domingo, 1 de mayo de 2022

Un Húmedo Paseo D. Etchinson




Un Húmedo Paseo
D. Etchinson


Las letras se mostraban casi ardientes en la noche:

CERVEZA DE BARRIL

El trabajoso ritmo de la cojera de Spane le llevó cerca del callejón que se extendía más allá del rótulo. Se detuvo el tiempo suficiente para pasarse una sar­mentosa mano por la crecida barba y para enjugarse el sudor que le impedía ver.
Un hombre con muletas debe aprender a hacer cien de tales movimientos cada día de su vida, pero para Spane llegaba a ser una verdadera lucha en aquellas horas de la noche, complicada por la cantidad de vino que había ingerido y por el hecho que solamente poseía una muleta con la que poder maniobrar, y una sola mano. Pero siguió adelante. Apretó los dientes, como si fuesen eco de la firme determinación que al­bergaba en su pecho, y avanzó más.
Tenía un trabajo que hacer, y, ¡por Dios!, que lo haría.
Cuando pasó bajo el rótulo, las letras reflejaron su rojizo color sobre sus brillantes rasgos y sobre la hú­meda superficie del pavimento, haciendo relampaguear en rojo los charcos de agua. Spane miró su crispada mano y vio en el sudor que la cubría un borroso re­flejo de sangre aguada, cuando sonó un grito:
—¡Eh, viejo!
Las luces de los coches que pasaban de largo en el extremo del callejón iluminaban la calle de vez en cuando, formando profundas sombras que avanzaban hacia él a lo largo de las filas de bidones de desper­dicios que ocupaban la parte trasera de las casas.
Súbitamente, se movió una sombra.
Spane sintió una sacudida en el hombro cuando se movió para llevarse su otra mano a la frente, pero ya no estaba allí. «¡Maldita sea!», murmuró silenciosamen­te en algún punto situado entre la ácida respiración y las turbulentas aguas de su inconsciente. Pero su cuerpo nunca olvidaría, y él lo sabía. Moriría tratando de al­canzar algo que no estaba allí, alcanzar algo con un brazo que ya no existía.
Excepto en los negros espacios de su memoria.
—¡Eh, tú!
Se frotó los cerrados ojos mientras el sudor goteaba desde las arrugas como sucias gotas. «Concéntrate.» Tenía que saberlo. Había llegado hasta allí, casi tres millas a través de la ciudad, y a pie, y ahora tenía que saberlo.
La sombra saltó desde el muro que había entre dos bidones de basura. El viejo entornó los ojos un ins­tante para ver aquella figura que, como un murciélago, agitaba los brazos.
Cerró con fuerza los ojos, como si crispase ambos puños. ¡Tenía que estar seguro! La visión momentánea había sido débil, atravesando la ciudad, y ahora, si es­taba en lo cierto, si por fin le había encontrado, sen­tiría saltar aquella chispa en aquel lugar especial que había en la parte posterior de su cerebro, donde siem­pre la sentía cuando estaba seguro, y entonces «lo sabría».
—¡Ehhh!
Una mano le agarró repentinamente.
Tembló tratando de desembarazarse de ella. «¡No debo perder este pensamiento!» Sus temblorosas meji­llas protestaron antes que sus labios pudiesen for­mar las palabras: «No..., no debo perderlo..., ahora».
—¡Hola, viejo!
Unos pies que se arrastraban se detuvieron a su espalda, y la mano fuerte y poderosa le agarró por el cuello.
El puño de Spane soltó la muleta y golpeó la noche ante él, frente a su rostro, a la vez que lanzaba un gru­ñido animal que surgió desde lo más profundo de su garganta.
La anciana dio un rodeo para situarse frente a él cuando Spane vacilaba intentando de nuevo asir su mu­leta. La mano de la mujer no abandonó su cuello y le sostuvo en pie.
Hubo un temblor de carne cuando su rostro se sere­nó repentinamente, y al fin pudo ver mejor y escuchar el sonido de los cláxones de los automóviles en las calles de la ciudad, más allá del callejón. Su respiración fue más normal, cayendo en la resignación.
—¡Me has hecho «perderlo»! —gruñó.
—Vamos.
El voluminoso cuerpo de la mujer se volvió y la carnosa mano y el cuello que sostenía se volvieron con ella, impidiendo a Spane ver las sombras del callejón.
Se daba cuenta que le guiaban subiendo los rajados escalones de piedra de la entrada posterior de un bar, y en aquel momento la punzante podredumbre de la mujer le envolvió totalmente, superando incluso el olor de su propia y fétida respiración. Pero él cono­cía los olores dulces del bar, tan bien como si fuesen suyos, y no oyó el crujir de los tablones del vestíbulo por donde la mujer le llevaba, ni tampoco se le ocurrió pensar en las intenciones de la mujer, ya que él las conocía perfectamente bien y éstas eran cosas que para él no tenían la menor importancia. Pensaba, con abru­madora melancolía, solamente en su presa, en lo que había dejado escapar allí atrás, en el callejón.
La mujer le llevó hacia la izquierda y luego a la derecha, a lo largo del pasillo que olía débilmente a orina. Luego le soltó y le empujó hacia una silla de madera.
—Ahora...
La mujer se dejó caer en su desvencijada silla, al otro lado de la mesa, frente a él, al mismo tiempo que la puerta de entrada aún se movía a impulsos del viento.
—Cuéntame sobre los rockets..., y sobre la gente.
Spane sintió que crujían las articulaciones de su es­palda cuando se irguió para protestar, y para irse, pero entonces su cuerpo se aflojó y decidió acompañar a la mujer, al menos durante un rato. Vio cómo la mano de ella se introducía bajo su distendido jersey para alcanzar la botella. Escuchó voces femeninas de los cercanos cuartos y el ritmo de la música electrónica que procedía del piso de más abajo, y suspiró hondo, apoyándose en su sucio brazo y sobre la cochambrosa mesa donde lo apoyaba. La mujer era demasiado pode­rosa para luchar con ella. Cerró los ojos y sintió que su mente retrocedía en el espacio cuando el vino atra­vesó su cuerpo.
Pero se repuso a tiempo. Cuando alzó la cabeza, Zenna estaba llenando de nuevo los vasos de plástico que había sobre la mesa.
Sin embargo, él sabía que aquella noche no debía beber más. No hasta que hubiese hecho lo que tenía que hacer. Para ello había recorrido aquel largo cami­no. Esperaría, simulando beber con ella, hasta que ella cayera dormida, como siempre hacía, y entonces él descendería por las escaleras.
—¿Bien...?
La mujer dejó un vaso de whisky barato en su mano. Al percibir el fuerte aroma del licor, él comenzó a ponerse en pie. Al mismo tiempo, sus ojos quedaron prendidos, cuando volvió la cabeza, por el espectáculo que ofrecía el cielo nocturno desde la ventana de aquel segundo piso. Y allí estaban las estrellas.
Durante un momento recordó el aspecto que tenían las estrellas desde el «Deneb», y parpadeó, sintiéndose un tanto relajado ante el pensamiento de contarle a ella, o a cualquiera, lo que había sido aquello. Satur­no: sobre Minas con sus círculos cortando el cielo. O cómo era Deimos, o Phobos.
Pero él sabía que ella no deseaba oír nada de aque­llas cosas, realmente no... Y la gente, había dicho ella. Eso era lo que siempre decía ella.
No importaba las veces que él le hablase sobre la catástrofe, porque ella jamás se cansaba de escucharle una y otra vez: la colisión partiendo a las dos naves casi por la mitad, y los supervivientes retorciéndose libremente en el espacio, girando sobre sí mismos como muñecos cósmicos en todas direcciones, mientras que su oxígeno se consumía lentamente y eran arrastrados hacia algún increíble y extraño sol.
Los que tenían trajes espaciales. Sí, aquello era lo que a ella le gustaba más escuchar, y él estaba seguro de esto. Era la forma en que los menos afortunados en aquel horrible instante, cuando la coraza protectora de las naves se hizo pedazos y la noche les alcanzó en una milésima de segundo..., aquello era lo que ella de­seaba escuchar, por supuesto, y él sentía en aquel ins­tante que todo su cuerpo quedaba como abrumado por una ola de náuseas.
Tomó asiento, fijando sus ojos en la calle, cuando un único pensamiento quedó fijado en aquella estancia y en aquella desagradable mujer.
No había olvidado.
La miró fatigosamente. La mujer ya estaba sirviendo otra ración de licor.
—Toma..., bebe... Bebamos por tu felicidad.
Cuando él no se movió, ella miró en dirección a su vacío hombro, que se hallaba más cerca del vaso que su brazo derecho, y añadió:
—Tienes que olvidar todo eso, ya lo sabes.
Los ojos del hombre, unos ojos enrojecidos y can­sados, se entornaron. Desde la parte baja del piso lle­gaba el ruido de la música de baile, y el pie de Zenna comenzó a golpear sobre los tablones del pavimento siguiendo el ritmo. «Sí —pensó él sonriendo amarga­mente—, tengo que olvidarlo todo, pero, ¿por qué?»
—¿Por qué no me dejas solo?
La pregunta se la hizo tanto a la mujer como a aquella molestia que sentía allí donde debía estar su brazo. Hizo un gesto de dolor, recordando durante un segundo cómo había ocurrido aquello, al saltar libre­mente del «Deneb», al mismo tiempo que su línea salvavidas se alejaba en compañía de su brazo todavía su­jeto a ella y a la vez que su traje reventaba y sus ojos se abrían desmesuradamente con horror tras el cristal protector. Y durante todo aquel tiempo fue hundién­dose en la inconsciencia, convirtiéndose los segundos en eternidades bajo los rayos del implacable sol, escu­chando a través del espacio a las almas muertas de los otros ciento treinta, gritando silenciosamente la agonía de los moribundos, y él también gritando dentro de su propio cráneo. (Ellos no habían sabido, cuando le acep­taron las Fuerzas Espaciales de los Estados Unidos, el paso de su madre a través de la Hallendorf Barrier, camino de la base de Venus, en su séptimo mes, ni de la proyección que así había estimulado el desarro­llo de la parte posterior de su cerebro. Más tarde, cuando se descubrieron al azar los niños, en su fantás­tico talento, se bautizaría con un nuevo nombre al tele­poder, el Barrier declarado lugar prohibido «hasta un nuevo estudio», y los médicos comenzarían su inútil intento de buscar el rastro de los miles de niños naci­dos en la base. Ahora, con una segunda generación ya inminente, permitirían que se debilitaran sus mentes. Pero no Spane, él conocía aquella maldición y no la olvidaría.)
Los nervios de su hombro sufrieron un espasmo cuando pensó olvidarlo por billonésima vez en veinte años... «¡No tengo derecho a olvidarlo! ¡No puedo permi­tirme el olvidar!» Ni siquiera aunque lo deseara...
Y, justamente en aquel instante, sintió que saltaba una chispa en algún punto de la parte posterior de su cerebro, y supo que jamás sería capaz de olvidar.
—Tú..., viejo..., eres un veterano... Sabes que el Go­bierno pagará para arreglarte ese brazo tuyo. ¿Por qué no...?
Spane cerró los ojos con fuerza.
La luz le hirió en su interior.
Ahora ya no trataba de concentrarse, sino de so­portar la señal que ascendía agudamente en espiral al taladrar la parte posterior de su cerebro.
Lo había encontrado al fin. La presencia del otro era tan intensa...
—Te pondrás bien...
Su mentón se ciñó al pecho cuando el esfuerzo men­tal presionó con más profundidad, una ultrafrecuencia que solamente él podía escuchar, y luego se esfumó. Pero la involuntaria señal del otro había sido ya reci­bida. Su cabeza y mente volvieron a la superficie. Se dio cuenta una vez más del ritmo que sonaba bajo sus pies.
—Te pagarán ese estropicio...
Las palabras que estaba pronunciando la mujer, y que le hubiesen encolerizado hacía unos momentos, ahora sonaban con tono que él escuchaba con enorme indiferencia.
Asió la esquina de la mesa entre su dedo pulgar e índice y echó la silla hacia atrás, buscando su muleta.
—Ahora, tú..., debes seguir lamentándolo por ti...
La mujer hablaba con tono de borracha y sus ojos se clavaban fijamente en la sucia superficie de la mesa, al mismo tiempo que sus gruesos dedos acariciaban incesantemente su vaso.
Spane apoyó el extremo de su muleta sobre tos ta­blones del pavimento y avanzó hacia la puerta.
—¡Eh! Un minuto..., aún no has terminado...
Spane logró entreabrir la puerta.
—Ni siquiera has empezado... No me has contado nada sobre aquellas personas...
El rostro de la mujer se contorsionó en surcos de carne en pliegues y añadió al cabo de un silencio:
—¡Sí...! Eso es lo que quiero escuchar, quiero oír algo más acerca de aquellos tipos nadando como peces en la oscuridad...
El vaso de la mujer se volcó sobre la mesa.
Spane se hallaba casi en el umbral de la puerta. La mujer logró ponerse en pie y avanzó vacilando. Sus rollizos brazos lucharon para sostenerse entre el borde de la puerta y la pared, y cuando hizo un nuevo inten­to de dar otro paso, solamente la mitad de su cuerpo pudo salir al vestíbulo.
Apoyándose contra la pared, Spane gruñó algo inin­teligible y alzó la muleta, amenazando a la mujer. Abrió la boca y bramó coléricamente:
—¡Zenna!
La mujer le miró desmayadamente. Su atención se redujo totalmente, al igual que sus fuerzas físicas, cuan­do cayó lentamente al suelo, murmurando:
—Sí... ¿Quién te necesita? De todas maneras, eres un viejo inútil. Probablemente, jamás has estado en tu vida a bordo de un proyectil... Sí..., desde luego que sí...
El hombre se volvió cuando la mujer escupió hacia él. Luego, reanudó su camino hacia las escaleras.
—Sí... —dijo la mujer, a la vez que su voz se perdía ya en el interior de la estancia—. ¡Al diablo contigo!
Y, cuando se cerró la puerta, la mujer lanzó su última exclamación:
—¡Vete al infierno!
Spane inclinó la cabeza, respirando pesadamente, y reanudó su avance hacia la puerta trasera del edificio.
Dos soldados pasaron por su lado, conducidos por dos muchachas que ansiaban que los hombres subiesen la escalera.
Spane no alzó la cabeza, sino que continuó prestando atención a su propio avance, hasta que tropezaron con él deliberadamente.
—Bien... ¡Miren quién ha venido por más...! —gritó una de las muchachas por encima del ruido de la mú­sica sintética.
La muchacha combó una cadera, apoyando una mano sobre ella, y luego se movió insolentemente, cruzando ambos brazos sobre sus generosos senos, añadiendo:
—¡Es Spane, el cojo!
—Vamos, Rena —dijo la otra muchacha, a la vez que empujaba a su joven soldado hacia arriba.
Spane vio la insignia de las FEUSA sobre sus uni­formes y, repentinamente, sintió una enorme melancolía en su interior.
—¿Y qué le parece a Spane si hace un poco el amor...? Apuesto a que tu Zenna aprendió más de dos cosas con esa muleta tuya...
La muchacha se arrojó sobre él, murmurando pala­bras obscenas, simulando ofrecerle sus brazos y la ba­rata fragancia que despedía su chillón vestido de pro­fesional.
Spane sintió una enorme repugnancia, y un amargo agradecimiento por haber podido lograr el bloqueo de sus pensamientos y los de Zenna, así como los pensa­mientos de los demás, los de las masas de no telépatas que le rodeaban. Había costado años, pero su cerebro había desarrollado una especie de costra para prote­gerse a sí mismo tras aquel horror del consciente flo­tando con los restos de las naves en el asteroide Marte-Júpiter, recibiendo la muerte de cada uno de los demás como si fuese la suya propia. Pero no volvería a ocu­rrir más.
Apartó a la muchacha con su brazo derecho y avanzó hacia el exterior.
Se desvanecieron tanto la risa de la muchacha como la cacofonía de los ritmos del baile, cuando de nuevo oyó el siseo de los neumáticos de los automóviles que rodaban sobre las húmedas calles.
Una ráfaga de viento le azotó y sintió que la ne­blina se fijaba en sus ojos. Vaciló un instante.
Y allí...
Allí, en la oscuridad, distinguió un movimiento.
Dio un paso.
Cojeando.
Súbitamente, sonó el ruido de un bidón que se vol­caba.
Spane enfocó su mente.
Algo saltó al callejón, y su silueta se recortó bajo la luz de los faros de un coche que pasaba de largo.
¡Aaaaahhhhh!
Se esforzó más la mente de Spane. Era la señal de una mente como la suya, que no podía cerrar.
¡Aaaaayyyyy!
Hizo un esfuerzo para dar otro paso. Forzó sus ojos en la oscuridad, y entonces...
Sonó un fuerte siseo.
Pasaba otro coche por la calle, y allí, durante un instante, reflejando chispas de luz, estaban los ojos aterrorizados de...
Spane dio otro paso más.
«¡Dios! —pensó Spane—. Los ojos..., son muy peque­ños esta vez.»
La figura se quedó congelada como un gato sorpren­dido. Los ojos se cerraron.
«Espera.»
Spane pronunció la palabra mentalmente.
Dio dos pasos más.
Era solamente un muchacho que no tendría más de ocho o nueve años.
«Mira», pensó Spane. Vio los cautelosos movimien­tos, como los de un gato atemorizado, una criatura supersensible, con sentidos tan agudos, que había apren­dido a evitar a la gente, a la gente cruel, con sus vicios y pensamientos de horror.
El muchacho le miró, confundido. Tenía subido el cuello de piel de su chaqueta y en una enguantada mano sostenía la pelota de caucho con la que estaba jugando. Se abrió su boca, pero de su garganta no surgió ningún sonido, claramente inseguro sobre lo que debía hacer al enfrentarse a otro igual por vez primera en su vida joven.
«No temas.»
«Mira —pensó Spane—, ya aprendió que debe evitar las calles, las multitudes, su propia casa y a la gente que no piensa y que vive en ella. Pero, ¿sabe él lo que le sucederá, cómo va a ser aquello? Todos los días hay un incendio, un accidente en la cercana carretera, la agonía de la disputa de dos enamorados borrachos que termina a cuchilladas o en algo aún peor, y cada vez, cada momento, un hombre es golpeado y dejado que se desangre en un callejón como éste..., o un bebé mue­re chillando en un baño de agua hirviendo, o nace..., a cada minuto, a cada minuto él será esa persona. Sabrá antes que tenga catorce años lo que es ser un hom­bre que sufre hasta el extremo de pedir que le maten para acabar con sus sufrimientos. Y él no podrá dete­ner el proceso. Algún día podrá aprender a cerrar su mente, pero eso le costará años y más años. Y por en­tonces ya se habrá vuelto loco.»
El muchacho le miró y sobre sus helados labios pa­reció esbozarse una sonrisa.
«¡Eh, señor! —pensó—. ¿Quiere usted jugar conmigo?»
Spane se detuvo a reflexionar.
«No sabe lo que es, porque si lo supiera se ma­taría.»
Entonces, experimentando un intolerable aburrimien­to, avanzó hacia el muchacho.
Contuvo la respiración durante un largo minuto.
Entonces...
Alzó su muleta en la noche y la hizo descender con todas sus fuerzas y tantas veces como pudo.
E inmediatamente..., los pensamientos del muchacho se desvanecieron.
Spane miró hacia el cielo de la noche. Sintió que entrechocaban sus dientes.
«Y aquél también —pensó—, aquél también.»
Y a continuación, el suave siseo del tráfico sonó tan lejos de él que fue como el suave ruido de una marea que tuviese lugar en alejadas costas, y dejando que la luz de las distantes estrellas se reflejara sobre el húmedo pavimento y sobre la inmóvil figura que allí abandonaba, Spane se fue a casa.