sábado, 2 de abril de 2016

SIMÉTRYKA.

SIMÉTRYKA.
Por
Hugo Rodríguez.

De espalda al rectángulo de la entrada, en la penumbra del cubículo, un hombre  de mono-traje y corbata permanece erguido. Lo acompaña una maleta de viaje, que flota a la altura de sus rodillas. La silueta del hombre se desdibuja en la sombra  y sólo  el ovoide pulido de su cráneo platea tenue. En el óvalo de su cara, también de plata, se cincelan dos ranuras como ojos y dos líneas como labios.  Desde las estrías de esos ojos contempla a aquella mujer recta frente al panel de la ventana. Adivina sus curvas  a través de la túnica que la cubre. Y la ve girarse:

- ¡Ah! Todavía ahí - le habla la dama, de cráneo oval, de tez de plata, de  ojos como ranuras y  labios como líneas -. Creí que te habías ido.
-No -responde él -.Quiero despedirme una vez más.

Deja que la mujer se le acerque lentamente, la ve deslizar los pies por el parqué hasta que los rostros se enfrentan.  La rodea con los brazos, la oprime y las mejillas se tocan:

-Regresá pronto -, le susurra ella al oído.
-Sí. Sólo faltaré unos días.

Y   en la luz mediocre del cubículo se estrechan los cuerpos largos. Se cotejan una vez más los óvalos pálidos de las caras. Se cierran los párpados y se fusionan los círculos de las bocas en un beso ecuánime.

La dama le acomoda la corbata, él se gira y le da la espalda. Da los pasos hasta el rectángulo de la entrada y lo atraviesa acompañado por la maleta. Su figura surge al vestíbulo: un pasillo angosto, monocorde, flanqueado por rectángulos opalinos.  Camina hacia el final del corredor, allí,  el umbral del variador de giro lo espera. 'Estacionamiento', vocaliza ante el umbral, lo traspasa y emerge frente a un ejército de autos-esfera, obscuros, iguales, que colman el lugar. Sus pasos repiquetean entre los vehículos hasta detenerse en uno de ellos. 'Traslucir', vuelve a vocalizar, y el esferoide le revela el interior: un asiento de pana frente a un tablero de control y una reducida butaca trasera. El hombre se arremanga los pantalones, se inclina y luego de traspasar la cubierta   se confía a la pana del asiento. Por el retrovisor ve a la maleta acomodarse en la butaca  posterior. 'Opacar' es la nueva instrucción y la esfera se poraliza. De todos modos, puede visualizar la miríada de globos autómatas que aguardan en el estacionamiento. 'Sonorizar´, articula ahora su garganta, y a sus oídos llegan monotonías relajantes que inundan la intimidad. 'Coordenadas 23E, 21U' y esa es la última orden antes que el paisaje uniforme del estacionamiento se remplace por el gris compacto del cielo. Desde las alturas, y a través del cristal esférico, divisa la ciudad: una cuadrícula interminable de cubos idénticos que se repiten hasta el horizonte. Se afloja  la corbata y entrecierra los párpados. La música relajante cumple su objetivo y el sujeto se adormila.

El velo cenizo del cielo aumenta la vaguedad uniforme de los cubos. Las alturas se tachonan de esferoides voladores y sus ocupantes se confían al juicio artificial de las máquinas.  La esfera se sacude una vez, dos veces y el hombre abre los párpados: las paredes se han oscurecido y ya no puede ver el exterior. Un nuevo temblor, más violento esta vez, lo desacomoda del asiento. Las líneas del  rostro se le tensan, corrige su postura y con dificultad manipula los controles. El vehículo repite las sacudidas, mientras una luz titilante se ha encendido entre los mandos. Aleja las manos.  Frunce el ceño y se toca la barbilla. Luego, retoma el manejo del tablero y pronto, la luz deja de titilar, para   apagarse después. Los temblores disminuyen y el sujeto serena la mirada. Ya no tiembla el vehículo, pero las paredes continúan opacas.  Inspira profundo y acciona una llave: los sonidos calmantes regresan y el cristal de la esfera se transparenta. Afuera, la capa de nubes continúa empalideciendo a los perpetuos cubos de la ciudad.

Abatido  en el asiento, contempla  el métrico paisaje urbano mientras su respiración se calma. Luego de unos minutos, recompone su apariencia y ajusta el nudo de la corbata: en el tablero, en una pantalla pequeña, han surgido las coordenadas dictadas al partir, '23E, 21U'. Balbucea una instrucción y  el arrullo musical ya no suena. El paisaje urbano se remplaza una vez más por el interior de un estacionamiento atestado de esferoides. Traspasa el vehículo y se dirige  hacia el variador de giro, pero detiene sus pasos por un momento e inclina la cabeza: la maleta no flota junto a sus rodillas. Regresa al  auto-esfera y el asiento posterior se encuentra desocupado. El sujeto panea la mirada por el recinto, revisa una vez más el interior del vehículo, se yergue, inspira y estira su traje. Retoma los pasos hacia el variador y atraviesa el umbral luego de pronunciar el número del nivel. Reaparece en un vestíbulo flanqueado de rectángulos opalinos; camina, mientras los coteja desde el surco de sus ojos. Se detiene ante uno de ellos y lo traspone entrando al aposento: el hombre  de mono-traje y corbata permanece erguido. Junto a sus rodillas, ahora flota la maleta de viaje y  aquella mujer recta frente al panel de la ventana se gira y le habla:

- ¡Ah! Todavía ahí. Creí que te habías ido.

Fin.


CARRUSEL


CARRUSEL DE MONJES ENMASCARADOS.

Por
Hugo Rodríguez.

Aquel sábado por la tarde, una tarde de otoño, había decidido regar la gramilla de mi jardín de entrada: un momento estimulante  para mi espíritu longevo.  La calidez y pasividad de la siesta me relajaba: el susurro de la avenida cercana, que no recibía mucho tránsito los sábados, y el traqueteo distante de un tren, me envolvían en un halo sosegado. Todo contribuía a una calma traviesa que invitaba a la distensión. A tal punto, que por un momento tuve la sensación de desvanecerme, de desvincularme del lugar. Pero pronto retomé el cuidado hacia el regadío. Son los años, pensé, me adormilo en cualquier situación. No pasó mucho, que volví a divagar y me entretuve con el saltimbanqui de luces que provocaban las gotas en el pasto: una miríada de perlas portadoras de micro-mundos de cristal, mundos habitados por ignotas civilizaciones, estrellas de un cosmos hogareño. Mi mente se alejaba y me recreaba con esa sensación. Ya sea por el susurro del goteo acaso, o por el rumor  de la avenida tal vez o quizás, la vibración del tren o como fuere, mi mente logró un punto de abstracción, tal que todo mi ser se separó de esa realidad y el entorno comenzó a desdibujarse lentamente, a cubrirse de sombras, a ennegrecerse hasta alcanzar la oscuridad más profunda. Intenté moverme, pero ni piernas, ni brazos respondieron a la orden: mi sistema motor se había paralizado, me encontraba por completo endurecido, imposibilitado de hablar o pestañear. No se trataba de pánico, que para esos momentos ya afectaba mi psiquis. No, algo me había petrificado, cegado y también ensordecido, porque mis oídos no percibían sonido alguno. En mi pecho  el corazón no latía, y lo más extraño  fue que mis pulmones no se henchían y además, no sentía necesidad de llevar aire a ellos. No había muerto, de eso estaba seguro. Mi mente permanecía lúcida, con todo, no acertaba en entender en qué lugar me encontraba. Inmóvil  y ciego, sólo podía pensar. Me concentraba en mi cuerpo, en mis extremidades  buscando alguna respuesta motora y todo era en vano. Aunque en ese lapso, algo se movió en mi pecho, gruñó con una voz cavernosa, un golpe que tardaba en apagarse: se trataba de  mi corazón, que latía, pero a una lentitud casi imperceptible. También sentí dilatarse a mis pulmones. Tuve la sensación pavorosa de que en mi tórax crecían unas esponjas pesadas;  rebosadas de líquido. Comprendí entonces, que mis pensamientos se movían a una velocidad y que el resto de mi humanidad, todo mi metabolismo, lo hacía con una lentitud pasmosa, inapreciable. 

¿Logré  este estado sólo con mi pensamiento? Una dudosa conjetura, una  hipótesis poco probable. Sin embargo, ¿cómo llegué aquí? Si es que permanezco en algún lugar. ¿Me trajeron? ¿Quiénes y por qué?  Me desbordaban las preguntas y me apabullaban las respuestas. La que más me aturdía, sin duda, era la de si volvería alguna vez a mi jardín. Logré una momentánea calma en mis neuronas y me concentré en la oscuridad circundante.  Advertí que no era completa: distraían a mis ojos unos pálidos reflejos verdosos, muy tenues por cierto. También comenzaron mis oídos a notar algunos rumores sólidos, ásperos, en esa oscuridad sin espacio. Parecían ronquidos o bostezos de gigantes perezosos, que se distanciaban y se acercaban ondulantes. Valla a saber: el lugar, de alguna manera, empezaba a componer cierta forma. Podía imaginarme alguna dimensión, nada más, aunque eso ya era algo. Entonces en ese esfuerzo por definir, vi, además de aquellas manchas verdes, unas formas ovales doradas que se acercaban, borrosas, imprecisas. Aunque adquirían más nitidez a medida que se aproximaban. Logré contar unas cinco, no, ocho, aunque iban en aumento, al menos eso me parecían.  Pasaron unos segundos y los óvalos dorados me circundaron: máscaras, se trataba de máscaras metálicas que asocié de inmediato con las que usarían en sus  rituales alguna  tribu exótica del África. No había orificios para los ojos ni para la boca. Pero sin duda los seres que se ocultaban detrás de aquellos velos de bronce, me miraban; me hablaban o quizás cantaban, porque por momentos sus voces sugerían letanías melodiosas. Con la llegada de esas formas encubiertas, más allá de aumentar mi intranquilidad, logré apaciguarme.  Mi mente se serenó  y mis pensamientos se focalizaron. De pronto controlé mi mundo íntimo. Prevaleció mi racionalidad al instinto reptil del miedo y alcancé cierta paz interior. No descarto, por supuesto, que todo ello lo indujera la cercanía de  los mascarones enigmáticos.  



Esos mascarones lucían, no sólo incógnitos, sino bellos. Apreciaba los detalles finos de las grabaduras y la sutileza de los bordes, porque giraban lento a mí alrededor, muy despacio en una suerte de danza a un tempo largo. Había grabados en el metal, dibujos geométricos, fórmulas de una matemática inaccesible, leyendas, historias, sabiduría. Me resultaba diáfano  aquel carrusel de monjes de otro mundo, sin embargo, no conseguía interpretarlo. Permanecía incomprensible para mi cerebro escueto. Deseaba acercarme a ellos, tocarlos, aunque impedido de todo movimiento, resultaba imposible lograrlo. Tantas preguntas para plantearles: ¿Por qué me trajeron? ¿Dónde estaba? Quizá me mantenían inmóvil por temor a que los dañara y  sentía una enorme curiosidad por conocerlos. Esperaría, ellos decidirían el momento para comunicarse. Aguardé y contuve mis ansias. Advertí entonces desde mi centro, que esas máscaras en ronda ocultaban  rostros, caras adheridas a cráneos que se apoyaban en hombros y cuerpos velados  por  togas largas,  túnicas delicadamente bordadas extendiéndose  más allá de los pies. Suponía  que debajo de esas túnicas se ocultaban anatomías humanas, figuras alongadas, altas, viejas, elegantemente viejas.  Algunas de las túnicas lucían filigranas delicadas, plásticas, de suaves tonos pasteles. En los diseños repetían las fórmulas y dibujos de los mascarones.

La ronda lánguida se detuvo y las máscaras comenzaron a mirarse. Cambiaron la melodía de sus susurros, al mismo tiempo que alteraban los tonos y giros melódicos.   No dejaba de suponer que lo que oía era música y no obstante hablaban. Conversaban en su lenguaje melodioso.  Aunque en su parloteo no trataban de mí y  en ese momento se afirmó  una perspectiva en mi mente: la posibilidad de no  encontrarme  en ese recinto exótico, ambiguo y hermético. Existía la opción de que aún permaneciera en mi jardín. Estos caballeros enigmáticos no serían los responsables de trasladarme a su mundo, sino, quizás por la fuerza de la abstracción, yo había traído a estos señores al cosmos pequeño de mi  jardín.  No me veían ni  percibían;  los espiaba.  Presenciaba desde mi inmovilidad, cómo transcurría ese ritual majestuoso, apesadumbrado, espiritual. 

La rueda volvió a girar. El desfile de los monjes, una vez más, se sucedía lentamente ante mis ojos congelados. Pude notar que la ronda se desplazaba, que comenzaba a orbitar erráticamente y poco a poco me dejaba fuera de su centro. De manera tal que se daría la probabilidad de que uno de los monjes enmascarados chocara contra mí si se mantenía la formación y que al parecer así sería, dado que no había señales en lo cófrades de contactar conmigo. Se afirmaba, entonces la idea de mi 'no presencia' en el ritual.  Algo parecido a la  desesperación se adueñó de mi corteza cerebral, al ver de soslayo que una máscara y su túnica y el cuerpo escondido flotaban en mi dirección.  Chocaríamos. Sucedió lo inesperado que no hizo más que reafirmar mi suposición de 'no estar' en el lugar: la esbelta figura del monje atravesó como un aura, como un ente incorpóreo por mi cuerpo rígido. Y en ese instante sin tiempo,  en el que permaneció el ser dentro de mí, recibí las más notables revelaciones, una infinitud de conocimientos: la gran enciclopedia galáctica.  Comprendí su dialecto: un lenguaje complejo y rico en figuras idiomáticas que se referían  a historias épicas o espirituales para explicar intrincados algoritmos matemáticos y fórmulas químicas.  Resolví los enmarañados jeroglíficos de su escritura labrados en las máscaras y comprendí la cimentación esplendorosa de su cultura: mística y ciencia, religión y sabiduría. No cultivaron la guerra, no conocieron la destrucción, sólo un continuo progreso del espíritu y de la razón a través de  milenios de  civilización. Arte, ciencia y religión amalgamados en un todo cósmico.

Sin poderme girar pude, de todos modo, percibir que aquella ronda astral  se alejaba y se diluía a mi espalda. Volví a mi parálisis física, solitario en ese limbo anacrónico. No obstante, mi espíritu era otro. Había plenitud en mi alma, sosiego. Había alcanzado lo que de seguro ningún humano había logrado: conocimiento cósmico. Misterios nuevos. Elevación. Comprendí el sentido de la existencia, la respuesta a ¿Por qué estamos aquí? O ¿Para qué? Y la respuesta es tan clara como una gota de agua o tan compleja como la misma gota: no existe una razón, un motivo, simplemente hay que crearlo. No hay un destino, hay que forjarlo. Nadie espera por nosotros porque no tenemos un lugar a dónde llegar, hay que buscarlo es algo que tenemos que decidir. Como lo decidieron ellos, los monjes que me atrevía a espiar. Esos seres de una belleza ancestral y de una sabiduría que no vacilaron en compartir, y  no dudo, que anexé sus ciencias porque sus mentes y almas estaban abiertas. Así eran ellos: solidarios con la sabiduría, fraternos con sus creencias, seguros de adonde iban.

Los rumores quebradizos y aletargados que ambientaban la penumbra, las manchas verduscas y los aromas acres, resultaron ser, como lo suponía, la realidad diluida de mi cotidianidad: el rumor del tren lejano, la avenida, el regadío, sólo que esa realidad se movía a un tiempo propio, mucho más lento que mí ser. De a poco recobré mi movilidad, mi respiración y los latidos. De a poco, también se completaba el ambiente urbano. Por fin, percibí las gotas en la gramilla y dejé de regar. Mi espíritu añoso había experimentado más que un momento  edificante o mejor dicho, sí se trató de un momento, un micro instante dónde se resumió todo el anhelo de una civilización afanosa por el conocimiento místico-científico. Queda para mí reflexionar qué hacer con toda la luz vertida en mi razón y en mi alma. Necesitaré, sin duda, algunos momentos más de regadíos minuciosos.     


Fin.