miércoles, 4 de julio de 2018

Desierto



vértigo

Vértigo. 
Por
Hugo Rodríguez.

Eligió José Pérez porque sería uno más entre millones. Portaba una nueve milímetros, se la había arrebatado 
a un policía, que asesinó con el mismo arma. 
José entró a la casucha de la villa y  apuntó con la nueve a la mujer:
-¿Donde está la pendeja?
-No está -la señora miró el celular en el aparador.  
La nueve se disparó y la mujer se desplomó en el piso.
José hurgó en el celular. Llamó y se oyó:
-¿Mamá?  Estoy en clase ¿qué pasa? 
José saltó la pared del fondo. El auto no estaba. No le importó. En la avenida robaría otro y robó uno rojo. 
Estacionó a media cuadra del colegio. La esperó.
La joven salió con sus compañeras y se detuvo en medio de la calle: aquel auto rojo no era del paisaje. 
La muchacha regresó por algo que se había olvidado, fue la escusa para sus amigas. José esperó. 
Esperó; se inquietó y dejó el auto. Ingresó al colegio y habló con el celador: 
-¿Cómo que no está?
-Sí, ya se retiró.
José se paró en el medio de la calle y vio como el auto rojo se le venía encima. 
La joven frenó: por el retrovisor, el cuerpo de José aún se movía. La muchacha 
retrocedió y lo atropelló. Aceleró y lo atropelló una vez más. 
Lo hubiera echo una y otra vez, pero se alejó, chirriando las ruedas.