sábado, 2 de abril de 2022

LA PATRULLA DEL SUEÑO Charles W. Runyon

 

LA PATRULLA DEL SUEÑO

Charles W. Runyon

Harul dejó de sollozar cuando lo sujeté con correas dentro de la cápsula de paredes almohadilladas. Duran­te un instante sus ojos perdieron aquella mirada de te­rror que antes brillaba en ellos y apretó los labios. Lue­go preguntó:

¿Dónde lo perdí, Marsh? ¿Qué voy a hacer ahora para volver a encontrar el camino?

Ya te lo dirán cuando estés de vuelta a la base, viejo amigo. Volverán a ponerte sobre la pista, no lo dudes. Y ahora pórtate bien.

Después de cerrar la cápsula, apreté bien los torni­llos y comprobé el estado de las junturas. A través de la mirilla pude ver cómo los ojos de Harul giraban bajo sus cejas; tenía la boca tan abierta que pude ver hasta el fondo de aquel túnel de color rosado que era su garganta; pero el grito tan estridente que lanzó que­dó amortiguado por las paredes del cilindro. Apreté un botón para que el gas sedante penetrara en la cápsula y entonces vi cómo su rostro se relajaba. Puse en mar­cha el circuito de congelación, abrí la válvula de escape de aire e hice girar la rueda de la escotilla.

Acto seguido apreté con mi pulgar el conmutador y sólo sentí un ligero temblor cuando la cápsula comenzó a elevarse. Por un instante, la llamarada de los cohetes iluminó la obscuridad del firmamento, y, poco a poco, la cápsula se fue alejando hasta que desapareció en el espacio.

Me encontraba ahora solo, a seiscientos millones de kilómetros del ser humano más cercano, atrapado en mi insoportable realidad. La mujer se hallaba ten­dida en un diván adornado con cojines verdes, cubierta con una ligera bata. La tonalidad vivida de su carne contrastaba con las paredes interiores de mi nave–centi­nela, haciendo que éstas parecieran tan grises y abstrac­tas como una fotografía en blanco y negro.

Ella cerró los ojos y retiró su largo cigarrillo de la boca, expulsando una bocanada de humo verde por entre sus labios de color naranja.

¿Y ahora qué, soldado? –me dijo–. ¿Es que pien­sa pasarse la vida en esta cápsula de metal mientras sus compañeros en la Tierra se hacen con los mejores puestos y las mejores chicas ahora que ya son civiles?

Le volví la espalda y me puse a manipular en los mandos para conseguir la cena. En mi mente bullían pensamientos que se relacionaban con filetes de terne­ra, salsa de hongos, puré de patatas y vino tinto. Pero cuando el tanque nutritivo cesó de funcionar, aquellas gachas de color gris no tenían nada en común con lo que yo había pensado comer. Había entrado en el ser­vicio a la edad de doce años y ya no me acordaba del verdadero sabor de los alimentos.

Ella se levantó y se puso a mirar por encima de mí hombro mientras yo controlaba la pseudogravedad sobre mis pseudopatatas. Mi olfato detectó la suave fra­gancia de su perfume y entonces me repetí lo que le había dicho a Harul la primera vez que ella apareció en nuestra nave–centinela dos semanas antes.

Ella no es un ser real. Es una proyección, un pe­dazo de propaganda Fen y nada más.

Cogí mi bandeja y me volví de espaldas, pero otra vez la encontré delante de mí... bueno, entre la mesa plegable y yo. Llevaba uniforme de camarera del club de oficiales de la base central: una falda corta de color azul y una blusa de color marfil rosado, abierta hasta la cintura. Se parecía a una chica a la que había estado cortejando inútilmente durante unos días de permiso que me dieron.

Por un momento pensé en ponerme a dar vueltas alrededor de ella, pero mi dignidad me impidió hacerlo considerando que estábamos solos en mi nave–centinela. Luego di un profundo suspiro y me dirigí hacia ella contemplando sus hermosos ojos verdes. Pero la mujer adoptó una postura amenazadora y me pregunté qué le habría pasado a mi mente si hubiera continuado avan­zando hacia ella. La cabeza me empezó a doler debido a la lucha que en aquel momento se desarrollaba en mi subconsciente. Era mi voluntad contra... ¿contra qué? No lo supe.

Cuando me hallaba a dos pasos de ella, la mujer co­menzó a rielar. Entonces sentí como si el espacio me apretara por todos los lados. De repente, todo el uni­verso se inclinó imperceptiblemente hacia la izquierda y la muchacha desapareció.

Mientras comía, me puse a reflexionar. Estaba me­tido en un juego demasiado peligroso. Si ella no se hu­biera movido, me habría visto obligado a aceptarla como una realidad objetiva. Harul se había marchado aquella noche en que lo encontré acariciando su almo­hada y murmurando el nombre de su esposa. Esta ha­bía sido asesinada hacía tres años durante un ataque de Fen contra Solem. Su hijita había sido capturada y puesta dentro de un compuesto Fen para engordar. Ha­rul pensó que pronto sería devorada por aquellos re­pugnantes artrópodos grises de diez patas, pero cuando la niña se subió a sus rodillas y le pidió que jugaran a los caballitos...

«No puedo hacer nada para evitarlo», me dije a mí mismo mientras miraba en dirección a un mamparo donde había una mancha negra y donde Harul había intentado poner fin a sus torturadoras visiones con una barrena. De haber logrado hacer un agujero en el mam­paro de la nave–centinela con la barrena, ambos habría­mos muerto en el espacio.

A partir de aquel día escondí todos los instrumentos puntiagudos que había a bordo, tales como tijeras, cu­chillos, punzones, etc. Más tarde, también me vi obli­gado a ocultar las navajas, pues Harul había intentado cortarse la garganta con una daga. Luego, cuando Harul intentó ahorcarse haciendo una cuerda con sus sábanas, decidí no dormir hasta que él estuviera profundamente sumido en el sueño bajo el efecto de los sedantes. Una noche me despertó un ruido y encontré a Harul mani­pulando los controles con el fin de dirigir la nave hacia la Zona N. Se trataba de una zona a diez años–luz de distancia, llena de planetas muertos y de espacio vacío que constituía una tierra de nadie. A todas las naves que penetraban en aquella zona les esperaba la misma suerte que a un ratón que penetrase en una habitación llena de gatos hambrientos.

Por eso no tuve otra alternativa que enviar a Harul a la base. Ahora me doy cuenta que al desembarazarme de él me encuentro mucho mejor. Recogí los platos y las tazas y los introduje en el convertidor, donde que­darían hechos pedazos y convertidos en átomos. Más tarde, estos átomos volverían a reunirse y formarían platos, alimentos, ropas o cualquier otra cosa que el cuartel general de mi unidad había programado sinte­tizar. Manipulé en los mandos para conseguir café y un cigarrillo, y luego me senté en la mesa, mientras re­flexionaba que aquel hemisferio veintidós podía consi­derarse como mi único universo habitable.

Nada podía ser menos estimulante para un ojo hu­mano. Todos los instrumentos, literas, servicios y los equipos de comunicación estaban empotrados en las paredes de la nave y cubiertos por paneles de duroplast transparente. Estos paneles eran luminiscentes, dando la impresión de que uno se encontraba dentro de una membrana transparente, envuelto por una vasta incan­descencia. La luz, al igual que en las prisiones, siempre estaba encendida. Y a pesar de que había unas escoti­llas en dicha «membrana», ello no impedía que sintiera la impresión de hallarme encerrado dentro del embrión de un huevo gigantesco.

De repente ella apareció ante mí, sentada en un si­llón que estaba situado enfrente.

¿No podríamos conseguir una vela? –me preguntó.

Una vela apareció entre nosotros, iluminando con su suave resplandor el bello rostro de la muchacha. Su pe­queña nariz hacía que sus ojos pareciesen aún más grandes. También me di cuenta de que sus colmillos supe­riores eran prominentes.

¿Y música? ¿No podríamos tener música?

Inmediatamente se oyeron unos violines a nuestra espalda. La muchacha se levantó y, sacudiendo su larga cabellera sobre sus hombros, se acercó a mí y me pre­guntó:

¿Quiere que bailemos?

Arrojé mi taza de café a su rostro sonriente. Ella, al ver mi intención, se echó a un lado y la taza fue a es­trellarse contra la pared haciéndose mil pedazos. Mien­tras me dedicaba a limpiar el suelo me pregunté qué ha­bría pasado si la taza hubiera chocado contra su nariz. Pero inmediatamente aparté de mi mente aquel pensa­miento. Sí, era mucho mejor no preocuparse tanto por aquella mujer que se me aparecía por todas partes.

Pero he aquí que un minuto más tarde apareció sen­tada en mi sillón, recostada sobre una almohada de color amarillo. Su cuerpo se hallaba cubierto por una capa de crema dorada, cosa que me extrañó.

Me volví de espaldas y manipulé los mandos para obtener otra taza de café, pero me olvidé de pulsar el botón de la taza y entonces el líquido hirviente me que­mó los dedos. Hice una pirueta como si estuviera bai­lando, mientras apoyaba mi mano derecha en mi estó­mago. Entonces la muchacha apareció sentada en la silla de control llevando unos pantalones transparen­tes como esos que usan las mujeres árabes en los hare­nes y contemplándome con una sonrisa maliciosa en sus labios.

¿Sabes una cosa, querido? –me dijo–. Puedes co­ger una silla y sentarte si crees que tus jefes te enviarán pronto a una persona para que te sustituya.

No hice caso de sus palabras, pues consideré que mi mente, la mente de Egbert Yancy Marsh, disponía de recursos suficientes para conseguir todo lo que me pro­pusiera. Sin embargo, luego me di cuenta de que pro­bablemente ella podía tener razón. Entonces cogí el aparato electrónico emisor y pulsé el botón A–7 (sólo se utilizaba para casos de emergencia), consciente de que me exponía a una fuerte reprimenda por parte de mis superiores. En efecto, los únicos mensajes que po­dían enviarse a través de la frecuencia A debían estar relacionados con casos muy graves: muerte física in­minente, invasión por seres procedentes de otra galaxia o en caso de captura de una nave espacial Fen.

Cuando la luz roja se encendió en el tablero de man­do, me puse a enviar mi mensaje: Me encuentro bajo los efectos de un fuerte ataque hipnótico. Solicito ayu­da inmediata.

Me senté ante la pantalla de mensajes y allí estuve esperando por espacio de media hora. Podía oír a la muchacha paseándose por la nave, pero apenas me tomé la molestia de volver la cabeza y averiguar qué era lo que estaba haciendo o pretendía hacer.

Minutos después unas letras brillantes aparecieron en la pantalla: Póngase en contacto con la secretaría médica, unidad psiquiátrica, prioridad P–2.

Permanecí en silencio al comprobar la prioridad que me habían otorgado. Aquello me había desilusionado. En efecto, el mensaje recibido significaba que tendría que utilizar el transmisor subespacial de voz etérea, es decir, algo así como si hace quinientos años hubiera enviado un mensaje utilizando una diligencia de la Pony Express disponiendo de un teléfono al alcance de la mano.

Di un profundo suspiro, cogí el micrófono y dije lo siguiente: «Aquí Marsh dos–tres–cinco–dos–nueve–siete, vigía de la nave–centinela. Clase A cuarenta y siete. Aten­ción secretaría médica, unidad psiquiátrica, me encuen­tro sometido a un fuerte ataque hipnótico. Envíen ayuda.»

Hice una pausa para coger aire y la máquina conti­nuó funcionando, esperando mis siguientes palabras. Cuando al final todo el mensaje fue registrado, éste hu­biera cabido en un trozo pequeño de cinta. En la base, este mensaje sería examinado, registrado, comprobado y pasaría por mil manos antes de llegar a su verdadero destino. Algunas veces, este proceso había llegado a du­rar varios días.

Luego me aclaré la garganta y dije:

No sé quién es usted, pero tiene que ser un exper­to en esta materia. Escúcheme. Me vi obligado a en­viar a la base a mi compañero en la nave–centinela. Ne­cesito que me envíen rápidamente otro. Me encuentro solo al borde de la Zona N, y aquí hay una muchacha que no deja de molestarme. No sé quién es, pero sí puedo asegurarle que se parece mucho a una camarera que me encontré durante el banquete que dieron en el club de oficiales. Me pregunto si los Fens no habrán en­contrado un medio para proyectar imágenes dentro de nuestras naves espaciales. Si esta muchacha fue captu­rada, ello lo explicaría todo, incluso el hecho de que mi antiguo compañero se pasara los días viendo a su espo­sa e hija cuando éstas ya estaban muertas, asesinadas por los Fens. En cuanto a esta muchacha de que le ha­blaba antes es...

Rose, querido, Rose Mary, y te quiero –dijo ella.

Yo cerré los ojos y continué hablando:

Su nombre es Rose Mary, y, por lo que estoy vien­do, no dejará de causarme problemas. Ruego, pues, un tratamiento urgente, de emergencia. Aquí Marsh dos–tres–cinco–dos–nueve–siete. Corto.

Acto seguido me dirigí a mi tablero de mandos y puse en funcionamiento las pantallas de visión a dis­tancia. Estas estaban provistas de unos detectores que cubrían un radio de acción de dieciséis millones de ki­lómetros en todas las direcciones. Si las ondas emitidas captaban algo, inmediatamente lo transmitían a mi nave–centinela. Algunas veces los Fens interceptaban dichas ondas, por lo que me veía obligado a comprobar luego los resultados en las cintas. Mi labor era verdaderamen­te agotadora, pues en algunas ocasiones tenía que en­viar muchas cintas llenas de datos a la base.

Hoy, afortunadamente, todas las cintas estaban va­cías y el aparato electrónico emisor de ondas funcio­naba perfectamente. No esperaba tener tanta suerte.

Me levanté del sillón y me encontré de nuevo con otro problema. Mientras estaba jugando al ajedrez, una mano se deslizó suavemente por encima de mi hom­bro y movió el alfil blanco situándolo en una posición que amenazaba al caballo negro. Era precisamente el movimiento que yo había pensado hacer. Entonces me dije:

«Bueno, de todas formas, ¿por qué no dejar a esta muchacha que...?»

En ese instante mi mente se iluminó con una idea extraña y tiré al suelo todas las piezas.

Aburrido, cogí un proyector 3–D y me puse a ver una película que había filmado en mi planeta natal, Zporan, antes de que éste fuera evacuado ante el temor de una invasión por parte de la tercera flota. En la película se describían todas las peripecias por las que atravesaba la heroína de la misma hasta que al final era capturada por una bestia mava. Por un instante, me pareció ver entre aquellos repugnantes reptiles un rostro enmar­cado entre largos y castaños cabellos... Me cansé de la película y paré el proyector. Luego me tomé una table­ta para dormir y me acosté en mi litera.

Soñé que ella me visitaba durante el sueño. Me des­perté con esa vaga sensación de culpabilidad que gene­ralmente sigue a todos los sueños en que uno se ve re­presentando el papel de malo. Entonces me di cuenta que sobre mi almohada se hallaba una larga cabellera de color castaño. Traté de tocarla e inmediatamente de­sapareció. Pero aquella cabellera no pertenecía al mun­do de mis sueños: estaba plenamente convencido de que se trataba de una cosa real, de algo que yo había tocado con mi mano estando completamente despierto.

Durante el desayuno, ella se sentó delante de mí y se puso a leer un periódico. Me sentí algo avergonzado al no ofrecerle ni siquiera una tostada. Intenté levantar un muro mental entre ella y yo, pero la muchacha ape­nas se dio cuenta de mi intención y continuó leyendo el periódico.

Tengo la impresión de que va a ser una guerra muy larga –me dijo por decir algo–. Imagine mi situación viéndome obligada a entrar en otras tres mil naves–cen­tinelas, sin contar las grandes flotas de ataque. Dígame una cosa: ¿puede un hombre luchar cuando una hermo­sa mujer se encuentra enfrente de él empuñando un arma?

En ese instante el computador S empezó a emitir un extraño ruido. Me levanté, moví una manecilla y retiré la cinta. Acto seguido la introduje en otra computadora y entonces pude oír una voz bien modulada hablando con un acento de falsa camaradería que me irritó los nervios.

«Escucha, Marsh, soy Basil Underhof, unidad psíqui­ca. Lamento mucho comunicarte que habrá un retraso en enviarte un nuevo compañero. Todos los hombres disponibles se encuentran en este momento en el Sec­tor Q. En cuanto a ese ataque hipnótico de que me ha­blas, lo único que puedo decirte es que ha elevado a un alto grado tu nivel de sensibilidad, pero no proyecta ninguna imagen. Eres tú mismo quien crea esas imá­genes de las que me hablas. Esas imágenes, hagan lo que hagan y digan lo que digan, representan tus pro­pios pensamientos, si bien admito que ello puede empu­jarte a refugiarte en unas fantasías que podrían arras­trarte al suicidio. En cierta ocasión, el capitán Yakov creyó que su brazo era una serpiente pitón que trataba de estrangularle. De modo que puedes considerarte di­choso de que en tu caso en lugar de una peligrosa ser­piente se trate de una hermosa muchacha. A propósito, yo también me la encontré en el club de oficiales... y me dijo que no te conoce de nada, que nunca te había visto, pero que te enviaba sus más afectuosos saludos. Y ahora lo único que me queda por decirte es que re­cuerdes que dentro de seis meses tu misión habrá ter­minado, que pienses en cosas alegres y que examines detenidamente todos esos fenómenos de los que me hablas. De todas formas, tranquilízate, pues nuestro equi­po dé investigación está analizando todos esos extraños fenómenos de los que eres víctima. Ya te comunicaré el resultado de dicha investigación. Aquí Underhof, cuatro–siete–seis–nueve–dos. Corto.»

La cinta magnetofónica continuó girando hasta que cerré la clavija. La muchacha estaba apoyada contra el ojo de buey y sonreía.

Me pregunto qué diría Underhof si regresaras a la base y lanzaras una bomba en la unidad psíquica.

«Este Underhof –me dije, sin hacer caso de las pa­labras de la muchacha–, cree que todo lo que me pasa es fruto de mis pensamientos. ¡Mis pensamientos! Este hombre tiene que estar loco. ¿Cómo pueden ser mis pensamientos?» No pude contener mi ira y cogiendo el micrófono le dije:

Escucha, Underhof, seis, meses no son nada cuan­do se está en la base, pero si sigo seis días más aquí dentro con esta bruja, me cortaré con mis propios dien­tes mi vena yugular. ¿Qué puedo hacer para echarla de aquí?

Después de haber enviado el mensaje, me pareció que un meteorito se acercaba a mi nave–centinela. Rá­pidamente me situé ante el tablero de mandos y me puse a comprobarlo, pues los Fens eran capaces de uti­lizar ese tipo de camuflaje para atacarme.

Cada uno de mis cuarenta monitores electrónicos me confirmaron que me había equivocado.

Decidí editar un periódico, recordando los días feli­ces de mí juventud, cuando todo terminara. Durante un par de horas me sentí feliz trazando proyectos, pero de repente me di cuenta de que la muchacha se encontraba en el techo. Tanto sus cabellos como su falda se encon­traban en posición correcta, desafiando las leyes de la gravedad artificial de la nave.

¿Se ha detenido alguna vez a pensar que usted es la ilusión y yo la realidad? –me dijo ella.

Me estremecí al tener que valorar aquellas palabras, pero luego llegué a la conclusión de que aquello era pura locura. Así pues, me tomé dos comprimidos de somnífero y me fui a la cama. Ella me despertó para pedirme que le diera un vaso de agua, y entonces me di cuenta que el que estaba sediento era yo. Bebí agua y me volví a la cama.

Al día siguiente ella no habló nada en absoluto, y esta situación hizo que mis nervios estuvieran tensos y dispuestos a saltar como un muelle. Cuando utilizaba los servicios sanitarios, ella me miraba; cuando me daba un porrazo en la mejilla, movía los labios en un gesto de condolencia; y cuando se puso a examinar las notas que yo había escrito sobre mi proyecto de fundar un periódico, arrugó la nariz.

Aquella noche me desperté y la encontré junto a mí.

Me levanté de la cama. Las siguientes cinco horas las pasé haciendo solitarios, pero tuve que desistir al ver que ella, maliciosamente, me ponía las cartas boca arriba. Me aparté de ella y me puse a leer el periódico, quedándome dormido, la cabeza apoyada en las páginas del mismo.

Durante los dos días siguientes no pude apartarla de mi pensamiento, parecía que la tenía arraigada den­tro de mi conciencia. La muchacha desarrolló una téc­nica que le permitía ignorar mi presencia, mientras que ella se me mostraba de mil formas distintas y sutiles. Más tarde comprobé que se había duchado muchas veces. Se había sentado frente a un espejo y se estaba peinando. Pero a cada momento deshacía el peinado que se había hecho para volver a hacerse otro nuevo. Una vez que hubo terminado de peinarse, se puso a leer unos libros que había en la mesa. Pero, hecho sor­prendente. Leía comenzando por las últimas páginas hasta llegar a las primeras. Y, mientras, sus labios pa­recían susurrar una canción al mismo tiempo que gol­peaba el suelo con sus pies.

Finalmente me encontré sentado en el puesto de con­trol, pensando cuan fácil sería dirigir la nave hacia la Zona N, empujando hacia abajo la palanca de acelera­ción. Su mente tenía que poseer un don extraordinario, pues se volvió hacia mí y me dijo en un tono condescen­diente:

Quizá no sería una mala idea eso que estás pen­sando. He oído decir que los Fens están dispuestos a ofrecer una amnistía y una parte del planeta a todos aquellos soldados que atraviesen esa zona.

Aquello era demasiado. Ya no podía soportarlo raes. Me volví y la insulté. Luego cogí un sillón y lo levanté sobre mi cabeza con el fin de arrojárselo. Ella echó a correr y se escondió detrás de un panel. Aparté el panel y entonces vi que se había escondido detrás de una fi­gura gigantesca a la que reconocí como mi antiguo sargento de entrenamiento en la base.

Entonces oí una voz dentro de mí que me decía: «has resbalado en el mismo filo, Marsh.» Pero luego oí otra voz que contestaba: «¿Y qué?» Aparté al sargento a un lado y la cogí por los cabellos, pero éstos se con­virtieron en humo. La vi fuera de la nave, mirándome a través de la mirilla mientras se metía los dedos en los oídos. Me puse a dar golpes en la escotilla de la nave, en el sillón de brazos y en la mesa hasta que mis puños quedaron magullados.

En ese instante el zumbido del emisor–receptor me salvó de volverme loco. Me dirigí hacia él rápidamente, puse el contacto y me dispuse a escuchar.

«Soy Underhof, Marsh. Perdóname que haya tarda­do tanto en ponerme en contacto contigo. Ayer estuve esquiando con tu amiga. Pero, en fin, dejemos esto y vayamos al grano. Supongo que habrás matado la ima­gen hipnótica, ¿no es así? Precisamente ahora me acuer­do de una persona que trató de hacerlo. Se presentaron algunos desagradables efectos colaterales, pero nada más. Desde luego, tienes que creer primero en su exis­tencia antes de pensar en su muerte, pues de lo contra­rio volverá a resurgir. A mi juicio, creo que no es muy seguro este método, pero, al menos, te tendrá ocupado en algo. De modo que levanta ese ánimo y piensa que aquí en la base hacemos todo lo que está en nuestras manos por vosotros. Aquí Underhof, cuatro–siete–seis–nueve–dos. Corto.»

¿Podía yo creer en su existencia? Según mis senti­dos, sí, podía. Sin embargo, siempre tendré ciertas du­das sobre la verdadera existencia de esta muchacha. Aunque, bien mirado, dudar de su existencia era igual que dudar de la realidad, dudar incluso de mi propia existencia.

Aquella noche ella me visitó cubierta con una ligera bata de color negro. Entonces yo se la quité y la retor­cí hasta hacer una cuerda que inmediatamente le puse alrededor del cuello. Sus ojos se desorbitaron y su len­gua salió desmesuradamente de su boca. Entonces, la muchacha, al darse cuenta que pretendía estrangularla, me dijo con voz apenas perceptible: –No lo haga, soy una persona real... Cuando estuvo muerta, la desmembré con un cuchi­llo que había escondido después de lo sucedido con Harul. Su sangre se derramó por la mesa deslizándose y cayendo al suelo. Mis zapatos quedaron empapados de sangre y hacían un ruido característico cuando me mo­vía.

Luego me puse a cortarla en pedazos con el cuchillo. A continuación cogí esos pedazos y los corté en trocitos todavía más pequeños. Cuando hube terminado de des­cuartizarla, cogí todos los pedazos, los metí en una bolsa y la lancé al espacio por la escotilla de salva­mento.

Los restos de la muchacha flotaron en el espacio al­rededor de mi nave durante dos días. De vez en cuando, un dedo o un riñón pasaban flotando por el espacio y yo los observaba a través de los ojos de buey de mi nave. Pero aquel espectáculo tan deprimente llegó a afectarme tanto que cambié de rumbo la nave y me alejé de aquel sitio. Aún recordaba las últimas palabras que ella me dirigió antes de morir.

«La has matado, Marsh –me dije a mí mismo–. Ella sólo pretendía hacerte compañía y tú en cambio la has asesinado. Eres un ser miserable.»

Me habría gustado haber conservado un recuerdo de ella, como, por ejemplo, un trozo de su vestido, un mechón de sus cabellos o un globo del ojo. Mi actitud era la de un enamorado que había perdido a su ser más querido. Me acordaba de muchos detalles de ella. Siem­pre estaba pensando en su peculiar forma de andar, de su sonrosado cutis, de la forma en que movía las ca­deras cuando se limpiaba los dientes. Se me habían qui­tado las ganas de todo. No podía comer. No podía dormir.

Entonces me acordé de lo que hiciera el capitán Yakov y traté de cortarme las venas de mis muñecas mor­diéndolas con mis dientes, pero, desgraciadamente para mí, éstos se habían debilitado tanto a causa de tomar alimentos en forma líquida, que me fue imposible. En­tonces pensé en ahorcarme, pero tampoco pude lograrlo ya que la gravedad artificial de mi nave me lo impidió. Lo único que conseguí fue un espasmo en el cuello que me tuvo inmovilizado durante una hora. Entonces me di cuenta de lo difícil que era quitarse la vida en una nave espacial cuya misión era vigilar la aproximación de extraterrestres a nuestra galaxia. En efecto, dentro de la nave no había nada cortante ni punzante. En una palabra, no había nada con que quitarse la vida. Incluso las palancas de mando estaban fabricadas de un material de plástico flexible. Entonces traté de cortarme las venas con la espina de un pescado, pero ésta se disolvió en mis manos apenas la tuve cierto tiempo cogida entre mis dedos.

Sólo me quedaba un recurso para arrancarme la vida: dirigir mi nave hacia la Zona N. Dé modo que me dirigí al control de mandos y maniobré la palanca de dirección hacia dicha zona. Luego me dispuse a apretar a fondo el dispositivo de aceleración.

¡Ding! Una campana anunció la llegada de una cáp­sula.

Miré por una de las escotillas, pero no pude observar nada ya que los cristales de éstas estaban empañados por la niebla condensada del espacio. Me puse a espe­rar, y viendo que no aparecía nadie, me desesperé. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando al cabo de unos instantes vi aparecer por la escotilla el rostro de ella. Mi mente explotó en mil fragmentos, cada uno de los cua­les contenía su propio incoherente pensamiento.

Esta vez ella es una realidad. No, no lo es, tú la creaste con tu mente. Eres un auténtico asno. ¿Cómo has podido pensar que un ser viviente podía estar dentro de una nave espacial de las fuerzas aéreas del Es­tado? ¿Por qué no? Más difícil es admitir que una ca­marera del club de oficiales pudiera llegar hasta la nave dentro de una cápsula.

Finalmente llegué a la conclusión de que no debía aceptar aquello como una realidad. Entonces decidí lan­zar un disparo y arrojar a aquella mujer al negro vacío. Pero cuando me disponía a hacerlo, me fijé en unas letras escritas en el costado de aquella cápsula:


CONTENIDO: UNA PERSONA CONGELADA

Rigomundo, R. M.

124921 Hembra

Rango: Cpl.

Destino: Centinela N–47


En aquel momento sentí una humilde gratitud por la benevolente omnisciencia del Ministerio del Espació. Si Underhof hubiera estado presente, le habría besado. Apreté el botón de descongelación y esperé. Cuando hubo pasado cierto tiempo, la saqué de su cápsula y la in­troduje en mi nave. La deposité en mi litera y me puse a admirar la realidad de su presencia. Sus cabellos te­nían unos reflejos dorados en los que no me había fija­do antes.

Su respiración comenzó a acelerarse a medida que recuperaba el conocimiento. Para que estuviera cómo­da, le quité su vestimenta blanca congeladora. Debajo de la misma llevaba una túnica de una sola pieza que le cubría hasta la cintura. En la solapa derecha llevaba la insignia de su rango, y en la izquierda, el emblema del Departamento del Espacio. En el bolsillo derecho de su chaqueta estaba bordada esta palabra: COMPA­ÑERO.

Ella abrió los ojos y me miró.

Recuerdo que siempre pedía una bebida muy exó­tica –me dijo la hermosa muchacha.

Sí, era gatroxip –le contesté–. Se trata de la cer­veza típica de mi planeta natal.

También recuerdo que me pidió que fuéramos a la Luna.

Y se opuso, haciéndome recordar la ley que regula el compañerismo entre los miembros del Departamento del Espacio.

Sí, se trataba de la ley XR428–22–6389 –dijo ella sonriendo.

Pensé que una taza de café facilitaría nuestras rela­ciones, rompería el hielo entre ambos. Entonces me dirigí a la alacena donde se conservaban los alimentos, mientras le decía:

Supongo que esa palabra que lleva bordada en el bolsillo representa la respuesta del departamento psí­quico a la guerra hipnótica, ¿no es así?

Teniente, tiene usted enfrente a un miembro de primera clase del Cuerpo de Compañeros de las Fuerzas del Espacio Galáctico –me respondió.

Luego, me quitó las tazas de las manos y me dijo:

Ese trabajo me corresponde. ¿Prefiere leche o azú­car?

Ninguna de las dos cosas –le respondí mientras me daba cuenta de la forma en que sostenía las tazas.

Indudablemente se trataba de una muchacha tímida, pero, al mismo tiempo, una de esas mujeres eficientes junto a las cuales un nombre se siente tan inútil como un mono.

Se sentó frente a mí y se apartó los cabellos que le caían sobre sus hombros con el dorso de la mano.

También necesito saber cómo le gusta que le pre­paren los huevos, y si prefiere las camisas planchadas con almidón. No, no me diga nada, no hay ninguna prisa. Seré su compañera durante el resto del viaje espa­cial.

Sentí tanta alegría que me entraron deseos de po­nerme a dar saltos y a bailar. Luego le dije:

¿Sabe usted que aquí no existe probabilidad alguna de tener en cuenta la ley XR–428–226389 sobre segrega­ción de sexos?

La expresión de mi rostro fue tan lasciva al pronun­ciar aquellas palabras que el rostro de la muchacha en­rojeció súbitamente. Acto seguido, sacó un papel do­blado de su bolsillo y me lo entregó, mientras apretaba los labios.

Espero que esto le quitará las ganas de bromear.

Aquel documento decía que el comandante en jefe, en representación del jefe de la flota ordenaba lo siguiente: «Por la presente declaro que hay estado matrimonial entre los siguientes miembros del personal: caporal Rose Mary Rigomundo y teniente Egbert Marsh, hasta que la muerte los separe y a menos que haya otra con­traindicación. Contraindicaciones: ninguna.»

Volví a doblar el papel. A pesar del tono oficial en que estaba redactado aquel documento, aquel matrimo­nio tenía cierto aire de misterio, alguna cosa oculta que aún no había sido revelada. Vi que ella me miraba con cierta ansiedad en su rostro.

Se trata –dijo– de una especie de procedimiento estándar que sólo es efectivo durante nuestro vuelo..., pero..., debo insistir en que soy una mujer educada a la antigua en el seno de una familia muy honesta y re­ligiosa. Y ahora, si tiene la bondad de volverse de espal­das, estaré dispuesta para acostarme.

Hubiera sido absurdo oponerse a aquella situación, máxime después de haber leído aquel documento ofi­cial. Me volví de espaldas para que ella se desnudara.

Supongo que echará de menos el esquí –le dije.

¿Qué le hace pensar que yo esquío? –me preguntó.

Sus palabras me dejaron confuso.

Bueno... yo... la verdad... me lo había imaginado al ver sus musculosas piernas.

Estas son las piernas de una camarera. Yo no esquío.

Pero... es que Underhof me dijo que usted es­quiaba.

Me volví, oyendo el eco de mi voz como si estuviera solo en la nave.

¿Underhof? ¿Quién es ese hombre?

Es... bueno... se trata de un oficial que trabaja en el departamento psíquico. Me dijo que había ido a esquiar con usted.

La hermosa muchacha avanzó hacia mí y rodeó mi cuello con sus brazos.

Eso se lo dijo para impresionarle. Nunca he tenido una cita con ningún hombre de ese departamento. Son muy presuntuosos.

Había olvidado cuan delicadas eran las mujeres y cuan perfectamente se adaptaban a los hombres. Apreté mis labios contra la suave piel de su cuello y pensé en la prueba a que me había sometido la otra mucha­cha. Se trataba de una prueba que yo no podía ganar. Si Rose Mary conseguía aprobar el test, se marcharía. Y de lo contrario, también. Pero en este último caso, de una manera sangrienta...

¿Seguro que no es usted una fantasía? –le pregun­té para estar convencido del todo.

Querido, si fuera una fantasía, ¿crees que estaría­mos aquí discutiendo?

Se trataba de una lógica femenina bastante defectuo­sa, pero pronto me di cuenta de dicho defecto. El cere­bro que ha creado la creencia en una mujer con el fin de disponer de ella misma, podía crear asimismo otra creencia en otro ser. Y si mi creencia requería el apoyo de cápsulas congeladas, uniformes y órdenes oficiales de matrimonio, entonces todo ello debería estar inclui­do en mis creencias.

Empecé a darme cuenta de lo que Underhof quiso decirme al referirse a los efectos colaterales. El no creer en la realidad no era diferente que creer en la ilusión.

Mis pensamientos comenzaron a girar en mi mente igual que los de Hamlet en aquel momento de indeci­sión.


Al día siguiente murmuré:

Algunas veces es necesario perder la mente con el fin de permanecer sano.

No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

Oculté mi nariz en su hermosa cabellera y le dije:

¿Qué tenemos para desayunar?

Huevos batidos, mermelada, flapjacks, salchicha ahumada, jugo de naranja y café. ¿Qué tal te suena esto?

Me suena a un excelente desayuno. Exactamente a un desayuno que en este momento tenía en la mente –le respondí riéndome.

Y reí.

Y...

¿Reí?