PRIMERA JUNTA.
Por
Hugo Rodríguez.
Los dígitos del radio-reloj indicaban 6.30
y la alarma sonó. Jesica se sacudió entre las sábanas, silenció la radio-reloj y
luego de refunfuñar se sentó en la cama. Después de desperezarse sus pies la
remolcaron hacia el baño. El espejo retuvo su rostro enmarcado por una
enmarañada melena castaña. Sus ojos marrones anunciaban los treinta y
reflejaban la aspereza de quién supone
que los días venideros serán tan trillados como el que empezaba. Desayunó café
y antes de dejar el departamento despertó a su madre. Bajó las escaleras y
asomó a la calle. La llovizna que caía sobre Buenos Aires le enfrió la cara.
A mediodía Nicanor saboreaba un café en
el bar de enfrente. Se acomodaba en la silla
mientras encendía un "Particulares" y exhalaba la primera
bocanada contra el vidrio de la ventana. Permaneció abstraído unos minutos,
cubierto por las cíclicas volutas de humo, mientras desde la radio de la repisa
la orquesta de Pugliese marcaba "La Yumba ". Su mirada se perdió entre los Chevrolet,
el tranvía y el andar invariable de los
porteños. Dejó caer en el pocillo los envoltorios del azúcar y aplastó el cigarrillo en el cenicero
de Cinzano. Se vistió el saco, sostuvo
entre sus manos el funyi y se dirigió a la salida. En la puerta cedió la entrada a una mujer a
la que saludó calzándose el sombrero. Dedicó una breve mirada al cielo, que ya
no llovía, y cruzaba Corrientes. Nicanor empujaba la puerta giratoria de la
empresa aseguradora, para retomar sus
tareas en su escritorio y frente a la máquina de escribir.
Jesica se levantó el cuello de la
campera y se acomodó las cintas de la cartera sobre su hombro. Con las manos en
los bolsillos desafió la llovizna y caminó las cuadras hasta la boca del subte de Gallardo y Corrientes.
Viajó colgada del pasamano y apiñada como sardina. Descendió en Carlos Pellegrini
junto al tropel de viajantes y recorrió de memoria los pasajes y escalinatas
del metro. Encaró hacia la escalera mecánica que la dispararía a los pies del Obelisco,
pero se detuvo un instante antes de subirla. Jesica esperó a que la turba se
disipara y entonces, se dejó elevar por los escalones mecánicos, acariciando
con el dorso de sus dedos el pasamano desgastado mientras le sonreía a la
escalera contigua que descendía. Se enfrentó de nuevo a la llovizna, apresuró
sus pasos por la avenida Irigoyen, hasta la sucursal del Banco Ciudad. Las puertas se descorrieron y después de
saludar al personal de seguridad entró al local. La llovizna había regresado
por la tarde y Nicanor apresuraba sus pasos hasta la entrada del subte de
Carlos Pellegrini. Cruzó los molinetes y
recorrió los pasillos con la turba presurosa del regreso.
Se detuvo ante la escalera y esperó a que se desolara. Luego se dejó descender,
acompañó con su mirada los escalones contiguos que subían y les dedicó una
sonrisa.
Bajo las
tulipas de Diagonal Norte, Nicanor esperaba en el andén. Se entretenía con el
anuncio de Geniol, ante el cabezudo aguijoneado de alfileres, cuando el
traqueteo del metro que arribaba lo distrajo. Viajó como sardina hasta San
Juan. En la pensión recalentó los fideos de ayer y los acompañó con un tinto.
Se aplastó en la cama y se durmió escuchando radio.
En el
Mc. Donald`s de la otra cuadra, Jesica
almorzaba junto a la ventana un combo de hamburguesa y gaseosa igual al
de los afiches. Por los parlantes Soda Estéreo insistía con “Música ligera”. A
través del ventanal el cielo se mantenía cubierto, pero la llovizna ya no caía
sobre Buenos Aires. Jesica que apenas había mordido dos veces a su hamburguesa,
arremolinaba la gaseosa con el sorbete mientras sus ojos se fijaban en un punto
incierto de la 9 de Julio que coreaba bocinazos en un intento por conmover al Obelisco. Sorbió un poco de
gaseosa y luego acomodó los restos de su
almuerzo en la bandeja, descolgó su campera y su cartera del respaldo y
abandonó el local. A la salida, se entretuvo frente al cartel de una
“tanguería”, adornado con la viñeta de
un porteño de ayer. Luego caminó con las
manos en los bolsillos mirando las baldosas, Jesica regresaba a la sucursal, a su box, al teclado y la PC.
Nicanor logró asestar un manotazo al
reloj sobre la mesa de luz y lo acalló. Las agujas marcaban las 6.30. Se afeitó
ante el espejo de la cómoda, allí había un rostro cuarentón embadurnado de
espuma y un par de ojos claros con las rayas de la rutina a los costados. Se
retocó con la punta de la tijera sus bigotes finos y negros. Se refrescó con
agua de colonia y empastó sus cabellos con Glostora. Acomodó los tiradores
sobre sus hombros mientras se contemplaba en el espejo. Nicanor, con un tango silbado suavecito, se
vestía el saco y se acomodaba el sombrero en su cabeza. Tomó el último amargo
de un chupón y abandonó el cuarto de
pensión. Sus pasos retumbaron por la galería, la puerta larga del zaguán se cerró tras él y Buenos aires lo
abofeteó con una llovizna fría.
En el baño del banco, Jesica acomodaba y
perfumaba sus cabellos frente al espejo.
Reforzaba su maquillaje mientras sus
compañeras la despedían. La puerta de la sucursal
volvía
a descorrerse ante ella, saludó al de seguridad y asomó a la tarde de Buenos
Aires que repetía la
lluvia de la mañana.
Telefoneó a su madre para que la esperara con té caliente.
Mezclada con la muchedumbre se metía en
el subte de Diagonal Norte. Recorrió los pasillos hasta la escalera mecánica y
antes de abordarla esperó hasta que la
turba se disipara.
Nicanor Trotó por las veredas que lo acercaban al subte de
San Juan y se sumergió en el túnel. Sacó un cospel del bolsillo, lo insertó en
la ranura del molinete y se sumó a la vorágine de pasajeros de rostros parcos y
mal dormidos. Bajó en Diagonal Norte y serpenteó con la muchedumbre por los
pasadizos y graderías hasta dar con la escalera mecánica que lo lanzaría a la
efigie perpetua del Obelisco.
Entonces la vio. Y se miraron, mientras los escalones se
acercaban.
"Ella
descendía como una novia y me miraba como la tierra”.
“Él se elevaba como un ángel y me sonreía como
un Dios”.
“Y
nos amábamos”. “Y nos amábamos”.
“Su
piel estallaba en un enjambre de pétalos”.
“Sus ojos eran cielo y eran fuego y eran mar”.
“Y
nos amábamos”. “Y nos amábamos”.
“¿Hueles a jazmín?”
“¿Hueles
a clavel?”
“¿Canta
tu voz?”
“¿Grita
tu corazón?”
“¿Cuánto
dura este instante?“
“Más
que la muerte. Más que el amor".
Se giraron para no dejar de mirarse, mientras los escalones
se alejaban.
"Se
posaría en la arena, casi sin tocarla, como un ángel”.
“Se
elevaría sobre el mar, como una gaviota, casi como un Dios”.
“Y
nos amaríamos”. “Y nos amaríamos".
Levantó su sombrero para saludarla y ella
le sonrió, antes de perderse por los pasillos.
Fin.
Ovidio Marcos.