CARRUSEL DE MONJES ENMASCARADOS.
Por
Hugo Rodríguez.
Aquel sábado por la tarde, una tarde de otoño, había
decidido regar la gramilla de mi jardín de entrada: un momento estimulante para mi espíritu longevo. La calidez y pasividad de la siesta me
relajaba: el susurro de la avenida cercana, que no recibía mucho tránsito los
sábados, y el traqueteo distante de un tren, me envolvían en un halo sosegado.
Todo contribuía a una calma traviesa que invitaba a la distensión. A tal punto,
que por un momento tuve la sensación de desvanecerme, de desvincularme del
lugar. Pero pronto retomé el cuidado hacia el regadío. Son los años, pensé, me
adormilo en cualquier situación. No pasó mucho, que volví a divagar y me
entretuve con el saltimbanqui de luces que provocaban las gotas en el pasto:
una miríada de perlas portadoras de micro-mundos de cristal, mundos habitados
por ignotas civilizaciones, estrellas de un cosmos hogareño. Mi mente se
alejaba y me recreaba con esa sensación. Ya sea por el susurro del goteo acaso,
o por el rumor de la avenida tal vez o
quizás, la vibración del tren o como fuere, mi mente logró un punto de
abstracción, tal que todo mi ser se separó de esa realidad y el entorno comenzó
a desdibujarse lentamente, a cubrirse de sombras, a ennegrecerse hasta alcanzar
la oscuridad más profunda. Intenté moverme, pero ni piernas, ni brazos
respondieron a la orden: mi sistema motor se había paralizado, me encontraba
por completo endurecido, imposibilitado de hablar o pestañear. No se trataba de
pánico, que para esos momentos ya afectaba mi psiquis. No, algo me había
petrificado, cegado y también ensordecido, porque mis oídos no percibían sonido
alguno. En mi pecho el corazón no latía,
y lo más extraño fue que mis pulmones no
se henchían y además, no sentía necesidad de llevar aire a ellos. No había
muerto, de eso estaba seguro. Mi mente permanecía lúcida, con todo, no acertaba
en entender en qué lugar me encontraba. Inmóvil
y ciego, sólo podía pensar. Me concentraba en mi cuerpo, en mis
extremidades buscando alguna respuesta
motora y todo era en vano. Aunque en ese lapso, algo se movió en mi pecho,
gruñó con una voz cavernosa, un golpe que tardaba en apagarse: se trataba
de mi corazón, que latía, pero a una
lentitud casi imperceptible. También sentí dilatarse a mis pulmones. Tuve la
sensación pavorosa de que en mi tórax crecían unas esponjas pesadas; rebosadas de líquido. Comprendí entonces, que
mis pensamientos se movían a una velocidad y que el resto de mi humanidad, todo
mi metabolismo, lo hacía con una lentitud pasmosa, inapreciable.
¿Logré este
estado sólo con mi pensamiento? Una dudosa conjetura, una hipótesis poco probable. Sin embargo, ¿cómo
llegué aquí? Si es que permanezco en algún lugar. ¿Me trajeron? ¿Quiénes y por
qué? Me desbordaban las preguntas y me
apabullaban las respuestas. La que más me aturdía, sin duda, era la de si
volvería alguna vez a mi jardín. Logré una momentánea calma en mis neuronas y
me concentré en la oscuridad circundante.
Advertí que no era completa: distraían a mis ojos unos pálidos reflejos
verdosos, muy tenues por cierto. También comenzaron mis oídos a notar algunos
rumores sólidos, ásperos, en esa oscuridad sin espacio. Parecían ronquidos o
bostezos de gigantes perezosos, que se distanciaban y se acercaban ondulantes. Valla
a saber: el lugar, de alguna manera, empezaba a componer cierta forma. Podía
imaginarme alguna dimensión, nada más, aunque eso ya era algo. Entonces en ese
esfuerzo por definir, vi, además de aquellas manchas verdes, unas formas ovales
doradas que se acercaban, borrosas, imprecisas. Aunque adquirían más nitidez a
medida que se aproximaban. Logré contar unas cinco, no, ocho, aunque iban en
aumento, al menos eso me parecían.
Pasaron unos segundos y los óvalos dorados me circundaron: máscaras, se
trataba de máscaras metálicas que asocié de inmediato con las que usarían en
sus rituales alguna tribu exótica del África. No había orificios
para los ojos ni para la boca. Pero sin duda los seres que se ocultaban detrás
de aquellos velos de bronce, me miraban; me hablaban o quizás cantaban, porque
por momentos sus voces sugerían letanías melodiosas. Con la llegada de esas
formas encubiertas, más allá de aumentar mi intranquilidad, logré
apaciguarme. Mi mente se serenó y mis pensamientos se focalizaron. De pronto
controlé mi mundo íntimo. Prevaleció mi racionalidad al instinto reptil del
miedo y alcancé cierta paz interior. No descarto, por supuesto, que todo ello
lo indujera la cercanía de los
mascarones enigmáticos.
Esos mascarones lucían, no sólo incógnitos, sino
bellos. Apreciaba los detalles finos de las grabaduras y la sutileza de los
bordes, porque giraban lento a mí alrededor, muy despacio en una suerte de
danza a un tempo largo. Había grabados en el metal, dibujos geométricos,
fórmulas de una matemática inaccesible, leyendas, historias, sabiduría. Me
resultaba diáfano aquel carrusel de
monjes de otro mundo, sin embargo, no conseguía interpretarlo. Permanecía
incomprensible para mi cerebro escueto. Deseaba acercarme a ellos, tocarlos,
aunque impedido de todo movimiento, resultaba imposible lograrlo. Tantas
preguntas para plantearles: ¿Por qué me trajeron? ¿Dónde estaba? Quizá me
mantenían inmóvil por temor a que los dañara y
sentía una enorme curiosidad por conocerlos. Esperaría, ellos decidirían
el momento para comunicarse. Aguardé y contuve mis ansias. Advertí entonces
desde mi centro, que esas máscaras en ronda ocultaban rostros, caras adheridas a cráneos que se
apoyaban en hombros y cuerpos velados
por togas largas, túnicas delicadamente bordadas
extendiéndose más allá de los pies.
Suponía que debajo de esas túnicas se
ocultaban anatomías humanas, figuras alongadas, altas, viejas, elegantemente
viejas. Algunas de las túnicas lucían
filigranas delicadas, plásticas, de suaves tonos pasteles. En los diseños
repetían las fórmulas y dibujos de los mascarones.
La ronda lánguida se detuvo y las máscaras comenzaron
a mirarse. Cambiaron la melodía de sus susurros, al mismo tiempo que alteraban
los tonos y giros melódicos. No dejaba
de suponer que lo que oía era música y no obstante hablaban. Conversaban en su
lenguaje melodioso. Aunque en su
parloteo no trataban de mí y en ese
momento se afirmó una perspectiva en mi
mente: la posibilidad de no
encontrarme en ese recinto
exótico, ambiguo y hermético. Existía la opción de que aún permaneciera en mi
jardín. Estos caballeros enigmáticos no serían los responsables de trasladarme
a su mundo, sino, quizás por la fuerza de la abstracción, yo había traído a
estos señores al cosmos pequeño de mi
jardín. No me veían ni percibían;
los espiaba. Presenciaba desde mi
inmovilidad, cómo transcurría ese ritual majestuoso, apesadumbrado,
espiritual.
La rueda volvió a girar. El desfile de los monjes, una
vez más, se sucedía lentamente ante mis ojos congelados. Pude notar que la
ronda se desplazaba, que comenzaba a orbitar erráticamente y poco a poco me
dejaba fuera de su centro. De manera tal que se daría la probabilidad de que
uno de los monjes enmascarados chocara contra mí si se mantenía la formación y
que al parecer así sería, dado que no había señales en lo cófrades de contactar
conmigo. Se afirmaba, entonces la idea de mi 'no presencia' en el ritual. Algo parecido a la desesperación se adueñó de mi corteza
cerebral, al ver de soslayo que una máscara y su túnica y el cuerpo escondido
flotaban en mi dirección. Chocaríamos.
Sucedió lo inesperado que no hizo más que reafirmar mi suposición de 'no estar'
en el lugar: la esbelta figura del monje atravesó como un aura, como un ente
incorpóreo por mi cuerpo rígido. Y en ese instante sin tiempo, en el que permaneció el ser dentro de mí,
recibí las más notables revelaciones, una infinitud de conocimientos: la gran
enciclopedia galáctica. Comprendí su
dialecto: un lenguaje complejo y rico en figuras idiomáticas que se
referían a historias épicas o
espirituales para explicar intrincados algoritmos matemáticos y fórmulas
químicas. Resolví los enmarañados
jeroglíficos de su escritura labrados en las máscaras y comprendí la
cimentación esplendorosa de su cultura: mística y ciencia, religión y
sabiduría. No cultivaron la guerra, no conocieron la destrucción, sólo un
continuo progreso del espíritu y de la razón a través de milenios de
civilización. Arte, ciencia y religión amalgamados en un todo cósmico.
Sin poderme girar pude, de todos modo, percibir que
aquella ronda astral se alejaba y se
diluía a mi espalda. Volví a mi parálisis física, solitario en ese limbo
anacrónico. No obstante, mi espíritu era otro. Había plenitud en mi alma,
sosiego. Había alcanzado lo que de seguro ningún humano había logrado:
conocimiento cósmico. Misterios nuevos. Elevación. Comprendí el sentido de la
existencia, la respuesta a ¿Por qué estamos aquí? O ¿Para qué? Y la respuesta
es tan clara como una gota de agua o tan compleja como la misma gota: no existe
una razón, un motivo, simplemente hay que crearlo. No hay un destino, hay que
forjarlo. Nadie espera por nosotros porque no tenemos un lugar a dónde llegar,
hay que buscarlo es algo que tenemos que decidir. Como lo decidieron ellos, los
monjes que me atrevía a espiar. Esos seres de una belleza ancestral y de una
sabiduría que no vacilaron en compartir, y
no dudo, que anexé sus ciencias porque sus mentes y almas estaban
abiertas. Así eran ellos: solidarios con la sabiduría, fraternos con sus
creencias, seguros de adonde iban.
Los rumores quebradizos y aletargados que ambientaban
la penumbra, las manchas verduscas y los aromas acres, resultaron ser, como lo
suponía, la realidad diluida de mi cotidianidad: el rumor del tren lejano, la
avenida, el regadío, sólo que esa realidad se movía a un tiempo propio, mucho
más lento que mí ser. De a poco recobré mi movilidad, mi respiración y los
latidos. De a poco, también se completaba el ambiente urbano. Por fin, percibí
las gotas en la gramilla y dejé de regar. Mi espíritu añoso había experimentado
más que un momento edificante o mejor
dicho, sí se trató de un momento, un micro instante dónde se resumió todo el
anhelo de una civilización afanosa por el conocimiento místico-científico.
Queda para mí reflexionar qué hacer con toda la luz vertida en mi razón y en mi
alma. Necesitaré, sin duda, algunos momentos más de regadíos minuciosos.
Fin.
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