domingo, 6 de septiembre de 2020


Cantabile
John Decles

Una conjetura: vino del pasado; aunque también pudo venir del futuro. Una suposición: se trataba de un rayo enviado por un gran talento, incluso entre cadenas, lanzado a la ventura porque no podía ser encaminado hacia un blanco concreto. Y en cuanto a la naturaleza de las cadenas, e incluso a la del talento, ¿qué decir? No hay sitio ni ocasión en que el genio no viva sopor­tando imbéciles.
En cuanto a su forma, era indescriptible y podía, por esa razón, haber pasado inadvertido. El ojo huma­no puede no enviar al cerebro imágenes para las cuales no existe «concepto». Casi inmediatamente después de su aparición, dejan de «ser». Sus contenidos fueron dis­persos, demasiado pequeños para provocar la atención mantenida del ojo, y derivaron hacia la tierra con ra­pidez. El lugar sobre el que se fijaron fue la inhóspita y pétrea Ciudad y, en unos segundos, la mayoría de ellos murieron por falta de receptores. Sólo uno sobre­vivió. Por un azar, quizá matemáticamente calculable, pero de todos modos remoto, este uno encontró su ca­mino a través de una abertura, más pequeña que el diámetro de una aguja, en la base de la cúpula de cris­tal de cuarzo que coronaba el rascacielos patrimonio de un Barón de la Ciudad; se deslizó químicamente en un vivero donde se las arregló para mantener la vida entre lo que allí había: plantas, algas y pequeños peces. A mediodía, en el nutrimento fortuito de esta matriz de facto, la Bestia Que Llora había nacido. Sin una ma­dre, sin un padre...
La Bestia Que Llora era pequeña al nacer. En rea­lidad, en el momento de su nacimiento medía poco más de medio centímetro.
Poco tiempo antes había sido un azaroso grupo de células protoplasmáticas, empujado de un lugar a otro del invernadero por las ondas solares. El calor del sol del verano, que se escurría con lentitud hacia el otoño, le llevó más allá. Su altura no era mucha, pero pronto cambió. Con la voraz capacidad con que la vida le había dotado, pronto encontró y devoró toda la comida que el jardín ofrecía. En el espacio de una semana había alcanzado el tamaño de un perro pequeño.
Durante aquella semana, una buena parte del tiempo del que la Bestia disponía fue empleado en la observa­ción. Según los estándares de la Ciudad, el jardín no era pequeño. Se extendía unos quince metros en las cuatro direcciones. Luego era interrumpido por los rí­gidos límites de las paredes de ladrillo. Transversalmente al techo del jardín, se alzaba una prolongación vertical de la cúpula de cristal de cuarzo, adentrada en el cielo para apresar algo del fresco aire de más arriba Allí, encima del rascacielos del Barón, el jardín estaba aislado y, como un niño, succionaba y asimilaba el calor del brillante pecho del horno solar. Había murales en las paredes del jardín, pinturas, casi mosaicos, en cáli­dos colores terrosos, demasiado delicados y armonio­sos para los sentidos no desarrollados de la Bestia. Pero, entonces, la Bestia sólo disponía de las cosas del jardín para establecer comparaciones: las flores y los peces, los frutales enanos y los alegremente coloreados pájaros que revoloteaban por todas partes; y ésas no eran las cosas que los murales describían.
Un día, sentado en el tiesto de lilas y masticando semillas de loto, la Bestia hizo un descubrimiento. Esti­rándose, había alcanzado un pez dorado. Se retorció y emitió horribles sonidos cuando él lo mordisqueaba. Sentado tranquilamente, pudo observar que a las cosas vivas no les gusta ser comidas mientras lo están. Su memoria le recordó los penetrantes chillidos de los pája­ros que había comido, lo difícil que era apartar la sofo­cante suavidad de las plumas.
En vista de ello, resolvió no comer más cosas que estuvieran vivas. A medida que pasaban los días, se dio cuenta que aquélla había sido una buena decisión. Los animales dejaron de temerle y le procuraron mucho entretenimiento.
La Bestia seguía necesitando proteínas, pero lo resol­vió con la muerte de sus compañeros y, de esta mane­ra, solventó lo que era una necesidad natural. El resto de su dieta se basaba en los árboles y en los brotes de las flores.
Cuando tenía poco más de un metro de altura, aprendió a caminar sobre sus patas traseras y descubrió la puerta. Este descubrimiento no lo hizo por sus propios medios, sino que fue parte de un cambio en su medio ambiente. La puerta se abrió y la Mujer vino a través de ella.
Por entonces la Bestia ya podía ver los murales, y la reconoció al momento como una de las cosas represen­tadas en los mosaicos, toda ella tostada por la palpi­tante calidez de la no filtrada luz del sol. Esta mujer no le vio al principio. Él todavía estaba sentado en la fresca agua del estanque: aún mascaba sus simientes de loto. La mujer se quitó su vestido dorado y se tendió en la caliente y limpia arena, con un antifaz de tela negra sobre los párpados.
La Bestia se levantó rápidamente y avanzó con cui­dado desde el pintado suelo azul del estanque hasta el camino de piedra. Anduvo silenciosamente hasta donde ella yacía, y se quedó mirándola en un ansioso escru­tinio, como si debiera actuar. Sin embargo, permaneció inmóvil y contemplando su cuerpo anhelando algo que era demasiado joven para comprender.
Pasado un tiempo, la Mujer sintió su presencia y se quitó el antifaz de los párpados. Al verle, se sentó y recogió su ropa. Sólo lanzó un pequeño grito a la inmóvil atmósfera.
—¿Cómo entraste? —dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
La Bestia la miró de manera diferente por un mo­mento. Su voz no era penetrante y dulce, como la de los pájaros, ni tampoco sibilante y gutural, como la del pez dorado. No chirriaba, como hacían los insectos.
—Bueno, respóndeme —exigió.
La Bestia hizo un ruido con su garganta; se llevó la zarpa al cuello. Su voz había sido fuerte esta vez, y le había hecho daño por dentro. Le volvió la espalda. Se puso a llorar, como había hecho ante el chillido de un pájaro moribundo, pero de nuevo ignoró por qué.
—¿Qué te pasa? ¿Es que no sabes hablar? —preguntó la Mujer.
La Bestia se volvió de nuevo hacia ella y miró dentro de sus profundos ojos azules. Estaban húmedos, como los suyos, pero no de dolor. La Bestia nunca había sentido esa piedad.
—¡Pobre! —dijo la Mujer.
Se puso en pie y, sonrojada, se envolvió en su ropa y fue hacia él. Hizo movimientos para señalar la puerta.
—No puedes salir así —dijo—. ¿Dónde están tus ro­pas?
Le hizo más señas intentando hacerle mirar al lugar donde se hallaban sus cosas, usando su propia ropa como ejemplo.
La Bestia permanecía confusa, sin comprender.
—Está bien. Las buscaremos.
Mientras buscaba, la Mujer hablaba. Casi ociosas pa­labras, que ponían de relieve su nerviosismo ante su presencia. Un relámpago, el oscuro ruido de un trueno y un cohete atravesaron el cielo, atraídos por el espacio como el hierro por el imán. La Mujer rió.
—¿Sabes?, somos como hongos —dijo, mirando por debajo de un arbusto de gardenias—. Esos cohetes, esas aeronaves. Apuesto a que tú, como la mayoría de los obreros, no tienes ni idea de lo que son. Los humanos, los mortales, vivimos en la base del árbol, soportando las embestidas, los acontecimientos de la vida. Más arri­ba, en las ramas del roble, las aeronaves cincelan un imperio, sin contar para nada con nosotros, sin contar con la gente.
»Sólo los que hacen las leyes piensan en la gente. Hacen las leyes de modo que impidan a los construc­tores del imperio dejar caer el fuego del Sol sobre noso­tros, subyugarnos o matarnos. Hacen leyes que limitan al hombre al empleo de su propia fuerza o a la contratación de mercenarios. Nos dan una seguridad social que limita el radio de acción de un hombre. —Revolvió es­crupulosamente el jardín. Miró bajo los arbustos y matorra­les, hasta en el estanque. Al terminar, estaba perple­ja—. No se me ocurre qué hiciste para llegar aquí sin ropas. De cualquier manera, tampoco logro entender cómo te las has arreglado para entrar aquí. Hemos te­nido suerte que nadie más te haya visto, si no ten­drías problemas. Tú espera aquí y yo iré abajo, y mi­raré si puedo conseguirte algunas ropas de mi herma­no pequeño. Luego veremos si puedo sacarte del edificio sin que nadie te vea. —Volvió a mirarle, moviendo su cabeza de izquierda a derecha, hasta que la fijó en ángu­lo con su delicado hombro—. Seguramente no podré sa­carte esta noche, así que después de la cena te traeré algo de comer. Suelo comer aquí arriba con bastante frecuencia, así que nadie lo encontrará extraño.
La Bestia permaneció mirando largo rato el sitio donde ella había estado tumbada en la arena. Luego, sin entender lo que había dicho sobre comida, fue por el jardín a procurársela.
La Bestia no comprendía la noche. Había nacido de los nobles rayos y de las poderosas radiaciones del Sol, y cuando éste desaparecía tras los límites de cemento del jardín se enrollaba bajo un bosquecillo de abetos del Canadá y se ponía a dormir. A veces, los ruidos de abajo le sacaban de su tranquilidad, y entonces veía las estrellas y la Luna. Las estrellas eran cálidas, y la Luna le hacía sentirse enfermo, y palidecer con una emoción que no podía saber que era la pena. Estaba dormido cuando la Mujer volvió. Ella movió su mano frente a un brillante panel de metal, y el jardín se abrió, como un fresco estallido de arco iris, en un enigma de luz artificial. La luz no era tan fuerte como el amanecer, pero iluminaba la estancia con la misma claridad. Como las luces no dan calor, la Mujer encontró a la Bestia dormida, enroscada como un ovillo. Cuando la tocó, des­pertó y levantó su mirada hacia ella.
Estaba ahora pálida. La Luna la bañaba de leche y su pelo era azulado como la Luna, no negro, aunque ella tenía cierto parecido con el negro suelo. Bajo el silencio de la Luna y las estrellas, él la adoró.
—Ven —dijo—. Ponte esto. Creo que mi hermano es más corpulento que tú, pero servirán.
La Bestia seguía aturdida. Intentó comprender sus movimientos, pero fue en vano.
—¿No sabes cómo ponértelo?
Él permanecía en silencio. La Mujer notó entonces algo en lo que no había reparado antes. Por un mo­mento tuvo miedo.
—¡Oh! No me entiendes, ¿no es eso? Nada, ¿verdad?
La Mujer le ayudó a ponerse las ropas, aunque estaba nerviosa al tocarle. Sus ojos la seguían; le llegó de ella el olor a menta, un olor que conocía del lecho de plan­tas aromáticas, junto a la fuente de los pájaros.
—Eres un chico agradable —le dijo, mientras le ves­tía—. Me siento rara contigo. Casi como si fuera tu ma­dre, pero no maternalmente. —Se rió—. Lo que sentía por mis muñecas cuando tenía tu edad, o lo que siento por los pájaros, aquí en el jardín. Tenía un perrito con manchas negras cuando era muy joven. Mi padre no era Barón entonces. Vivíamos en una torre de Barón, pero mi padre sólo estaba aprendiendo su empleo. Me deja­ban jugar con otros niños y conocía a montones de mu­chachos como tú; sólo que, claro, sabían hablar. —Le miró de nuevo con aquella piedad—. Bueno, por fin estás presentable, y tendrás más trajes cuando vayas a casa. Me imagino que estarás entre los obreros. Bueno, no importa, no tienes que volver esta noche. No podría pasar más allá del piso número cien, aunque mi vida dependiese de ello. Mira, te he traído comida.
Le llevó a través del jardín y le dio una cesta con alimentos. La Bestia la miró estúpidamente, y entonces ella abrió una botella de cerveza, extendió una servilleta en el suelo, y dispuso sobre ella trozos de pollo coci­nado, pan y melón. La Bestia no comió hasta que ella le puso un pedazo en la mano. Entonces supo que era comida.
La Mujer se sentó sobre las losas y le miró comer con los dedos. A los pocos minutos, sintió el deseo de tomarle y acariciarle, o rascarle la cabeza, tanto le recordaba a su perdido cachorro.
—Si esta habitación fuera sólo mía, podría tenerte aquí en secreto, como a un animalito. Mi padre no me deja tener otro perro. Dice que alguien podría utilizar­lo como un arma contra mí. No tengo ningún amigo. Nadie con quien hablar, y, claro está, no puedo salir del edificio. Tengo sólo dieciocho años y la suerte no me ha escogido todavía un marido, así que nunca he estado con un joven. ¡Oh! ¡Qué ganas tengo que lle­gue ese día! Alguien alto y fuerte, como un guerrero, y bronceado como si trabajara en los campos. ¡Será tan hermoso y cortés...! Me tomará en sus brazos y vivi­remos como en una nube.
Los ojos de la Mujer brillaban, y vio a través de la Bestia su pasado y su futuro. La Bestia le miraba a los ojos, tras el velo de lágrimas felices, y sus propios ojos brillaron en respuesta.
Cuando terminó la comida, la Bestia tomó otra deci­sión. Levantó su mano, que brillaba por el aceite de la comida, y le tocó el vestido. Era un vestido blanco, con mangas amplias que se ondulaban cuando andaba. El sitio donde su mano encontró la suavidad de la ropa quedó manchado sin remedio, pero la Mujer sonrió. Si­guiendo su impulso, se inclinó y besó su frente con ter­nura, como se besa a los niños.
—Eres dulce —dijo, y se fue con la cesta y el mantel blanco.
Apagó las luces a su paso. La Bestia se precipitó de un salto hasta su bosquecillo de abetos, y pronto quedó dormida.
Las familias de los Barones estaban bien alimenta­das. Si el Barón pedía una comida poco nutritiva por sí misma, el alimento era cuidadosamente tratado con las necesarias vitaminas, minerales y proteínas. Así que la Bestia había hecho su primera comida completa y equilibrada. Estaba, por primera vez en su corta vida, alimentada como convenía para estimular su extraordi­naria capacidad de crecimiento. Durante la noche, la Bestia maduró.
El Sol se levantó sobre las paredes de cemento, y comenzó su avance cotidiano de un panel de cuarzo a otro, como una misteriosa pieza en un juego de ajedrez sin reglas. La Bestia había crecido en su calor. Estiró sus dorados miembros y, con su primera contracción, los músculos se afirmaron y redondearon. Con la prime­ra inspiración de siempreviva y oxígeno de la mañana, sus pulmones ganaron capacidad, y su pecho se ensan­chó. Cuando se puso en pie, lo hizo con extraordinaria facilidad, y advirtió que ahora tenía vello en el cuerpo. También otras cosas habían cambiado, cosas dentro de él que ahora eran diferentes. Las ropas que la Mujer le había dado se desgarraron, reventadas por sus esti­rones de la noche, y cayeron al suelo. Había sido des­pojado de sus andrajos por su verdadera naturaleza. La Bestia era ahora un adolescente, o, mejor aún, estaba en los últimos estados de su adolescencia.
Durante toda la mañana, el Sol evolucionó en su ór­bita prescrita y, con el transcurso del día, la Bestia se apostó ante la puerta. Cuando el cristal de cuarzo se tiñó con los colores de la caída del Sol, la puerta se abrió. La Mujer iba vestida de un tejido amarillo y lige­ro, como junquillos, girasoles, como las claras notas altas de una trompeta. Miró a la Bestia.
Nada perceptible pasó entre ellos. La Bestia perma­necía inmóvil. Ahora no lloraba. La Mujer permaneció también inmóvil. No buscó con su mente una explica­ción ni consideró que fuese necesaria.
—Eres el mismo —dijo—, eres el mismo niño. Puedo asegurarlo. Pero eres diferente, no eres igual, porque ahora eres un hombre.
La Bestia la miró, y sus ojos no estaban húmedos ni perdidos. Ahora era fuerte, distinto.

Cuando el Sol estaba bajo y las estrellas brillaban con desmayo en el pálido cielo azul, las lilas de Juno florecieron. Levantaron sus grandes capullos blancos, le­vemente, sobre el agua, y se estiraron hacia el sitio donde la Luna debía estar. La Bestia alargó un brazo y tiró de una de ellas, hasta que su flexible tallo se tronchó. Gotas del agua de la piscina saltaron en cas­cada hacia ellos. La Mujer se lo llevó a su pecho y aspiró su fragancia. Suspiró, y de su seno húmedo y oscuro dejó salir aquel mismo perfume de sauces y de cálidas noches de verano. La Bestia la besó de la ma­nera que ella le había enseñado.
La Mujer tarareó en voz baja un aire rítmico y, re­costándose sobre la hierba, empezó a cantar: Mi Prín­cipe creció de una Rana, y los grillos detuvieron sus chirridos para escuchar.

Mi Príncipe creció de una Rana
que vivía en un Pozo de Plata,
y la historia que cuento,
es la de cómo le besé, mientras estaba
sobre un tronco caído. La Rana, que era
un Príncipe,
recobró mi Pelota de Oro.

Le dejó antes que llegara la mañana. Sus cabellos negros relucían por el deslizarse de muchas caricias. La Bestia comió el alimento que ella le había dejado. Los abetos eran una espinosa enramada para él, y los lotos ya no eran sagrados.
Pasó la semana siguiente. La Bestia llevaba una lige­ra barba negra y había signos de arrugas en los plie­gues de sus ojos. Su pelo, largo hasta los hombros, se había hecho rústico, su piel era menos suave, sus labios eran más oscuros y endurecidos que antes.
La Mujer no estaba tan distinta, pero había cam­biado.
—Quisiera que esto durase siempre, Mi Príncipe —dijo un día en que el Sol era especialmente ardoroso—. Pero tú no eres para siempre, ni yo. He visto en ti una ma­ravilla y un milagro; pero los milagros tienen que ter­minar, como todas las cosas, buenas o malas, y temo que lo bueno pasa a menudo antes que lo malo. Has crecido rápidamente, de un niño a un hombre en el mismo mes. Creo que pronto, Mi Príncipe, morirás. Cuan­do hayas muerto, me quedaré sola.
Ahora era la Mujer quien lloraba, y la Bestia no pudo reconfortarla porque no había entendido sus pa­labras. Y aunque lo hubiera hecho, no habría sido capaz de comprender los conceptos que ella expresaba. En los días de la Mujer, la Bestia sólo conoció el éxtasis.
—Has venido aquí —dijo ella, tranquilizándose y con­teniendo sus lágrimas— de algún lugar más allá de mi mundo, y te has convertido en un mundo para mí. Estoy contenta del hecho que hayas venido. Me has dado algo con qué pesar el valor de mi vida, una medida. Pienso que quizá sea bueno que envejezcas y mueras tan rápida­mente. Si mi padre te descubriese aquí, te daría muer­te. Acepto que mueras, no puedo pedir favores a la muerte. Pero no quiero ser cómplice de un asesinato.
La Bestia era como un hombre de mediana edad. Se había hecho más recio, aunque, por una merced de su naturaleza, no había desarrollado barriga, ni ninguno de esos desagradables accidentes que tienden a hacer que un hombre pierda algo de su arrogancia física du­rante ese tiempo de su vida. Aunque la Bestia hubiera desarrollado alguna de tales imperfecciones, no se ha­bría interesado por ellas. Su vida era demasiado corta para permitirle el aprendizaje de la conciencia social.
Ahora, la Bestia y la Mujer ya no se mostraban tan apasionados. Habían llegado, en dos breves semanas, a la especie de relación que muchos, aun después de años de matrimonio, no alcanzan. Estaban juntos constante­mente y, cuando lo estaban, ni el uno ni el otro se sentían solos.
—Estos han sido días felices —dijo—. Valoro estos días como no valoraré ninguno de los que vengan des­pués. Cuando me elijan un hombre, seré una esposa para él; pero la suerte habrá fallado. Sea quien sea mi marido, tendrá que recibir de mí un afecto triste.
Una vez que estaba de un humor sombrío, le dijo:
—Mi padre tiene problemas con los otros Barones. Su proyecto ha sido rechazado en el Congreso y puede ser expulsado. Si eso sucede, me enviarán fuera para que pase mi vida como una obrera. Mi padre se que­dará y luchará, como es su costumbre, y es posible que todos en la Torre sean derrotados. Si mi padre va a la guerra, serás descubierto. Este jardín está sobre las torrecillas de los cañones. Bajo este suelo hay armas. ¡Oh! Si lo expulsan...

Pronto llegó el tiempo de la vejez de la Bestia. Ya no podía oler los abetos en la noche ni las lilas rosa perla. Su largo y lacio cabello era blanco, como su barba. Sus ojos, ahora, eran profundos y fríos. Se encor­vaba y dormía mucho más que antes.
La Mujer no había venido desde hacía tres días. El cielo estaba frío y gris. De vez en cuando, tenues y rápidos copos de nieve daban contra el vidrio de cuar­zo con un ruido áspero. La Bestia tomó una decisión basada en su observación, y deslizó su mano frente al reluciente panel de metal. Vino la luz, pero al mezclar­se con la escasa del día no le alegró. Las rosas rojas de una pequeña maceta, rosas que habían palpitado con vida, rosas que habían brotado para encontrar al vivo Sol, estaban ahora marchitas y desvanecidas, purpúreas como los labios de una prostituta pintarrajeada.
Cuando la Mujer llegó, lo hizo velozmente. Cruzó con rapidez la puerta hacia el oscuro y húmedo jardín. Era la primera vez que la Bestia veía ropas de calle, y mostró curiosidad por ellas. La Mujer vestía una capa negra con capucha y llevaba un maletín. La Mujer co­rrió y se apretó contra la Bestia. Mojó sus mejillas con lágrimas.
—Adiós —sollozó—, adiós, Mi Príncipe. Esta es la última vez que te veo. Mi padre ha sido expulsado y me envían fuera a través de los túneles. No tengo forma de salvarte. Mi padre y los suyos estarán muertos antes de la mañana, y tú con ellos. ¿No me dirás ahora algo, aunque sólo sea un adiós? Dímelo una vez, sólo una.
La Bestia la atrajo suavemente hacia sí. Fuera sona­ba un zumbido, como el de las abejas. La nieve se es­tampó contra la cristalera de cuarzo y se derritió.
La Bestia comprendió lo que ella deseaba. Emitió so­nidos con su garganta, sonidos ásperos y duros, pare­cidos a aullidos..., pero no palabras. Eso estaba fuera de su alcance, y su vida había sido demasiado corta para aprenderlas.
Como una estrella, apareciendo entre nubes furtivas, un avión se dejó ver al otro lado de los ventanales. Era un aparato antiguo, fuera de lugar en aquel mundo, con hélices, una pequeña carlinga vidriada y una ametralla­dora. El piloto tiró del disparador y una fina línea de balas atravesó el cristal. Más tarde, el avión se fue y las ventanas quedaron hechas pedazos.
En sus brazos, la Mujer vaciló. Había saltado lejos de él cuando el avión se acercó y luego había caído de nuevo en sus brazos.
La Bestia movió sus nudosos dedos hacia los negros y brillantes botones de su chaqueta. Con grande y tier­no cuidado abrió su blusa. Rasgó las apretadas ropas interiores y desnudó su pecho. Entre sus senos encon­tró un orificio. Estaba herida, y la sangre goteaba en un hilo; no tenía pulso; la Mujer había muerto.
Se preguntó qué debía hacer entonces. Cuando los animales del jardín morían, él se los comía. Se preguntó si debía hacer lo mismo ahora. Como ausente, dejó caer su vieja cabeza, vieja por el paso de unas pocas sema­nas, y lamió la sangre de su carne. Con el agradable sabor salado en su boca, cerró los ojos, y cuando vol­vió a abrirlos lloró. La Bestia lloró. Quedó en pie, ago­tada y llorando.
Su cuerpo estaba limpio y blanco. A través de las destrozadas ventanas, un fuerte viento sopló y agitó sus brillantes y negros cabellos. Un pequeño rizo cayó sobre su frente.
Arriba, en lo alto del cielo, en lo más alto de la Torre del Barón, el jardín estaba destruido. El viento se hizo más salvaje y sopló en la concha de la vida, rompiendo lo que aún quedaba de los cristales. El vien­to desgarró los pétalos de las rosas y los lanzó en re­molino, al aire abierto, desperdigándolos por el cielo. Los pájaros estaban libres.
Periquitos color fucsia, azules y blancos revolotea­ron entre los pétalos azafrán y escarlata para alzarse lejos y morir en el invierno que llegaba. Un pavo real llameó en el distante olvido, siempre apagándose.
La nieve fue llevada a los cálidos estanques y des­cansó sobre las hojas de los lotos, transformando la su­perficie del agua en un lecho de aparentes sombrillas gigantes. Las orquídeas se ennegrecieron con el contacto del frío. Las palmas, las buganvillas, desposeídas de sus ca­pullos, se agitaron bajo el frenético remolino de la tor­menta.
Sola en los cielos, la Bestia Que Llora se marchitaba. El Sol estaba velado por la nieve, las flores se morían y sólo los abetos parecían no darse cuenta.

domingo, 2 de agosto de 2020

Descongélate y cumple tu Condena Allen Kim Lang

Descongélate y cumple tu Condena

Allen Kim Lang


La sangre del doctor Warner mojaba las esposas que rodeaban mis muñecas. Un sargento de policía me en­volvió en una sábana transpirada para sacarme del dormi­torio donde Mildred Warner gritaba, acurrucada en un rincón.

—McWha —dijo su excelencia—, ha tenido usted una vida muy agitada.

Así era.

Los años que mis contemporáneos emplearon en ju­gar al baloncesto, los pasé en Bosky Knoll, un asilo donde las uñas de los lobeznos se cortan con tijeras freudianas. Mis uñas resultaron más duras que las tije­ras de mis guardianes. A los quince años, harto de hipo­cresía y miel, me escapé atravesando la verja de hierro forjado y llegué a la ciudad en el Citrus Express.

Armado con una media llena de arena, entré en el campo farmacéutico. Al contrario de cierto infeliz que, a la pregunta de por qué asaltaba bancos, contestó: «Porque allí es donde se encuentra el dinero», yo decidí que la riqueza es más fácil de arrancar de los puños de los pobres, cuya resistencia es débil. Si ofreces una cura para el cáncer, patentada, todo el comercio arruga la nariz. Pero das en el clavo.

Conseguí mi entrada en las cámaras acorazadas del banco de servicios completos que me gustaba con el qat, una hierba cosechada en los dominios de los jeques de Yemen y desconocida hasta que yo la introduje en nuestro saludable clima. Mientras rollizos hombres de leyes se abalanzaban sobre las hojas de marihuana, una hierba tan benigna como el vino, en los parques públi­cos, el hombre lobo McWha instaló en las máquinas de refrescos de las escuelas una marca de té a la que uno se habituaba tanto como a los pecados contra la castidad; y gané para mi industria de importación el precio de un harén, el único otro producto de Yemen digno de importarse, que sería vendido a un consorcio de tra­tantes en carne usada de otro hemisferio.

La competencia fue un fastidio hasta que descubrí, en el Caribe, una imitación de los aviones prusianos. Como desconfiaba de los peligrosos instrumentos eléc­tricos escogí, entre todas las demás herramientas, una barra de acero larga como el brazo de un hombre y con el diámetro de su menos externo orificio; un meca­nismo que servía para todos los fines comerciales, desde un aparato sin importancia hasta la fabricación de un cadáver, cuya muerte resultaba un enigma para el más hábil médico forense.

Como un carnívoro en un mundo donde las gachas se han convertido en el plato nacional, yo era dema­siado orgulloso para ocultar mis cerdas bajo una piel de cordero. Si Slick McWha se hubiera dignado dar unos centavos a los hambrientos (el mendrugo de los malvados), nunca hubiera sido exilado al paraíso. Lo que me condenó fue mi falta de hipocresía.

La única venganza que tomé contra el doctor Warner fue la de seducir a su mujer; sin embargo, rápido como su cirugía, nos sorprendió en la consumación de su vergüenza. Agarré el objeto más cercano, suficiente para detener el violento bastón del doctor (un sujetalibros; los Warner eran una pareja muy intelectual) y lo lancé. Cayó muerto y ella se levantó gritando.

En la cárcel, Slick McWha se convirtió en candidato para los extraños fines de Telstar. La fotografía mos­traba al asesino en el banquillo, donde un gordo y ne­gro murciélago informaba a los que querían negarle su cena de sangre: «La nuestra es una civilización que ya no mata, sino que congela.» Así, entonces, la sen­tencia (un primer plano de mi cara de asesino, otro de mis puños cerrados) fue:


«Kevin McWha, los servidores del Estado tienen orden de secuestrarle durante doscientos años, al cabo de los cuales, por la gracia de Dios y la evolución de la ciencia, se despertará en un mundo prepa­rado para curar a los monstruos.»


En el aparato Stevie, sobre la caja registradora de la taberna de su barrio, deben haber visto, después del penúltimo anuncio, el próximo paso del desdichado camino de McWha: la cámara de helio de las criptas criminales.

¡El insidioso Fu Manchú debería haber vivido esta hora! A saber: correas de silicona que sujetan al delin­cuente mientras los tanques de gas líquido se vierten sobre sus miembros. El sombrero en forma de medusa presta un toque clásico, como también las ligeras des­cargas que se producen en los pechos de acero. La víc­tima recuerda todos los detalles de su anterior infamia, mientras se le introduce en el tubo del tiempo...

Esto es lo que se dice. Pero lo cierto es:

Una cama. Una enfermera con una cómoda blusa a rayas azules y un almidonado delantal blanco (¡y el ninfatófago hombre lobo entiende de comodidad!), que se apoya sobre el triángulo derecho con una jeringa de dos centímetros cúbicos y una aguja de acero inoxida­ble. Un «no le dolerá nada, señor Hijo de la Des­gracia».

Un pinchazo y ya han pasado doscientos años.

No siento sueño ni frío, después de dos siglos de estar sumergido en el Primero Absoluto. Sólo una pi­cada de avispa que todavía escuece, doce décadas des­pués que la avispa haya muerto.

La máquina del futuro me despierta y me moldea para darme mi forma primitiva. Un ciudadano desnudo, Tarzán, se acerca a mí en el parque. Sobre su bíceps izquierdo lleva sujeto un disco de plata. Plan antiMcWha, me imagino.

—Sabemos por qué está con nosotros, Kevin. —Tuer­ce la boca—. Su expediente está un poco descolorido, pero hemos podido leerlo.

Estos apuestos seres practican el nudismo; han sua­vizado el clima para hacerlo soportable. Los negreros del hombre lobo, soltero durante dos siglos, se presentan en forma de unas jóvenes que hacen gimnasia, detrás de los campos de tenis.

—No hay ciudades; no las necesitamos.

Más dulce que la leche, lo cual presupone activas glándulas, mi cicerone sonríe.

El hombre lobo también sonríe.

—¿Adictos a las drogas? —pregunto.

—¡Claro que no! —El fantoche del futuro enarca las cejas—. Lo que tenemos es un problema con el café.

Slick McWha se acuerda de la ilegal Java y de nuevo pregunta:

—¿Ningún otro vicio?

—Quizá la propia satisfacción —contesta la dulce lapa.

No tengo permiso para revender el aburrimiento.

—Tienen una tierra realmente de ensueño —dice Slick tratando de agradar y dejándose engañar.

—A nosotros nos gusta.

—A mí también..., visitarla —afirma el ladrón de ovejas.

—No puede retroceder.

Un león, con una melena mejor peinada que la de cualquier hija de presidente en mis días, se dirige ma­jestuosamente hacia un árbol cercano, donde se echa junto a un cordero. El león bosteza. El cordero, con ojos tan grandes como los de un ingenuo en un bar de la Legión, siente cierta inquietud.

—¿Qué van a hacer conmigo? —pregunto, en mi ca­lidad de mejor abogado del diablo.

—Le estudiaremos —responde mi guía—. Será mejor que coopere. Usaremos la fuerza si es necesario...

—¡Qué vergüenza!

—...Para prevenir, por ejemplo, el asesinato o la vio­lación —añade con una mirada dura.

—Usted recuerda el verso de cuatro letras, pero se ha olvidado de la música —comento.

—Usted parece creer que la civilización presupone suavidad —protesta el favorito de la historia. Ve una abeja en una flor dorada y cierra los ojos.

—La verdad de este futuro —filosofo— es que está compuesta de testicularidad. Afortunadamente, y gra­cias al poder de la criogenia (cualquier cosa que entra puede ser congelada; «romper la ley», será congelado y descongelado, etc.), sus hormonas van a ser esterilizadas.

Muerto de vergüenza, Slick McWha observa la abeja de miel que gira y embiste en el botón de oro, y se pregunta: «¿Es que los monstruos de revistas eróticas agarran a las exuberantes terrestres para sorber tan inocente rocío?»

Virgilio abre los ojos, de un azul pálido, como leche aguada.

—No queremos la semilla de la serpiente en el Edén —dice—. En cualquier caso, nuestras mujeres no le que­rrían.

—Del mismo modo que Polonia no quería a las SS —gruñe el lobo.

No hay respuesta. El futuro no tiene un pasado desa­gradable.

Entonces sobreviene el pensamiento predominante en la mente de todo el que se despierta de un sueño: la necesidad de conocer los titulares que no he vivido.

—¿Están en paz? —pregunto.

—Claro —afirma mi elegante Superman con expresión glacial—. A través de la preparación prenatal hemos eliminado el trauma del nacimiento. Desde que no hay pobreza, no hay ansiedad. Mire allí.

Dos jóvenes amantes, llenos de pecas como un pastel de canela, se pasean tomados de la mano delante del Lobo y el Conejo, saludan con sus cabezas doradas y pasan, sin dejar de cantar juntos, con voces que parecen violines.

—El cuerpo ya no es causa de vergüenza —declara el Conejo—. Nuestras unidades de plasma germinal son tan higiénicas como nuestros superegos.

El hombre lobo se relame, saboreando canela azuca­rada.

—Me refiero —digo— no a usted sólo, simpático guía, sino a todo su mundo.

—La Tierra ya no es un círculo de arena ensangren­tada —dice mi falso Fauntleroy. Luego, como el apuesto desconocido de una revista femenina, canturrea—: Pero ahora hablemos de usted.

Señala dos bancos de piedra, dos-à-dos, tapizados con una capa de musgo. Un pequeño pero rápido arroyo corre a nuestra derecha, desgastando las piedras de la orilla. El aire huele a agua fresca, pinos y hierba pisada por los pies descalzos de los niños. Yo anhelo con vehemencia un cigarro.

—Tengo el privilegio de ayudarle a encontrar su nuevo camino —dice mi acompañante.

—Se eligió mi trabajo de acuerdo con mis genes —le contesto—. Yo soy, por mis glándulas y por el entrena­miento a que he sido sometido, un entrepreneur.

—Un ladrón —interpreta mi hombre del Intourist—. Hemos visto su expediente, ¿recuerda? —Se lleva los dedos a los labios, como un cura que cuenta en silencio los bocadillos de pepino que necesita para el té de la parroquia—. Aquí no tenemos trabajo para vendedores ambulantes —continúa—. Ni siquiera, Kevin McWha, soli­citamos los servicios de intermediarios o bandidos de la junta ejecutiva.

—Un hombre del pasado merece algún privilegio —su­giero—. Como un jarrón Ming, debe preservarse en ca­lidad de tesoro nacional.

—Los jarrones Ming de su clase son más vulgares que las botellas de leche —dice el señor Interlocutor—. ¿Olvida usted las estadísticas criminales de su desgra­ciada época? ¿El modo en que sus tribunales, más bené­volos con los contemporáneos que con los descendien­tes, metían en hielo a los malhechores y los almace­naban, como pescado congelado, para que renacieran, malolientes, en nuestra época, más comprensiva?

—El juez me aseguró que ustedes tendrían técnicas nuevas —observo yo—; dijo que dispondrían de una me­dicina para los delincuentes.

—Tenemos un estilete —contesta Exquisito, trazando una línea recta en el aire— de medio metro de largo y muy fino.

—Ya conozco ese estilete —dice el Lobo, mientras se le contraen las entrañas.

—Se perfora la conjuntiva de un ojo y se trasplanta el globo ocular a la mejilla del paciente —explica mi nuevo enemigo—. Por medio de una pequeña incisión en la órbita superior, el estilete rompe los precintos de la capa cerebral donde palpita el plasma germinal. En­tonces, el ojo vuelve a colocarse en su cuenca, y el sociópata regresa a la compañía de sus congéneres, lim­pio y puro de corazón como un niño.

—Maravilloso —digo—. ¿No es cierto, sin embargo, que el convaleciente de su operación cerebral puede en­contrar la poesía aburrida y el amor una ficción?

—¡Oh, sí! —suspira mi engatusador—. Para ser del todo sincero, Kevin, nuestra filantropía prefrontal a me­nudo deja a nuestro nuevo hermano paréticamente im­potente. Pero así no encontraría usted pesada la sol­tería.

—¡Qué absoluto es el rufián! —exclamo cruzando las piernas—. Si me deben agujerear, será con un honrado cuchillo, y no cortándome los fusibles como si fueran ladrones.

Hay cierta aspereza en mi tono. Mi terapeuta acari­cia el Wolfbane de plata que lleva en la mano izquierda y yo abro los puños.

—La mayoría de ustedes dicen esto —declara el pe­rro guardián—. Pero no es cuestión de permitir que los pecadores del pasado nos visiten sin ninguna revisión. Como usted mismo dice, tenemos que desconectarlo como lo haríamos con... ¿Cómo se llamaba aquel arte­facto? ¿Una bomba?

—¿No se derriba nada en este parque de atracciones? —pregunto—. ¿Es que ahora los cuchillos de los asesinos sirven para abrir las cartas o limar las uñas?

—¿He oído bien, McWha? —inquiere el desnudo pio­nero, con las mejillas ruborizadas por la hemoglobina—. ¿De verdad prefiere matar que ser curado?

—Dos y dos son cuatro —contesto—. ¡Sí!

Cara Redonda mira hacia arriba, calculando la posi­ción del sol.

—Debe estar hambriento —sugiere.

—No ha comido nada desde hace seis generaciones —observa el hombre lobo—. Un bocadillo de jamón po­dría tender un puente sobre el vacío de varios siglos.

—¿Jamón? No, Kevin. Ya no explotamos a nuestras bestias para obtener proteínas.

—No importa —suspiro, levantándome para seguirle por el sendero del parque—. Estoy seguro que aquí tampoco hay mostaza.

Pasamos por delante del mausoleo. El hijo de la desgracia se estremece al pensar en los doscientos años que ha pasado aquí, madurando como una cigarra bajo tierra. Pienso en los gélidos millares que siguen ente­rrados en esta mazmorra a prueba del tiempo, esperan­do que un Lincoln les libere de sus congeladas cadenas.

El parque rodea el pueblo de los adamitas, que pa­sean por sus senderos plácidamente, absorbiendo la luz del sol y sin extrañarse siquiera de los pantalones cor­tos de su tatarabuelo del siglo XX. Las casas, parecidas a las de la Selva Negra, están diseminadas por los cam­pos, donde la gente de cabellos albinos juega al croquet con pelotas de madera y donde niños desnudos ríen y chapotean en los estanques. Veo vírgenes, cuyos pe­chos no han cedido a la gravedad, jugando a los bolos en el prado.

La casa de la comunidad ostenta, sobre su entrada, un lema, que me traduce mi anfitrión: No balanceen el barco.

Entramos en el comedor y ocupamos una mesa entre el surtidor y la orquesta. Ascetas de todas clases, desde el zulú de charol hasta el finlandés de gamuza, se de­tienen a charlar con mi guía. Su lengua es suave y so­nora, como el hawaiano. Mi idioma inglés, ronco eco de los pantanos bálticos y los bosques renanos, no es desconocido. «Bien venido», dice uno, y otro: «¡Buen provecho!» Un joven sonríe y dice: «Hasta la vista.»

Después de un manjar de galletas y verduras crudas, pasamos a una mesa de la pequeña sala de cine. Evi­dentemente, la película es una historia de amor. Estamos en el momento álgido, por decirlo así. El héroe y la he­roína están consumando su unión en un triunfante acto, y la música compite con los muelles de la cama. Tam­bores y trompetas atronadoras; fin.

—Ahora —me anuncia Adonis—, la película principal.

Me alarga una golosina de la bandeja que hay sobre la mesa.

En la pantalla panorámica aparece el planeta Tierra, tal vez fotografiado desde la Luna. Un violentísimo acercamiento nos lanza vertiginosamente hacia la Tierra. Mareado, me agarro al borde de la mesa hasta hacerla crujir. Estamos descendiendo sobre Australia, el viejo continente del exilio.

Caemos en los bosques de la tierra de Arnam, oreja frontal del canguro que había visto de niño en el atlas.

—Esto era antes un área de aborígenes —sonríe mi constante compañero—. Por desgracia, los enanos more­nos del boomerang han tenido que ceder sus bosques a una raza más fiera.

La cámara, que proyecta sus fotografías sobre nues­tra pantalla, gira y se interna por los gruesos troncos de los árboles productores de goma. Pájaros tropicales, de un rojo vivo o de un verde bilioso, parlotean desde las palmeras. El barro pantanoso se hincha y forma burbujas.

Aparece un hombre, que lleva un taparrabos de cue­ro. Su barba rubia está salpicada de la yema de los huevos que ha comido para desayunar; lleva los pies envueltos en piel de cocodrilo. Saluda con la mano dere­cha (con la izquierda empuña una lanza de casi tres metros) y sus compañeros, desnudos como él, asoman por entre las palmeras y salen al claro del bosque. Nues­tra cámara se coloca sobre una higuera salvaje para en­focar el campamento.

—La lanza que lleva el jefe es mortal —murmura mi intérprete—. Con resina, adhieren a su extremo trozos de concha y piedra, que infectan la herida y causan la muerte.

La cámara se aproxima para inspeccionar con deta­lle a los hombres de la jungla. Un gigante de rojiza barba, cuyo ojo está hundido en su cuenca, arquea su honda por encima de la cabeza, maldiciendo la cámara, contra la que lanza una roca del tamaño de dos manos. La cámara sale despedida hacia el aire; la roca vuelve hacia el hombre que la ha lanzado.

El resto de los indígenas no hacen caso de nuestro artefacto. Unos veinte hombres se desparraman entre los bambúes, buscando enemigos ocultos. No los hay. El hombre rubio emite un silbido. Cuatro mujeres de piel reseca por el calor, salen de la selva, rodeadas de niños. La cámara les enfoca. Hay niños por doquier, delgados, con los cabellos llenos de barro. Se nos ofrece un primer plano de una de las niñas, que debe tener unos doce años. Tiene la piel llena de cicatrices, y es casi calva. Otra niña conduce a su hermano de unos seis años hacia el centro del claro. La cámara enfoca sus ojos blanquecinos; un gusano aparece detrás de la córnea translúcida.

—¡Dios mío! —exclamo.

—Aquí no somos religiosos —observa mi acompañan­te—. Pero mire esto, Kevin.

Una de las mujeres descuelga de su hombro un saco de pescado, se mete un trozo en la boca y lo escupe, desmenuzado, sobre un montón de ramas. Otra, que lleva carbones en un recipiente de arcilla, hace una pila con las ramas que le traen los niños y enciende el fuego. Los hombres descansan en cuclillas, apoyados en sus lanzas.

Como si el perfume del pescado asado fuera una señal, una segunda tropa viene gritando desde la jungla. ¡Una emboscada! Uno de los atacantes lanza una piedra con su honda y hace caer al hombre rubio sobre su lanza inútil. Otro se arrodilla al borde de la jungla para llenar de piedras la bolsa de su arco, y las lanza contra los cráneos de los atacados. Un niño ciego, pro­firiendo alaridos, tropieza con las piernas de un hombre armado con una maza, el cual le aplasta de un solo golpe.

La victoria es para los recién llegados. Uno de los héroes arrastra a la niña de las cicatrices hacia el lindero, donde le golpea la cabeza contra un tronco y la viola. La cámara se aproxima y recuerda al auditorio la cuarta maravilla del salmista: la conducta de un hombre con una doncella.

Ensartan al hombre rubio con dos lanzas sobre la ho­guera. Los victoriosos toman el pescado, que se asa bajo su cuerpo retorcido. Otros se ensañan con las víctimas con cuchillos de piedra, riendo y llevándose a la boca trozos de carne ensangrentada. Los hombres gozan, por orden de rango, de las mujeres.

Al cabo de media hora, cuando ya se han comido todo el pescado, las mujeres son llevadas a la jungla, colgadas de palos. Las moscas se enseñorean del lugar.

El hombre lobo lucha para no vomitar.

—Pensaba que no existía la guerra entre ustedes —digo.

—No existe —contesta mi guía, llevándome adonde brilla el sol—. Pero entre ustedes, sí. Forma parte de su naturaleza.

Volvemos a sentarnos en los bancos junto al arroyo.

—¿Ha sucedido de verdad? —pregunto.

—Hace diez minutos —responde.

—A los hombres y mujeres que descongelan de las criptas criminales —digo— les dan a escoger entre con­vertirse en zombies o ser transportados a Australia.

—La primera es la mejor elección —declara mi acom­pañante—. Algunos de nuestros más agradables ciuda­danos han sido salvajes como usted, Kevin. Los otros, como ya ha visto, nos proporcionan la excitación que necesitan los humanos normales, haciendo que nuestra sangre hierva en las venas, por medio de la antigua poesía de la matanza.

Es un hombre fuerte, pero con su brazo derecho roto no puede apretar el gatillo del hombre lobo que tiene a su izquierda. Vomita mientras mantengo su cabeza rubia bajo el agua del arroyo cantarín. Por fin le apri­siono entre dos piedras. Me ato al brazo su disco pla­teado y echo a correr. Paso por delante de las criptas, donde mis compañeros esperan una terrible resurrec­ción.

Ahora oigo ladrar a unos perros junto al arroyo. Me dirijo hacia las montañas, hacia el país de los lobos.

Cuando vuelva a bajar al llano, cuando me haya coronado a mí mismo rey de los piratas congelados, haré que la sangre hierva en las venas de estas gentes ama­bles. Hasta que se desangren.

domingo, 5 de julio de 2020

Cinosura Kit Reed




Cinosura
Kit Reed


—Puede que a la señora Brainerd le molesten los niños, Polly Ann; así que es mejor que te vayas a tu cuarto con «Puff» y «Ambrosio» hasta que lo sepamos.
Polly Ann se estiró el jersey sobre su torso de niña de diez años y recogió al gato, sacudiendo los rizos al andar.
—Sí, mamá. —Cerró la puerta de su habitación y vol­vió a abrirla con una sonrisa pícara y preadolescente—. «Ambrosio» acaba de hacer un charco en la alfombra.
La campanilla de tres notas sonó en la puerta: Ding, dang, dong. Norma hizo un gesto frenético.
—No importa.
—Bue-no.
La puerta se cerró tras Polly Ann.
Luego, dando unos golpecitos a sus almohadones de tejido de seda, y pasando la mano sobre el roble pulido del televisor, Norma Thayer, el ama de casa, fue a abrir la puerta.
Había sido ama de casa durante años. Fregaba y co­cinaba e iba al mercado y compraba todos los nuevos aparatos que anunciaban. Precisamente ahora estaba un poco susceptible a propósito de eso porque, a pesar de lo limpia que era, su marido acababa de dejarla, y ni siquiera había otra a quien culpar. En adelante, tendría que ser extremadamente cuidadosa con ella misma, di­vorciada como estaba, especialmente ahora que ella y Polly Ann vivían en un nuevo vecindario. Realmente ha­bían tenido un buen comienzo, porque su nueva casa en el nuevo polígono, era casi exactamente como todas las demás de la manzana, sólo que pintada de rosa, y su mobiliario tenía la misma forma y estilo que los que había en las otras salas de estar, abierta al visible comedorcito de formica; ella lo sabía porque había ido a dar una vuelta en una noche oscura y se había fijado. Pero, a la vez, ella y Polly Ann no tenían un papá que llegase a casa a las cinco, como ocurría en las otras casas; y aun cuando ella y Polly Ann habían marcado su casa con números de hierro dulce y sacaban la basu­ra en bolsas de plástico de color claro, aun cuando ha­bían centrado su mejor lámpara detrás de la ventana y la cocina era palmo a palmo tan bonita como el folle­to decía, la falta de un papi que sacara la basura y cultivara el jardín los sábados y domingos, como todo el mundo, ponía a Norma en desventaja.
Norma sabía, mejor que nadie en la manzana, que una casa seguía siendo una casa aunque no hubiera un padre, y las cosas podían ir incluso mejor, a la larga sin todas esas colillas y esos pijamas sucios que recoger. Pero ella era, en cierto modo, un pionero, porque, por el momento, era la primera en el bloque para demostrarlo.
En aquel instante su vecina estaba presentándose para su primera visita, y el hacendoso corazón de Norma se encogía. Si todo salía bien, la señora Brainerd miraría el sofá seccional y la alfombra moteada de algodón y lana —con el reverso de gomaespuma— y vería que con papá o sin él, Norma era tan buena como cualquier ama de casa de las revistas, y que sus trapos de cocina estaban tan limpios como cualesquiera de los del vecin­dario. Entonces, la señora Brainerd le daría una receta y la invitaría al próximo almuerzo, el cual, si su memo­ria no la engañaba, sería en casa de la señora Dowdy, la encalada de la manzana contigua. Arreglándose la par­te delantera de su bata Remolino, la señora Thayer abrió la puerta.
—Hola, señora Brainerd.
—Hola —dijo la señora Brainerd—. Llámame Clarice. —Pasó su mano por el montante—. Maderaje realmente agradable.
—Xerox —repuso Norma con una pequeña sonrisa de orgullo al dejarla pasar.
—El pomo de la puerta revestido de metal —siguió la señora Brainerd.
—Va maravillosamente. He preparado algo de café —dijo Norma—. Y un pastel...
—No pruebo el pastel —añadió la señora Brainerd.
—Es sin grasa...
—Galletas Metro —continuó la señora Brainerd, y su mandíbula se había puesto blanca y firme—. Y nada de azúcar. Sacarina.
—Si te sientas aquí...
Norma empujó la silla más cómoda.
—Gracias, no.
La señora Brainerd alisó su bata Remolino y siguió a Norma a la cocina. Era pequeña, parlanchina y chismosa, llevaba los labios pintados y estaba hecha de acero. Norma advirtió con un estremecimiento culpable que la señora Brainerd sujetaba el cuello de su bata con un alfiler «Sweetheart».
—Algo especial —dijo la señora Brainerd, dándose cuenta que ella lo había visto—. Lo conseguí con etique­tas de «La Verdadera Margarina». —Rozó a Norma al pasar, pero ni miró hacia el querido rincón para la cena—. Manchas que no se van ni blanqueando —pro­siguió, fijando la vista en el fregadero.
Norma se sonrojó.
—Lo sé. He restregado y restregado. Incluso usé di­rectamente el líquido blanqueador.
Bajó la cabeza.
—Bueno —Clarice Brainerd buscó en el bolsillo de su falda floreada y sacó un recipiente de espolvorear—. Aquí está —repuso con una bellísima sonrisa.
Norma reconoció la marca.
—¡Oh! —exclamó, casi llorando de gratitud.
Clarice Brainerd ya se había dado la vuelta para mar­charse.
—Y el recipiente está decorado; así que estarás orgullosa de tenerlo en tu sala de estar.
—Lo sé —afirmó Norma, profundamente conmovi­da—. Me conseguiré dos.
Su vecina estaba ahora junto a la puerta de atrás. Norma salió, suplicante:
—No te vas a ir, sin siquiera probar mi pastel, ¿verdad?
—Simplemente, prueba ese limpiador —dijo Clarice—. Ya volveré.
—El café de media mañana; supongo que deseas que vaya al...
—Quizá la próxima vez —manifestó su vecina, inten­tando ser amable—. Ya sabes; tendrás que invitarlas aquí un día y... —Miró significativamente al fregadero—. Simplemente usa esto —añadió tranquilizadora—. Y volveré.
—Lo haré. —Norma se mordió el labio, desgarrada entre la esperanza y la desesperación—. ¡Oh, lo haré!
—Pastel —dijo Polly Ann justo cuando la puerta se cerraba tras la sonrisa, mecánicamente articulada, de la señora Brainerd.
Había entrado en la cocina con «Puff», el gatito, y «Ambrosio», el sabueso, dejando un rastro de polvo y pelos.
—Creo que «Ambrosio» está enfermo.
Se sirvió un zumo de uvas salpicando gotas al ha­cerlo. Una mancha púrpura empezó a extenderse por el fregadero.
Norma buscó el limpiador, intentando desesperada­mente detener la mancha.
—Acaba de repetirlo en la sala de estar —repuso Polly Ann.
El aliento de Norma se quebró en un sollozo. Dejan­do el limpiador en el pequeño recipiente que guardaba para ese propósito, se encaminó a la sala con esponja y «Glamorene».
La vez siguiente, la señora Brainerd sólo estuvo escaso me­dio minuto. Permaneció cerca de la puerta, olfa­teando el aire. «Ambrosio» lo había hecho otra vez. Dos veces.
—Realmente, esto elimina las manchas que ni el blan­queador arranca —dijo Norma blandiendo el recipiente de limpiador.
—Todo el mundo lo sabe —dijo Clarice Brainerd sin darle importancia. Entonces se puso a oler—. Esto hará maravillas en sus mohosas habitaciones —prosiguió, dándole a Norma un frasco de desodorante aerosol, y se dio la vuelta sin siquiera entrar; cerró la puerta.
Norma se preparó durante cuatro días para el mo­mento en que invitó a la señora Brainerd a echar una mirada a su hornillo de gas.
—Tengo algunos problemas con la parte superior de los estantes del horno —le confió por teléfono. Justa­mente había empleado días en asegurarse que éstos estu­vieran inmaculados—. Me preguntaba si tú sabrías de­cirme qué debería usar —concluyó para halagarla, pen­sando que, cuando Clarice Brainerd viera que Norma se preocupaba por la suciedad de un horno que estaba más limpio que cualquier otro del barrio, le entraría un asombro reverencial y, consternada, tendría que invitar­la a la hora del café del próximo día.
En el último momento, Norma tuvo que echar a Polly Ann de la sala.
—¡Sólo estaba haciéndole un vestido a «Ambrosio»! —exclamó Polly Ann poniéndose sus pantuflas y recogien­do el trozo de tela y las agujas.
Fuera de sí, Norma la hizo huir por el hall hasta su cuarto.
La señora Brainerd, olfateando el aire sin siquiera pararse a decir «hola», manifestó:
—«Arient» cumplió a la perfección su cometido. Nos­otras lo hemos usado durante años.
—Lo sé... —se lamentó Norma, excusándose.
En la cocina, la señora Brainerd permaneció un buen rato con la cabeza dentro del horno.
—Yo no creo que tengas tanto problema —sugirió de mala gana—. De hecho, está muy bien. Pero yo tomaría un alfiler y limpiaría esos surtidores de gas.
Su voz quedaba amortiguada a causa del horno y por un momento, Norma tuvo que luchar contra la sal­vaje tentación de empujarla dentro y abrir la llave del gas.
Luego Clarice continuó:
—Desde luego, está bien. Y gracias, tomaré un poco de tu pastel.
—Sin grasa —añadió Norma, debilitada por la gratitud—. ¿De verdad te sentarás un momento? ¿De verdad tomarás un café aquí sentada?
—Sólo unos minutos.
Norma sacó su mejor servicio de California —el jue­go del dibujo con gallos— y durante cinco minutos, ella y la señora Brainerd estuvieron relamidamente sentadas en la sala. Las cortinas de organdí se ondularon, las ventanas y marquetería brillaron; por un momento, Nor­ma casi se imaginó que ella y la señora Brainerd esta­ban siendo fotografiadas para el anuncio de algún pro­ducto en su living-room, y que la foto, a todo color, apa­recería en el próximo número de su revista preferida.
—Me gustaría mucho hacer arreglos de flores —aven­turó Norma, envalentonada por su éxito.
La señora Brainerd no estaba escuchando.
—¿Quizá va a entrar en el Club de Jardinería?
La señora Brainerd estaba mirando hacia el suelo. A la alfombra.
—O quizá la Liga Musical...
Norma miró hacia abajo, hacia donde miraba la se­ñora Brainerd, y su voz se fue apagando.
—Pelos de gato —le replicó la señora Brainerd—. Hi­los sueltos.
—¡Oh! Traté de...
Norma se llevó la mano a la boca con un gemido ahogado.
—Y marcas de arañazos en el suelo del hall... —La señora Brainerd estaba ya moviendo la cabeza—. Bueno, no es por nada, pero si tuviera que recibir aquí a un grupo a tomar café, con la casa en este estado...
—Es que mi hija ha estado cosiendo —exclamó Nor­ma débilmente—. Ella sabía que iba a tener visita, pero entró de todos modos. Es bastante difícil —prosiguió, intentando sonreír con simpatía—. Cuando se tienen niños...
La señora Brainerd ya estaba en pie.
—El resto de nosotras se las arregla.
Norma hizo esfuerzos para mantener firme su voz.
—Y animales en casa...
—La hora del café —aventuró Norma andando como atontada—. El Club de Jardinería...
Pero la señora Brainerd ya se había ido.
Norma se lamentó:
—Ni siquiera nombró un producto que probar.
—Le he hecho a «Ambrosio» un coche de niño —añadió Polly Ann, arrastrando a «Ambrosio» en una caja—. ¿Ya se ha ido esa señora?
—Ya se ha ido —dijo Norma, mirando las señales con que la caja había dejado adornado su parquet—. Quizá para siempre —exclamó, y empezó a llorar—. ¡Oh! Polly Ann, ¿qué podemos hacer? Tendremos que cambiarnos a otro vecindario.
—«Ambrosio» ha volcado el cajón de aserrín de «Puff» y ha llenado de ya sabes qué el suelo.
Polly Ann salió de la habitación.
Migas, pelos, hilos, polvo, todo parecía converger so­bre Norma, sumiéndola en un remolino y haciéndola girar, acorralándola, hundiéndola en la más negra deses­peración. Se arrellanó en el sofá, demasiado anonadada para poder llorar; y entonces, al mirar al suelo, vio una revista que resaltaba sobre la alfombra y las cosas co­menzaron a cambiar.
«Acabe con las penalidades domésticas —decía el anuncio—. Su casa puede convertirse en la Cinosura del vecindario.»
Norma no estaba segura sobre el significado de Cino­sura, pero estaba la foto de una señora inmaculada y res­plandeciente, sentada en medio de una sala de impecable limpieza, con una inmaculada cocina avistándose por la puerta del frente. Temblando de esperanza, cortó el cupón adjunto, advirtiendo sin inquietud que conseguir el producto o aparato, o lo que fuese, le costaría el resto de sus ahorros. Pero la satisfacción estaba ga­rantizada y, si resultaba satisfecha, valía la pena el gasto de cada centavo.
Resultaba poco atrayente cuando lo llevaron. Se tra­taba de una caja pequeña y acanalada; protegida dentro con virutas, había una máquina pequeña y cubierta de esmalte color lavanda. Juntos venían un cubo y una manguera, también color lavanda. Curiosa, Norma em­pezó a hojear el libro de instrucciones. Cuando lo leyó, empezó a sonreír, porque ahora todo parecía poder arre­glarse.
—«Los efectos no son necesariamente permanentes —leyó en voz alta para aliviar su conciencia—. Pueden ser invertidos usando el manómetro verde de la parte superior.» ¡Oh, «Puff»! —llamó, pensando en los blancos pelos de angora que habían manchado tantas veces sus alfombras—. Ven aquí, «Puff».
El gato entró con una mirada de insolencia.
—Ven aquí —repitió Norma apuntándole con la man­guera—. Ven, gatito.
Cuando «Puff» se acercó, puso en marcha la máquina.
Un penetrante zumbido llenó la habitación, débil pero inequívoco.
Caro o no, aquello valla la pena. Tenía que admitir que ninguno de sus limpiadores caseros cumplía tan rá­pidamente su cometido. En menos de un segundo, «Puff» estaba inmóvil, con los ojos desviados y el lomo recto, pero inmóvil; con un aspecto especialmente esponjoso y tan natural como la misma vida. Norma lo compuso artísticamente junto al aparato de televisión y luego se puso a buscar al perro de Polly Ann. Hizo a «Ambrosio» sentarse y pedirle la galleta que ella le presentaba; justo cuando la asía, ella encendió la máquina y lo paralizó en una décima de segundo. Cuando hubo aca­bado, lo apuntaló al otro lado del televisor y guardó cuidadosamente la máquina.
Polly Ann lloró un poco al principio.
—Cielo, si nos cansamos de tenerlos así, no tenemos más que hacer trabajar la máquina y ya estarán corrien­do otra vez. Pero ahora, la casa está tan limpia; ¿ves qué bonitos están? Pueden ver y oír todo lo que quieras —concedió, enjugando las pegajosas lágrimas de la niña—. Y mira, puedes vestir a «Ambrosio» con todo lo que desees sin que él se mueva siquiera.
—Eso creo —contestó Polly Ann estirándose su ves­tido de terciopelo. Le dio a «Ambrosio» un pequeño empujón—. Y mira qué poquita suciedad hacen.
Polly Ann hizo saludar a «Ambrosio» doblándole la pata. Siguió en pie.
—Mamá, creo que tienes razón.

La señora Brainerd pensó que el perro y el gato eran muy bonitos.
—¿Cómo hace para tenerlos tan quietos?
—Un producto nuevo —repuso Norma con una fari­saica sonrisa, sin decirle a la señora Brainerd de qué producto se trataba—. Voy a buscar el pastel —prosi­guió—. Sin grasa.
—Sin grasa —contestó automáticamente la señora Brainerd haciéndole eco y sonriendo casi con anticipa­ción.
Moviéndose con el donaire de una reina, Norma sacó al living la bandeja del café.
—Ahora, a propósito de la hora del café —dijo dán­dolo por sentado, ya que la señora Brainerd había tomado su taza y cuchara con una mirada casi admirativa, e introducido el tenedor en el pastel—. Con puntos. Ya sabes la marca.
—Las horas del café —dijo la señora Brainerd casi en estado de hipnosis. Luego, mirando el suelo, profirió—: ¡Oh! ¿Qué es eso que hay en el suelo?
Aterrorizada, Norma siguió la mirada de la señora Brainerd. Allí vio un charco, un verdadero charco que se formaba a partir de la puerta del cuarto de baño; y que, como ambas vieron, se agrandaba y empezaba a dejar una húmeda mancha sobre el muy pulido linóleo del hall.
—Mejor me... —empezó a decir la señora Brainerd levantándose.
—Ya sé —la interrumpió Norma con resignación—. Mejor se va. —Mas al levantarse y ver a su vecina en la puerta, se iluminó con una nueva resolución—. Pero vuelva mañana. Puedo prometerle que todo estará tan pulcro como un pastel. —Luego, sin poderse contener—: Sin grasa, claro.
—Pero ya sabe —dijo ominosamente la señora Brainerd— que esta clase de cosas no pueden durar mucho tiempo. Mi tiempo es valioso, están las horas del café, el grupo de canasta...
—Le prometo una cosa —concedió Norma—. Usted envidiará mi modo de tener las cosas. Se lo dirá a todas sus amigas. Simplemente haga el favor de volver ma­ñana. Estaré preparada, se lo prometo.
Clarice se puso a reflexionar, jugando inconsciente­mente con su Medalla del Amor, con su mano minuciosa­mente arreglada.
—¡Oh! —exclamó finalmente tras una pausa que dejó a Norma desmayada después del rato de ansiedad—. Está bien.
—Verá —repuso Norma, al mismo tiempo que se ce­rraba la puerta—. Espere y verá la próxima vez.
Luego caminó sobre el creciente charco de agua y llamó a la puerta del baño.
—Estaba haciendo loción de afeitar para vendérselo a todos los papas —contestó Polly Ann al tiempo que re­cogía todas las tazas y tarros flotantes.
—Ven conmigo, cielo —le pidió Norma—. Quiero que te laves bien y que te pongas tu ropa de los domingos.

Todos quedaron muy artísticamente dispuestos en la sala de estar, el perro y el gato arrollados junto al sofá, y Polly Ann tan bonita con su vestido marrón de terciopelo con delantal de organdí. Sus ojos estaban algo vidriosos y sus piernas se proyectaban en un ángu­lo un poco forzado, pero Norma había extendido una manta sobre el borde del sofá, donde la tenía sentada, y pensó que el efecto, a simple vista, era tan bueno como el de cualquier anuncio que ella hubiera visto en televi­sión, y casi tan bonito como muchas de las fotos de las revistas. Advirtió, con un pequeño escalofrío, que había cierta humedad en la mirada que le estaba dirigiendo Polly Ann, así que fue hacia la niña y acarició su ce­rúlea mano.
—No te preocupes, corazón. Cuando seas lo suficien­temente mayor como para ayudar a mamá en la limpieza de la casa, mamá te dejará correr un par de horas cada día. Tu mamá te lo promete.
Luego, estirándose su bata Remolino y asegurándose su alfiler «Sweetheart», fue a abrir la puerta a la señora Brainerd.
—Bueno —aprobó la señora Brainerd con voz bona­chona—. Qué agradable está todo.
—Nada de olores domésticos, nada de manchas, pas­tel sin grasa —dijo Norma ansiosamente—. Ésta es mi hija.
—¡Qué niña más buena! —exclamó la señora Brai­nerd, sin fijarse en las piernas de Polly Ann, que asoma­ban fuera del canapé.
—Y nuestros perro y minino —prosiguió Norma cada vez más confiada, apuntalando a «Ambrosio» contra uno de los pies de Polly Ann porque había empezado a es­currirse.
La señora Brainerd incluso sonrió.
—¡Qué bonitos! ¡Qué simpáticos!
—Venga a ver la querida cocina. —Norma se había puesto de forma tal que la otra pudiera ver el desagüe de rápida absorción en el blanco y prístino fregadero.
—Simplemente encantadora —concedió Clarice.
—Déjeme alcanzar el pastel y el café. —Norma llevó de nuevo a Clarice a la sala.
—Sus ventanas están sencillamente chispeantes.
—Lo sé —contestó Norma, radiante y segura de sí.
—Y la alfombra.
—«Glamorene».
—Fantástico.
Clarice era suya.
—Aquí está —dijo Norma, acosándola con el café y el pastel.
—Fantástico café —aprobó Clarice—. Llámame Cla­rice. Ahora, a propósito del Club de Jardinería y las ho­ras del café, vamos a casa de Marge los jueves, y a casa de Edna los lunes, y a la de Thelma los martes por la tarde, y... —Probó un poquito del ofrendado trozo de pastel—. Y... —añadió, dándole vueltas y vueltas en la boca.
—¿Y? —repitió Norma llena de esperanza.
—Y... —reiteró la señora Brainerd mirando algo bizca la punta de su nariz, como si estuviera intentando ave­riguar qué tenía en la boca—. Este pastel, este pastel...
—Mix Maravilla —saltó Norma con ímpetu—. Sin grasa...
—Lo siento —se lamentó la señora Brainerd, levan­tándose.
—¿Cómo ha dicho?
—Que lo siento —repitió la señora Brainerd con auténtico pesar—. Se trata de su pastel.
—¿Qué le pasa a mi pastel?
—Bueno, pues que tiene ese sabor a grasa.
—Usted... Yo... El pastel... El anuncio aseguraba... —Norma se había levantado y se movía mecánicamen­te—. El pastel es tan bueno, y mi casa es tan preciosa.
Ahora estaba entre la señora Brainerd y la puerta, interceptándole a aquélla el paso al hall.
—Lo siento —se excusó la señora Brainerd—. Me mar­cho. Y, ahora, si cierra la puerta de ese armario para que pueda pasar...
—¿Cerrar la puerta? —Los ojos de Norma estaban vidriosos—. No puedo. Tengo que sacar una cosa del estante.
—No importa —dijo la señora Brainerd—. Y no podré volver más. Nosotras, las señoras, estamos tan ocu­padas, no tenemos tiempo...
—Tiempo —remedó Norma, sacando lo que quería del armario.
—Tiempo —repitió la señora Brainerd condescendien­te—. ¡Ah!, quizá es mejor que no me llame Clarice.
—Bien, Clarice —dijo Norma; y entonces fue cuando le hizo recibir lo de la máquina lavanda.
Primero apoyó a la señora Brainerd contra un rincón, donde pudiera estar incómoda. Luego movió la manivela en sentido contrario y devolvió a Polly Ann, «Puff» y «Ambrosio» a la movilidad. Acto seguido, trajo su caja de costura y la basura de la cocina, y empezó a despa­rramar la porquería a los pies de la señora Brainerd; dejó a «Puff» llenar de pelos la tapicería, y envió a Polly Ann al patio de atrás en busca de un poco de barro. «Ambro­sio», aliviado, lo hizo a los pies de la señora Brainerd.
—Contentísima porque pudieras venir, Clarice —con­cluyó Norma, satisfecha por la mirada de horror que mostraba la cara atrapada y helada de la señora Brai­nerd. Luego, volviéndose hacia el recargado delantal de Polly Ann, echó mano de un puñado de lodo.

domingo, 3 de mayo de 2020

Sabotaje

Sabotaje
Christopher Anvil

El mayor Richard Martin se detuvo con una mano en la puerta del despacho del coronel Tyler. Del interior de la estancia surgían voces elevadas, coléricas. Martin miró, más allá del teniente Schmidt, a la coqueta y bien formada ―y, al momento, pálida― recepcionista del coronel. La muchacha asintió y levantó la vista al cielo, que se hallaba a varios centenares de metros más arriba, a través de capas de tierra, cemento, acero y equipo de defensa electrónico.
Martin aguardó a que se produjera una pausa en la conversación, y golpeó con los nudillos en la madera de la puerta. Del interior le llegó el sonido de una respuesta breve e iracunda.
—¡Pase!
Martin miró al teniente Schmidt, que contemplaba ansiosamente a la bella recepcionista, y le cogió del brazo.
—Sígame —gruñó, empujando la puerta del despacho del coronel.
El ambiente era tenso en el despacho. El coronel Tyler se hallaba a un lado de su escritorio, con expresión furiosa, casi de espaldas a la puerta, y asía en la mano un papel doblado. Otro coronel, con el emblema del Estado Mayor en el cuello, estaba muy enojado delante del gran mapa mural del cuarto, con un brazo extendido a fin de golpear dos grupos de pequeños emblemas que resplandecían con un color blancuzco al borde del escenario.
—El general —opinó el coronel de Estado Mayor secamente— está ansioso por localizar a esos dos Tamar desaparecidos.
El coronel Tyler miró a su alrededor, vio a Martin y se relajó visiblemente.
—Ah, ya está aquí usted. —Frunció el ceñó al ver a Schmidt y volvió a mirar a Martin en son de reproche. Gruñó—: Esta conferencia es solamente para los comandantes del equipo de combate, mayor.
—Lo sé, señor —asintió Martin—. El teniente Schmidt está aquí por otro asunto.
El coronel de Estado Mayor, que se hallaba delante del mapa dando muestras de impaciencia, habló con brusquedad:
—Que aguarde fuera el teniente, mayor.
Martin asió a Schmidt por un brazo y se dirigió al coronel Tyler:
—Se trata de un asunto de la máxima importancia, señor.
—Eso puede esperar —replicó el coronel de Estado Mayor—. Que salga.
Martin continuó asiendo el brazo de Schmidt y miró directamente al coronel Tyler. Este miró al coronel de Estado Mayor.
—Bien, ese subordinado se quedará. Veamos qué quiere.
—El general…
—¡Tonterías! ¿Cree que yo no deseo encontrar esas unidades desaparecidas? ¡Para eso no necesito sus imbéciles parrafadas!
—La situación es muy crítica y…
—¿Crítica? —rezongó el coronel Tyler—. Ha sido crítica desde que la primera nave exploradora descendió en su maldita atmósfera envenenada. Ha sido crítica desde que nuestro primer piloto se metió en una bolsa de gas y se sintió trastornado mentalmente a causa de los dolores que experimentó. ¡Crítica! ¿Cree que no era una situación crítica cuando consiguieron que el comandante de la Quinta Flota ordenara impulsar torpedos hacia su propia base? ¿No fue crítica cuando encontramos al presidente y al secretario de Defensa en el suelo, estrangulándose uno al otro, sin que ninguno fuera capaz de hablar hasta que logramos mantenerles bajo la debida protección? ¡Y éstas fueron solamente sus primeras hazañas! ¡Crítica! Si asomara sólo por unos segundos su cabeza de la bota, comprendería que la situación ha sido crítica en grado sumo desde el primer y apestoso contacto.
—¡De acuerdo! —chilló el coronel de Estado Mayor—. Pero ésta es la primera vez que entrevemos una posibilidad de echarlos de aquí. Podría ser el final de esta situación. ¿No comprende que esto plantea una cuestión totalmente diferente? ¿No ve que esta noticia…?
Los ojillos del coronel Tyler resplandecieron peligrosamente. Su rostro se tornó inexpresivo.
—Coronel, ¿no se da cuenta de que está discutiendo información clasificada en presencia de un oficial que no está autorizado a escucharla?
El coronel de Estado Mayor calló y se volvió para mirar al teniente. Martin seguía sujetándole por el brazo, y Schmidt estaba muy erguido, en posición de firme.
—Naturalmente —continuó el coronel Tyler, con el rostro desprovisto de expresión—, tendré que dar cuenta de que ha quebrantado los reglamentos y que esto ha tenido lugar delante de dos testigos. Por favor, llévese fuera sus papeles y aguarde en el antedespacho.
El coronel de Estado Mayor miró a su alrededor, contempló fijamente al teniente Schmidt y balbuceó unas palabras. Después dirigió otra mirada al coronel Tyler, quien le estaba contemplando con una expresión algo maliciosa, cogió un sobre abultado del escritorio y dobló el papel que el coronel Tyler había dejado sobre la mesa, y al fin salió.
El coronel Tyler pulsó un botón del intercomunicador.
—¿Sargento Dana?
—¿Señor? —Era la voz de la guapa chica de la recepción.
—El coronel Burnett desea esperar en el antedespacho. Estoy de acuerdo con ello.
—Sí, señor.
—Pero si por cualquier motivo se marcha, comuníquemelo inmediatamente.
—Sí, señor.
El coronel Tyler desconectó la comunicación y miró a Schmidt, posando luego sus ojos en Martin.
—Bien, mayor, ¿cuál es la causa de esta interrupción?
—Señor, creemos haber localizado las unidades enemigas desaparecidas.
El rostro de Tyler prestó inmediatamente una gran atención. Escuchó sin interrumpir las explicaciones de Martin y Schmidt. Luego cogió el teléfono, dio unas breves órdenes, devolvió el aparato a su horquilla y pulsó el botón del intercomunicador.
—Ruéguele al coronel Burnett que venga al despacho un instante.
—Sí, señor.
—Tan pronto como acabemos con esto —dijo el coronel Tyler, mirando a Martin—, deseo el resto de los detalles.
—Sí, señor.
El coronel de Estado Mayor, muy sudoroso, regresó al despacho. El coronel Tyler le contempló clínicamente, y al fin trasladó su mirada al teniente Schmidt.
—Teniente, agradecería que saliera unos momentos.
—Sí, señor.
Schmidt salió. El coronel Tyler miró a su colega de Estado Mayor.
—Tengo a tres de mis comandantes del equipo de combate en la superficie, arriesgando sus vidas por una población que ni siquiera sabe que existen. Otro de mis comandantes está en la reserva y totalmente agotado. No le convocaré a menos que el general lo ordene personal y específicamente. Bien, usted desea que todos los comandantes del equipo de combate asistan a esta conferencia. El mayor Martin estuvo en la superficie anteayer. No ha tenido una verdadera oportunidad de descansar y está sumamente atareado. De modo que pueden llamarle de un momento a otro. Pero, por ahora, está aquí. Esto es lo mejor que puedo hacer por usted, coronel, y le diré llanamente que opino que está usted perdiendo el tiempo. Ahora, siga con su maldita charla.
El coronel Burnett tragó saliva con esfuerzo, y exhibió el papel doblado que el coronel Tyler tenía en la mano cuando llegó Martin.
—Lea esto, mayor, y fírmelo al dorso.
Martin cogió el papel y leyó:
URGENTE: seis unidades de penetración Tamar siguen sin ser localizadas desde su desaparición del sector II. Tres unidades se desvanecieron de Plot hace catorce meses. Otro bloque de tres falta desde hace cinco meses. Las seis unidades continúan fuera de Plot. Las experiencias anteriores indican que está teniendo lugar, sin oposición, una penetración del enemigo en la zona vital. Se requiere a todo el personal para que, diligente y eficazmente, trate de localizar lo antes posible a esas unidades enemigas desaparecidas.
El mensaje estaba firmado por el comandante general Nardcom Strike, del primer Campo de Fuerza. En lo alto y en la parte inferior se veían las palabras: “Entregado a mano. Acuse de recibo y devolución a CGFFI”.
Martin volvió el papel del otro lado y estampó su nombre bajo la firma apresurada del coronel Tyler. Martin ya estaba familiarizado con los datos dados por el papel, de modo que, como había dicho el coronel Tyler, estaban perdiendo el tiempo.
Martin devolvió el papel al coronel Burnett. Éste estudió la firma de Martin, sacó un sobre largo de un bolsillo interior y se aclaró la garganta.
—Caballeros, este documento es… —su voz bajó de tono, como en reverencia— la última evaluación del Estado Mayor.
Martin aguardó pacientemente. El coronel Tyler miró el reloj de pared con ostensible irritación.
—Este documento —prosiguió Burnett— no debe ser leído en voz alta. No puede copiarse su contenido. La información que contiene no puede traspasarse a ninguna otra persona que no lo haya leído. Sólo podrá discutirse en condiciones de máxima seguridad, bajo plena protección y únicamente en presencia… —le tembló la voz— de los que están totalmente calificados para leerlo. Una vez leído, deben estampar las iniciales en cada página, y firmar en el dorso de la última.
Entregó el documento al coronel Tyler, el cual lo miró como persona ya familiarizada con su contenido, garabateó sus iniciales página a página, y su nombre al dorso.
El coronel Tyler le pasó el documento a Martin y concentró su mirada en el coronel Burnett.
—Tendría muchos menos quebraderos de cabeza para hacer que la gente leyera estas cosas, si tuviese algunos expertos traductores que las pusieran en un lenguaje conocido por los seres humanos.
Martin estaba estudiando la primera parte del documento.
1) El estado del conflicto existente en la actualidad entre el complejo socio-económico-militar del espacio controlado por el hombre, concentrado en el planeta Tierra, y la cultura orientada psicológicamente del planeta Tamar (Código 146-BL1-10101-97 6b A14-Ragan) se halla en estado de hostilidad, y ha entrado en una fase crucial que requiere todo el personal de vigilancia del más alto grado en consonancia con la consecución de los objetivos primitivamente asignados.
Martin volvió a leer lo anterior, sacudió la cabeza y volvió a leerlo desde el principio. Luego, más lentamente, fue leyendo todos los apartados por separado.
2) La guerra contra Tamar entra ahora en una fase crucial, en la que se requiere la máxima vigilancia.
3) Esencialmente, esta guerra es de tecnología, actúa contra una especie de consecuciones mentales que sólo pueden conseguirse con el poder del ataque y la posesión telepática.
4) Hay dos teatros de operaciones principales, muy separados entre sí. Son los planetas patrios de las dos razas opuestas. Físicamente, nosotros podemos cruzar el espacio intermedio para atacar al planeta Tamar. Y ellos pueden cruzar psicológicamente el mismo espacio para atacar a nuestro planeta. Ambos lados pueden atacarse mutuamente. Y ninguno de ambos bandos posee una defensa realmente eficaz.
5) Nuestro plan básico de guerra es como sigue:
a) Ataque: Ofensiva mediante explosivos nucleares y subnucleares al planeta Tamar.
b) Defensa: Contramedidas para neutralizar o recapturar a los individuos enviados por Tamar y colocados estratégicamente para conseguir una penetración psicológica.
6) Continuamos bajo los graves fallos siguientes:
a) Ataque: Tamar VI es un planeta gigante, de atmósfera densa y corrosiva. La naturaleza exacta de la estructura del planeta y sus habitantes sigue siendo obscura. Por esto, es difícil calcular o planear una ofensiva.
b) Defensa: Debido al coste del equipo de protección electrónico, la gran masa de la población terrestre sigue expuesta al ataque psicológico de Tamar. Pero como cada unidad de penetración de Tamar sólo puede atacar a un individuo a la vez, y como sabemos que en la Tierra existen sólo varias centenares de unidades de penetración Tamar, la población en conjunto, aunque muy expuesta, se halla a salvo de un ataque directo. Sin embargo, no se ha informado al público de este ataque para evitar el pánico, por lo que el hombre de la calle cree que la guerra está limitada a la región del planeta Tamar. Debido a este secreto, las operaciones defensivas deben ser financiadas mediante los fondos de contingencia y otros medios irregulares, lo cual las dificulta seriamente.
7) El plan básico de guerra, como se ha establecido, se apoya en el bloqueo constante del ataque tamar, confiando en que la victoria final se alcanzará mediante un ataque desencadenado contra el planeta enemigo. A tal fin, pronto quedará fortalecida la fuerza actual de las naves de combate de clase III y largo alcance que operan en Tamar VI con las poderosas naves de bombardeo planetario Revenge y Killer.
8) Debido, no obstante, a la destreza de la fuerza defensiva de las unidades de penetración de Tamar que actúan contra nuestra flota, no se espera que dicho ataque sea decisivo. Esas unidades locales de Tamar no sólo atacan al personal no protegido, sino que han aprendido a desequilibrar el equipo de computadoras electrónicas más avanzado, con resultados catastróficos. Habrá que proteger dicho equipo, o bien reemplazarlo, en lo posible, mediante equipos de calculadoras mecánicas, hidráulicas, neumáticas o de otros tipos. Esto, junto con la capacidad ya demostrada por el enemigo de superar las protecciones más potentes de nuestras naves, hace inseguro el resultado de nuestro ataque final.
9) Por tanto, se hallan en período de construcción dos ingenios de impulso interestelar, llamados respectivamente Fuse y Match. Se ha programado emplear dichos ingenios contra Tamar VI dentro de treinta y dos meses, y se espera crear una detonación subnuclear en el interior del planeta. Es dudoso que Tamar VI sobreviva a tal explosión.
10) De ahí se deduce que la actividad enemiga debería concluir hacia el final de los próximos treinta y dos meses.
11) Conociendo los poderes psicológicos de Tamar y su crueldad, es inconcebible que el enemigo se someta a la destrucción sin una resistencia hábil y extremadamente peligrosa. Es necesario, por consiguiente, mantener el mayor secreto respecto a éstas y otras medidas. Además, existen poderosas razones para precavernos contra nuevas y más refinadas medidas adoptadas por Tamar.
12) La experiencia del pasado demuestra la imposibilidad práctica de una comunicación fructífera con los habitantes de Tamar o la firma de una tregua temporal. Los análisis culturales, si bien innecesariamente inciertos, sugieren que la opinión de los de Tamar sobre el universo debe ser básicamente contraria a la de nuestra humanidad. Pero sobre este punto no poseemos ninguna referencia, por lo que es imposible lograr la mencionada tregua.
13) Debemos, por tanto, considerar los próximos treinta y dos meses como un período sumamente crítico y peligroso.
Martin estampó sus iniciales en cada página y firmó al dorso de la última. Devolvió el documento al coronel Tyler, quien se lo entregó a Burnett.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Sí.
Tyler se dirigió hacia el teléfono. El coronel de Estado Mayor parecía tremendamente inquieto.
—Ah, respecto a lo que dije antes…
—Espero que no sugerirá usted nada en contra de las ordenanzas, coronel —le cortó Tyler, con frialdad.
Burnett cerró la boca y adoptó una expresión impávida. Tyler cogió el teléfono.
—Estoy seguro de que yo no cometí… —se atropello Burnett.
Tyler dejó el aparato, pero sin apartar la mano del mismo.
—Yo no dicté las ordenanzas, pero he de vivir de acuerdo con ellas. Delante del teniente Schmidt, que no estaba autorizado para oír tales cosas, usted declaró formalmente que, por primera vez, podemos contemplar el fin de la guerra. En realidad, sé que el teniente Schmidt es de tanta confianza en este asunto como yo o el mayor Martin. Pero las ordenanzas están completamente claras.
—¡Yo le ordené al teniente que saliera! Yo…
—Usted sabía que el mayor Martin lo había traído aquí. ¿Podía inducir usted al teniente a que desobedeciera las órdenes de su superior inmediato? ¿O intentaba usted impedir que mis dos oficiales me comunicaran algo de la máxima importancia? ¿Y qué diablos hace usted ahora, tratando de impedir que dé cuenta de su falta de disciplina?
El coronel de Estado Mayor abrió la boca, la cerró y tragó saliva, atragantándose. Tyler cogió el teléfono y habló breve y serenamente.
Se produjo un forzado silencio que se prolongó unos dos minutos. Luego, hubo una llamada a la puerta.
—Adelante —invitó Tyler.
Seis agentes de la policía militar, con su uniforme inmaculado, dos de ellos provistos de ametralladoras, penetraron en el despacho y, cortésmente, se llevaron al coronel de Estado Mayor. El coronel Tyler miró a Martin.
―Haga pasar a Schmidt.
Martin salió al antedespacho y halló al teniente Schmidt hablando en voz baja y muy sonriente con la hermosa sargento Dana.
—Schmidt…
—Sí, señor. Un momento, señor.
Martin regresó al despacho. Oyó que la joven murmuraba algo y Schmidt replicaba. Luego, el teniente, muy sonriente, entró en el despacho de Martin y cerró la puerta.
El coronel Tyler estudió el semblante del teniente y se aclaró la garganta.
—Teniente, su información es muy interesante. Expóngala otra vez, con todos los detalles.
—Si, señor.
—Para empezar, usted obtuvo un pase de tres días para la superficie del planeta, ¿verdad?
—Sí, señor. Para visitar a mi… a mi chica, señor.
—¿No se mostraba muy bondadosa con usted?
—Bueno… Ella sí, pero no su madre. Yo tengo un empleo de tapadera, fingiendo ser vendedor de enciclopedias. Y la madre desea que su hija se case con alguien de más categoría.
El coronel asintió con simpatía.
—Hace mucho tiempo que conozco a la familia de Janice —prosiguió el teniente—, pero aparentemente ellos han decidido no conocerme, de forma que esta vez la madre me obsequió con una sarta de preguntas. Seguramente hubiera podido resistir el interrogatorio, pero me hallaba extenuado con el lío del campo de fuerza, y perdí el hilo de la discusión. Bien, justo en el escabel situado muy cerca del diván donde yo estaba sentado, mientras la madre me interrogaba, vi un periódico. El titular proclamaba: “Conjurada una explosión en Pennsy”. De modo que en medio de la filípica, cuando la madre me estaba diciendo lo mal que está la vida, cogí el periódico y lo empecé a leer. Bien, eso dio al traste con todo.
—Si desea que le proporcionemos otro empleo de tapadera… —sonrió Tyler.
—Gracias, señor, pero no lo juzgo preciso. Janice pudo haber impedido aquel interrogatorio de buen grado, y no obstante estuvo sentada todo el rato escuchando atentamente. Tuve la impresión de que quizá su madre me estaba interrogando por indicación suya. Algunas de sus preguntas fueron muy rudas, pero Janice no abrió la boca en mi favor ni una sola vez. Eso fue suficiente para mí.
El coronel asintió.
—¿Qué hizo usted luego?
—Me encontré en la calle, delante de la casa. Debía sentirme deprimido, pero lo cierto es que sólo me sentía hastiado. Seguía con el pase en el bolsillo sin saber qué hacer con él. Pude irme a casa, pero esto no prometía ninguna diversión. Bien, me dirigí a un quiosco de periódicos y compré el que llevaba el mencionado titular: “Conjurada una explosión en Pennsy”. Leí el artículo. Llegaron algunos estudiantes y me asaltó la idea de volver a visitar la universidad.
Schmidt frunció el ceño y el coronel se inclinó hacia delante muy interesado.
—Adelante.
—Bueno, resulta un poco difícil de explicar, señor. Ya había estado allí antes y me pareció que era como un fantasma. El lugar era el mismo, pero los rostros eran diferentes, y yo no encajaba allí. Pero esta vez no fue así.
Martin escuchaba atentamente, y el coronel se inclinó más adelante aún.
—Observó algo raro, ¿eh?
—No exactamente raro, señor. Distinto. Lo malo fue que yo me hallaba agotado y temo no haber sido demasiado observador. Lo primero que me pareció extraño fue que un estudiante al que no conocía se volviera hacia mí en plan de amistad y dijese: “Chico, no es posible soportar más, ¿eh? Además, ¿de qué sirve resistir? ¿Por qué molestarse?”
—¿Ocurrió eso cuando se dirigía usted a la universidad? —indagó el coronel.
—No, señor. Precisamente cuando me apartaba del quiosco de periódicos.
—¿Qué contestó usted?
—La observación se hallaba de acuerdo con mi humor y asentí. Pero luego me pregunté a qué se habría referido el estudiante. Por entonces íbamos ya andando hacia la universidad. Bien, repito que estaba cansado. Lo mismo que él. Apenas parecía capaz de mover los pies. Poco después, murmuró: “Quiero decir que de qué sirve”. No entendí de qué hablaba, pero como sus palabras reflejaban un poco mi estado de ánimo, repliqué: “Sé a qué te refieres”. Subimos a la colina y pronto nos dimos cuenta de que los dos íbamos a sitios diferentes. “Hasta la vista”, se despidió él. “Sí”, contesté yo.
—¿Estos fueron los únicos comentarios?
—Sí, señor. En sí mismos, poco significaban. Pero mientras ascendíamos por la colina, una media docena de estudiantes pasaron por nuestro lado, bajando. Todos parecían de mal humor, como si acabaran de recibir un puntapié en el estómago. Cuando yo entré, una joven salía por la puerta, y su expresión indicaba que había abandonado todas sus esperanzas respecto de la existencia. Bien, entré, observé el cambio de las clases y… —el teniente sacudió la cabeza—. No puedo describirlo. Pero llevaba conmigo una pequeña cámara, pues había pensado sacarle unas fotos a Janice, y en cambio saqué unas instantáneas de la universidad.
—¿Tiene la cámara aquí?
—Sí, señor. Yo… —se ruborizó levemente— creo que la he dejado en el antedespacho. Si pudiese…
—Naturalmente.
El teniente salió. El coronel miró maliciosamente a Martin, el cual sonrió sin decir nada.
Fuera se oyó una voz masculina, una risita femenina, y Schmidt reapareció con un estuche de piel. Se lo entregó al coronel, el cual extrajo la cámara, extendió los dos oculares alargando los soportes, colocó la palanquita en retroceso y miró por los oculares.
Schmidt, mirando aquello, recordó vividamente las fotos. La primera mostraba a una preciosa chica andando lentamente hacia él, delante de un grupo de estudiantes. La joven tenía una expresión muy sombría, y la cara húmeda, como por lágrimas. Pasaba por delante de tres estudiantes sin afeitar, sentados en los escalones del edificio. Era una joven magnífica. Los tres estudiantes se hallaban sentados con la cabeza entre las manos, contemplando tristemente el parque.
En la película había un sector de transparencia pálida, y luego la vista de un grupo de estudiantes de ambos sexos que deambulaban desmayadamente por el parque. A su paso dejaban caer, aquí y allí, una goma de borrar, un lápiz o una regla, sin que ninguno se molestara en recogerlo.
Otra zona transparente, y la fotografía de un estudiante de elevada estatura con una barba de tres días, afeitada en parte. Parecía como si todos los días hubiera pretendido afeitarse, abandonando el impulso poco después.
Diversas fotos presentaban escenas de la misma clase: chicos o chicas de ánimo ausente, que deambulaban solos o en grupos por el parque de la universidad.
El coronel Tyler volvió a contemplar las fotos, las dejó cuidadosamente dentro de la cámara, y miró a Schmidt.
—¿Toda la universidad estaba igual?
—Lo que yo vi, sí, señor. Me refiero a los estudiantes. No sé nada de los pedagogos o la administración.
—¿Y el resto de la población?
—El ambiente era extraño en algunos sitios, como si la gente se preguntara por qué tenían que molestarse. Pero en ningún lugar el ambiente era peor que en la universidad..
—Y los estudiantes que halló fuera del centro escolar, ¿presentaban los mismos síntomas?
—Sí, señor. Todos los que vi.
—¿Tiene alguna idea de la causa de esa tristeza?
—No, señor. Sólo que no es natural. Los de Tamar ya han atacado anteriormente las universidades por distintos procedimientos.
El coronel Tyler asintió pensativamente, devolvió la cámara al teniente y miró a Martin.
—¿Cuál es su teoría?
—Sólo que los de Tamar son los responsables de esto, señor. Ignoro cómo y por qué.
El coronel contempló el mapa mural del continente, con sus puntitos de distintos colores en el borde, representando las unidades de penetración enemigas desaparecidas y aún no localizadas.
—En cuanto al cómo —manifestó—, con seis unidades menos de las ochenta que normalmente destinan a este continente, tienen poder suficiente para causarnos graves problemas, aunque me gustaría saber cómo lo logran. —Volvió a mirar a Schmidt—. ¿Todo lo que descubrió se ve en esta película?
—Sí, señor. Entonces me pareció extraño, pero estaba bastante cansado, repito, y no intuí su significado. Volví a casa y me pasé el resto de los tres días reposando. No pensé en Tamar hasta haber dormido profundamente, y por entonces se me había terminado ya el permiso.
—En cuanto al por qué lo hacen… —reflexionó el coronel.
Sonó el teléfono. Tyler lo cogió.
—Al habla el coronel Tyler —escuchó—. Sí, entiendo. Entonces cree que merece nuestra atención, ¿eh? Sí, sí… El caso es totalmente nuevo para usted, ¿verdad? Sí, bien… Gracias, Sam. Adiós, adiós. —Soltó el aparato y sonrió—. Bien, caballeros, Reconocimiento está de acuerdo. Saben tan poco como nosotros de lo que ocurre, y no han tenido tiempo de efectuar verificaciones. Pero enviaron a un equipo con escudriñadores portátiles hace unos diez minutos, y la lectura ha llegado al final de la escala. —El coronel rió ampliamente—. Los hemos encontrado, caballeros. Y mañana les echaremos de aquí. Ahora, descansen y comprueben su equipo.

Descansar, para Martin, significaba dejar su despacho ―donde los informes oficiales se hallaban amontonados a respetable altura en la cubeta― y marcharse a su apartamento. El apartamento de Martin estaba en consonancia con las necesidades de una organización que recibía los fondos secretamente y que gastaba la mayor parte de los mismos en un costoso equipo de protección. Constaba de dormitorio, baño, una cocinita y lo que, en broma, llamaban el salón. Todo el conjunto era un cuadrado de unos seis metros de lado. El “salón” tenía unos dos metros cuadrados y estaba provisto de dos sillas de alto respaldo, una mesita de juegos plegable y un aparato de televisión alimentado con programas enlatados a través del cable.
Una persona con tendencia a la claustrofobia podía pensar muy pronto que los muros iban a emparedarlo. Las dos puertas de la estancia se abrían hacia dentro y quedaban colgadas del mismo lado de las paredes contrarias, produciendo una impresión de irrealidad. La cocinita era un poco mayor que el salón, pero estaba más atestada. El baño, en cambio, era mucho más pequeño.
La única habitación donde dos individuos podían cerrar las puertas y respirar simultáneamente sin chocar, era el dormitorio. Era bastante amplio y permitía moverse libremente por él. Daba al mismo el enrejado de la ventilación, lo que incidentalmente dejaba oír toda la noche diversos sonidos susurrados. Martin compartía aquel apartamento con Burns, su inmediato inferior, un recio capitán.
Burns se hallaba tumbado en su litera, con las manos cruzadas detrás de la nuca, los ojos cerrados, y una expresión desesperada en el semblante.
—Siempre la misma maldita cosa —murmuraba—. Estar como alocados durante seis semanas, sin recordar siquiera si estás o no de servicio, y luego Recon pierde a esos bastardos y durante las seis semanas siguientes no hay nada más que hacer que entrenarse y llenar formularios. Y de pronto… ¡blam! Recon vuelve a revivir y ¡hala! a trabajar como fieras.
—Esta vez no fue Recon, como tú les llamas —sonrió Martin—. Schmidt consiguió la noticia hace tres días, cuando estuvo de permiso.
Burns abrió los ojos.
—¿O sea que tropezó con ello por casualidad?
—Exactamente.
—¿Cómo ocurrió?
—Su chica le dejó y él vio que le sobraba mucho tiempo. Entonces se dirigió a su antigua universidad, situada en esa ciudad, y encontró algo muy raro…
Martin procedió a contar lo referente a las fotos y Burns se incorporó, frunciendo el ceño.
—Apatía, ¿eh? Pues no comprendo porqué Tamar emplea seis unidades en esto.
Martin abrió su gaveta, sacó una automática enfundada y la dejó sobre la litera.
—Tal vez no hayan empleado a las seis unidades ahí. Todavía no sabemos qué han conseguido con el asunto.
Burns asintió, se levantó y fue hacia su gaveta.
—Sigo sin ver el motivo.
—Tampoco yo —reconoció Martin—. Pero aquí están. Y deduzco que en cualquier momento pueden surgir conflictos.
Cuidadosamente, Martin sacó de la gaveta un estuche de color oliváceo con dos cables, luego un casco con un ligero abultamiento delante y una cajita blanca de plástico opaco. Lo fue dejando todo sobre la litera.
—¿De qué les sirve volver apáticos a los estudiantes de una universidad? ―continuó Burns―. ¿Y para qué? ¿De qué forma disminuirá eso nuestro rendimiento bélico? Los Tamar no poseen tantas unidades de penetración para permitirse el lujo de realizar tales actos sólo como diversión… —Frunció el ceño—. Y por otro lado, ¿cómo lo han logrado?
Martin se sentó en la litera y empezó a desmontar la pistola.
—Ahora hablas con sentido común.
—¿Cuántos estudiantes hay en esa universidad?
—Más de mil.
—¿Y todos están desalentados?
—Todos los que vio Schmidt.
—Las bolsas de gas —gruñó Burns— debieron llevarse el primer premio esta vez. Siempre intentan cierta clase de alisamiento, o un efecto multiplicador. Algo que supere el hecho de que poseemos mayor número de equipos y gente del que sus equipos de penetración pueden manejar directamente.
Cuidadosamente, Martin procedió a limpiar la pistola desmontada.
—Esta vez han conseguido el efecto multiplicador.
Burns meditó unos instantes, arrugando la frente.
—Sí, supongo que esto encaja con su método habitual. Si pueden, dominan a la gente en posiciones clave. En caso contrario, intentan conquistar o dominar a quien más adelante pueda hallarse en una posición clave. Como aquel lío de la Academia Espacial.
Martin engrasó ligeramente las distintas partes de la pistola y volvió a montarla.
—Desde su punto de vista, aquello fue ideal.
—Seguro. Dominaron a varios instructores seleccionados y les dieron falsa información que ellos, a su vez, trasladaron directamente a los futuros oficiales. Luego, al ser éstos oficiales con mando, habrían cometido terribles errores. Tuvimos suerte de descubrirlo antes de que las cosas pasaran a mayores.
Martin devolvió el arma a la pistolera.
—Sin embargo, el actual factor multiplicador es mucho peor. Aquellos cadetes a los que sabotearon, a pesar del efecto hipnótico de los de Tamar, resultaron afectados en sólo una categoría de sus conocimientos. Pero lo que han hecho ahora no creo que afecte a los conocimientos del hombre, sino más bien a su espíritu. Y cuando muere el espíritu humano, cualquier conocimiento resulta más o menos inútil.
Burns terminó de limpiar y engrasar su propia pistola y, como Martin, empezó a comprobar el funcionamiento de un pequeño interruptor situado justamente debajo del reborde de su casco.
—Sí, lo entiendo muy bien —asintió—. Pero sigo sin comprender cómo lo logran. Anteriormente, al individuo que conseguían dominar lo utilizaban directamente, dándole una orden desastrosa; o si era un instructor, por ejemplo, para impartir nociones falsas. También podían hacerle creer a un sujeto que el gas de sulfuro de hidrógeno tiene un olor terrible, pero no es venenoso. Esa es una noción falsa, pero no abate a nadie. Los de Tamar pueden enseñar falsas nociones diestramente seleccionadas. Y pueden hacerlo sin apartarse demasiado de la rutina general de una universidad. Es posible que nadie se dé cuenta. Pero… ¿cómo enseñan la apatía?
—Lo ignoro.
Frunciendo el ceño, Martin abrió el estuche blanco y sacó algo parecido a un puente dental, con dos brazos de acero inoxidable que sostenían una cápsula de un tono rojo obscuro. Se la metió en la boca, la encajó diestramente en una muela inferior, la palpó con la lengua, movió la cápsula, y la dejó reposar en la superficie de la muela. Luego, cuidadosamente, se quitó la cápsula de la boca.
—No sólo cómo la enseñan —observó—, sino cómo vuelven apáticos a todos los estudiantes de una universidad. Deben de poseer una especie de línea coordinadora de producción en masa.
Martin fue al cuarto de baño, lavó la cápsula en el grifo, la secó y volvió a meterla en la cajita. Al otro lado de la habitación Burns aún tenía la cápsula en la boca, y su rostro mostraba una expresión apenada cuando se la sacó.
Martin volvió a guardarlo todo en la gaveta excepto el estuche con los dos cables, y sacó un traje largo, de una sola pieza, color oliváceo, con guantes y botas bien forradas.
Burns cesó de mover la cápsula en su boca y entró en el cuartito de baño. Su voz llegó al dormitorio un poco amortiguada.
—Cuanto más pienso en ello, menos lo entiendo. El derrotismo se contagia, y pueden haber descubierto la forma de conjuntarlo y fortalecerlo. Pero… ¿con qué método? No hay cursillos de derrotismo.
—Naturalmente, deben de emplear otro nombre.
—¿Cuál?
—No lo he pensado todavía.
Martin se puso el traje, se subió la cremallera y abrochó cuidadosamente los dos conectores de ambos lados. Presionó un pequeño botón situado a un lado del estuche color aceituna, y dos diminutas lentes de un tono verde muy brillante aparecieron en la cajita, indicando que la batería estaba completamente cargada; luego se metió el estuche en un bolsillo del traje, conectó los dos cables a sus enchufes, cerró con la cremallera el bolsillo y procedió a abrochar los dos bloques conectores a ambos lados. En el lavabo, Burns seguía gruñendo sus opiniones respecto a los de Tamar, la guerra y lo que podría ocurrir al día siguiente.
—Tal vez mañana, a esta hora —observó Martin—, tendremos la dicha de saber que todo ha terminado.
—Ojalá no suceda lo que en el último embrollo. —Burns salió del cuarto de baño—. Lo siento, Mart. No quería hablar contigo mientras estabas forcejeando con el traje.
Martin refunfuñó y desenrolló la caperuza, que encajaba perfectamente, sin dejar visible más que dos agujeros para los ojos y otros dos para la respiración.
Cerró las cremalleras restantes, y abrochó los últimos conectores. Luego deslizó la mano enguantada a través del pecho, palpó el conmutador de presión situado bajo la tela, los finísimos cables y las diminutas unidades esferoidales que se juntaban formando una capa debajo del traje. Apretó el conmutador y miró hacia la litera adosada a la pared. Lentamente levantó la mano derecha, llevándosela sobre los ojos. No vio ni la mano ni el brazo. Sintió la presión de la mano sobre el tejido que le cubría el rostro, pero sólo vio la litera.
Dio media vuelta, alargó la mano hacia la gaveta y vio cómo el casco, aparentemente, iba hacia allá sin ningún soporte. Luego, se lo asentó firmemente en la cabeza, sintiendo cómo se juntaban y cerraban los bloques conectores del casco y la caperuza. Cerró la puerta del cuarto de baño, tanteó las puertas con los dedos a través de los guantes de su traje, y contempló cómo la puerta se cerraba sin razón visible. En la parte posterior de la puerta había un espejo de cuerpo entero.
Miró por el espejo, vio la gaveta y la litera de Burns al otro lado del cuarto, cómo Burns se ponía su traje, se subía la cremallera y cerraba los bloques; pero de sí mismo, Martin no vio nada hasta que se acercó mucho al espejo. Entonces distinguió lo único visible en él: dos puntitos negros, las pupilas de sus ojos.
Unos instantes más tarde, Burns se desvaneció y los dos hombres se comprobaron cuidadosa y mutuamente.
—De acuerdo —suspiró Martin—, nada visible.
—Lo mismo en ti.
Martin apretó el conmutador de presión. Casi al instante, Burns apareció de repente. Metódicamente ambos hombres se quitaron los cascos, los guardaron y empezaron a desconectar los bloques. Luego, colgaron los trajes en la gaveta.
Al día siguiente realizarían las mismas operaciones con la pistola, la cápsula, y otros objetos del apartamento.
—Todavía me gustaría saber —murmuró Burns—, cómo actuaron esta vez las bolsas de gas.
—La rueda del tiempo lo revela todo —sonrió Martin—. Aguarda veinticuatro horas.
—Sí —asintió Burns secamente—. Si todavía estamos aquí.

Al día siguiente, el coronel dio un breve discurso a su tropa antes de subir a la superficie.
—Caballeros, hoy tenemos que enfrentarnos con la clase más mortífera de ataque rastrero. Y no obstante, parece relativamente inofensivo. En esta situación existe un peligro que hemos subestimado y no podemos sufrir ninguna derrota. Creo que lo más conveniente es que repasemos brevemente nuestras experiencias anteriores, a fin de estudiar esta situación en su verdadera perspectiva.
Hizo una pausa y miró a Martin.
—Mayor, analice brevemente un ataque típico del enemigo.
Martin reflexionó velozmente.
—Su ataque típico consta de cinco fases. Aparentemente, la primera es un reconocimiento psicológico de fuerzas para decidir las tácticas futuras y comprobar la resistencia de varios puntos clave; para nosotros, tales puntos clave son algunos individuos que, de algún modo, gozan de posiciones sensibles. La segunda fase del ataque es el asalto psicológico para dominar un punto clave elegido. Su forma de lograrlo es un secreto; desde nuestro punto de vista, el individuo atacado experimenta presiones y molestias, tensiones y gran depresión.
Martin se aclaró la garganta antes de continuar.
—Si el individuo rechaza las sensaciones, si las elimina victoriosamente de su mente, si se niega a ceder, el ataque final fracasa o no se lleva ya a cabo. Aparentemente, el enemigo padece cierta lesión psíquica en el proceso, porque después de un ataque infructuoso hemos observado una disminución en las actividades enemigas. Pero si el ataque psicológico tiene éxito, se apoderan del punto clave. El individuo se resquebraja y a partir de entonces el enemigo controla sus acciones. Este control constituye la tercera fase en la que, si se trata de un funcionario gubernamental, adopta decisiones equivocadas, firma documentos fatales, y recomienda cursos de acción erróneos. Si es un profesor, implanta en los cerebros de sus alumnos falsas nociones y enseñanzas nocivas. Estos daños se ven reforzados por el efecto casi hipnótico de la personalidad, no del individuo en sí, sino de la entidad que posee el dominio psicológico.
»La cuarta fase del ataque es el efecto producio por las malas enseñanzas o las decisiones equivocadas, que al amontonarse nos dan la alarma, si antes no hemos observado nada anómalo, enterándonos de algo que ocurre. La quinta fase es la retirada. Nosotros poseemos todo el dominio de este planeta, y evidentemente somos muchos más que ellos. Utilizando técnicas avanzadas de electrónica podemos contrarrestar los ataques enemigos. Éstos inmediatamente se retiran, dejándonos en posesión del punto clave. Tras una breve espera, vuelven a atacar sobre otro punto clave, o sea, contra otro individuo. Mientras tanto, nosotros tenemos que rehabilitar al primer individuo y reparar todo el daño.
»En cualquier momento pueden producirse veinte ataques enemigos simultáneos en el mismo sector, excepto cuando han sufrido un rechazo, en cuya ocasión el número de ataques desciende a la mitad. De estos ataques, algunos nos pasan desapercibidos. El enemigo confía mucho en el disimulo y la ocultación, y a menudo tenemos que reconstruir después la secuencia de acontecimientos.
—Muy bien —aprobó el coronel. Se volvió hacia Burns—. Capitán, ¿cómo reconocen a un punto clave dominado, al individuo que se ha rendido a ellos?
—De dos maneras, señor. Primero, por la serie de incidentes perjudiciales causados todos por el mismo individuo. Accidentes industriales, por ejemplo, debidos a los estudiantes de un mismo profesor. Segundo, por una cualidad peculiar que incita a hablar al individuo cuando explica sus falsas nociones.
—Exacto. Bien, otra pregunta. Martin, ¿hacia dónde van dirigidos dichos ataques? ¿Cuál es el objetivo del enemigo?
—Los primeros ataques —dijo Martin, frunciendo el ceño—, los hacían aparentemente al azar, como los golpes dados por una persona provista de un látigo contra otra en una habitación a obscuras. Pero pronto los dirigieron contra los funcionarios clave del Gobierno, los legisladores y los oficiales de alto rango del Mando Espacial. Luego, los ataques se concentraron contra nuestra tecnología… directamente al principio, atacando a los jefes industriales y a los especialistas tecnológicos, y después indirectamente: a los estudiantes dedicados a estudios industriales. En cuanto al último ataque… —Martin meneó la cabeza—, parece estar dirigido contra todo un cuerpo estudiantil. Aunque, francamente, no entiendo cuál es su objetivo.
—Lo que nuestros enemigos están intentando —asintió el coronel— es encontrar un punto débil decisivo. Pero, como es de esperar, las posiciones clave en el gobierno, la industria y las fuerzas armadas las ocupan usualmente personas acostumbradas a sufrir presiones y dispuestas a resistirlas. Tras los relativamente pocos individuos que han sido dominados, descubiertos y sustituidos, el enemigo ensaya un nuevo plan de ataque. Dirigiéndose contra las universidades conseguirán un efecto multiplicador, aparte de ser un ataque mucho más fácil, aunque los resultados sean lentos en el tiempo. A los nuevos licenciados pocas veces se les concede, de buenas a primeras, cargos de gran importancia. Y las falsas nociones que se les imparten pueden dar como resultado algunos incidentes industriales molestos, de relativa importancia, que, de un modo u otro, sirven para descalificar a sus autores. Por tanto, es necesaria una nueva táctica. Lo que ahora trata de hacer el enemigo es atontar emocionalmente a todo un cuerpo estudiantil. Los golpes anteriores fueron apuntados contra el gobierno y la industria; este último ha sido apuntado contra las emociones de un numeroso grupo de personas.
El coronel hizo una pausa y Martin, por los murmullos de la estancia, comprendió que muchos habían comprendido el significado de la situación.
—Las actitudes —continuó el coronel— son contagiosas. Y básicas. Si a un hombre se le arrebata una herramienta de la mano, encontrará otra. Si un jefe le traiciona, buscará otro. Si le falla la tecnología, hará las reparaciones debidas. Pero si a un hombre se le quitan todas sus ilusiones, haciendo que todo le dé igual… —El coronel dirigió una mirada en torno suyo—. Bien, caballeros, ésta es una batalla que no podemos perder.
Ya en la superficie, Martin y los demás se dispersaron por el parque universitario, como una red invisible de ojos que vigilaban todas las clases y los despachos administrativos, unidos por pequeños transmisores de corto alcance colocados en sus gargantas y receptores en sus oídos. Escuchaban y vigilaban atentamente, hasta que la voz de un sargento llamado Cain resonó en el oído de Martin.
—Mayor, creo que lo he descubierto.
—¿Dónde?
—En el aula veinticuatro del edificio de Estudios Sociales.
Martin situó mentalmente el edificio en el mapa que había estudiado durante el trayecto a la superficie.
—De acuerdo. ¿Qué ocurre allí?
—Dan una conferencia sobre psicología elemental, señor, pero con todos los síntomas del ataque. La voz del conferenciante penetra directamente en los cerebros de los estudiantes. Lo que dice la voz resulta sumamente vulgar, tonto, improcedente. Y hay que luchar contra la voz, lo cual resulta difícil.
—Sí, ahí debe ser. Iremos hacia allá.
La voz del coronel resonó en el oído de Martin.
—Mayor Carney, disponga a sus hombres en posiciones que controlen el edificio de Sociales. Si el tipo intenta huir, lo marcaremos con una píldora de tinta. Usted dispondrá el accidente.
—Sí, señor —respondió la ávida voz del mayor Carney—. Lo atraparemos, señor.
—Mayor Martin, usted seguirá vigilando el resto de los edificios, pero llevará a su escuadra delante del edificio de Sociales. Creo que solucionar este asunto será extremadamente difícil. El sargento Cain saldrá tan pronto como se abra la puerta y aguardará junto a la misma. Usted, el capitán Burns y yo nos cuidaremos del caso.
La puerta del aula veinticuatro del edificio de Estudios Sociales se abrió como si estuviera mal cerrada y el viento la hubiera empujado. El coronel, Martin y Burns aguardaron la cuenta de tres y penetraron allí rápidamente, asiendo cada uno el hombro del agente invisible que iba delante.
A la derecha había hileras de estudiantes sentados. A la izquierda una enorme pizarra y una puerta cerrada. Cerca de esa puerta había un escritorio, y en el extremo más alejado del mismo se hallaba un individuo con expresión omnisciente y una voz que demostraba una mezcla especial de queja, alegría y triunfo.
El coronel, Martin y Burns se apartaron a un lado cuando el profesor dejó de hablar y miró a través del aula, y luego fue con paso decidido a cerrar la puerta de entrada. Cuando el instructor estuvo en la puerta, el coronel abrió camino hacia la parte trasera del escritorio, en el rincón opuesto de la habitación, donde los tres hombres se situaron de espaldas a la pared lateral, a la espera.
El instructor volvió a su escritorio.
Martin examinó brevemente el aula. Todos los alumnos mostraban una expresión embotada, un aspecto terrible, de cansancio o hastío. Muchos parecían hallarse en un trance cataléptico y estaban sentados completamente inmóviles, con la mirada dirigida al frente. El instructor retrocedió, contempló fugazmente unas cifras mal trazadas con tiza en la pizarra, y se enfrentó nuevamente con la clase. Su voz se alzó en un zumbido, como el de la avispa a punto de picar.
:—Ahora —manifestó—, resumiremos nuestras conclusiones.
Se volvió hacia la pizarra y con trazos decididos dibujó un par de toscas líneas horizontales, una encima de la otra. Con la mano levantada, hizo una pausa, y después con un rápido movimiento del brazo trazó el dibujo de otra línea descentrada en forma de huevo, entre las dos primeras. Encima de la línea superior garabateó una serie de signos de restar. Sus movimientos eran bruscos y exagerados, pero Martin observó que nadie de la clase sonreía ni cambiaba de expresión.
El instructor se volvió hacia los alumnos.
—Ésta es la situación humana básica. Aquí tenemos —golpeó el óvalo con la tiza— el ego. Y aquí —golpeó la línea superior—, la repulsión. Aquí —indicó la línea inferior—, la atracción. ¿Y el resultado? —Con trazos rápidos dibujó una flecha que apuntaba hacia abajo—. El ego baja. El ego es impulsado por la repulsión, y absorbido por la atracción. El ego carece de voluntad. No existe la voluntad. Sólo el deseo. El deseo está enraizado en el subconsciente. Nosotros no sabemos nada del subconsciente. Por tanto, el deseo que determina nuestros actos es una fuerza externa, no sujeta a nuestro control. Nosotros no controlamos el deseo. Es el deseo el que nos controla a nosotros. El hombre es una marioneta. El hombre debe alejar de sí toda hipocresía y admitir su falta de voluntad, su falta de alma, su condición inerme. Sólo existe el deseo y nada más que el deseo, el deseo, el deseo, sea de codicia, de lujuria…
La modulante voz se elevaba y bajaba de intensidad, haciendo impacto en cada individuo con un choque que se podía oír, y Martin tuvo la sensación de que se hallaba emparedado dentro de una habitación retorcida, donde todos los muebles estaban volcados, las paredes y el techo se juntaban en ángulos inverosímiles y las ventanas eran de vidrios distorsionados. Estaba asomado a un mundo de locura.
La voz del coronel, lenta y clara, sonó en sus oídos:
—Martin, sáquenle de aquí.
Martin presionó su lengua contra la base de la cápsula hincada junto a un diente inferior. Sintió cómo se elevaba la cápsula, encajando lisamente en el diente superior. Dio un paso al frente.
La voz susurrante proseguía, pero cuando Martin se detuvo a un metro del rostro ligeramente abotargado y cubierto con una película de sudor, y cuando levantó la mano hasta el borde de su casco, apenas tuvo conciencia de la voz. Martin apretó los dientes, sintió cómo se aplastaba la cápsula, se tragó el líquido acre y helado, y echó hacia atrás la palanquita que estaba colocada dentro del borde de su gran casco. Después, concentró toda su mente y su conciencia en el hombre que tenía delante.
Cómo o cuándo sucedió, Martin no lo supo, pero bruscamente tuvo conciencia del cambio de visión. Vio la clase delante de él en vez de a un costado, oyó el aparente cambio en el tono de voz, divisó la leve luminosidad, y pudo ver a través de unos órganos visuales nuevos, diferentes.
A un lado percibió un crujido de cuero y telas.
La voz continuó:
—…ninguna individualidad, y sólo complejidades. La psicología es una ciencia que se desmorona por sí misma, ya que no existe la psique. La psique es una ficción, el alma es una…
Luego, la voz calló de repente, como si aguardara nuevas órdenes.
Martin sintió una presión tranquilizadora en el hombro. Algo le rozó y oyó el rumor apenas perceptible de dos hombres que se llevaban a un tercero.
Martin, mirando a través del desconocido aparato visual, consideró brevemente el susto reservado a la personalidad a la que habían dado la orden de propagar una filosofía tan infecciosa. Naturalmente, lo “rehabilitarían”. Pensó lo que sentiría el individuo cuando, al volver en sí hallara que ocupaba un cuerpo extraño, con el cursillo tan difícil aguardándole. Tendría que hacer un enorme acopio de fuerza de voluntad y superar cualquier clase de obstáculo, sólo para escapar al dolor de la agonía. Tendría que construir lentamente el nervio y la determinación, mediante un ensayo, un fallo, una capa de agonía tras otra, hasta que su personalidad tuviese fuerzas suficientes para vencer el obstáculo final. Esto, a su vez, significaría que era ya bastante fuerte para protegerse contra otro ataque psicológico, y entonces se le podría confiar su antiguo empleo. La personalidad sufriría la amnesia de los incidentes del cursillo, pero le quedarían los reflejos y las actitudes. A Martin, que ya lo había pasado varias veces durante su adiestramiento, no le hubiera gustado la idea de empezar el cursillo con la noción de que el poder de la voluntad y el alma eran mitos innecesarios.
La puerta de la clase se abrió, como si estuviera mal cerrada y una ráfaga de viento la hubiese abierto. Martin aguardó un momento y cerró la puerta.
La clase continuaba inmóvil en sus asientos, esperando que la voz reanudase la conferencia. Martin volvió a la tarima y consideró brevemente el problema. El punto clave estaba en trance de ser rehabilitado, pero había que reparar los daños causados. Lo cual significaba un leve cambio en la presentación.
Examinó a los alumnos, se inclinó hacia delante y concentró en el problema toda su atención. Obediente, la voz resonó con energía. Las trivialidades empezaron a surgir.
—…Sí, la psique es una ficción. Un fantasma. Algo imaginario. Una reliquia del pasado, de las teorías antaño vigentes, algo divertido, pero vago, indemostrable, anticientífico. —Por todas partes, los lápices empezaron a tomar notas, y Martin intuyó la atención del auditorio concentrada en él—. Sí, una simple construcción de mentes precientíficas. Un mito. Una teoría. Sin demostración, aunque útil a sus creyentes. —Los lápices seguían garabateando notas—. Lo mismo que no se ha demostrado la existencia de la voluntad, tampoco se ha demostrado la de un Ser Supremo… pero atención: tampoco ha quedado indemostrada. Estos conceptos son precientíficos, como lo es el sol, y el sol no ha quedado indemostrado. El sol existe.
Los lápices continuaban escribiendo, y los pocos que no tomaban notas, seguían mirándole con la vista muy concentrada. Martin tuvo la impresión de que estaba alimentando a una calculadora con fragmentos de conocimiento, y que la máquina los aceptaba y acabaría actuando de acuerdo con los mismos.
Martin rebuscó en su memoria la primera parte de la conferencia, tratando de rechazar las ideas que le habían hecho pensar que se hallaba en un aula retorcida.
—Sí, el ego es impulsado por la repulsión y absorbido por la atracción. Pero la conciencia esencial del hombre no es el ego psicológico. El ego carece de voluntad. Pero la conciencia del hombre sí tiene voluntad. La voluntad no existe, porque la voluntad no es un objeto. Y no obstante, la voluntad existe.
Cuidadosamente, concentrándose en cada idea por separado, Martin fue repasando la larga lista, extrayendo conclusiones distintas, a fin de contrarrestar las del instructor. Tensamente, fue exponiendo sus ideas.
—El hombre es una marioneta. Su cuerpo se halla dominado por unas cuerdas llamadas nervios. Su cerebro es una máquina calculadora, formada de protoplasma. Visto así, el hombre posee complejidad y no individualidad. Y no obstante, el cuerpo y el cerebro no lo son todo. ¿Cuál es el observador que considera al cuerpo y al cerebro? La idea de un alma es anticuada, sin demostración precientífica, pero tampoco ha quedado indemostrada. Si hay una marioneta, movida por hilos, ¿qué es lo que mueve dichos hilos? ¿Qué explica ciertos cambios felices en el potencial eléctrico que controla la máquina de nuestro cuerpo y la calculadora de nuestro cerebro?
Incansablemente, fue destruyendo todos los anteriores asertos, en tanto el tiempo se iba alargando, y Martin seguía sudando, y los lápices iban tomando notas.
—…A medida que la psicología se convierte en una ciencia, ya no es psicología, pues la psique no existe para los actuales instrumentos de la ciencia. Lo que la ciencia no observa, no es posible archivarlo ni estudiarlo. Pero la psicología aún no ha salido de su infancia. Sus conclusiones son meros ensayos, no finalidades. Su falla en la observación no desaprueba la existencia de la cosa no observada. Un hombre con instrumentos inadecuados puede no detectar una estrella particular, pero la estrella sí está allí. El fallo estriba en el método, no en la estrella…
En algún momento de su discurso, Martin intuyó un cambio. Los lápices tomaban notas obedientemente, las miradas todavía estaban mal enfocadas, pero el aspecto de apatía había desaparecido. Martin comprendió que acababa de desterrar los fundamentos de las anteriores enseñanzas.
Empezó a hablar con más libertad, imponiendo a los alumnos la creencia en un alma, en una voluntad, en un carácter, y en el poder del hombre para luchar y eventualmente dominar los obstáculos. Sabía que, al terminar, ningún profesor de psicología reconocería aquella clase. Pero eso no le importaba. Una ojeada al reloj le dijo que sólo le quedaban unos minutos, pero el auditorio escuchaba atentamente y los lápices escribían con rapidez, y a medida que la manecilla del segundero se iba juntando con la de las horas, un recuerdo le advirtió a Martin que aquella clase debía concluir de una manera especial.
—Bien —manifestó, variando ligeramente el procedimiento—, pronto sonará la campana y todos os sentiréis totalmente despiertos. Saldréis de aquí conscientes de que poseéis un criterio, un poder de elección y una voluntad. Cuando suene la campana, estaréis completamente despiertos, frescos, llenos de energía.
El segundero se alineó con la otra manecilla del reloj. En el pasillo resonó una campana alegremente. Los alumnos se estremecieron, se levantaron y estallaron en un clamor de sonidos y energías. Apresuradamente, el alumnado corrió al pasillo.
Empapado en sudor, Martin se inclinó contra el escritorio. Ahora había que dejar que la explosión de energía se contagiara a los demás. Que la fe y la determinación compitiesen con la apatía, y a ver qué sucedía.
Martin sentía el alivio del que ve el éxito al alcance de la mano.
A su espalda resonó el leve chasquido de un pestillo. Martin recordó la puerta que estaba próxima al escritorio. Dio media vuelta.
Un hombre bien ataviado, de ojos penetrantes, estaba en el umbral, mirando directamente a los ojos de Martin. El joven comprendió que era el director del departamento.
Los dos hombres intercambiaron sendas miradas. El director del departamento no dijo nada, pero su intensa mirada y el sentimiento de una personalidad poderosa y dominante comenzó a dejarse sentir. Bruscamente, Martin experimentó una breve sensación de temor. Allí había un destello fugaz de miedo.
Podía ocurrirle algo siniestro.
La idea se afirmó poco después en su cerebro. El temor se cerró en torno suyo como una cadena de hierro. El corazón empezó a latirle tumultuosamente. Sintió humedad en las palmas de las manos, y las piernas débiles y temblorosas.
El director del departamento sonrió y dio un paso al frente.
En algún lugar en el interior de Martin, hubo la sensación del impacto de un objeto macizo al golpear contra un acantilado de granito. Se produjo la sensación de una tremenda sacudida… pero no ocurrió nada.
Martin siguió mirando fijamente los intensos ojos, enfocando su propia vista en la débil luz que parecía brillar en el interior de aquellos ojos.
Brevemente, una idea asaltó su cerebro: ¿Había sufrido esta entidad, fuera cual fuese, el equivalente del cursillo de rehabilitación a la inversa? ¿Se había visto impulsada a llamar en su ayuda la voluntad y los nervios un millar de veces, o a volver hacia atrás penosamente desde el principio, y volver a rehacer todo el camino? ¿Cuál era el límite de su resistencia?
Martin avanzó, concentrando su mirada en la lucecita débil, muy profunda en aquellos ojos.
De nuevo, experimentó la sensación de un choque mental. Durante un largo momento no ocurrió nada. Luego, se produjo una concesión lenta, pesada.
La luz no se movió en los ojos. Pero la sensación de ataque se debilitó y al fin cesó.
El director del departamento sacudió bruscamente la cabeza y retrocedió. Por un instante, Martin estuvo seguro de haber vencido. Cuando tuvo la certeza de ello, comprendió que se hallaba desequilibrado mentalmente. Volvió a experimentar la sensación de temor. La cadena de hierro imaginaria estaba aún fuertemente apretada contra su pecho.
El director del departamento levantó de nuevo la mirada, siempre con intensa luz en sus ojos. Miró directamente a las pupilas de Martin.
Esta vez, la sacudida y el choque fueron más fuertes. La habitación temblaba a su alrededor.
Martin comprendió que se hallaba sometido a dos presiones a la vez. Una, del hombre que tenía delante, la otra desde lejos. Con un esfuerzo violento de su voluntad, luchó para mantenerse consciente. De nuevo, no ocurrió nada. Pero esta vez la ansiedad aumentó, cada vez más fuerte.
Se oyó de pronto un crujido de telas. Martin, con la mirada acuosa, aunque todavía fija en el hombre que tenía delante, comprendió vagamente que ninguno de los dos se había movido.
De nuevo, se oyó un arrastre de pies.
La presión aumentó hasta que Martin vio a través de un halo rojo. La sangre martilleaba en sus oídos, y no podía respirar. A través de un mar de agonías, luchó para estar despierto.
Luego, algo se rompió.
La sensación de presión descendió hasta una fracción de la primitiva, y luego trató de reafirmarse. Martin respiró hondamente y su visión se aclaró. Rompió la ilusoria cadena de hierro y apartó de sí toda la masa de pensamientos que luchaba por conquistar su cerebro.
Ante él, el director del departamento se tambaleó. Martin le miró fijamente, sin saber qué había ocurrido. Luego observó el cambio en los ojos, como si una personalidad diferente hubiese entrado en el cuerpo.
Hubo una breve compresión de la tela en su manga, cerca del hombro del director del departamento, como si una mano invisible le asiera de manera tranquilizadora.
Martin intuyó que cuando el coronel planeaba un ataque, lo planeaba muy bien. Después de haber agotado al enemigo, el coronel actuaba. Sonrió. Las bolsas de gas habían perdido el tiempo. Y la cosa aún no había terminado.
La razón de su rápido progreso original estaba ya muy clara.
Controlando la fuente del conocimiento psicológico supuestamente válido, el enemigo había conquistado una oportunidad para sabotear la formación de cada estudiante en el curso regular de su educación. Luego, mediante la fuerza combinada de sus erróneas creencias, los individuos saboteaban inconscientemente a otros, aumentando así los efectos.
Con algún tiempo más, la catástrofe habría tenido unos límites insospechados. Pero ahora, utilizando sus propias técnicas, sería posible construir exactamente las actitudes opuestas a las que el enemigo pretendía. Mientras tanto, los instructores previamente apresados tendrían que pasar por el cursillo de rehabilitación. Regresarían con amnesia, pero continuarían fijas en ellos las actitudes y los reflejos. Cuando el último milagro de la hechicería electrónica hubiese devuelto a cada uno de ellos nuevamente su personalidad, el daño quedaría borrado.
Martin apoyó los nudillos sobre la mesa y se enfrentó con los nuevos alumnos que iban llenando la clase. Bruscamente, pensó por un momento en el espadachín de las historias antiguas, y en aquella clase de batallas totalmente diferentes, y miró a su alrededor con una sensación de extrañeza ante el ambiente sosegado, pacífico y armónico. Luego, sacudió la cabeza.
Esto era diferente.
Aunque igual de mortal.