LA HIJA DEL ETERNAUTA.
Por
Hugo Rodríguez.
I
EL REGRESO.
EL REGRESO.
La noche fría se había instalado en el barrio. El silencio era el
protagonista, interrumpido a momentos, por los zumbidos suaves de la brisa o
algún automóvil lejano de la avenida. Las calles desoladas de Vicente López esperaban y en una de sus
esquinas, en un rincón de poca luz, algo empezó a cambiar. El pequeño lugar se deformaba,
parecía hundirse e hincharse al mismo tiempo. Algo en la ‘nada’ jadeaba y se quejaba. Algo en la ‘nada’
comenzaba a definirse: era una forma humana, erguida, curvilínea y entonces esa
forma, en aquella noche fría y silenciosa, jadeó y se quejó como en una tortura.
En esa esquina penumbrosa, en ese rincón jadeante, yacía una
adolescente desnuda, delgada y blanca; con marcas de golpes y rasguños
en la piel. La cabeza rapada sostenía una cara ovalada de ojos negros,
abiertos, que no miraban a ningún lado. De su abdomen asomaban tubos que
parecían conectarla al espacio y el espacio la envolvía como un paquete de nylon.
La
joven se recuperó del trance y ahora sí, sus ojos lo miraban todo. Los dedos de
la mano derecha digitaron algo sobre sus costillas opuestas. Y el ‘nylon’
cambio, dejó de ser transparente y lució de un negro opaco profundo cubriendo
su desnudez. Solo un óvalo en la cara permaneció transparente: la chica parecía
vestir un ajustado traje de buzo.
Respiró profundo, no el aire de la noche, sino el del interior de su traje. Se
tomó un momento para orientarse, si bien conocía el lugar como su propia vida y
también conocía la noche: noche de viernes, una semana antes. Viró a la derecha
y trotó por la vereda. No había dudas en el trote sigiloso de la muchacha. Ella
sabía a donde iba.