BICÉFALO.
El
mar te llama, Libelú. Ha rugido como nunca. ¡Vuela! ¡Vuela! Sobre
las montañas, que Rojo-Luz te sigue desde el cielo.
En la
mañana, entre nubes de amoniaco y una luna carmesí, la
niña-libélula surgió de las colinas y se precipitó hacia la
playa. Sintió escalofríos cuando sus pies acariciaron la arena.
Las esferas de sus ojos se fijaron en aquellos paracaídas que se
mecían en las olas.
Ten
cuidado Libelú. ¡Es enorme! No es como la medusa del lago, la que
ha herido al pez, el de dos cabezas. ¿No lo entiendes? Ya no paseas
en el valle. Estás al otro lado de las montañas. Mira, en la arena:
se ha arrastrado hacia la hierba. Sigue las huellas Libelú,
síguelas.
La
libélula persiguió las huellas a saltos y a aleteo.
* * *
Tumbado
en la maleza, el astronauta se asfixiaba en esa atmósfera de azufre.
Se había quitado la escafandra, que permanecía enganchada al
cuello del traje, y se golpeaba la cabeza contra ella, mientras
boqueaba en vano para llevar aire a los pulmones.
La
niña alada, erguida ante el viajero agónico, escrutaba el cuerpo
del astronauta.
¡Es
un pez, Libelú! ¡Es de dos cabezas! ¡Igual que aquel! El del
valle. El que ha abandonado el lago para huir de la medusa.
El
astronauta abría la boca, gemía a cada bocanada. Chocaba la cabeza
contra el casco, una y otra vez.
Estás
al otro lado de las montañas, Libelú ¿No lo entiendes?
La
niña se inclinó y acarició la escafandra, luego la mejilla del
navegante.
Es
del mar, de allí ha salido, Libelú.
Entonces,
la pequeña insecto, de un salto y de un aleteo, se paró ante los
pies del astronauta. Lo tomó de las botas y tiró de él.
¡Jala, Libelú! ¡Jala! Hunde tus talones. ¡Debes salvarlo como al
pez de la laguna! ¡Llévalo hasta el mar! ¡Lejos de la medusa!
¡Llévalo antes que muera! ¡Jala Libelú, jala!
Mira
al cielo y pídele a Rojo-luz por él. Ella lo salvará, como al otro
pez.
FIN.