DON ANGEL.
Por la mañana había
soplado un viento fresco, después que los grillos y las ranas de la noche se
habían callado. Pero ahora, era la tarde y el sol quebraba las chapas de la
casa larga, flanqueada por una galería de baldosines de color. El corredor
desembocaba en un jardín descuidado, donde un paraíso añoso desparramaba la
sombra sobre un banco empotrado a su tronco. Un portón y un alambrado destejido
separaban al jardín de la vereda de la calle y
bajo el banco se adormilaba Sultán, un perrazo bonachón que ya no
atendía a sus pulgas, pero que gustaba ladrar a los chicos de la escuela.
La figura corpulenta de
Don Ángel emergió de la galería al jardín abrasador: alpargatas, ancho pantalón
hasta las costillas y camisa amarillenta.
En la cabeza un sombrero de alas anchas y al cuello un pañuelo y entre
el sombrero y el pañuelo su rostro extenso, blanco y de arrugas como huellas.
Arrastró los pasos
breves hasta el portón y sus ojos claros y pequeños no resistieron el
resplandor de la casa de enfrente. Bajó la mirada y se detuvo en uno de los
surcos que rajaban la calle, allí, el cuero requemado de un sapo se aplastaba
en el fondo de la huella. Luego, posó la mirada en el puentecito de troncos que cruzaba la zanja
y recorrió los ladrillos de la vereda. A
sus oídos llegaba el rumor de la escuela, que
lindaba con el fondo de su casa y estaba a punto de soltar el enjambre
de alumnos.
Don Ángel giró y
arrastró su andar hasta el banco, se sentó en un extremo dejando un espacio
entre él y el tronco del paraíso. Levemente alzó la mirada y la fijó en el sol.
Se quedó con la espalda recta y con las
manos aferradas al banco.
Sultán se desperezó y le husmeó las alpargatas,
esperaba que el viejo le rascara el lomo, pero Don Ángel seguía muy atento a
ese sol poderoso que parecía pegado en la tarde.
Una mujer petiza y
regordeta salía del corredor con una
bolsa de mandados: era Nora, la vecina que le ayudaba en los quehaceres de la
casa:
¾
Ahí le guardé la verdura y los
bifes en la heladera. ¡Qué calor, por Dios!
Le habló la mujer, mientras habría el portón de
alambre.
¾
Sí, estoy leyendo su cuento.
Nora adivinó en el silencio del viejo el
reclamo por la lectura.
¾
Hasta mañana, Don Ángel.
Y se marchó con andar
desprolijo hacia su casucha de madera, a la vuelta de la manzana. Sultán
acomodó el hocico entre las patas y con esfuerzo mantuvo un ojo abierto.
Un hombre con sombrero de paja, que cruzaba la
calle aplastando los terrones, saludó a Nora y luego se detuvo a charlar con el
viejo apoyando una mano en el alambrado:
¾
Buenas, Don Ángel ¿Al fresco?
Dalmiro Gutiérrez, el
quintero de cerca de la estación también saludó al perro, mientras se reclinaba
el sombrero de paja:
¾
Hola, Sultán. — Y el perro cerró el ojo.
Dalmiro Gutiérrez
conocía a Don Ángel desde la juventud. Los dos fueron unos de los primeros
habitantes de la zona.
¾
Don Ángel —prosiguió Dalmiro, — le quería preguntar una cosita: en el
cuento que me alcanzó el otro día, bueno, José soy yo, María es Lucrecia, —Dalmiro
hizo una pausa, miró los ladrillos de la vereda y luego volvió al perfil de Don
Ángel, — el fulano ese, Fernando, ¿quién es?
El viejo pareció tensar
los tendones de sus manos que seguían aferradas al banco, quizás iba a
contestarle, pero Dalmiro se adelantó:
¾
Está bien, no me diga nada, es un personaje que usted agrega para
entretener el cuento, como siempre dice.
Dalmiro se reacomodó el
sombrero, ya no miraba al viejo y agregó antes de marcharse:
¾
Y si el personaje es real, qué importa, ha pasado tanto tiempo. Bueno,
que siga bien. Después le alcanzo unas uvas.
Se alejó y antes de
llegar a la esquina se giró y saludó con
la mano a Sofía, la directora de escuela recién jubilada, que acababa de
salir por la puerta de garaje de la casa de enfrente.
Sofía respondió al saludo agitando la hoja de
diario que sostenía para protegerse del sol. En la otra mano retenía una
bandeja cubierta con un repasador. Bajó a la calle por la rampa del auto y
cruzó por las huellas y toscas, casi trastabillando. Por fin, traspasó el puentecito sobre la zanja, abrió
el portón y se paró junto al viejo. Dejó la bandeja en el lugar vacío del banco
y miró la calle:
¾
Tendríamos que pedir que asfalten. —Habló Sofía. —Cuando llueve es
imposible salir con el auto. Pero más que nada por los chicos. Pobres, se
embarran hasta las orejas. Y cómo les quedan los guardapolvos.
Sofía miró en los ojos
claros de Don Ángel:
¾
¿No recibió noticias del cuento? Le tengo fe. Es una muy linda pintura
del barrio y de su gente, como nos tiene acostumbrados.
Sofía miró al sol:
¾
Parece como si no se moviera. Es abrasador. ¿Cuándo bajará?
La directora de escuela
le rezongó a Sultán que no olisqueara en la bandeja. Se reclinó y le
acarició una mano al viejo.
¾
Hasta lueguito, Don Ángel.
Sofía traspuso el
portón y cruzó la calle hacia la casa, con la hoja de diario en la cabeza y
apurando el paso por un sulky que se acercaba.
Tirado por un caballo
cansino el sulky animó a Sultán, que se
acercó al alambrado de la vereda para ladrar. Desde el pescante una pareja de
ancianos saludaron con la cabeza al viejo sentado recto y a la sombra. El sulky
dobló la esquina, hacia la escuela y Sultán se quedó bamboleando la cola. Y por
la vereda de ladrillos pasaron las madres, y los abuelos, y las hermanas a
buscar los chicos. Todos saludaron a Don Ángel que les señalaba el sol con la
mirada. Y todos refunfuñaron por el calor.
Entonces la tarde, esa
tarde que colgaba del sol, se pobló de risas y gritos. Como mariposas lecheras,
los chicos revolotearon por las veredas y las calles del barrio. Y las madres,
y los abuelos, y las hermanas volvieron a pasar rodeados de niños con
guardapolvos, por la vereda vigilada por el perrazo bueno, que giraba y ladraba
a la algarabía.
Los más rezagados, los
pibes de los grados superiores, se dividieron en grupos y marcharon hacia sus
barrios prolongando la bulla en esa tarde eterna. El grupo local colmó la
vereda de Don Ángel, mientras Sultán ladraba con pasión:
¾
¡Don Ángel, hoy tenemos partido! —se apresuró a gritar un pelirrojo
despeinado que ya se había quitado el delantal.
¾
Los desafiamos a los del otro lado de las vías. Traemos la pelo, nos
cambiamos, y cuando baje el sol, jugamos.
¾
Sí, que baje un poco el sol, porque no se aguanta la calor —rogó un
morochito de ojazos.
¾
¡Dale, vamos colorado! —gritó un gordito que ya marchaba por la calle.
El grupo de colegiales
se apiñó al medio de la senda y marcharon. El pelirrojo se giró:
¾
¡Jugamos en la esquina, Don Ángel! En la canchita. ¿Si ganamos nos
cuenta un cuento? Dele.
Y Sultán les volvió a
ladrar.
Sofía salió una vez
más, dejaba el tacho de la basura sobre la rampa y su atención fue atraída por
la voz del cartero que desde la vereda de enfrente y rodeado de los pibes, le
anunciaba:
¾
¡Directora Sofía, venga traigo buenas noticias para Don Ángel!
¾
¡Sí, directora, —se sumó el pelirrojo —el viejo…—el sopapo del gordo le
acomodó la melena, —quiero decir, Don Ángel ganó el premio!
Sofía se apresuró a
cruzar la calle y el cartero le entregó la carta. La directora abrió el portón
y entró junto con los demás. Rodearon a Don Ángel, al tiempo que Sultán corría
hacia una y otra punta del jardín sin dejar de ladrar.
¾
¡Le dije que le tenía fe! ¡Qué contenta estoy! —Se exaltaba Sofía
mientras sus manos temblorosas abrían el sobre y su mirada recorría los ojos de
los chicos y del cartero.
¾
Es un hermoso relato. Nos describe tan bien a todos. —afirmaba Sofía,
ya con la hoja ante sus ojos.
¾
Por qué no lo lee, directora —se animó a decir el cartero.
¾
¡Sí, dele, directora! —arengó el impetuoso pelirrojo.
Sofía
alzó la bandeja y se la alcanzó a uno de
los chicos, había torta partida en porciones que repartieron. Sultán también
reclamó su porción. Sofía se sentó junto a Don Ángel y se disponía a leer. Pero
miró por un momento, junto con los ojos del viejo, al sol, amarillo, intenso,
que se aplastaba en el fondo de aquel cielo claro y pequeño y sintió la voz de
Nora que saludó y se sumó al grupo, mientras plegaba la bolsa de los mandados.
Sofía bajó la mirada y allí estaba Dalmiro con las uvas, acodado en el alambrado,
más allá, los ancianos en el sulky, junto a la zanja para que el caballo
pastara. Y las madres, y los abuelos, y las hermanas con los niños de
guardapolvo.
Sultán dejó de
corretear y ladrar y se hizo la pausa para escuchar la lectura. Don Ángel
pareció aferrarse aún más al banco. Y la directora de escuela leyó.
En ese momento, un viento leve arremolinó las
melenas de los pibes y molestó al caballo que pastaba. Sultán apuntó su hocico
al sol. El viento, casi frío, parecía llevarse las palabras de Sofía.
Y desde la zanja, bajo
aquel puentecito artesanal, un coro de
grillos y ranas ocultaron la voz de la directora de escuela. Se hizo la noche y
el sol estalló en un millón de estrellas. Y los grillos, y las ranas, y el
viento: casi frío.