martes, 24 de febrero de 2015

Don Ángel


 

DON ANGEL.

 

Por la mañana había soplado un viento fresco, después que los grillos y las ranas de la noche se habían callado. Pero ahora, era la tarde y el sol quebraba las chapas de la casa larga, flanqueada por una galería de baldosines de color. El corredor desembocaba en un jardín descuidado, donde un paraíso añoso desparramaba la sombra sobre un banco empotrado a su tronco. Un portón y un alambrado destejido separaban al jardín de la vereda de la calle y  bajo el banco se adormilaba Sultán, un perrazo bonachón que ya no atendía a sus pulgas, pero que gustaba ladrar a los chicos de la escuela.

La figura corpulenta de Don Ángel emergió de la galería al jardín abrasador: alpargatas, ancho pantalón hasta las costillas y camisa amarillenta.  En la cabeza un sombrero de alas anchas y al cuello un pañuelo y entre el sombrero y el pañuelo su rostro extenso, blanco y  de arrugas como huellas.

Arrastró los pasos breves hasta el portón y sus ojos claros y pequeños no resistieron el resplandor de la casa de enfrente. Bajó la mirada y se detuvo en uno de los surcos que rajaban la calle, allí, el cuero requemado de un sapo se aplastaba en el fondo de la huella. Luego, posó la mirada en  el puentecito de troncos que cruzaba la zanja y recorrió  los ladrillos de la vereda. A sus oídos llegaba el rumor de la escuela, que  lindaba con el fondo de su casa y estaba a punto de soltar el enjambre de alumnos.

Don Ángel giró y arrastró su andar hasta el banco, se sentó en un extremo dejando un espacio entre él y el tronco del paraíso. Levemente alzó la mirada y la fijó en el sol. Se quedó con la espalda recta y con las  manos aferradas  al  banco.

Sultán se desperezó y le husmeó las alpargatas, esperaba que el viejo le rascara el lomo, pero Don Ángel seguía muy atento a ese sol poderoso que parecía pegado en la tarde.     

Una mujer petiza y regordeta salía  del corredor con una bolsa de mandados: era Nora, la vecina que le ayudaba en los quehaceres de la casa:

 

¾    Ahí le guardé  la verdura y los bifes en la heladera. ¡Qué calor, por Dios!

 

Le habló la mujer, mientras habría el portón de alambre.

 

¾    Sí, estoy leyendo su cuento.

 

Nora adivinó en el silencio del viejo el reclamo por la lectura.

 

¾    Hasta mañana, Don Ángel.

 

Y se marchó con andar desprolijo hacia su casucha de madera, a la vuelta de la manzana. Sultán acomodó el hocico entre las patas y con esfuerzo mantuvo  un ojo abierto.

Un hombre con sombrero de paja, que cruzaba la calle aplastando los terrones, saludó a Nora y luego se detuvo a charlar con el viejo apoyando una mano en el alambrado:

 

¾    Buenas, Don Ángel ¿Al fresco?

 

Dalmiro Gutiérrez, el quintero de cerca de la estación también saludó al perro, mientras se reclinaba el sombrero de paja:

 

¾    Hola, Sultán. — Y el perro cerró el ojo.

 

Dalmiro Gutiérrez conocía a Don Ángel desde la juventud. Los dos fueron unos de los primeros habitantes de la zona.

 

¾    Don Ángel —prosiguió Dalmiro, — le quería preguntar una cosita: en el cuento que me alcanzó el otro día, bueno, José soy yo, María es Lucrecia, —Dalmiro hizo una pausa, miró los ladrillos de la vereda y luego volvió al perfil de Don Ángel, — el fulano ese, Fernando, ¿quién es?

 

El viejo pareció tensar los tendones de sus manos que seguían aferradas al banco, quizás iba a contestarle, pero Dalmiro se adelantó:

 

¾    Está bien, no me diga nada, es un personaje que usted agrega para entretener el cuento, como siempre dice.

 

Dalmiro se reacomodó el sombrero, ya no miraba al viejo y agregó antes de marcharse:

 

¾    Y si el personaje es real, qué importa, ha pasado tanto tiempo. Bueno, que siga bien. Después le alcanzo unas uvas.

 

Se alejó y antes de llegar a la esquina se giró y saludó con  la mano a Sofía, la directora de escuela recién jubilada, que acababa de salir por la puerta de garaje de la casa de enfrente.

Sofía  respondió al saludo agitando la hoja de diario que sostenía para protegerse del sol. En la otra mano retenía una bandeja cubierta con un repasador. Bajó a la calle por la rampa del auto y cruzó por las huellas y toscas, casi trastabillando. Por fin,  traspasó el puentecito sobre la zanja, abrió el portón y se paró junto al viejo. Dejó la bandeja en el lugar vacío del banco y miró la calle:

 

¾    Tendríamos que pedir que asfalten. —Habló Sofía. —Cuando llueve es imposible salir con el auto. Pero más que nada por los chicos. Pobres, se embarran hasta las orejas. Y cómo les quedan los guardapolvos.

 

Sofía miró en los ojos claros de Don Ángel:

 

¾    ¿No recibió noticias del cuento? Le tengo fe. Es una muy linda pintura del barrio y de su gente, como nos tiene acostumbrados.

 

Sofía miró al sol:

 

¾    Parece como si no se moviera. Es abrasador. ¿Cuándo bajará?

 

La directora de escuela le rezongó a Sultán que no olisqueara en la bandeja. Se reclinó y le acarició  una mano al viejo.

 

¾    Hasta lueguito, Don Ángel.

 

Sofía traspuso el portón y cruzó la calle hacia la casa, con la hoja de diario en la cabeza y apurando el paso por un sulky que se acercaba. 

Tirado por un caballo cansino el sulky  animó a Sultán, que se acercó al alambrado de la vereda para ladrar. Desde el pescante una pareja de ancianos saludaron con la cabeza al viejo sentado recto y a la sombra. El sulky dobló la esquina, hacia la escuela y Sultán se quedó bamboleando la cola. Y por la vereda de ladrillos pasaron las madres, y los abuelos, y las hermanas a buscar los chicos. Todos saludaron a Don Ángel que les señalaba el sol con la mirada. Y todos refunfuñaron por el calor.

Entonces la tarde, esa tarde que colgaba del sol, se pobló de risas y gritos. Como mariposas lecheras, los chicos revolotearon por las veredas y las calles del barrio. Y las madres, y los abuelos, y las hermanas volvieron a pasar rodeados de niños con guardapolvos, por la vereda vigilada por el perrazo bueno, que giraba y ladraba a la algarabía.    

Los más rezagados, los pibes de los grados superiores, se dividieron en grupos y marcharon hacia sus barrios prolongando la bulla en esa tarde eterna. El grupo local colmó la vereda de Don Ángel, mientras Sultán ladraba con pasión:

 

¾    ¡Don Ángel, hoy tenemos partido! —se apresuró a gritar un pelirrojo despeinado que ya se había quitado el delantal.

 

¾    Los desafiamos a los del otro lado de las vías. Traemos la pelo, nos cambiamos, y cuando baje el sol, jugamos.

 

¾    Sí, que baje un poco el sol, porque no se aguanta la calor —rogó un morochito de ojazos.

 

¾    ¡Dale, vamos colorado! —gritó un gordito que ya marchaba por la calle.

 

El grupo de colegiales se apiñó al medio de la senda y marcharon. El pelirrojo se giró:

 

¾    ¡Jugamos en la esquina, Don Ángel! En la canchita. ¿Si ganamos nos cuenta un cuento? Dele.

 

Y Sultán les volvió a ladrar. 

Sofía salió una vez más, dejaba el tacho de la basura sobre la rampa y su atención fue atraída por la voz del cartero que desde la vereda de enfrente y rodeado de los pibes, le anunciaba:

 

¾    ¡Directora Sofía, venga traigo buenas noticias para Don Ángel!

 

¾    ¡Sí, directora, —se sumó el pelirrojo —el viejo…—el sopapo del gordo le acomodó la melena, —quiero decir, Don Ángel ganó el premio!

 

Sofía se apresuró a cruzar la calle y el cartero le entregó la carta. La directora abrió el portón y entró junto con los demás. Rodearon a Don Ángel, al tiempo que Sultán corría hacia una y otra punta del jardín sin dejar de ladrar.

 

¾    ¡Le dije que le tenía fe! ¡Qué contenta estoy! —Se exaltaba Sofía mientras sus manos temblorosas abrían el sobre y su mirada recorría los ojos de los chicos y del cartero.

 

¾    Es un hermoso relato. Nos describe tan bien a todos. —afirmaba Sofía, ya con la hoja ante sus ojos.

 

¾    Por qué no lo lee, directora —se animó a decir el cartero.

 

¾    ¡Sí, dele, directora! —arengó el impetuoso pelirrojo.

 

    Sofía alzó la bandeja y se la alcanzó  a uno de los chicos, había torta partida en porciones que repartieron. Sultán también reclamó su porción. Sofía se sentó junto a Don Ángel y se disponía a leer. Pero miró por un momento, junto con los ojos del viejo, al sol, amarillo, intenso, que se aplastaba en el fondo de aquel cielo claro y pequeño y sintió la voz de Nora que saludó y se sumó al grupo, mientras plegaba la bolsa de los mandados. Sofía bajó la mirada y allí estaba Dalmiro con las uvas, acodado en el alambrado, más allá, los ancianos en el sulky, junto a la zanja para que el caballo pastara. Y las madres, y los abuelos, y las hermanas con los niños de guardapolvo.

Sultán dejó de corretear y ladrar y se hizo la pausa para escuchar la lectura. Don Ángel pareció aferrarse aún más al banco. Y la directora de escuela leyó.

En ese momento, un viento leve arremolinó las melenas de los pibes y molestó al caballo que pastaba. Sultán apuntó su hocico al sol. El viento, casi frío, parecía llevarse las palabras de Sofía.

Y desde la zanja, bajo aquel  puentecito artesanal, un coro de grillos y ranas ocultaron la voz de la directora de escuela. Se hizo la noche y el sol estalló en un millón de estrellas. Y los grillos, y las ranas, y el viento: casi frío.