estudiantil. Los golpes anteriores fueron apuntados contra el gobierno y la industria; este último ha sido apuntado contra las emociones de un numeroso grupo de personas.
El coronel hizo una pausa y Martin, por los murmullos de la estancia, comprendió que muchos habían comprendido el significado de la situación.
—Las actitudes —continuó el coronel— son contagiosas. Y básicas. Si a un hombre se le arrebata una herramienta de la mano, encontrará otra. Si un jefe le traiciona, buscará otro. Si le falla la tecnología, hará las reparaciones debidas. Pero si a un hombre se le quitan todas sus ilusiones, haciendo que todo le dé igual… —El coronel dirigió una mirada en torno suyo—. Bien, caballeros, ésta es una batalla que no podemos perder.
Ya en la superficie, Martin y los demás se dispersaron por el parque universitario, como una red invisible de ojos que vigilaban todas las clases y los despachos administrativos, unidos por pequeños transmisores de corto alcance colocados en sus gargantas y receptores en sus oídos. Escuchaban y vigilaban atentamente, hasta que la voz de un sargento llamado Cain resonó en el oído de Martin.
—Mayor, creo que lo he descubierto.
—¿Dónde?
—En el aula veinticuatro del edificio de Estudios Sociales.
Martin situó mentalmente el edificio en el mapa que había estudiado durante el trayecto a la superficie.
—De acuerdo. ¿Qué ocurre allí?
—Dan una conferencia sobre psicología elemental, señor, pero con todos los síntomas del ataque. La voz del conferenciante penetra directamente en los cerebros de los estudiantes. Lo que dice la voz resulta sumamente vulgar, tonto, improcedente. Y hay que luchar contra la voz, lo cual resulta difícil.
—Sí, ahí debe ser. Iremos hacia allá.
La voz del coronel resonó en el oído de Martin.
—Mayor Carney, disponga a sus hombres en posiciones que controlen el edificio de Sociales. Si el tipo intenta huir, lo marcaremos con una píldora de tinta. Usted dispondrá el accidente.
—Sí, señor —respondió la ávida voz del mayor Carney—. Lo atraparemos, señor.
—Mayor Martin, usted seguirá vigilando el resto de los edificios, pero llevará a su escuadra delante del edificio de Sociales. Creo que solucionar este asunto será extremadamente difícil. El sargento Cain saldrá tan pronto como se abra la puerta y aguardará junto a la misma. Usted, el capitán Burns y yo nos cuidaremos del caso.
La puerta del aula veinticuatro del edificio de Estudios Sociales se abrió como si estuviera mal cerrada y el viento la hubiera empujado. El coronel, Martin y Burns aguardaron la cuenta de tres y penetraron allí rápidamente, asiendo cada uno el hombro del agente invisible que iba delante.
A la derecha había hileras de estudiantes sentados. A la izquierda una enorme pizarra y una puerta cerrada. Cerca de esa puerta había un escritorio, y en el extremo más alejado del mismo se hallaba un individuo con expresión omnisciente y una voz que demostraba una mezcla especial de queja, alegría y triunfo.
El coronel, Martin y Burns se apartaron a un lado cuando el profesor dejó de hablar y miró a través del aula, y luego fue con paso decidido a cerrar la puerta de entrada. Cuando el instructor estuvo en la puerta, el coronel abrió camino hacia la parte trasera del escritorio, en el rincón opuesto de la habitación, donde los tres hombres se situaron de espaldas a la pared lateral, a la espera.
El instructor volvió a su escritorio.
Martin examinó brevemente el aula. Todos los alumnos mostraban una expresión embotada, un aspecto terrible, de cansancio o hastío. Muchos parecían hallarse en un trance cataléptico y estaban sentados completamente inmóviles, con la mirada dirigida al frente. El instructor retrocedió, contempló fugazmente unas cifras mal trazadas con tiza en la pizarra, y se enfrentó nuevamente con la clase. Su voz se alzó en un zumbido, como el de la avispa a punto de picar.
:—Ahora —manifestó—, resumiremos nuestras conclusiones.
Se volvió hacia la pizarra y con trazos decididos dibujó un par de toscas líneas horizontales, una encima de la otra. Con la mano levantada, hizo una pausa, y después con un rápido movimiento del brazo trazó el dibujo de otra línea descentrada en forma de huevo, entre las dos primeras. Encima de la línea superior garabateó una serie de signos de restar. Sus movimientos eran bruscos y exagerados, pero Martin observó que nadie de la clase sonreía ni cambiaba de expresión.
El instructor se volvió hacia los alumnos.
—Ésta es la situación humana básica. Aquí tenemos —golpeó el óvalo con la tiza— el ego. Y aquí —golpeó la línea superior—, la repulsión. Aquí —indicó la línea inferior—, la atracción. ¿Y el resultado? —Con trazos rápidos dibujó una flecha que apuntaba hacia abajo—. El ego baja. El ego es impulsado por la repulsión, y absorbido por la atracción. El ego carece de voluntad. No existe la voluntad. Sólo el deseo. El deseo está enraizado en el subconsciente. Nosotros no sabemos nada del subconsciente. Por tanto, el deseo que determina nuestros actos es una fuerza externa, no sujeta a nuestro control. Nosotros no controlamos el deseo. Es el deseo el que nos controla a nosotros. El hombre es una marioneta. El hombre debe alejar de sí toda hipocresía y admitir su falta de voluntad, su falta de alma, su condición inerme. Sólo existe el deseo y nada más que el deseo, el deseo, el deseo, sea de codicia, de lujuria…
La modulante voz se elevaba y bajaba de intensidad, haciendo impacto en cada individuo con un choque que se podía oír, y Martin tuvo la sensación de que se hallaba emparedado dentro de una habitación retorcida, donde todos los muebles estaban volcados, las paredes y el techo se juntaban en ángulos inverosímiles y las ventanas eran de vidrios distorsionados. Estaba asomado a un mundo de locura.
La voz del coronel, lenta y clara, sonó en sus oídos:
—Martin, sáquenle de aquí.
Martin presionó su lengua contra la base de la cápsula hincada junto a un diente inferior. Sintió cómo se elevaba la cápsula, encajando lisamente en el diente superior. Dio un paso al frente.
La voz susurrante proseguía, pero cuando Martin se detuvo a un metro del rostro ligeramente abotargado y cubierto con una película de sudor, y cuando levantó la mano hasta el borde de su casco, apenas tuvo conciencia de la voz. Martin apretó los dientes, sintió cómo se aplastaba la cápsula, se tragó el líquido acre y helado, y echó hacia atrás la palanquita que estaba colocada dentro del borde de su gran casco. Después, concentró toda su mente y su conciencia en el hombre que tenía delante.
Cómo o cuándo sucedió, Martin no lo supo, pero bruscamente tuvo conciencia del cambio de visión. Vio la clase delante de él en vez de a un costado, oyó el aparente cambio en el tono de voz, divisó la leve luminosidad, y pudo ver a través de unos órganos visuales nuevos, diferentes.
A un lado percibió un crujido de cuero y telas.
La voz continuó:
—…ninguna individualidad, y sólo complejidades. La psicología es una ciencia que se desmorona por sí misma, ya que no existe la psique. La psique es una ficción, el alma es una…
Luego, la voz calló de repente, como si aguardara nuevas órdenes.
Martin sintió una presión tranquilizadora en el hombro. Algo le rozó y oyó el rumor apenas perceptible de dos hombres que se llevaban a un tercero.
Martin, mirando a través del desconocido aparato visual, consideró brevemente el susto reservado a la personalidad a la que habían dado la orden de propagar una filosofía tan infecciosa. Naturalmente, lo “rehabilitarían”. Pensó lo que sentiría el individuo cuando, al volver en sí hallara que ocupaba un cuerpo extraño, con el cursillo tan difícil aguardándole. Tendría que hacer un enorme acopio de fuerza de voluntad y superar cualquier clase de obstáculo, sólo para escapar al dolor de la agonía. Tendría que construir lentamente el nervio y la determinación, mediante un ensayo, un fallo, una capa de agonía tras otra, hasta que su personalidad tuviese fuerzas suficientes para vencer el obstáculo final. Esto, a su vez, significaría que era ya bastante fuerte para protegerse contra otro ataque psicológico, y entonces se le podría confiar su antiguo empleo. La personalidad sufriría la amnesia de los incidentes del cursillo, pero le quedarían los reflejos y las actitudes. A Martin, que ya lo había pasado varias veces durante su adiestramiento, no le hubiera gustado la idea de empezar el cursillo con la noción de que el poder de la voluntad y el alma eran mitos innecesarios.
La puerta de la clase se abrió, como si estuviera mal cerrada y una ráfaga de viento la hubiese abierto. Martin aguardó un momento y cerró la puerta.
La clase continuaba inmóvil en sus asientos, esperando que la voz reanudase la conferencia. Martin volvió a la tarima y consideró brevemente el problema. El punto clave estaba en trance de ser rehabilitado, pero había que reparar los daños causados. Lo cual significaba un leve cambio en la presentación.
Examinó a los alumnos, se inclinó hacia delante y concentró en el problema toda su atención. Obediente, la voz resonó con energía. Las trivialidades empezaron a surgir.
—…Sí, la psique es una ficción. Un fantasma. Algo imaginario. Una reliquia del pasado, de las teorías antaño vigentes, algo divertido, pero vago, indemostrable, anticientífico. —Por todas partes, los lápices empezaron a tomar notas, y Martin intuyó la atención del auditorio concentrada en él—. Sí, una simple construcción de mentes precientíficas. Un mito. Una teoría. Sin demostración, aunque útil a sus creyentes. —Los lápices seguían garabateando notas—. Lo mismo que no se ha demostrado la existencia de la voluntad, tampoco se ha demostrado la de un Ser Supremo… pero atención: tampoco ha quedado indemostrada. Estos conceptos son precientíficos, como lo es el sol, y el sol no ha quedado indemostrado. El sol existe.
Los lápices continuaban escribiendo, y los pocos que no tomaban notas, seguían mirándole con la vista muy concentrada. Martin tuvo la impresión de que estaba alimentando a una calculadora con fragmentos de conocimiento, y que la máquina los aceptaba y acabaría actuando de acuerdo con los mismos.
Martin rebuscó en su memoria la primera parte de la conferencia, tratando de rechazar las ideas que le habían hecho pensar que se hallaba en un aula retorcida.
—Sí, el ego es impulsado por la repulsión y absorbido por la atracción. Pero la conciencia esencial del hombre no es el ego psicológico. El ego carece de voluntad. Pero la conciencia del hombre sí tiene voluntad. La voluntad no existe, porque la voluntad no es un objeto. Y no obstante, la voluntad existe.
Cuidadosamente, concentrándose en cada idea por separado, Martin fue repasando la larga lista, extrayendo conclusiones distintas, a fin de contrarrestar las del instructor. Tensamente, fue exponiendo sus ideas.
—El hombre es una marioneta. Su cuerpo se halla dominado por unas cuerdas llamadas nervios. Su cerebro es una máquina calculadora, formada de protoplasma. Visto así, el hombre posee complejidad y no individualidad. Y no obstante, el cuerpo y el cerebro no lo son todo. ¿Cuál es el observador que considera al cuerpo y al cerebro? La idea de un alma es anticuada, sin demostración precientífica, pero tampoco ha quedado indemostrada. Si hay una marioneta, movida por hilos, ¿qué es lo que mueve dichos hilos? ¿Qué explica ciertos cambios felices en el potencial eléctrico que controla la máquina de nuestro cuerpo y la calculadora de nuestro cerebro?
Incansablemente, fue destruyendo todos los anteriores asertos, en tanto el tiempo se iba alargando, y Martin seguía sudando, y los lápices iban tomando notas.
—…A medida que la psicología se convierte en una ciencia, ya no es psicología, pues la psique no existe para los actuales instrumentos de la ciencia. Lo que la ciencia no observa, no es posible archivarlo ni estudiarlo. Pero la psicología aún no ha salido de su infancia. Sus conclusiones son meros ensayos, no finalidades. Su falla en la observación no desaprueba la existencia de la cosa no observada. Un hombre con instrumentos inadecuados puede no detectar una estrella particular, pero la estrella sí está allí. El fallo estriba en el método, no en la estrella…
En algún momento de su discurso, Martin intuyó un cambio. Los lápices tomaban notas obedientemente, las miradas todavía estaban mal enfocadas, pero el aspecto de apatía había desaparecido. Martin comprendió que acababa de desterrar los fundamentos de las anteriores enseñanzas.
Empezó a hablar con más libertad, imponiendo a los alumnos la creencia en un alma, en una voluntad, en un carácter, y en el poder del hombre para luchar y eventualmente dominar los obstáculos. Sabía que, al terminar, ningún profesor de psicología reconocería aquella clase. Pero eso no le importaba. Una ojeada al reloj le dijo que sólo le quedaban unos minutos, pero el auditorio escuchaba atentamente y los lápices escribían con rapidez, y a medida que la manecilla del segundero se iba juntando con la de las horas, un recuerdo le advirtió a Martin que aquella clase debía concluir de una manera especial.
—Bien —manifestó, variando ligeramente el procedimiento—, pronto sonará la campana y todos os sentiréis totalmente despiertos. Saldréis de aquí conscientes de que poseéis un criterio, un poder de elección y una voluntad. Cuando suene la campana, estaréis completamente despiertos, frescos, llenos de energía.
El segundero se alineó con la otra manecilla del reloj. En el pasillo resonó una campana alegremente. Los alumnos se estremecieron, se levantaron y estallaron en un clamor de sonidos y energías. Apresuradamente, el alumnado corrió al pasillo.
Empapado en sudor, Martin se inclinó contra el escritorio. Ahora había que dejar que la explosión de energía se contagiara a los demás. Que la fe y la determinación compitiesen con la apatía, y a ver qué sucedía.
Martin sentía el alivio del que ve el éxito al alcance de la mano.
A su espalda resonó el leve chasquido de un pestillo. Martin recordó la puerta que estaba próxima al escritorio. Dio media vuelta.
Un hombre bien ataviado, de ojos penetrantes, estaba en el umbral, mirando directamente a los ojos de Martin. El joven comprendió que era el director del departamento.
Los dos hombres intercambiaron sendas miradas. El director del departamento no dijo nada, pero su intensa mirada y el sentimiento de una personalidad poderosa y dominante comenzó a dejarse sentir. Bruscamente, Martin experimentó una breve sensación de temor. Allí había un destello fugaz de miedo.
Podía ocurrirle algo siniestro.
La idea se afirmó poco después en su cerebro. El temor se cerró en torno suyo como una cadena de hierro. El corazón empezó a latirle tumultuosamente. Sintió humedad en las palmas de las manos, y las piernas débiles y temblorosas.
El director del departamento sonrió y dio un paso al frente.
En algún lugar en el interior de Martin, hubo la sensación del impacto de un objeto macizo al golpear contra un acantilado de granito. Se produjo la sensación de una tremenda sacudida… pero no ocurrió nada.
Martin siguió mirando fijamente los intensos ojos, enfocando su propia vista en la débil luz que parecía brillar en el interior de aquellos ojos.
Brevemente, una idea asaltó su cerebro: ¿Había sufrido esta entidad, fuera cual fuese, el equivalente del cursillo de rehabilitación a la inversa? ¿Se había visto impulsada a llamar en su ayuda la voluntad y los nervios un millar de veces, o a volver hacia atrás penosamente desde el principio, y volver a rehacer todo el camino? ¿Cuál era el límite de su resistencia?
Martin avanzó, concentrando su mirada en la lucecita débil, muy profunda en aquellos ojos.
De nuevo, experimentó la sensación de un choque mental. Durante un largo momento no ocurrió nada. Luego, se produjo una concesión lenta, pesada.
La luz no se movió en los ojos. Pero la sensación de ataque se debilitó y al fin cesó.
El director del departamento sacudió bruscamente la cabeza y retrocedió. Por un instante, Martin estuvo seguro de haber vencido. Cuando tuvo la certeza de ello, comprendió que se hallaba desequilibrado mentalmente. Volvió a experimentar la sensación de temor. La cadena de hierro imaginaria estaba aún fuertemente apretada contra su pecho.
El director del departamento levantó de nuevo la mirada, siempre con intensa luz en sus ojos. Miró directamente a las pupilas de Martin.
Esta vez, la sacudida y el choque fueron más fuertes. La habitación temblaba a su alrededor.
Martin comprendió que se hallaba sometido a dos presiones a la vez. Una, del hombre que tenía delante, la otra desde lejos. Con un esfuerzo violento de su voluntad, luchó para mantenerse consciente. De nuevo, no ocurrió nada. Pero esta vez la ansiedad aumentó, cada vez más fuerte.
Se oyó de pronto un crujido de telas. Martin, con la mirada acuosa, aunque todavía fija en el hombre que tenía delante, comprendió vagamente que ninguno de los dos se había movido.
De nuevo, se oyó un arrastre de pies.
La presión aumentó hasta que Martin vio a través de un halo rojo. La sangre martilleaba en sus oídos, y no podía respirar. A través de un mar de agonías, luchó para estar despierto.
Luego, algo se rompió.
La sensación de presión descendió hasta una fracción de la primitiva, y luego trató de reafirmarse. Martin respiró hondamente y su visión se aclaró. Rompió la ilusoria cadena de hierro y apartó de sí toda la masa de pensamientos que luchaba por conquistar su cerebro.
Ante él, el director del departamento se tambaleó. Martin le miró fijamente, sin saber qué había ocurrido. Luego observó el cambio en los ojos, como si una personalidad diferente hubiese entrado en el cuerpo.
Hubo una breve compresión de la tela en su manga, cerca del hombro del director del departamento, como si una mano invisible le asiera de manera tranquilizadora.
Martin intuyó que cuando el coronel planeaba un ataque, lo planeaba muy bien. Después de haber agotado al enemigo, el coronel actuaba. Sonrió. Las bolsas de gas habían perdido el tiempo. Y la cosa aún no había terminado.
La razón de su rápido progreso original estaba ya muy clara.
Controlando la fuente del conocimiento psicológico supuestamente válido, el enemigo había conquistado una oportunidad para sabotear la formación de cada estudiante en el curso regular de su educación. Luego, mediante la fuerza combinada de sus erróneas creencias, los individuos saboteaban inconscientemente a otros, aumentando así los efectos.
Con algún tiempo más, la catástrofe habría tenido unos límites insospechados. Pero ahora, utilizando sus propias técnicas, sería posible construir exactamente las actitudes opuestas a las que el enemigo pretendía. Mientras tanto, los instructores previamente apresados tendrían que pasar por el cursillo de rehabilitación. Regresarían con amnesia, pero continuarían fijas en ellos las actitudes y los reflejos. Cuando el último milagro de la hechicería electrónica hubiese devuelto a cada uno de ellos nuevamente su personalidad, el daño quedaría borrado.
Martin apoyó los nudillos sobre la mesa y se enfrentó con los nuevos alumnos que iban llenando la clase. Bruscamente, pensó por un momento en el espadachín de las historias antiguas, y en aquella clase de batallas totalmente diferentes, y miró a su alrededor con una sensación de extrañeza ante el ambiente sosegado, pacífico y armónico. Luego, sacudió la cabeza.
Esto era diferente.
Aunque igual de mortal.