jueves, 3 de marzo de 2016

LA BESTIA.


LA BESTIA.

Por

Hugo Rodríguez.

 

Había matado al dragón cerca del bosque, lo derribó de un lanzazo en pleno vuelo.

Se disponía a decapitarlo, pero antes cruzó miradas con la niña que había montado el cuello de la bestia:

 

—No es bueno  —dijo el cazador furtivo —que una pequeña jinetee estos animales.

 

La niña sostuvo la mirada por un rato más y luego se marchó hacia el bosque. El caza-recompensas volcó el cráneo del dragón en el carromato, junto a la ballesta enorme con la que había jalado la lanza, y luego de azuzar los caballos regresó a la aldea.

 

El cazador llegaba al villorrio gritando:

 

— ¡Aquí les traigo la cabeza de la bestia! ¡Ya no les molestará!

 

Los aldeanos hurgaban en el carro aún en movimiento.

 

— ¿¡Donde está la bestia!? Le reclamaron.

—Sólo traje la cabeza, como me pidieron.

— ¡La niña! ¿¡Dónde está la niña!? — clamaban encrespados.

 

Fin.

PRIMERA JUNTA


PRIMERA JUNTA
Por
Hugo Rodríguez. 

         Los dígitos del reloj indicaron 6.30 y la alarma sonó. Mirta se sacudió entre las cobijas, silenció el reloj y luego de refunfuñar se sentó en la cama. Después de desperezarse los pies, embutidos en soquetes de lana,  la remolcaron hacia el baño. El espejo retuvo su rostro enmarcado por una enmarañada melena castaña. Los ojos marrones anunciaban los treinta y reflejaban la  aspereza de quién supone que los días venideros serán tan trillados como el que empezaba. Desayunó café. Se calzó una gorra con orejeras, bufanda, guantes y una campera inflable. Antes de dejar el departamento despertó a su madre y luego Bajó las escaleras. Asomó a la calle. La llovizna que caía sobre Buenos Aires le enfrió la cara.

          A mediodía Nicanor saboreaba un café en el bar de siempre y en la mesa de siempre, junto a la ventana.  Encendió un Particulares y exhaló la primera bocanada contra el vidrio. Su mirada se perdía entre los Chevrolet, el tranvía  y el andar invariable de los porteños. Marcaba el compás con la punta del zapato, siguiendo  La Yumba que la orquesta de Pugliese hacía oír desde la radio, allá en la repisa, entre una Legui y una Bols.  Nicanor se paró junto a la silla y dejó caer en el pocillo los papelitos del  azúcar. Aplastó el cigarrillo en el cenicero de Cinzano, se giró y descolgó  el saco del perchero, lo vistió, descolgó el funyi y se dirigió a la salida.  En la puerta cedió la entrada a una mujer a la que saludó calzándose el sombrero. Miró las nubes que ya no llovían y cruzó la calle Corrientes. Nicanor empujaba la puerta giratoria de la empresa  aseguradora, para retomar las  tareas en su escritorio, frente a la máquina de escribir.

Mirta se alzó el cuello de la campera y se acomodó la cinta de la cartera sobre el hombro. Con las manos en los bolsillos desafió la llovizna y caminó las cuadras hasta  la boca del subte de Gallardo y Corrientes. Viajó colgada del pasamano y apiñada como sardina. Descendió en Carlos Pellegrini junto al tropel de viajantes recorriendo de memoria los pasajes y escalinatas del metro. Encaró hacia la escalera mecánica que la dispararía a los pies del Obelisco, pero se detuvo un instante antes de subirla. Esperó a que la turba se disipara y entonces se dejó llevar por los escalones mecánicos. Mientras acariciaba con el dorso de los dedos el pasamano desgastado, Mirta le sonreía a la escalera contigua que descendía. Se enfrentó de nuevo a la llovizna, apresuró sus pasos por la avenida Irigoyen, hasta la sucursal del Banco Ciudad.  Las puertas se descorrieron y después de saludar al personal de seguridad entró al local. 

    La llovizna había regresado por la tarde y Nicanor apresuraba sus pasos hasta la entrada del subte de Carlos Pellegrini. Cruzó los molinetes y recorrió los pasillos con la turba presurosa del regreso. Se detuvo ante la escalera y esperó a que se desolara. Luego se dejó descender, acompañó con la mirada los escalones contiguos que subían y les dedicó una sonrisa. Bajo las tulipas de Diagonal Norte, Nicanor esperaba en el andén. Se entretenía con el anuncio de Geniol, ante el cabezudo aguijoneado de alfileres, cuando el traqueteo del metro que arribaba lo distrajo. Viajó apretujado como sardina hasta San Juan. En la pensión recalentó los fideos de ayer y los acompañó con un tinto. Se aplastó en la cama y se durmió escuchando radio. 

          En el  Mc. Donald's de la otra cuadra, Mirta almorzaba junto a la ventana un combo de hamburguesa y gaseosa igual al de los afiches y por los parlantes, Soda Estéreo insistía con Música ligera. Mirta, que apenas había mordido dos veces a su hamburguesa, arremolinaba la gaseosa con el sorbete mientras su mirada atravesaba el ventanal y se posaba en las nubes que ya no lloviznaban. Se distrajo con los autos de la  9 de Julio, tercos en  conmover al Obelisco a bocinazos. Mirta sorbió un poco de gaseosa,  acomodó  los restos del almuerzo en la bandeja, se calzó la campera, tomó la cartera  y abandonó el local. Caminó despacio perdiendo la mirada en las vidrieras y las paredes ruinosas. Se detuvo   a contemplar el afiche de una tanguería,  adornado con la viñeta de un porteño compadrito, un porteño de ayer. Luego caminó  con las manos en los bolsillos contando las vainillas de las baldosas: Mirta regresaba  a la sucursal, a su box, al teclado y la PC.

   Nicanor logró asestar un manotazo al reloj, que taladraba sobre la mesa de luz y lo acalló. Las agujas marcaban las 6.30. Se afeitó ante el espejo de la cómoda. En el espejo había un rostro cuarentón embadurnado de espuma y un par de ojos claros con las rayas de la rutina a los costados. Se retocó con la punta de la tijera los bigotes finos y negros. Refrescó con agua de colonia  sus mejillas y empastó sus cabellos con Glostora. Nicanor, silbaba bajito Adiós Muchachos, mientras se ajustaba los tiradores sobre los hombros.  Se vistió el saco, se acomodó el sombrero en la cabeza, tomó el último amargo de un chupón y  abandonó el cuarto de pensión.  Por la galería  retumbaron sus pasos y el silbido suave del tango. Se cerró tras él,  la puerta larga  del zaguán  y Buenos Aires lo abofeteó con una llovizna fría.

En el baño, Mirta acomodaba sus cabellos frente al espejo. Reforzaba su maquillaje mientras las compañeras la despedían. Roció sus orejas con Chanel, se contempló por un instante y sus labios dibujaron una sonrisa leve. La puerta de la sucursal volvía a descorrerse ante ella, saludó al de seguridad y asomó a la tarde de Buenos Aires que repetía la lluvia de la mañana. Se guareció bajo la cúpula  de un teléfono público y telefoneó a su madre, para que la esperara con té caliente. Mezclada con la muchedumbre, Mirta se  metía en el subte de Diagonal Norte. Recorrió los pasillos hasta la escalera mecánica y antes de abordarla esperó  hasta que la turba se disipara.

Nicanor trotó por las veredas que lo acercaban al subte de San Juan y se sumergió en el túnel. Sacó un cospel del bolsillo, lo insertó en la ranura del molinete y se sumó a la vorágine de pasajeros de rostros parcos y mal dormidos. Bajó en Diagonal Norte y serpenteó con la muchedumbre por los pasadizos y graderías hasta dar con la escalera mecánica que lo lanzaría a la efigie perpetua del Obelisco.

Entonces la vio.

Entonces lo vio.

Se dejaron acercar por los escalones mecánicos:

 

‘Ella descendía  como una novia y  me miraba como la tierra’.

‘Él se elevaba como un ángel y me sonreía como un Dios’.

‘Y nos amábamos’.

‘Y nos amábamos’.

‘Su piel estallaba en un enjambre de pétalos’.

‘Sus ojos eran cielo y eran fuego y eran mar’.

‘Y nos amábamos’.

‘Y nos amábamos’.

‘¿Hueles  a jazmín?’

‘¿Hueles a clavel?’

‘¿Canta tu voz?’

‘¿Grita tu corazón?’

‘¿Cuánto dura este instante?’

‘Más que la muerte’.

‘Más que el amor’.

 

Entonces la miró.

Entonces lo miró.

       Mientras la escalera los alejaba:

‘Se posaría en la arena, casi sin tocarla, como un ángel’.

‘Se elevaría sobre el mar, como una gaviota, casi como un Dios’.

‘Y nos amaríamos’.

‘Y nos amaríamos’.

      

Levantó su sombrero para saludarla y ella le sonrió, antes de perderse por los pasillos.

 

                                                                  Fin.