martes, 1 de noviembre de 2022

Sueño Digital radio historieta

 


Sueño Digital

Radiohistorieta


Voces


Protagonistas

Débora Cortés: narradora sexy.

Héctor Mendeléyev: detective del ciberespacio.

Alicia Kercher: mantenida de Demetrio.

Demetrio: cafiolo.



Secundarias.

Patovica.

Voz electrónica femenina

Voz sintética masculina.

Max: barman.

Alicia-vieja.


Operador: música de fondo (blues estaría bien). Si te animás a una ambientación urbana, dale.

Débora: Es el siglo XXIII y en este siglo, la realidad virtual se ha convertido, para muchos y muchas, en el mejor lugar donde vivir. Es sábado por la noche en la ciudad. Los aeroautos trasportan noctámbulos que buscan diversión. Lugares donde beber unas copas en buena compañía. Las puertas del bar 'Multiverso' se abren para recibirlos... y también para echarlos...

Patovica: ¡Fuera, gordo deforme! ¡Y no vuelvas! ¡No queremos gente como vos por acá!

Operador: punch (el gordo cae al piso). Puerta que se cierra. Se levanta, jadea y se sacude la ropa, así que, golpeteo.

Héctor: Oh, ah; andate a la mierda (para sí).

Operador: pasos que cojean y jadeos. Sigue el blues.

Débora: Bueno, al gordo no le quedó otra que regresar a casa. Se trata de Héctor Mendeléyev, como el de la tabla, pero este es un nerd, calvo, cincuentón, le remplazaron el brazo izquierdo por uno biónico, rengo y por supuesto, rollos de grasa por donde lo mires. Desde ya, cero mujeres.

Operador: pasos que cojean y jadeos. Sigue el blues.

Débora: Héctor es héroe de guerra o un sobreviviente, como dice él. Lo llenaron de medallas que cuelgan en la pared de su cuarto. El tipo se dedica a la investigación; sí, es detective, pero del ciberespacio. No le va mal, es bueno en esto: crea su propio software.

Por fin, Héctor llega a un callejón de los suburbios. Entra a un edificio y se mete en el ascensor.

Operador: pasos que cojean y jadeos. Sigue el blues. Ascensor que se abre. Pasos y ascensor que se cierra. Traqueteo de ascensor como fondo...

Débora: Para algunos es más fácil encontrar el amor alejado de los corazones palpitantes del mundo real. Un lugar en lo más profundo de nosotros que encierra el secreto de quiénes somos...

Operador: Puerta de ascensor que se descorre. Pasos y jadeo con eco. Puerta de ascensor que se cierra.

Débora: Héctor tiene su departamento en el subsuelo y en el vidrio de la puerta hizo pintar: investigador virtual. El tipo es un clásico.

Operador: Puerta que gruñe al abrirse. Puerta que gruñe al cerrarse. Pasos que cojean y jadeo. Chau blues. Silencio.

Débora: El sucucho es una mierda y huele a mierda. Hay un sillón gastado, enorme y, por supuesto, allí se desploma el gordo.

Operador: bueno, fijate, el gordo se sentó...pluf. Jadeos. Tecleo.

Débora: frente a él, una mesa repleta de porquerías, el monitor, el teclado, el mouse y el casco de realidad virtual. Se lo calza. Pincha una tecla y chau... al ciberespacio.

Operador: tecla y un ruido (¿un láser?) que nos traslade al ciberespacio.

Operador: Ahora las voces con eco. Música tecno sensual de fondo, murmullos (estamos en el bar Multiverso, versión ciber).

Débora: Uh. El Multiverso versión ciber. No está mal. Allí está Héctor, convertido en un boxeador... ridículo. Pero aquí todos son ridículos, por qué aquí, en el mundo virtual, cualquiera puede ser cualquiera. Como aquella hermosa geisha que bebe sola en la barra: es el avatar de Alicia, y Alicia es... bueno, ya la conoceremos. Como decía, la geisha Alicia bebe sola y es que a veces las mujeres hermosas nos quedamos solas: la belleza resulta tan intimidante para un hombre. Alicia le puso el ojo al boxeador Héctor y Héctor se sentó al lado de ella.

Héctor: Uno doble.

Operador: Mientras sigue la música, agregá ruidos electrónicos.

Débora: Bueno, los chicos se miran con entusiasmo. La geisha atrevida le toca el guante, sí, el boxeador lleva los guantes puestos. Lo mira a los ojos y... listo.

Alicia: ¿Alquilamos una habitación?

Débora: La japonesa no pierde tiempo.

Operador: Ruidos electrónicos. La música tecno se funde con una de aire oriental. Cesan los murmullos. Estamos en el telo, ¿sí?

Voz sintética femenina (sensual): Bien venidos al hotel Encuentros Cuánticos. Que pasen un inolvidable momento.

Débora: la pareja lo hizo bien. El mundo virtual tiene esas ventajas. Estas cosas salen más que perfectas.

Héctor: Tenés gran capacidad de amar.


Alicia: ¿Los sentís?


Héctor: Desde luego. El amor viaja a través de los cables si estás conectada.


Alicia: ¡Oh! También lo siento.


Héctor: Dicen que aquí se refleja lo que hay en tu interior y debés tener un corazón muy dulce.


Alicia (llora):


Héctor: ¿Qué te pasa?


Alicia: Nada. Es solo que... nunca había oído palabras tan bonitas. En el mundo real, los hombres no ven el corazón que hay detrás de mi físico.


Héctor: Te entiendo. Pero cuando te escaneo solo veo a alguien con mucho amor que dar y nadie para compartirlo.


Alicia: ¡Oh! A veces cierro los ojos y sueño que hay una manera de no tener que volver nuca al mundo real. Solo aquí junto a ti me siento en paz.


Operador: Mientras sigue la música, golpes ala puerta.

Héctor: ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?


Operador: Por un momento salimos del mundo virtual. Sacamos el eco y la música. Golpes a la puerta.

Demetrio: ¡Che, Alicia! ¿Estás ahí? ¡Alicia! (golpes a la puerta) ¡Vamos, nena! ¡No me hagas esto!


Operador: volvemos al mundo virtual. Todo con eco. Golpes ala puerta.

Alicia: ¡Oh! Volveré.


Héctor: No. Esperá.


Alicia: Desconectar.


Operador: Efecto de desconexión (láser). Volvemos al mundo real, fuera eco. Golpes a la puerta.

Débora: Estamos en el cuarto de Alicia. Lujoso. Alicia, una chica lujosa, permanece sentada frente a la PC. No puede quitarse el casco, lleva mucho tiempo conectada.

Operador: Golpes a la puerta.

Demetrio (lejano): ¡Alicia!

Débora: Alicia insiste con el casco y por fin consigue quitárselo. Se pone de pie y el deshabillé que luce deja ver su figura: muy buenas curvas.

Operador: Golpes a la puerta.

Demetrio (lejano): ¡Alicia!

Alicia (con lloriqueo): Abrir la puerta.

Operador: Siseo ostentoso con campana, como si se abriera la puerta de un ascensor.

Voz sintética masculina: Buenas noches.

Débora: El que acaba de entrar es Demetrio: el cafiolo: traje a rayas, dos talles más grande; el pelo gelatinoso: las manos con más anillos que dedos y le brilla un diente de oro cada vez que finge una sonrisa. Un clásico. Pero dejemos esto y vallamos un rato al cuchitril de Héctor, que se acaba de desconectar.

Operador: láser inverso y algo parecido a un motor que se detiene.

Voz electrónica femenina: Desconectado de la red. ¿Reconecto?

Héctor: No. Estoy cansado.

Voz electrónica femenina: Has estado conectado 12 horas y 21 minutos. La exposición recomendada es inferior a 5 horas.

Héctor: Lo sé. Lo sé. Estaré un rato en modo sleep.

Operador: Pasos que cojean y jadeo. Luego un bostezo y finalmente ronquidos.

Débora: Bien, lo dejamos al gordo detective dormir y regresemos con Demetrio y Alicia.

Demetrio: ¿Por qué te fuiste tan pronto? Creí que lo estábamos pasando bien.

Alicia (enojada): Vos lo pasabas bien. Yo ni hablar.

Demetrio: Así que me dejás plantado para pasar la noche metida en tu cibermundo.

Alicia: Allí no me tratan como una mierda. Todos los hombres allí son amables.

Demetrio: ¿Qué, tenés un amorcito cibernético o es que te vas con el primer avatar que conocés?

Alicia: Jamás lo entenderías.

Demetrio: ¡Desde luego que no lo entiendo! ¡Nadie deja plantado a Demetrio!

Demetrio: Pero no hay razón para enojarse, aún podemos hacer que esta noche no sea un completo fracaso. Tomá, un regalo. Te gustará.

Operador: un sobre que se abre.

Alicia: Una cirugía gratis, que detalle.

Demetrio: Solamente quiero que seas feliz. A una chica le sube la autoestima hacerse un retoque de vez en cuando.

Alicia: Vos deseás una muñeca de plástico con la que jugar.

Demetrio: Podría extirparte ese mal genio que tenés.

Operador: Sobre que se rompe.

Demetrio: No te entiendo; te doy todo lo que querés: ropa cara; joyas; un piso. lo que te pido a cambio es que te cuelgues de mi brazo en ciertas ocasiones.

Alicia: ¡Estoy harta de ser tu juguete, Demetrio! ¡Prefiero morir!

Demetrio: Sería penoso que este cuerpo se echara a perder. Ojalá hubiera una manera de deshacerse de su dueña.

Alicia: ¡No me toques! ¡Andate, Demetrio! ¡No quiero verte más!

Operador: La puerta-ascensor se abre.

Demetrio: ¡Solo sos una zorra estúpida! ¡Sabés que podría tener a cualquier mujer que quisiera!

Alicia: ¡Contratá a quien te parezca! ¡Este trabajo me da asco!

Voz sintética masculina: Buenas noches.

Operador: La puerta-ascensor se cierra.

Demetrio: Si querés seguir jugando con ese aparato, adelante. Ya veremos lo buena que sos en realidad. Ja, ja.

Operador: Pasos que se alejan.

Débora: La joven Alicia oye a través de la puerta que los pasos de Demetrio se alejan. Entonces se apresura a sentarse a la computadora.

Alicia: Reanudar programa.

Operador: láser. Regresamos con el eco. Música oriental.

Débora: Héctor ya no está en el bar Multiverso, pero le dejó un correo.

Operador: plin, se abrió el correo.

Héctor: Lo siento, no podía esperar. Volveré a conectarme mañana a la misma hora. Escuchá. Si decías en serio lo de dejar el mundo real...(baja la voz) hay una manera. Se llama: escaneo cerebral. Pero creo que es muy peligroso.

Alicia: ¡Por favor, contámelo! ¡Debo saberlo!

Operador: plin, se apagó el correo.

Alicia (llora): no, no.

Operador: bajá la música oriental hasta fundirla con ambiente urbano. El motor del aeroauto de Demetrio que se acerca y luego se detiene.

Operador: Silencio. Puerta del aeroauto que se abre. Pasos. Puerta que se cierra. Ascensor que se abre. Pasos con eco. Ascensor que se cierra. Pasos con eco se detiene.

Débora: Demetrio conduce su aeroauto hasta el domicilio de Héctor. Se detiene en el callejón. Entra al edificio y Toma el ascensor hasta el pasillo del subsuelo. Se para ante la puerta.

Demetrio: Investigador virtual.


Operador: Se abre la puerta quejosa. Pasos.


Débora: Héctor no se ve y Demetrio recorre la pocilga. Se detiene ante las medallas, la foto de Héctor con uniforme y el diploma de detective virtual. Se descorre la cortina y surge la figura grasosa del investigador del ciberespacio (lo dice con burla).

Héctor: ¿Puedo ayudarlo?


Demetrio: Quizá. Soy Demetrio y usted Héctor Mendeléyev: un héroe de guerra.


Héctor: Los héroes murieron, soy un superviviente ¿Qué necesita?


Demetrio: Es el mejor detective virtual, además del autor del código de red neuronal.


Héctor: En parte. No recibo muchas visitas.


Demetrio: Ya, no me sorprende. Bien, este caso es bastante delicado. Vea esta foto. Es Alicia.


Héctor: Es muy bonita.


Demetrio: Era mi prometida. Murió hace dos semanas. Un lamentable accidente.


Héctor: Lo siento, pero no trabajo el mundo real. Mi labor es estrictamente virtual.


Demetrio: Ahí está el asunto. Alicia creó un avatar para hacerme compañía cuando yo trabajaba en la red y ahora que no está, deseo cancelarlo.


Héctor: El avatar, ¿no se deja cancelar?


Demetrio (se descontrola): ¡Esa zorra binaria me está causando bastantes...! (se calma) problemas.


Héctor: Y dígame ¿cómo es su avatar?


Demetrio: Cambia continuamente. Se oculta. Lo último que sé es que estaba en un local llamado Multiverso.


Héctor: Lo conozco. ¿Seguro que está muerta? ¿Conoce las consecuencias de cancelar un avatar que está en uso?


Demetrio: No. Dígamelo.


Héctor: Dicen que fríe el alma del usuario. Lo deja en blanco, sin más sentimientos que un montón de arcilla.


Demetrio: No me diga.


Héctor: Buscaré el proxy de su prometida, pero me llevará tiempo. Mientras tanto, haré un reconocimiento.


Operador: Teclado.


Demetrio: ¿Es lo que hace todo el día? ¿No tendrá mucha vida social? ¿Qué hay en ese pendrive?


Héctor: Software de búsqueda de red neuronal.


Demetrio: ¿Y usted hizo eso?


Héctor: ¿Tiene usted un avatar?


Demetrio: He registrado uno. Está en este pendrive. Métame allí.


Héctor: Está bien.


Operador: teclado y láser. Todo con eco. Algo de tecno suave y ambiente de bar.


Héctor: Un tiburón. Bonito traje. ¿Es a medida?

Demetrio: No se burle, boxeador. Lo contraté para rastrear un programa, así que, vamos.


Operador: Seguimos con el tecno suave y ambiente de bar, agregamos pasos.


Demetrio: Está por aquí, puedo olerla.


Débora: Alicia-Geisha está en la barra y se alegra de ver a su boxeador, pero se sorprende cuando reconoce al tiburón-Demetrio. De inmediato, Alicia cambia su avatar...

Operador: láser.


Débora:... por una pegajosa vieja bigotuda. El tiburón Demetrio se le acerca y la huele.


Alicia-vieja (con voz áspera y grave): ¿Bebemos algo, encanto?


Demetrio: Bah.


Héctor: No se separe de mí y mantenga la boca cerrada.


Operador: Pasos.


Débora: el boxeador y el tiburón se acercan al barman.


Héctor: Hola Max, estamos buscando un avatar.


Demetrio: Es una belleza francesa, pero podría estar cambiando. ¿Vio algo parecido?


Operador: Láser.


Barman: ¡¿Usted cree que eso me importa?!


Demetrio: ¡Escuchame bien, cara de culo estreñido, decime dónde está o te doy un mordisco!


Débora: El boxeador usa su fuerza y aleja al tiburón de la barra.


Héctor: Muy diplomático. A partir de este momento hablaré yo.


Débora: Bien, Héctor decidió tomar el toro por las astas o al tiburón de los colmillos, como sea, el tiburón regresó hasta el avatar de Alicia: la vieja bigotuda, y la olfateó con más detenimiento.


Operador: snif, snif.


Débora: Alicia no soportó al tiburón de Demetrio y se marchó.


Operador: pasos.


Débora: Alicia regresó a su avatar de geisha y en ese momento...


Demetrio; ¡Es ella! Grrrr.


Alicia: ¡aaaah!


Operador: pasos rápidos.


Héctor: ¡Desconectar! ¡Ahora!


Operador: Láser. Sacamos el eco.


Demetrio: ¡Por qué carajo hizo eso! ¡Ya casi la tenía!


Héctor: Será casi 'lo' tenía.


Demetrio: Es lo mismo. No será uno de esos sensibleros que creen que los programas tienen sentimientos.


Héctor: Tienen un código muy sofisticado.


Demetrio: Me importa un carajo. Quiero que borre a esa zorra. ¿De acuerdo?


Héctor: Recoja su maldito dinero, no haré negocios con usted.


Demetrio: ¡Puto gordo asqueroso! ¡No lo necesito! Me llevo el pendrive con el software de búsqueda. La borraré yo mismo.


Héctor: Deme eso. Me pertenece.


Demetrio: Bah. Ya te tengo nena.


Operador: Pasos y puerta que se abre y cierra.


Voz electrónica femenina: Sujeto identificado: Alicia Kercher.


Héctor: ¿Está muerta?


Voz electrónica femenina: Negativo.


Héctor: Avisale para que se desconecte.


Voz electrónica femenina: Acceso a sujeto bloqueado. Intentando forzar entrada. Hay un marcador en el sector de red 3-7-0.


Héctor: Llevame.


Héctor: Hola, Max.


Max; ¿Seguís buscando ese avatar?


Héctor: ¿Lo viste?


Max: Regresó. Te dejó esto.


Héctor: ¿Un abanico?


Max: abrilo.


Operador: Siseo.


Alicia: ¡No puedo creer que hayas traído a Demetrio: ¿Era una trampa? Por qué no puedo creerlo. No sé si confiar en vos. Pero si en realidad sentías lo que me dijiste..., tomá el teletransporte hacia el ordenador central.


Operador: Siseo (se cerró el abanico).


Operador: Láser (el boxeador se desintegra en el teletransporte). Láser (el boxeador se integra). Se va el ambiente de bar y el tecno. Ahora: Láser, láser, láser. Música oriental.


Héctor. Alicia.


Alicia: ¡Qué estabas haciendo con Demetrio? ¡Decímelo!


Héctor: Demetrio me contrató para que borrara un avatar. No sabía que fueras vos.


Alicia: Demetrio está... está...


Héctor: Intentando matarte quemando tu memoria.


Alicia: ¿Para de esa manera poseer mi cuerpo?


Héctor: ¿Cuánto tiempo llevas conectada?


Alicia: No me desconecté.


Héctor: ¡Tenés que desconectarte!


Alicia: ¡No pienso volver! Dijiste que había una manera. ¡Una manera de quedarse aquí dentro!


Débora: Oh, oh. Hay problemas. Apareció el tiburón de Demetrio.


Operador: Música tensa.


Alicia: ¡Aaaah!


Demetrio: Ya te tengo, zorra y a tu amiguito, el gordo, también.


Débora: El boxeador hace de boxeador...


Operador: ¡Punch! (es una piña).


Demetrio: ¡Ah! Carajo.


Operador: Cesa la música tensa. Ambientación de fábrica; producción en serie, pero ciber ¿se entiende? Pasos (los de la geisha y los del boxeador),


Alicia (agitada): ¿Dónde estamos?


Héctor: En un bloque donde el servidor depura el sistema y borra los archivos inservibles.


Operador: siguen los sonidos de producción en serie. Pausa tensa. Pasos.


Débora: Oh, el lugar da escalofríos: desfragmentadores por todos lados: unas máquinas flotantes qué... si te atrapan...

Héctor: Es peligroso estar aquí.


Alicia: Oh...no puedo...me estoy... desvaneciendo...


Héctor: Computadora: un diagnóstico del sujeto ¡Ahora!


Voz electrónica femenina: Accediendo al sistema. Alicia Kercher. El sujeto es código azul.


Héctor: ¡Alicia, escuchame! ¡Tenés que desconectarte o morirás! ¡Tirá del enchufe!


Alicia: No...es mejor así. Lo único que él quiere...es mi cuerpo.


Voz electrónica femenina: Alerta. Desfragmentador en marcha.


Alicia; ¡Aaah!


Operador: Láser. El grito de Alicia se aleja (la atrapó el desfragmentador).


Héctor: ¡Alicia!


Débora: El sistema acaba de encerrar a Héctor en una jaula...


Operador: Golpe metálico.


Débora: ...Los barrotes se ven gruesos y la cerradura complicada. Está difícil para Héctor salir de allí y rescatar a su amada geisha.


Héctor: Computadora ¿Podés hackear la cerradura?


Voz electrónica femenina: Negativo. La encriptación excede mi capacidad.


Héctor: ¡Necesito más ancho de banda! ¡Usá la potencia de reserva y duplicá la velocidad!


Voz electrónica femenina: Ejecutando. Velocidad al máximo.


Débora: Nuestro boxeador gira como un trompo y rompe la jaula.


Operador: remolino y ¡pum!


Débora: El defragmentador acaba de dejar sobre una cinta transportador a Alicia, convertida en un... ¡paquete! Pobre geisha...


Alicia; ¿Qué ocurre?


Héctor: ¡Resistí! ¡Ya voy!


Operador: pasos rápidos.


Demetrio: ¡No irás a ningún lado!


Operador: Mordisco.


Héctor: ¡Ah!


Débora: Sí, apareció el tiburón de Demetrio y mordió al boxeador de Héctor... chau rescate.


Demetrio: Detective virtual, ¿Querés un pedazo de mí? Entonces vení conmigo.


Operador: láser. Cambiá la ambientación a estadio repleto.


Débora: Upa. Démetrio trajo a Héctor a un ring de box. La cosa se va a definir entre las cuerdas.


Operador: Pun, paf, Ah, Uh. Pin, puf, paf...etc.


Alicia: ¡Aaah!


Operador: Pun, paf, Ah, Uh. Pin, puf, paf...etc.


Alicia: ¡Aaah!


Débora: A Alicia le va mal y a Héctor peor. Esto no se ve bien.


Alicia: Te quiero campeón.


Operador: Ambientación de estadio repleto y música oriental.


Débora: Parece que la frase de Alicia animó al boxeador, que estaba en la lona y que ahora se pone de pie ante un Tiburón engreído.


Operador: Pun, paf, Ah, Uh. Pin, puf, paf...etc.


Alicia: ¡Aaah!


Operador: ¡Puuuun!


Demetrio: ¡Aaaaah!


Débora: Una buena piña de Héctor a los dientes del tiburón y el tiburón voló por los aires.


Héctor: Computadora, sacame del ring y transportame al sector depuración, ahora.


Operador: láser. Otra vez la producción en serie. Sigue la música oriental.


Alicia: ¡Aaaaah!


Héctor: Aguantá.


Débora: La pobre gheisha convertida aún en una caja, caee al abismo de la desintegración...


Alicia: ¡Aaaah!


Débora:... pero Héctor, el fornido boxeador del ciberespacio, logra tomarla justo a tiempo.


Héctor: ¡Ya te tengo! Computadora, descomprime sujeto avatar.


Operador: láser, láser, láser.


Alicia: ¡Cuidado!


Débora: Alicia, que cuelga del brazo de su boxeador, le advierte de la presencia del tiburón.


Héctor: ¡Computadora, procedimiento de emergencia! ¡Ahora!


Débora: Pero el tiburón Demetrio consigue de un mordisco...


Operador: mordisco.


Débora:... cortarle el brazo al boxeador y la pareja de enamorados cae al abismo de la desintegración.


Alicia: Adiós.


Operador: Chuic. Pausa. Plum y plaf, fritura: ¡Aaah! ¡Oooh!


Débora: En el mundo real, los cerebros de Héctor y Alicia se frieron.


Operador: Música disminuye hasta silencio.


Operador: Golpe a la puerta.

Demetrio: ¡Alicia! ¿Estás ahí? ¡Alicia!


Operador: Golpe a la puerta. Siseo ostentoso con campana, como si se abriera la puerta de un ascensor.


Voz sintética masculina: Buenas noches.


Operador: Pasos. Siseo de puerta que se cierra.

Débora: El hermoso cuerpo de Alicia, a penas cubierto con el deshabillé, yace sin vida en el sillón frente a la computadora. Aún calza el casco de realidad virtual: por uno de los costados del casco asoma un hilo de sangre que moja su mejilla.


Demetrio: ¿Alicia? ¿Alicia? ¡Oh! ¡Bien! ¡Funcionó! ¡Funcionó! ¡La zorra está muerta, pero la fiesta continúa! Ja, ja... vení nena; tengo algo para vos. Me gusta tu cuerpo, sí, sí...


Operador: Efecto de un montón de semillas de... ¿maíz? (Te dejo la legumbre a elección) que caen al suelo: es el cuerpo de Alicia que se desintegra.


Demetrio:... pero. ¡¿Qué pasa?! ¡¿Qué carajo pasa?! ¡Carajo! ¡Carajo!...


Operador: patada y algo que se rompe.


Demetrio: ¡No poedés hacerme esto! ¡Carajo!...(se calma e inspira profundo) Que lástima. Ja, bueno, qué se le va hacer, da igual, hay más del lugar de donde salió...


Operador: Teclado de un celular (Demetrio llama a alguien). Timbre de llamado. Dona habla desde el auricular.


Dona: ¿Hola?


Demetrio: Dona. Soy tu preferido, Demetrio.


Dona: Demetrio ¿Dónde te habías metido?


Demetrio: Escuchá, justo esta noche estoy libre.


Operador: Siseo ostentoso con campana, como si se abriera la puerta de un ascensor.


Voz sintética masculina: Buenas noches.


Operador: Siseo ostentoso con campana, como si se cerrara la puerta de un ascensor. Silencio.


Operador: Música oriental. Eco. (Volvemos al ciberespacio).


Débora: Mientras tanto, en algún lugar del ciberespacio Héctor-boxeador y Alicia-geisha se materializan....


Operador: Láser. Láser.


Héctor: Funcionó. ¡Funcionó! ¡Todo está bien! ¡Nuestros programas funcionan! ¿Cómo estás?


Alicia: De maravilla. Vi un destello de luz. ¿Qué sucedió?


Héctor: Escaneo cerebral. Un programa que desarrollé, pero que nunca lo usé hasta que te conocí.


Alicia: No volveremos a nuestros cuerpos. ¿Verdad?


Héctor: Jamás.


Operador: Música oriental que se desvanece y blues que regresa. Sacamos el eco.

Débora: Se necesita una verdadera conexión para que salte en nosotros esa chispa especial. Algunos dicen que es una ilusión; un sueño digital, pero ¿siempre es lo que parece ser?, o ¿habrá un nuevo mundo valiente en el que la gente será juzgada únicamente por la belleza de su carácter?


Operador: se desvanece el blues hasta silencio.

sábado, 3 de septiembre de 2022

miércoles, 1 de junio de 2022

Soledad

Shenyang, China. año 4720, bajo el signo del Tigre del agua: rey de todas las bestias que espanta la mala suerte.

Hola Isabel (no estuve en China, tranqui) me enamoré de tu relato. Todavía gira en mi cabeza. Lo pienso mucho. Todas las historias que nos contamos en el taller tienen su magia y su encanto, pero cuando uno ahonda en un relato en particular, ese encanto y esa magia se agiganta. Eso me sucede con tu cuento, trataré de contenerme para no disgregar la carta. Bien, estimada Isabel, empecemos por ... ¡El final! ‘, murió pisoteada al atardecer’ ¡Ya lo decidí!: quiero morir al atardecer, eso sí, que me pisoteen a la nochecita, ja,ja. ¡Ese tiene que ser el título! El lector quedaría reenganchado, Isabel, el sujeto lo leería si o sí. Todo el relato estaría preocupado por Soledad: ‘va a morir pisoteada en cualquier momento’ lo tendrías en una tensión permanente. Aunque, no, Isabel, tranquila, no toques nada, no cambies nada, que tu relato así está muuuuy bueno. Además, ‘Cosa juzgada’ como final, cierra, pero... Sigamos, ortografía y sintaxis, ni hablemos, porque soy de madera en eso. Quizás, con mucha audacia, me animo a atraer tu atención en una oración por allí ‘salió a la calle nerviosa’ el adjetivo, cerquita del sustantivo, que sería Soledad, entonces mejor: ‘salió nerviosa a la calle’ para que quede claro que la asustada es Soledad y no la calle. ¡Pero incluso, esta oración, Isabel, tampoco la cambies! Ya te diré por qué. Muy bueno el nombre del personaje: Soledad, sin duda. No se puede llamar de otra manera. Bueno, quiero ir a este punto, cuento más o menos cinco secuencias, (es saludable para el lector - personaje del cual nos olvidamos siempre- y saludable también para el estilo, separar las secuencias con un interlineado, también es bueno, si se puede, unirlas con conectores, ‘horas más tarde’ ‘al otro día’ a mí me agradan, son tontos, pero funcionales, en especial, en la secuencia a continuación de la falsa cita en la esquina de McDonald, en que Soledad piensa, a la salida del médico, supongo, en las palabras que este le dijo. Porque parece que al lector no le queda claro el ‘cuando’ si al otro día o a la otra semana y más importante que el día, es el momento, porque la pobre Soledad será pisoteada al atardecer, (moriré al atardecer, Isabel, ¿ya te lo dije, no?) entonces Soledad habría salido del médico a primeras horas de la tarde, más o menos. Para luego, en la casa, pincharse con los alfileres de la abuela y etc. Creo que por acá tengo que cerrar un paréntesis que en algún lado lo abrí). Como te decía antes, no cambies nada de tu relato, no pongas conectores, ni interlineado, y como te decía no tan antes, quiero ir a este punto: las voces del comienzo:

"¡Gorda chancha!"

"¡Largá los postres!"

"¡Ay nena, con ese cuerpo nunca vas a conseguir novio!"

"¡Se armó la gorda!"

"¡Qué lástima! Porque de cara sos bonita"

"¡Noooo, talle para vos no hay!" 

¡¡¡Excelente comienzo, Isabel!!! Si esto fuese cine, seguro que estas voces se oirían mientras la pantalla permanece a oscuras. ¿Dónde suenan esas voces? Si no se describe lugar alguno, entonces las voces suenan... en la interioridad de la protagonista, ¡genial! Y luego le das al lector la imagen de Soledad que ‘escuchaba, bajaba la cabeza y callaba. Aunque lo peor era la escuela, ese infierno.’. Bien y nos detenemos en esta última oración: ‘Aunque lo peor era

la escuela, ese infierno’. ¿Quién dice esto? ¿La protagonista? ¿El/a narrador/a?. Bueno, querida Isabel, en el taller conocimos dos narradores, el omnisciente y el testigo y hay otro por allí, muy usado por el Cortázar, el narrador equisciente, que básicamente es pasar un narrador en primera persona a tercera persona, entonces se produce esto de que el narrador conoce al protagonista (porque es él mismo), sabe lo que piensa y siente (narrador omnisciente), y de los otros personajes no sabe lo que siente, con ellos se comporta como narrador testigo. Bien, aclarado lo oscurecido, y aquí comienza lo lindo de tu relato, ¿Quién narra? ¿Quién conoce tanto a Soledad? ¿Quién dice esa oración, entonces?: ‘Aunque lo peor era la escuela, ese infierno’ o esta otra: ‘Había dos posibilidades: que fuera otra broma de mal gusto o que fuera verdad’. Sí, Isabel, lo dice la narradora y lo dice Soledad: Soledad se está narrando así misma desde la tercera persona. La historia, tu hermosa historia, Isabel, nos la narra una pre-adolescente, una chica que recibe notas en el aula, bellísimo y encima del chico que le gusta. La narradora sufre de amor al igual que Soledad... porque es ella misma. Me emocioné. Esperá a que recupere el aliento. ... Ya está. En el cuento de Cortázar ‘No culpen a nadie’ o ‘como ponerse un pulóver y no morir en el intento’, ja, ja. Algunas interpretaciones dicen que usa el equisciente, entonces como el final siembra dudas podría ser que ese narrador sea el protagonista desdoblado en tercera persona, su alma, que revive el momento previo a la caída del balcón, de su muerte (a este no lo pisotearon). ¿Coincide con tu relato? ¡Yes! En tiempo y forma. (No aclara el momento del día, pero seguro que fue al atardecer, es el mejor momento para morir). Y volviendo a las voces del comienzo: “Gorda chancha” “largá los postres” y las otras, esas voces suenan en la cabeza de la protagonista y en la de la narradora también. Quizá Soledad no se ha desdoblado aún y como en el cuento de Cortázar, podría ser el alma de Soledad. Te la termino acá, Isabel. Por eso, no cambies nada, no toques nada, que no se pierda esa voz pre adolescente que narra sin conectores, que precipita el final, que abusa del pronombre ‘su’, que pone el adjetivo lejos del sustantivo, que fue discriminada, que se nombra una sola vez en todo el cuento, que sufrió el desamor, que se pinchó, que se desinfló y el máximo horror: morir pisoteada, hasta después de muerta sufrió el desprecio de los ‘otros’. Si la narradora es el alma de la pobre Soledad, de que ‘otra’ manera podría relatar su propia angustia, o su propia liberación, si no es de la forma en que vos, Isabel, la escribiste. El desafío: escribite un relato en el que el narrador (en tercera persona) sea un espejo. No me odies.

Un beso grandote. Una agrado que seas mi compañera de taller y seguiré pensando tu cuento.

domingo, 1 de mayo de 2022

Un Húmedo Paseo D. Etchinson




Un Húmedo Paseo
D. Etchinson


Las letras se mostraban casi ardientes en la noche:

CERVEZA DE BARRIL

El trabajoso ritmo de la cojera de Spane le llevó cerca del callejón que se extendía más allá del rótulo. Se detuvo el tiempo suficiente para pasarse una sar­mentosa mano por la crecida barba y para enjugarse el sudor que le impedía ver.
Un hombre con muletas debe aprender a hacer cien de tales movimientos cada día de su vida, pero para Spane llegaba a ser una verdadera lucha en aquellas horas de la noche, complicada por la cantidad de vino que había ingerido y por el hecho que solamente poseía una muleta con la que poder maniobrar, y una sola mano. Pero siguió adelante. Apretó los dientes, como si fuesen eco de la firme determinación que al­bergaba en su pecho, y avanzó más.
Tenía un trabajo que hacer, y, ¡por Dios!, que lo haría.
Cuando pasó bajo el rótulo, las letras reflejaron su rojizo color sobre sus brillantes rasgos y sobre la hú­meda superficie del pavimento, haciendo relampaguear en rojo los charcos de agua. Spane miró su crispada mano y vio en el sudor que la cubría un borroso re­flejo de sangre aguada, cuando sonó un grito:
—¡Eh, viejo!
Las luces de los coches que pasaban de largo en el extremo del callejón iluminaban la calle de vez en cuando, formando profundas sombras que avanzaban hacia él a lo largo de las filas de bidones de desper­dicios que ocupaban la parte trasera de las casas.
Súbitamente, se movió una sombra.
Spane sintió una sacudida en el hombro cuando se movió para llevarse su otra mano a la frente, pero ya no estaba allí. «¡Maldita sea!», murmuró silenciosamen­te en algún punto situado entre la ácida respiración y las turbulentas aguas de su inconsciente. Pero su cuerpo nunca olvidaría, y él lo sabía. Moriría tratando de al­canzar algo que no estaba allí, alcanzar algo con un brazo que ya no existía.
Excepto en los negros espacios de su memoria.
—¡Eh, tú!
Se frotó los cerrados ojos mientras el sudor goteaba desde las arrugas como sucias gotas. «Concéntrate.» Tenía que saberlo. Había llegado hasta allí, casi tres millas a través de la ciudad, y a pie, y ahora tenía que saberlo.
La sombra saltó desde el muro que había entre dos bidones de basura. El viejo entornó los ojos un ins­tante para ver aquella figura que, como un murciélago, agitaba los brazos.
Cerró con fuerza los ojos, como si crispase ambos puños. ¡Tenía que estar seguro! La visión momentánea había sido débil, atravesando la ciudad, y ahora, si es­taba en lo cierto, si por fin le había encontrado, sen­tiría saltar aquella chispa en aquel lugar especial que había en la parte posterior de su cerebro, donde siem­pre la sentía cuando estaba seguro, y entonces «lo sabría».
—¡Ehhh!
Una mano le agarró repentinamente.
Tembló tratando de desembarazarse de ella. «¡No debo perder este pensamiento!» Sus temblorosas meji­llas protestaron antes que sus labios pudiesen for­mar las palabras: «No..., no debo perderlo..., ahora».
—¡Hola, viejo!
Unos pies que se arrastraban se detuvieron a su espalda, y la mano fuerte y poderosa le agarró por el cuello.
El puño de Spane soltó la muleta y golpeó la noche ante él, frente a su rostro, a la vez que lanzaba un gru­ñido animal que surgió desde lo más profundo de su garganta.
La anciana dio un rodeo para situarse frente a él cuando Spane vacilaba intentando de nuevo asir su mu­leta. La mano de la mujer no abandonó su cuello y le sostuvo en pie.
Hubo un temblor de carne cuando su rostro se sere­nó repentinamente, y al fin pudo ver mejor y escuchar el sonido de los cláxones de los automóviles en las calles de la ciudad, más allá del callejón. Su respiración fue más normal, cayendo en la resignación.
—¡Me has hecho «perderlo»! —gruñó.
—Vamos.
El voluminoso cuerpo de la mujer se volvió y la carnosa mano y el cuello que sostenía se volvieron con ella, impidiendo a Spane ver las sombras del callejón.
Se daba cuenta que le guiaban subiendo los rajados escalones de piedra de la entrada posterior de un bar, y en aquel momento la punzante podredumbre de la mujer le envolvió totalmente, superando incluso el olor de su propia y fétida respiración. Pero él cono­cía los olores dulces del bar, tan bien como si fuesen suyos, y no oyó el crujir de los tablones del vestíbulo por donde la mujer le llevaba, ni tampoco se le ocurrió pensar en las intenciones de la mujer, ya que él las conocía perfectamente bien y éstas eran cosas que para él no tenían la menor importancia. Pensaba, con abru­madora melancolía, solamente en su presa, en lo que había dejado escapar allí atrás, en el callejón.
La mujer le llevó hacia la izquierda y luego a la derecha, a lo largo del pasillo que olía débilmente a orina. Luego le soltó y le empujó hacia una silla de madera.
—Ahora...
La mujer se dejó caer en su desvencijada silla, al otro lado de la mesa, frente a él, al mismo tiempo que la puerta de entrada aún se movía a impulsos del viento.
—Cuéntame sobre los rockets..., y sobre la gente.
Spane sintió que crujían las articulaciones de su es­palda cuando se irguió para protestar, y para irse, pero entonces su cuerpo se aflojó y decidió acompañar a la mujer, al menos durante un rato. Vio cómo la mano de ella se introducía bajo su distendido jersey para alcanzar la botella. Escuchó voces femeninas de los cercanos cuartos y el ritmo de la música electrónica que procedía del piso de más abajo, y suspiró hondo, apoyándose en su sucio brazo y sobre la cochambrosa mesa donde lo apoyaba. La mujer era demasiado pode­rosa para luchar con ella. Cerró los ojos y sintió que su mente retrocedía en el espacio cuando el vino atra­vesó su cuerpo.
Pero se repuso a tiempo. Cuando alzó la cabeza, Zenna estaba llenando de nuevo los vasos de plástico que había sobre la mesa.
Sin embargo, él sabía que aquella noche no debía beber más. No hasta que hubiese hecho lo que tenía que hacer. Para ello había recorrido aquel largo cami­no. Esperaría, simulando beber con ella, hasta que ella cayera dormida, como siempre hacía, y entonces él descendería por las escaleras.
—¿Bien...?
La mujer dejó un vaso de whisky barato en su mano. Al percibir el fuerte aroma del licor, él comenzó a ponerse en pie. Al mismo tiempo, sus ojos quedaron prendidos, cuando volvió la cabeza, por el espectáculo que ofrecía el cielo nocturno desde la ventana de aquel segundo piso. Y allí estaban las estrellas.
Durante un momento recordó el aspecto que tenían las estrellas desde el «Deneb», y parpadeó, sintiéndose un tanto relajado ante el pensamiento de contarle a ella, o a cualquiera, lo que había sido aquello. Satur­no: sobre Minas con sus círculos cortando el cielo. O cómo era Deimos, o Phobos.
Pero él sabía que ella no deseaba oír nada de aque­llas cosas, realmente no... Y la gente, había dicho ella. Eso era lo que siempre decía ella.
No importaba las veces que él le hablase sobre la catástrofe, porque ella jamás se cansaba de escucharle una y otra vez: la colisión partiendo a las dos naves casi por la mitad, y los supervivientes retorciéndose libremente en el espacio, girando sobre sí mismos como muñecos cósmicos en todas direcciones, mientras que su oxígeno se consumía lentamente y eran arrastrados hacia algún increíble y extraño sol.
Los que tenían trajes espaciales. Sí, aquello era lo que a ella le gustaba más escuchar, y él estaba seguro de esto. Era la forma en que los menos afortunados en aquel horrible instante, cuando la coraza protectora de las naves se hizo pedazos y la noche les alcanzó en una milésima de segundo..., aquello era lo que ella de­seaba escuchar, por supuesto, y él sentía en aquel ins­tante que todo su cuerpo quedaba como abrumado por una ola de náuseas.
Tomó asiento, fijando sus ojos en la calle, cuando un único pensamiento quedó fijado en aquella estancia y en aquella desagradable mujer.
No había olvidado.
La miró fatigosamente. La mujer ya estaba sirviendo otra ración de licor.
—Toma..., bebe... Bebamos por tu felicidad.
Cuando él no se movió, ella miró en dirección a su vacío hombro, que se hallaba más cerca del vaso que su brazo derecho, y añadió:
—Tienes que olvidar todo eso, ya lo sabes.
Los ojos del hombre, unos ojos enrojecidos y can­sados, se entornaron. Desde la parte baja del piso lle­gaba el ruido de la música de baile, y el pie de Zenna comenzó a golpear sobre los tablones del pavimento siguiendo el ritmo. «Sí —pensó él sonriendo amarga­mente—, tengo que olvidarlo todo, pero, ¿por qué?»
—¿Por qué no me dejas solo?
La pregunta se la hizo tanto a la mujer como a aquella molestia que sentía allí donde debía estar su brazo. Hizo un gesto de dolor, recordando durante un segundo cómo había ocurrido aquello, al saltar libre­mente del «Deneb», al mismo tiempo que su línea salvavidas se alejaba en compañía de su brazo todavía su­jeto a ella y a la vez que su traje reventaba y sus ojos se abrían desmesuradamente con horror tras el cristal protector. Y durante todo aquel tiempo fue hundién­dose en la inconsciencia, convirtiéndose los segundos en eternidades bajo los rayos del implacable sol, escu­chando a través del espacio a las almas muertas de los otros ciento treinta, gritando silenciosamente la agonía de los moribundos, y él también gritando dentro de su propio cráneo. (Ellos no habían sabido, cuando le acep­taron las Fuerzas Espaciales de los Estados Unidos, el paso de su madre a través de la Hallendorf Barrier, camino de la base de Venus, en su séptimo mes, ni de la proyección que así había estimulado el desarro­llo de la parte posterior de su cerebro. Más tarde, cuando se descubrieron al azar los niños, en su fantás­tico talento, se bautizaría con un nuevo nombre al tele­poder, el Barrier declarado lugar prohibido «hasta un nuevo estudio», y los médicos comenzarían su inútil intento de buscar el rastro de los miles de niños naci­dos en la base. Ahora, con una segunda generación ya inminente, permitirían que se debilitaran sus mentes. Pero no Spane, él conocía aquella maldición y no la olvidaría.)
Los nervios de su hombro sufrieron un espasmo cuando pensó olvidarlo por billonésima vez en veinte años... «¡No tengo derecho a olvidarlo! ¡No puedo permi­tirme el olvidar!» Ni siquiera aunque lo deseara...
Y, justamente en aquel instante, sintió que saltaba una chispa en algún punto de la parte posterior de su cerebro, y supo que jamás sería capaz de olvidar.
—Tú..., viejo..., eres un veterano... Sabes que el Go­bierno pagará para arreglarte ese brazo tuyo. ¿Por qué no...?
Spane cerró los ojos con fuerza.
La luz le hirió en su interior.
Ahora ya no trataba de concentrarse, sino de so­portar la señal que ascendía agudamente en espiral al taladrar la parte posterior de su cerebro.
Lo había encontrado al fin. La presencia del otro era tan intensa...
—Te pondrás bien...
Su mentón se ciñó al pecho cuando el esfuerzo men­tal presionó con más profundidad, una ultrafrecuencia que solamente él podía escuchar, y luego se esfumó. Pero la involuntaria señal del otro había sido ya reci­bida. Su cabeza y mente volvieron a la superficie. Se dio cuenta una vez más del ritmo que sonaba bajo sus pies.
—Te pagarán ese estropicio...
Las palabras que estaba pronunciando la mujer, y que le hubiesen encolerizado hacía unos momentos, ahora sonaban con tono que él escuchaba con enorme indiferencia.
Asió la esquina de la mesa entre su dedo pulgar e índice y echó la silla hacia atrás, buscando su muleta.
—Ahora, tú..., debes seguir lamentándolo por ti...
La mujer hablaba con tono de borracha y sus ojos se clavaban fijamente en la sucia superficie de la mesa, al mismo tiempo que sus gruesos dedos acariciaban incesantemente su vaso.
Spane apoyó el extremo de su muleta sobre tos ta­blones del pavimento y avanzó hacia la puerta.
—¡Eh! Un minuto..., aún no has terminado...
Spane logró entreabrir la puerta.
—Ni siquiera has empezado... No me has contado nada sobre aquellas personas...
El rostro de la mujer se contorsionó en surcos de carne en pliegues y añadió al cabo de un silencio:
—¡Sí...! Eso es lo que quiero escuchar, quiero oír algo más acerca de aquellos tipos nadando como peces en la oscuridad...
El vaso de la mujer se volcó sobre la mesa.
Spane se hallaba casi en el umbral de la puerta. La mujer logró ponerse en pie y avanzó vacilando. Sus rollizos brazos lucharon para sostenerse entre el borde de la puerta y la pared, y cuando hizo un nuevo inten­to de dar otro paso, solamente la mitad de su cuerpo pudo salir al vestíbulo.
Apoyándose contra la pared, Spane gruñó algo inin­teligible y alzó la muleta, amenazando a la mujer. Abrió la boca y bramó coléricamente:
—¡Zenna!
La mujer le miró desmayadamente. Su atención se redujo totalmente, al igual que sus fuerzas físicas, cuan­do cayó lentamente al suelo, murmurando:
—Sí... ¿Quién te necesita? De todas maneras, eres un viejo inútil. Probablemente, jamás has estado en tu vida a bordo de un proyectil... Sí..., desde luego que sí...
El hombre se volvió cuando la mujer escupió hacia él. Luego, reanudó su camino hacia las escaleras.
—Sí... —dijo la mujer, a la vez que su voz se perdía ya en el interior de la estancia—. ¡Al diablo contigo!
Y, cuando se cerró la puerta, la mujer lanzó su última exclamación:
—¡Vete al infierno!
Spane inclinó la cabeza, respirando pesadamente, y reanudó su avance hacia la puerta trasera del edificio.
Dos soldados pasaron por su lado, conducidos por dos muchachas que ansiaban que los hombres subiesen la escalera.
Spane no alzó la cabeza, sino que continuó prestando atención a su propio avance, hasta que tropezaron con él deliberadamente.
—Bien... ¡Miren quién ha venido por más...! —gritó una de las muchachas por encima del ruido de la mú­sica sintética.
La muchacha combó una cadera, apoyando una mano sobre ella, y luego se movió insolentemente, cruzando ambos brazos sobre sus generosos senos, añadiendo:
—¡Es Spane, el cojo!
—Vamos, Rena —dijo la otra muchacha, a la vez que empujaba a su joven soldado hacia arriba.
Spane vio la insignia de las FEUSA sobre sus uni­formes y, repentinamente, sintió una enorme melancolía en su interior.
—¿Y qué le parece a Spane si hace un poco el amor...? Apuesto a que tu Zenna aprendió más de dos cosas con esa muleta tuya...
La muchacha se arrojó sobre él, murmurando pala­bras obscenas, simulando ofrecerle sus brazos y la ba­rata fragancia que despedía su chillón vestido de pro­fesional.
Spane sintió una enorme repugnancia, y un amargo agradecimiento por haber podido lograr el bloqueo de sus pensamientos y los de Zenna, así como los pensa­mientos de los demás, los de las masas de no telépatas que le rodeaban. Había costado años, pero su cerebro había desarrollado una especie de costra para prote­gerse a sí mismo tras aquel horror del consciente flo­tando con los restos de las naves en el asteroide Marte-Júpiter, recibiendo la muerte de cada uno de los demás como si fuese la suya propia. Pero no volvería a ocu­rrir más.
Apartó a la muchacha con su brazo derecho y avanzó hacia el exterior.
Se desvanecieron tanto la risa de la muchacha como la cacofonía de los ritmos del baile, cuando de nuevo oyó el siseo de los neumáticos de los automóviles que rodaban sobre las húmedas calles.
Una ráfaga de viento le azotó y sintió que la ne­blina se fijaba en sus ojos. Vaciló un instante.
Y allí...
Allí, en la oscuridad, distinguió un movimiento.
Dio un paso.
Cojeando.
Súbitamente, sonó el ruido de un bidón que se vol­caba.
Spane enfocó su mente.
Algo saltó al callejón, y su silueta se recortó bajo la luz de los faros de un coche que pasaba de largo.
¡Aaaaahhhhh!
Se esforzó más la mente de Spane. Era la señal de una mente como la suya, que no podía cerrar.
¡Aaaaayyyyy!
Hizo un esfuerzo para dar otro paso. Forzó sus ojos en la oscuridad, y entonces...
Sonó un fuerte siseo.
Pasaba otro coche por la calle, y allí, durante un instante, reflejando chispas de luz, estaban los ojos aterrorizados de...
Spane dio otro paso más.
«¡Dios! —pensó Spane—. Los ojos..., son muy peque­ños esta vez.»
La figura se quedó congelada como un gato sorpren­dido. Los ojos se cerraron.
«Espera.»
Spane pronunció la palabra mentalmente.
Dio dos pasos más.
Era solamente un muchacho que no tendría más de ocho o nueve años.
«Mira», pensó Spane. Vio los cautelosos movimien­tos, como los de un gato atemorizado, una criatura supersensible, con sentidos tan agudos, que había apren­dido a evitar a la gente, a la gente cruel, con sus vicios y pensamientos de horror.
El muchacho le miró, confundido. Tenía subido el cuello de piel de su chaqueta y en una enguantada mano sostenía la pelota de caucho con la que estaba jugando. Se abrió su boca, pero de su garganta no surgió ningún sonido, claramente inseguro sobre lo que debía hacer al enfrentarse a otro igual por vez primera en su vida joven.
«No temas.»
«Mira —pensó Spane—, ya aprendió que debe evitar las calles, las multitudes, su propia casa y a la gente que no piensa y que vive en ella. Pero, ¿sabe él lo que le sucederá, cómo va a ser aquello? Todos los días hay un incendio, un accidente en la cercana carretera, la agonía de la disputa de dos enamorados borrachos que termina a cuchilladas o en algo aún peor, y cada vez, cada momento, un hombre es golpeado y dejado que se desangre en un callejón como éste..., o un bebé mue­re chillando en un baño de agua hirviendo, o nace..., a cada minuto, a cada minuto él será esa persona. Sabrá antes que tenga catorce años lo que es ser un hom­bre que sufre hasta el extremo de pedir que le maten para acabar con sus sufrimientos. Y él no podrá dete­ner el proceso. Algún día podrá aprender a cerrar su mente, pero eso le costará años y más años. Y por en­tonces ya se habrá vuelto loco.»
El muchacho le miró y sobre sus helados labios pa­reció esbozarse una sonrisa.
«¡Eh, señor! —pensó—. ¿Quiere usted jugar conmigo?»
Spane se detuvo a reflexionar.
«No sabe lo que es, porque si lo supiera se ma­taría.»
Entonces, experimentando un intolerable aburrimien­to, avanzó hacia el muchacho.
Contuvo la respiración durante un largo minuto.
Entonces...
Alzó su muleta en la noche y la hizo descender con todas sus fuerzas y tantas veces como pudo.
E inmediatamente..., los pensamientos del muchacho se desvanecieron.
Spane miró hacia el cielo de la noche. Sintió que entrechocaban sus dientes.
«Y aquél también —pensó—, aquél también.»
Y a continuación, el suave siseo del tráfico sonó tan lejos de él que fue como el suave ruido de una marea que tuviese lugar en alejadas costas, y dejando que la luz de las distantes estrellas se reflejara sobre el húmedo pavimento y sobre la inmóvil figura que allí abandonaba, Spane se fue a casa.


sábado, 2 de abril de 2022

LA PATRULLA DEL SUEÑO Charles W. Runyon

 

LA PATRULLA DEL SUEÑO

Charles W. Runyon

Harul dejó de sollozar cuando lo sujeté con correas dentro de la cápsula de paredes almohadilladas. Duran­te un instante sus ojos perdieron aquella mirada de te­rror que antes brillaba en ellos y apretó los labios. Lue­go preguntó:

¿Dónde lo perdí, Marsh? ¿Qué voy a hacer ahora para volver a encontrar el camino?

Ya te lo dirán cuando estés de vuelta a la base, viejo amigo. Volverán a ponerte sobre la pista, no lo dudes. Y ahora pórtate bien.

Después de cerrar la cápsula, apreté bien los torni­llos y comprobé el estado de las junturas. A través de la mirilla pude ver cómo los ojos de Harul giraban bajo sus cejas; tenía la boca tan abierta que pude ver hasta el fondo de aquel túnel de color rosado que era su garganta; pero el grito tan estridente que lanzó que­dó amortiguado por las paredes del cilindro. Apreté un botón para que el gas sedante penetrara en la cápsula y entonces vi cómo su rostro se relajaba. Puse en mar­cha el circuito de congelación, abrí la válvula de escape de aire e hice girar la rueda de la escotilla.

Acto seguido apreté con mi pulgar el conmutador y sólo sentí un ligero temblor cuando la cápsula comenzó a elevarse. Por un instante, la llamarada de los cohetes iluminó la obscuridad del firmamento, y, poco a poco, la cápsula se fue alejando hasta que desapareció en el espacio.

Me encontraba ahora solo, a seiscientos millones de kilómetros del ser humano más cercano, atrapado en mi insoportable realidad. La mujer se hallaba ten­dida en un diván adornado con cojines verdes, cubierta con una ligera bata. La tonalidad vivida de su carne contrastaba con las paredes interiores de mi nave–centi­nela, haciendo que éstas parecieran tan grises y abstrac­tas como una fotografía en blanco y negro.

Ella cerró los ojos y retiró su largo cigarrillo de la boca, expulsando una bocanada de humo verde por entre sus labios de color naranja.

¿Y ahora qué, soldado? –me dijo–. ¿Es que pien­sa pasarse la vida en esta cápsula de metal mientras sus compañeros en la Tierra se hacen con los mejores puestos y las mejores chicas ahora que ya son civiles?

Le volví la espalda y me puse a manipular en los mandos para conseguir la cena. En mi mente bullían pensamientos que se relacionaban con filetes de terne­ra, salsa de hongos, puré de patatas y vino tinto. Pero cuando el tanque nutritivo cesó de funcionar, aquellas gachas de color gris no tenían nada en común con lo que yo había pensado comer. Había entrado en el ser­vicio a la edad de doce años y ya no me acordaba del verdadero sabor de los alimentos.

Ella se levantó y se puso a mirar por encima de mí hombro mientras yo controlaba la pseudogravedad sobre mis pseudopatatas. Mi olfato detectó la suave fra­gancia de su perfume y entonces me repetí lo que le había dicho a Harul la primera vez que ella apareció en nuestra nave–centinela dos semanas antes.

Ella no es un ser real. Es una proyección, un pe­dazo de propaganda Fen y nada más.

Cogí mi bandeja y me volví de espaldas, pero otra vez la encontré delante de mí... bueno, entre la mesa plegable y yo. Llevaba uniforme de camarera del club de oficiales de la base central: una falda corta de color azul y una blusa de color marfil rosado, abierta hasta la cintura. Se parecía a una chica a la que había estado cortejando inútilmente durante unos días de permiso que me dieron.

Por un momento pensé en ponerme a dar vueltas alrededor de ella, pero mi dignidad me impidió hacerlo considerando que estábamos solos en mi nave–centinela. Luego di un profundo suspiro y me dirigí hacia ella contemplando sus hermosos ojos verdes. Pero la mujer adoptó una postura amenazadora y me pregunté qué le habría pasado a mi mente si hubiera continuado avan­zando hacia ella. La cabeza me empezó a doler debido a la lucha que en aquel momento se desarrollaba en mi subconsciente. Era mi voluntad contra... ¿contra qué? No lo supe.

Cuando me hallaba a dos pasos de ella, la mujer co­menzó a rielar. Entonces sentí como si el espacio me apretara por todos los lados. De repente, todo el uni­verso se inclinó imperceptiblemente hacia la izquierda y la muchacha desapareció.

Mientras comía, me puse a reflexionar. Estaba me­tido en un juego demasiado peligroso. Si ella no se hu­biera movido, me habría visto obligado a aceptarla como una realidad objetiva. Harul se había marchado aquella noche en que lo encontré acariciando su almo­hada y murmurando el nombre de su esposa. Esta ha­bía sido asesinada hacía tres años durante un ataque de Fen contra Solem. Su hijita había sido capturada y puesta dentro de un compuesto Fen para engordar. Ha­rul pensó que pronto sería devorada por aquellos re­pugnantes artrópodos grises de diez patas, pero cuando la niña se subió a sus rodillas y le pidió que jugaran a los caballitos...

«No puedo hacer nada para evitarlo», me dije a mí mismo mientras miraba en dirección a un mamparo donde había una mancha negra y donde Harul había intentado poner fin a sus torturadoras visiones con una barrena. De haber logrado hacer un agujero en el mam­paro de la nave–centinela con la barrena, ambos habría­mos muerto en el espacio.

A partir de aquel día escondí todos los instrumentos puntiagudos que había a bordo, tales como tijeras, cu­chillos, punzones, etc. Más tarde, también me vi obli­gado a ocultar las navajas, pues Harul había intentado cortarse la garganta con una daga. Luego, cuando Harul intentó ahorcarse haciendo una cuerda con sus sábanas, decidí no dormir hasta que él estuviera profundamente sumido en el sueño bajo el efecto de los sedantes. Una noche me despertó un ruido y encontré a Harul mani­pulando los controles con el fin de dirigir la nave hacia la Zona N. Se trataba de una zona a diez años–luz de distancia, llena de planetas muertos y de espacio vacío que constituía una tierra de nadie. A todas las naves que penetraban en aquella zona les esperaba la misma suerte que a un ratón que penetrase en una habitación llena de gatos hambrientos.

Por eso no tuve otra alternativa que enviar a Harul a la base. Ahora me doy cuenta que al desembarazarme de él me encuentro mucho mejor. Recogí los platos y las tazas y los introduje en el convertidor, donde que­darían hechos pedazos y convertidos en átomos. Más tarde, estos átomos volverían a reunirse y formarían platos, alimentos, ropas o cualquier otra cosa que el cuartel general de mi unidad había programado sinte­tizar. Manipulé en los mandos para conseguir café y un cigarrillo, y luego me senté en la mesa, mientras re­flexionaba que aquel hemisferio veintidós podía consi­derarse como mi único universo habitable.

Nada podía ser menos estimulante para un ojo hu­mano. Todos los instrumentos, literas, servicios y los equipos de comunicación estaban empotrados en las paredes de la nave y cubiertos por paneles de duroplast transparente. Estos paneles eran luminiscentes, dando la impresión de que uno se encontraba dentro de una membrana transparente, envuelto por una vasta incan­descencia. La luz, al igual que en las prisiones, siempre estaba encendida. Y a pesar de que había unas escoti­llas en dicha «membrana», ello no impedía que sintiera la impresión de hallarme encerrado dentro del embrión de un huevo gigantesco.

De repente ella apareció ante mí, sentada en un si­llón que estaba situado enfrente.

¿No podríamos conseguir una vela? –me preguntó.

Una vela apareció entre nosotros, iluminando con su suave resplandor el bello rostro de la muchacha. Su pe­queña nariz hacía que sus ojos pareciesen aún más grandes. También me di cuenta de que sus colmillos supe­riores eran prominentes.

¿Y música? ¿No podríamos tener música?

Inmediatamente se oyeron unos violines a nuestra espalda. La muchacha se levantó y, sacudiendo su larga cabellera sobre sus hombros, se acercó a mí y me pre­guntó:

¿Quiere que bailemos?

Arrojé mi taza de café a su rostro sonriente. Ella, al ver mi intención, se echó a un lado y la taza fue a es­trellarse contra la pared haciéndose mil pedazos. Mien­tras me dedicaba a limpiar el suelo me pregunté qué ha­bría pasado si la taza hubiera chocado contra su nariz. Pero inmediatamente aparté de mi mente aquel pensa­miento. Sí, era mucho mejor no preocuparse tanto por aquella mujer que se me aparecía por todas partes.

Pero he aquí que un minuto más tarde apareció sen­tada en mi sillón, recostada sobre una almohada de color amarillo. Su cuerpo se hallaba cubierto por una capa de crema dorada, cosa que me extrañó.

Me volví de espaldas y manipulé los mandos para obtener otra taza de café, pero me olvidé de pulsar el botón de la taza y entonces el líquido hirviente me que­mó los dedos. Hice una pirueta como si estuviera bai­lando, mientras apoyaba mi mano derecha en mi estó­mago. Entonces la muchacha apareció sentada en la silla de control llevando unos pantalones transparen­tes como esos que usan las mujeres árabes en los hare­nes y contemplándome con una sonrisa maliciosa en sus labios.

¿Sabes una cosa, querido? –me dijo–. Puedes co­ger una silla y sentarte si crees que tus jefes te enviarán pronto a una persona para que te sustituya.

No hice caso de sus palabras, pues consideré que mi mente, la mente de Egbert Yancy Marsh, disponía de recursos suficientes para conseguir todo lo que me pro­pusiera. Sin embargo, luego me di cuenta de que pro­bablemente ella podía tener razón. Entonces cogí el aparato electrónico emisor y pulsé el botón A–7 (sólo se utilizaba para casos de emergencia), consciente de que me exponía a una fuerte reprimenda por parte de mis superiores. En efecto, los únicos mensajes que po­dían enviarse a través de la frecuencia A debían estar relacionados con casos muy graves: muerte física in­minente, invasión por seres procedentes de otra galaxia o en caso de captura de una nave espacial Fen.

Cuando la luz roja se encendió en el tablero de man­do, me puse a enviar mi mensaje: Me encuentro bajo los efectos de un fuerte ataque hipnótico. Solicito ayu­da inmediata.

Me senté ante la pantalla de mensajes y allí estuve esperando por espacio de media hora. Podía oír a la muchacha paseándose por la nave, pero apenas me tomé la molestia de volver la cabeza y averiguar qué era lo que estaba haciendo o pretendía hacer.

Minutos después unas letras brillantes aparecieron en la pantalla: Póngase en contacto con la secretaría médica, unidad psiquiátrica, prioridad P–2.

Permanecí en silencio al comprobar la prioridad que me habían otorgado. Aquello me había desilusionado. En efecto, el mensaje recibido significaba que tendría que utilizar el transmisor subespacial de voz etérea, es decir, algo así como si hace quinientos años hubiera enviado un mensaje utilizando una diligencia de la Pony Express disponiendo de un teléfono al alcance de la mano.

Di un profundo suspiro, cogí el micrófono y dije lo siguiente: «Aquí Marsh dos–tres–cinco–dos–nueve–siete, vigía de la nave–centinela. Clase A cuarenta y siete. Aten­ción secretaría médica, unidad psiquiátrica, me encuen­tro sometido a un fuerte ataque hipnótico. Envíen ayuda.»

Hice una pausa para coger aire y la máquina conti­nuó funcionando, esperando mis siguientes palabras. Cuando al final todo el mensaje fue registrado, éste hu­biera cabido en un trozo pequeño de cinta. En la base, este mensaje sería examinado, registrado, comprobado y pasaría por mil manos antes de llegar a su verdadero destino. Algunas veces, este proceso había llegado a du­rar varios días.

Luego me aclaré la garganta y dije:

No sé quién es usted, pero tiene que ser un exper­to en esta materia. Escúcheme. Me vi obligado a en­viar a la base a mi compañero en la nave–centinela. Ne­cesito que me envíen rápidamente otro. Me encuentro solo al borde de la Zona N, y aquí hay una muchacha que no deja de molestarme. No sé quién es, pero sí puedo asegurarle que se parece mucho a una camarera que me encontré durante el banquete que dieron en el club de oficiales. Me pregunto si los Fens no habrán en­contrado un medio para proyectar imágenes dentro de nuestras naves espaciales. Si esta muchacha fue captu­rada, ello lo explicaría todo, incluso el hecho de que mi antiguo compañero se pasara los días viendo a su espo­sa e hija cuando éstas ya estaban muertas, asesinadas por los Fens. En cuanto a esta muchacha de que le ha­blaba antes es...

Rose, querido, Rose Mary, y te quiero –dijo ella.

Yo cerré los ojos y continué hablando:

Su nombre es Rose Mary, y, por lo que estoy vien­do, no dejará de causarme problemas. Ruego, pues, un tratamiento urgente, de emergencia. Aquí Marsh dos–tres–cinco–dos–nueve–siete. Corto.

Acto seguido me dirigí a mi tablero de mandos y puse en funcionamiento las pantallas de visión a dis­tancia. Estas estaban provistas de unos detectores que cubrían un radio de acción de dieciséis millones de ki­lómetros en todas las direcciones. Si las ondas emitidas captaban algo, inmediatamente lo transmitían a mi nave–centinela. Algunas veces los Fens interceptaban dichas ondas, por lo que me veía obligado a comprobar luego los resultados en las cintas. Mi labor era verdaderamen­te agotadora, pues en algunas ocasiones tenía que en­viar muchas cintas llenas de datos a la base.

Hoy, afortunadamente, todas las cintas estaban va­cías y el aparato electrónico emisor de ondas funcio­naba perfectamente. No esperaba tener tanta suerte.

Me levanté del sillón y me encontré de nuevo con otro problema. Mientras estaba jugando al ajedrez, una mano se deslizó suavemente por encima de mi hom­bro y movió el alfil blanco situándolo en una posición que amenazaba al caballo negro. Era precisamente el movimiento que yo había pensado hacer. Entonces me dije:

«Bueno, de todas formas, ¿por qué no dejar a esta muchacha que...?»

En ese instante mi mente se iluminó con una idea extraña y tiré al suelo todas las piezas.

Aburrido, cogí un proyector 3–D y me puse a ver una película que había filmado en mi planeta natal, Zporan, antes de que éste fuera evacuado ante el temor de una invasión por parte de la tercera flota. En la película se describían todas las peripecias por las que atravesaba la heroína de la misma hasta que al final era capturada por una bestia mava. Por un instante, me pareció ver entre aquellos repugnantes reptiles un rostro enmar­cado entre largos y castaños cabellos... Me cansé de la película y paré el proyector. Luego me tomé una table­ta para dormir y me acosté en mi litera.

Soñé que ella me visitaba durante el sueño. Me des­perté con esa vaga sensación de culpabilidad que gene­ralmente sigue a todos los sueños en que uno se ve re­presentando el papel de malo. Entonces me di cuenta que sobre mi almohada se hallaba una larga cabellera de color castaño. Traté de tocarla e inmediatamente de­sapareció. Pero aquella cabellera no pertenecía al mun­do de mis sueños: estaba plenamente convencido de que se trataba de una cosa real, de algo que yo había tocado con mi mano estando completamente despierto.

Durante el desayuno, ella se sentó delante de mí y se puso a leer un periódico. Me sentí algo avergonzado al no ofrecerle ni siquiera una tostada. Intenté levantar un muro mental entre ella y yo, pero la muchacha ape­nas se dio cuenta de mi intención y continuó leyendo el periódico.

Tengo la impresión de que va a ser una guerra muy larga –me dijo por decir algo–. Imagine mi situación viéndome obligada a entrar en otras tres mil naves–cen­tinelas, sin contar las grandes flotas de ataque. Dígame una cosa: ¿puede un hombre luchar cuando una hermo­sa mujer se encuentra enfrente de él empuñando un arma?

En ese instante el computador S empezó a emitir un extraño ruido. Me levanté, moví una manecilla y retiré la cinta. Acto seguido la introduje en otra computadora y entonces pude oír una voz bien modulada hablando con un acento de falsa camaradería que me irritó los nervios.

«Escucha, Marsh, soy Basil Underhof, unidad psíqui­ca. Lamento mucho comunicarte que habrá un retraso en enviarte un nuevo compañero. Todos los hombres disponibles se encuentran en este momento en el Sec­tor Q. En cuanto a ese ataque hipnótico de que me ha­blas, lo único que puedo decirte es que ha elevado a un alto grado tu nivel de sensibilidad, pero no proyecta ninguna imagen. Eres tú mismo quien crea esas imá­genes de las que me hablas. Esas imágenes, hagan lo que hagan y digan lo que digan, representan tus pro­pios pensamientos, si bien admito que ello puede empu­jarte a refugiarte en unas fantasías que podrían arras­trarte al suicidio. En cierta ocasión, el capitán Yakov creyó que su brazo era una serpiente pitón que trataba de estrangularle. De modo que puedes considerarte di­choso de que en tu caso en lugar de una peligrosa ser­piente se trate de una hermosa muchacha. A propósito, yo también me la encontré en el club de oficiales... y me dijo que no te conoce de nada, que nunca te había visto, pero que te enviaba sus más afectuosos saludos. Y ahora lo único que me queda por decirte es que re­cuerdes que dentro de seis meses tu misión habrá ter­minado, que pienses en cosas alegres y que examines detenidamente todos esos fenómenos de los que me hablas. De todas formas, tranquilízate, pues nuestro equi­po dé investigación está analizando todos esos extraños fenómenos de los que eres víctima. Ya te comunicaré el resultado de dicha investigación. Aquí Underhof, cuatro–siete–seis–nueve–dos. Corto.»

La cinta magnetofónica continuó girando hasta que cerré la clavija. La muchacha estaba apoyada contra el ojo de buey y sonreía.

Me pregunto qué diría Underhof si regresaras a la base y lanzaras una bomba en la unidad psíquica.

«Este Underhof –me dije, sin hacer caso de las pa­labras de la muchacha–, cree que todo lo que me pasa es fruto de mis pensamientos. ¡Mis pensamientos! Este hombre tiene que estar loco. ¿Cómo pueden ser mis pensamientos?» No pude contener mi ira y cogiendo el micrófono le dije:

Escucha, Underhof, seis, meses no son nada cuan­do se está en la base, pero si sigo seis días más aquí dentro con esta bruja, me cortaré con mis propios dien­tes mi vena yugular. ¿Qué puedo hacer para echarla de aquí?

Después de haber enviado el mensaje, me pareció que un meteorito se acercaba a mi nave–centinela. Rá­pidamente me situé ante el tablero de mandos y me puse a comprobarlo, pues los Fens eran capaces de uti­lizar ese tipo de camuflaje para atacarme.

Cada uno de mis cuarenta monitores electrónicos me confirmaron que me había equivocado.

Decidí editar un periódico, recordando los días feli­ces de mí juventud, cuando todo terminara. Durante un par de horas me sentí feliz trazando proyectos, pero de repente me di cuenta de que la muchacha se encontraba en el techo. Tanto sus cabellos como su falda se encon­traban en posición correcta, desafiando las leyes de la gravedad artificial de la nave.

¿Se ha detenido alguna vez a pensar que usted es la ilusión y yo la realidad? –me dijo ella.

Me estremecí al tener que valorar aquellas palabras, pero luego llegué a la conclusión de que aquello era pura locura. Así pues, me tomé dos comprimidos de somnífero y me fui a la cama. Ella me despertó para pedirme que le diera un vaso de agua, y entonces me di cuenta que el que estaba sediento era yo. Bebí agua y me volví a la cama.

Al día siguiente ella no habló nada en absoluto, y esta situación hizo que mis nervios estuvieran tensos y dispuestos a saltar como un muelle. Cuando utilizaba los servicios sanitarios, ella me miraba; cuando me daba un porrazo en la mejilla, movía los labios en un gesto de condolencia; y cuando se puso a examinar las notas que yo había escrito sobre mi proyecto de fundar un periódico, arrugó la nariz.

Aquella noche me desperté y la encontré junto a mí.

Me levanté de la cama. Las siguientes cinco horas las pasé haciendo solitarios, pero tuve que desistir al ver que ella, maliciosamente, me ponía las cartas boca arriba. Me aparté de ella y me puse a leer el periódico, quedándome dormido, la cabeza apoyada en las páginas del mismo.

Durante los dos días siguientes no pude apartarla de mi pensamiento, parecía que la tenía arraigada den­tro de mi conciencia. La muchacha desarrolló una téc­nica que le permitía ignorar mi presencia, mientras que ella se me mostraba de mil formas distintas y sutiles. Más tarde comprobé que se había duchado muchas veces. Se había sentado frente a un espejo y se estaba peinando. Pero a cada momento deshacía el peinado que se había hecho para volver a hacerse otro nuevo. Una vez que hubo terminado de peinarse, se puso a leer unos libros que había en la mesa. Pero, hecho sor­prendente. Leía comenzando por las últimas páginas hasta llegar a las primeras. Y, mientras, sus labios pa­recían susurrar una canción al mismo tiempo que gol­peaba el suelo con sus pies.

Finalmente me encontré sentado en el puesto de con­trol, pensando cuan fácil sería dirigir la nave hacia la Zona N, empujando hacia abajo la palanca de acelera­ción. Su mente tenía que poseer un don extraordinario, pues se volvió hacia mí y me dijo en un tono condescen­diente:

Quizá no sería una mala idea eso que estás pen­sando. He oído decir que los Fens están dispuestos a ofrecer una amnistía y una parte del planeta a todos aquellos soldados que atraviesen esa zona.

Aquello era demasiado. Ya no podía soportarlo raes. Me volví y la insulté. Luego cogí un sillón y lo levanté sobre mi cabeza con el fin de arrojárselo. Ella echó a correr y se escondió detrás de un panel. Aparté el panel y entonces vi que se había escondido detrás de una fi­gura gigantesca a la que reconocí como mi antiguo sargento de entrenamiento en la base.

Entonces oí una voz dentro de mí que me decía: «has resbalado en el mismo filo, Marsh.» Pero luego oí otra voz que contestaba: «¿Y qué?» Aparté al sargento a un lado y la cogí por los cabellos, pero éstos se con­virtieron en humo. La vi fuera de la nave, mirándome a través de la mirilla mientras se metía los dedos en los oídos. Me puse a dar golpes en la escotilla de la nave, en el sillón de brazos y en la mesa hasta que mis puños quedaron magullados.

En ese instante el zumbido del emisor–receptor me salvó de volverme loco. Me dirigí hacia él rápidamente, puse el contacto y me dispuse a escuchar.

«Soy Underhof, Marsh. Perdóname que haya tarda­do tanto en ponerme en contacto contigo. Ayer estuve esquiando con tu amiga. Pero, en fin, dejemos esto y vayamos al grano. Supongo que habrás matado la ima­gen hipnótica, ¿no es así? Precisamente ahora me acuer­do de una persona que trató de hacerlo. Se presentaron algunos desagradables efectos colaterales, pero nada más. Desde luego, tienes que creer primero en su exis­tencia antes de pensar en su muerte, pues de lo contra­rio volverá a resurgir. A mi juicio, creo que no es muy seguro este método, pero, al menos, te tendrá ocupado en algo. De modo que levanta ese ánimo y piensa que aquí en la base hacemos todo lo que está en nuestras manos por vosotros. Aquí Underhof, cuatro–siete–seis–nueve–dos. Corto.»

¿Podía yo creer en su existencia? Según mis senti­dos, sí, podía. Sin embargo, siempre tendré ciertas du­das sobre la verdadera existencia de esta muchacha. Aunque, bien mirado, dudar de su existencia era igual que dudar de la realidad, dudar incluso de mi propia existencia.

Aquella noche ella me visitó cubierta con una ligera bata de color negro. Entonces yo se la quité y la retor­cí hasta hacer una cuerda que inmediatamente le puse alrededor del cuello. Sus ojos se desorbitaron y su len­gua salió desmesuradamente de su boca. Entonces, la muchacha, al darse cuenta que pretendía estrangularla, me dijo con voz apenas perceptible: –No lo haga, soy una persona real... Cuando estuvo muerta, la desmembré con un cuchi­llo que había escondido después de lo sucedido con Harul. Su sangre se derramó por la mesa deslizándose y cayendo al suelo. Mis zapatos quedaron empapados de sangre y hacían un ruido característico cuando me mo­vía.

Luego me puse a cortarla en pedazos con el cuchillo. A continuación cogí esos pedazos y los corté en trocitos todavía más pequeños. Cuando hube terminado de des­cuartizarla, cogí todos los pedazos, los metí en una bolsa y la lancé al espacio por la escotilla de salva­mento.

Los restos de la muchacha flotaron en el espacio al­rededor de mi nave durante dos días. De vez en cuando, un dedo o un riñón pasaban flotando por el espacio y yo los observaba a través de los ojos de buey de mi nave. Pero aquel espectáculo tan deprimente llegó a afectarme tanto que cambié de rumbo la nave y me alejé de aquel sitio. Aún recordaba las últimas palabras que ella me dirigió antes de morir.

«La has matado, Marsh –me dije a mí mismo–. Ella sólo pretendía hacerte compañía y tú en cambio la has asesinado. Eres un ser miserable.»

Me habría gustado haber conservado un recuerdo de ella, como, por ejemplo, un trozo de su vestido, un mechón de sus cabellos o un globo del ojo. Mi actitud era la de un enamorado que había perdido a su ser más querido. Me acordaba de muchos detalles de ella. Siem­pre estaba pensando en su peculiar forma de andar, de su sonrosado cutis, de la forma en que movía las ca­deras cuando se limpiaba los dientes. Se me habían qui­tado las ganas de todo. No podía comer. No podía dormir.

Entonces me acordé de lo que hiciera el capitán Yakov y traté de cortarme las venas de mis muñecas mor­diéndolas con mis dientes, pero, desgraciadamente para mí, éstos se habían debilitado tanto a causa de tomar alimentos en forma líquida, que me fue imposible. En­tonces pensé en ahorcarme, pero tampoco pude lograrlo ya que la gravedad artificial de mi nave me lo impidió. Lo único que conseguí fue un espasmo en el cuello que me tuvo inmovilizado durante una hora. Entonces me di cuenta de lo difícil que era quitarse la vida en una nave espacial cuya misión era vigilar la aproximación de extraterrestres a nuestra galaxia. En efecto, dentro de la nave no había nada cortante ni punzante. En una palabra, no había nada con que quitarse la vida. Incluso las palancas de mando estaban fabricadas de un material de plástico flexible. Entonces traté de cortarme las venas con la espina de un pescado, pero ésta se disolvió en mis manos apenas la tuve cierto tiempo cogida entre mis dedos.

Sólo me quedaba un recurso para arrancarme la vida: dirigir mi nave hacia la Zona N. Dé modo que me dirigí al control de mandos y maniobré la palanca de dirección hacia dicha zona. Luego me dispuse a apretar a fondo el dispositivo de aceleración.

¡Ding! Una campana anunció la llegada de una cáp­sula.

Miré por una de las escotillas, pero no pude observar nada ya que los cristales de éstas estaban empañados por la niebla condensada del espacio. Me puse a espe­rar, y viendo que no aparecía nadie, me desesperé. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando al cabo de unos instantes vi aparecer por la escotilla el rostro de ella. Mi mente explotó en mil fragmentos, cada uno de los cua­les contenía su propio incoherente pensamiento.

Esta vez ella es una realidad. No, no lo es, tú la creaste con tu mente. Eres un auténtico asno. ¿Cómo has podido pensar que un ser viviente podía estar dentro de una nave espacial de las fuerzas aéreas del Es­tado? ¿Por qué no? Más difícil es admitir que una ca­marera del club de oficiales pudiera llegar hasta la nave dentro de una cápsula.

Finalmente llegué a la conclusión de que no debía aceptar aquello como una realidad. Entonces decidí lan­zar un disparo y arrojar a aquella mujer al negro vacío. Pero cuando me disponía a hacerlo, me fijé en unas letras escritas en el costado de aquella cápsula:


CONTENIDO: UNA PERSONA CONGELADA

Rigomundo, R. M.

124921 Hembra

Rango: Cpl.

Destino: Centinela N–47


En aquel momento sentí una humilde gratitud por la benevolente omnisciencia del Ministerio del Espació. Si Underhof hubiera estado presente, le habría besado. Apreté el botón de descongelación y esperé. Cuando hubo pasado cierto tiempo, la saqué de su cápsula y la in­troduje en mi nave. La deposité en mi litera y me puse a admirar la realidad de su presencia. Sus cabellos te­nían unos reflejos dorados en los que no me había fija­do antes.

Su respiración comenzó a acelerarse a medida que recuperaba el conocimiento. Para que estuviera cómo­da, le quité su vestimenta blanca congeladora. Debajo de la misma llevaba una túnica de una sola pieza que le cubría hasta la cintura. En la solapa derecha llevaba la insignia de su rango, y en la izquierda, el emblema del Departamento del Espacio. En el bolsillo derecho de su chaqueta estaba bordada esta palabra: COMPA­ÑERO.

Ella abrió los ojos y me miró.

Recuerdo que siempre pedía una bebida muy exó­tica –me dijo la hermosa muchacha.

Sí, era gatroxip –le contesté–. Se trata de la cer­veza típica de mi planeta natal.

También recuerdo que me pidió que fuéramos a la Luna.

Y se opuso, haciéndome recordar la ley que regula el compañerismo entre los miembros del Departamento del Espacio.

Sí, se trataba de la ley XR428–22–6389 –dijo ella sonriendo.

Pensé que una taza de café facilitaría nuestras rela­ciones, rompería el hielo entre ambos. Entonces me dirigí a la alacena donde se conservaban los alimentos, mientras le decía:

Supongo que esa palabra que lleva bordada en el bolsillo representa la respuesta del departamento psí­quico a la guerra hipnótica, ¿no es así?

Teniente, tiene usted enfrente a un miembro de primera clase del Cuerpo de Compañeros de las Fuerzas del Espacio Galáctico –me respondió.

Luego, me quitó las tazas de las manos y me dijo:

Ese trabajo me corresponde. ¿Prefiere leche o azú­car?

Ninguna de las dos cosas –le respondí mientras me daba cuenta de la forma en que sostenía las tazas.

Indudablemente se trataba de una muchacha tímida, pero, al mismo tiempo, una de esas mujeres eficientes junto a las cuales un nombre se siente tan inútil como un mono.

Se sentó frente a mí y se apartó los cabellos que le caían sobre sus hombros con el dorso de la mano.

También necesito saber cómo le gusta que le pre­paren los huevos, y si prefiere las camisas planchadas con almidón. No, no me diga nada, no hay ninguna prisa. Seré su compañera durante el resto del viaje espa­cial.

Sentí tanta alegría que me entraron deseos de po­nerme a dar saltos y a bailar. Luego le dije:

¿Sabe usted que aquí no existe probabilidad alguna de tener en cuenta la ley XR–428–226389 sobre segrega­ción de sexos?

La expresión de mi rostro fue tan lasciva al pronun­ciar aquellas palabras que el rostro de la muchacha en­rojeció súbitamente. Acto seguido, sacó un papel do­blado de su bolsillo y me lo entregó, mientras apretaba los labios.

Espero que esto le quitará las ganas de bromear.

Aquel documento decía que el comandante en jefe, en representación del jefe de la flota ordenaba lo siguiente: «Por la presente declaro que hay estado matrimonial entre los siguientes miembros del personal: caporal Rose Mary Rigomundo y teniente Egbert Marsh, hasta que la muerte los separe y a menos que haya otra con­traindicación. Contraindicaciones: ninguna.»

Volví a doblar el papel. A pesar del tono oficial en que estaba redactado aquel documento, aquel matrimo­nio tenía cierto aire de misterio, alguna cosa oculta que aún no había sido revelada. Vi que ella me miraba con cierta ansiedad en su rostro.

Se trata –dijo– de una especie de procedimiento estándar que sólo es efectivo durante nuestro vuelo..., pero..., debo insistir en que soy una mujer educada a la antigua en el seno de una familia muy honesta y re­ligiosa. Y ahora, si tiene la bondad de volverse de espal­das, estaré dispuesta para acostarme.

Hubiera sido absurdo oponerse a aquella situación, máxime después de haber leído aquel documento ofi­cial. Me volví de espaldas para que ella se desnudara.

Supongo que echará de menos el esquí –le dije.

¿Qué le hace pensar que yo esquío? –me preguntó.

Sus palabras me dejaron confuso.

Bueno... yo... la verdad... me lo había imaginado al ver sus musculosas piernas.

Estas son las piernas de una camarera. Yo no esquío.

Pero... es que Underhof me dijo que usted es­quiaba.

Me volví, oyendo el eco de mi voz como si estuviera solo en la nave.

¿Underhof? ¿Quién es ese hombre?

Es... bueno... se trata de un oficial que trabaja en el departamento psíquico. Me dijo que había ido a esquiar con usted.

La hermosa muchacha avanzó hacia mí y rodeó mi cuello con sus brazos.

Eso se lo dijo para impresionarle. Nunca he tenido una cita con ningún hombre de ese departamento. Son muy presuntuosos.

Había olvidado cuan delicadas eran las mujeres y cuan perfectamente se adaptaban a los hombres. Apreté mis labios contra la suave piel de su cuello y pensé en la prueba a que me había sometido la otra mucha­cha. Se trataba de una prueba que yo no podía ganar. Si Rose Mary conseguía aprobar el test, se marcharía. Y de lo contrario, también. Pero en este último caso, de una manera sangrienta...

¿Seguro que no es usted una fantasía? –le pregun­té para estar convencido del todo.

Querido, si fuera una fantasía, ¿crees que estaría­mos aquí discutiendo?

Se trataba de una lógica femenina bastante defectuo­sa, pero pronto me di cuenta de dicho defecto. El cere­bro que ha creado la creencia en una mujer con el fin de disponer de ella misma, podía crear asimismo otra creencia en otro ser. Y si mi creencia requería el apoyo de cápsulas congeladas, uniformes y órdenes oficiales de matrimonio, entonces todo ello debería estar inclui­do en mis creencias.

Empecé a darme cuenta de lo que Underhof quiso decirme al referirse a los efectos colaterales. El no creer en la realidad no era diferente que creer en la ilusión.

Mis pensamientos comenzaron a girar en mi mente igual que los de Hamlet en aquel momento de indeci­sión.


Al día siguiente murmuré:

Algunas veces es necesario perder la mente con el fin de permanecer sano.

No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

Oculté mi nariz en su hermosa cabellera y le dije:

¿Qué tenemos para desayunar?

Huevos batidos, mermelada, flapjacks, salchicha ahumada, jugo de naranja y café. ¿Qué tal te suena esto?

Me suena a un excelente desayuno. Exactamente a un desayuno que en este momento tenía en la mente –le respondí riéndome.

Y reí.

Y...

¿Reí?