Olvido
Ah, sí. El olvido
existe. ¿Quién recuerda al tipo que ensartó el vigésimo sexto
remache en la viga norte del octavo piso del Empire State? Nadie.
¿Habrá registro de los obreros que se jugaron la vida allí? Quizá,
y suponiendo que sí; el nombre podría ser John Smith (por supuesto)
¿y?, pero ¿cómo era un día de su vida? Cualquier día. ¿Qué
comía? ¿De qué hablaba con su esposa o con sus hijos? Y por las
noches ¿qué soñaba? Seguro que nadie lo sabe, nadie lo recuerda.
No tuvo la 'suerte' de morir reventado en el asfalto como algunos de
sus compañeros, de ellos sí hay registro.
Tampoco hay recuerdos
de los esclavos egipcios, aplastados o no por los bloques de las
pirámides, esclavos que construyeron, justamente, esas pirámides.
Si, si: extraordinarias obras de ingeniería, no hay dudas. Pero más
obra de ingeniería eran las espaldas de esos pobres infelices y en
especial, la de aquel infeliz, que dio el último empujón para que
calzara al milímetro el séptimo bloque de la arista norte de la de
Keóps, y andá a pifiarle: la ligabas.
Sin embargo, sí hay
alguien que recuerda a esta gente, a estos 'guardados', guardados en
cofres que se apilan en estantes infinitos. Ese alguien es el
escritor. Ese tipo los conoce a todos, sabe de sus historias, sabe de
sus sueños, conoce sus voces, retiene sus conversaciones al pie de
la letra y con lujo de detalle, o al menos eso parece.
Esto me viene a cuento
de una novela que leí hace mucho, bajo el árbol de mandarina: mi
espalda contra el tronco, mi culo en el pasto y una pava (mi mascota)
que se manducaba la radicheta mientras yo leía. Andaría por los
quince, yo, claro. La pava, no sé. Atardecía, estoy seguro. Del
título de la novela, nada, del autor menos. Recuerdo el nombre del
héroe, eso sí: Misr (nunca supe como se pronunciaba), pero sí
recuerdo su significado, risa o el que reía. Porque al parecer,
según el autor, en aquella época a los esclavos los rebautizaban
con desprecio: si eras tuerto, rengo, negro, rebelde, prisionero de
guerra, etcétera, te nombraban para que no te olvides de por qué
eras esclavo y el héroe de la novela reía, a cualquier cosa (buena
o mala), él respondía con una sonrisa. Para los faraones y la
nobleza de Egipto, la risa de este muchacho (sí, porque Misr era un
adolescente al igual que yo cuando leí la novela) la risa de este
muchacho, decía, ofendía a los guachos de la nobleza. Eso no
hablaba bien de ellos ¿no? El escritor conocía los sueños de Misr.
Había un capítulo dedicado a eso. El joven soñaba con huir, por
supuesto. Regresar a su pueblo, reencontrarse con su novia. Claro que
tenía una novia: Esther. (el mismo nombre de mi novia de entonces,
pero sin ‘h’). También contaba con un amigo con el que compartía
las cadenas, Makena: un negro de alguna tribu de África. Se contaban
los sueños: el escritor debió escuchar esas conversaciones, quizá
estuvo allí, de la manera en que los escritores 'están' cuando
imaginan las historias.
Misr morirá en su
intento de huir, no podía ser de otra manera y como no podía ser de
otra manera, Misr murió con una sonrisa en los labios. Eso quizás
se lo contó al escritor, el maldito lancero que lo mató y lo dejó
a merced de los buitres, claro. Quizá no fue el lancero quién se lo
contó, quizás lo escuchó, digo el escritor, el que salva del
olvido a los olvidados, quizás lo escuchó como escuchan los
escritores cuando imaginan las historias. No recuerdo muchas más
cosas de la novela. Ni a dónde fue a parar el libro, ni de aquella
tarde, ni de la planta de mandarina y muy poco de mi pava y de mi
novia. Hay un señalador en mi agenda, muy ajado por cierto, soy
profesor de secundaria, matemáticas, en el señalador se lee (es mi
letra de adolescente): “La risa es una forma de resistencia; es la
última libertad”. Debió pertenecer a la novela, seguramente.