PRIMERA JUNTA
Por
Hugo Rodríguez.
Los
dígitos del reloj indicaron 6.30 y la alarma sonó. Mirta se sacudió entre las
cobijas, silenció el reloj y luego de refunfuñar se sentó en la cama. Después
de desperezarse los pies, embutidos en soquetes de lana, la remolcaron hacia el baño. El espejo retuvo
su rostro enmarcado por una enmarañada melena castaña. Los ojos marrones
anunciaban los treinta y reflejaban la
aspereza de quién supone que los días venideros serán tan trillados como
el que empezaba. Desayunó café. Se calzó una gorra con orejeras, bufanda, guantes
y una campera inflable. Antes de dejar el departamento despertó a su madre y
luego Bajó las escaleras. Asomó a la calle. La llovizna que caía sobre Buenos
Aires le enfrió la cara.
A
mediodía Nicanor saboreaba un café en el bar de siempre y en la mesa de
siempre, junto a la ventana. Encendió un
Particulares y exhaló la primera
bocanada contra el vidrio. Su mirada se perdía entre los Chevrolet, el
tranvía y el andar invariable de los
porteños. Marcaba el compás con la punta del zapato, siguiendo La Yumba
que la orquesta de Pugliese hacía oír desde la radio, allá en la repisa, entre
una Legui y una Bols. Nicanor se paró junto
a la silla y dejó caer en el pocillo los papelitos del azúcar. Aplastó el cigarrillo en el cenicero
de Cinzano, se giró y descolgó el saco del perchero, lo vistió, descolgó el funyi y se dirigió a la salida. En la puerta cedió la entrada a una mujer a
la que saludó calzándose el sombrero. Miró las nubes que ya no llovían y cruzó
la calle Corrientes. Nicanor empujaba la puerta giratoria de la empresa aseguradora, para retomar las tareas en su escritorio, frente a la máquina
de escribir.
Mirta se alzó el cuello de la campera y se acomodó la
cinta de la cartera sobre el hombro. Con las manos en los bolsillos desafió la
llovizna y caminó las cuadras hasta la
boca del subte de Gallardo y Corrientes. Viajó colgada del pasamano y apiñada
como sardina. Descendió en Carlos Pellegrini junto al tropel de viajantes
recorriendo de memoria los pasajes y escalinatas del metro. Encaró hacia la
escalera mecánica que la dispararía a los pies del Obelisco, pero se detuvo un
instante antes de subirla. Esperó a que la turba se disipara y entonces se dejó
llevar por los escalones mecánicos. Mientras acariciaba con el dorso de los dedos
el pasamano desgastado, Mirta le sonreía a la escalera contigua que descendía.
Se enfrentó de nuevo a la llovizna, apresuró sus pasos por la avenida Irigoyen,
hasta la sucursal del Banco Ciudad. Las
puertas se descorrieron y después de saludar al personal de seguridad entró al
local.
La llovizna había regresado por la tarde y Nicanor
apresuraba sus pasos hasta la entrada del subte de Carlos Pellegrini. Cruzó los
molinetes y recorrió los pasillos con la turba presurosa del regreso. Se detuvo
ante la escalera y esperó a que se desolara. Luego se dejó descender, acompañó
con la mirada los escalones contiguos que subían y les dedicó una sonrisa. Bajo
las tulipas de Diagonal Norte, Nicanor esperaba en el andén. Se entretenía con
el anuncio de Geniol, ante el
cabezudo aguijoneado de alfileres, cuando el traqueteo del metro que arribaba
lo distrajo. Viajó apretujado como sardina hasta San Juan. En la pensión
recalentó los fideos de ayer y los acompañó con un tinto. Se aplastó en la cama
y se durmió escuchando radio.
En
el Mc.
Donald's de la otra cuadra, Mirta almorzaba junto a la ventana un combo de
hamburguesa y gaseosa igual al de los afiches y por los parlantes, Soda Estéreo insistía con Música ligera. Mirta, que apenas había
mordido dos veces a su hamburguesa, arremolinaba la gaseosa con el sorbete
mientras su mirada atravesaba el ventanal y se posaba en las nubes que ya no lloviznaban.
Se distrajo con los autos de la 9 de
Julio, tercos en conmover al Obelisco a
bocinazos. Mirta sorbió un poco de gaseosa,
acomodó los restos del almuerzo
en la bandeja, se calzó la campera, tomó la cartera y abandonó el local. Caminó despacio
perdiendo la mirada en las vidrieras y las paredes ruinosas. Se detuvo a contemplar el afiche de una tanguería, adornado con la viñeta de un porteño
compadrito, un porteño de ayer. Luego caminó
con las manos en los bolsillos contando las vainillas de las baldosas:
Mirta regresaba a la sucursal, a su box,
al teclado y la PC.
Nicanor logró asestar un manotazo al reloj, que taladraba
sobre la mesa de luz y lo acalló. Las agujas marcaban las 6.30. Se afeitó ante
el espejo de la cómoda. En el espejo había un rostro cuarentón embadurnado de
espuma y un par de ojos claros con las rayas de la rutina a los costados. Se
retocó con la punta de la tijera los bigotes finos y negros. Refrescó con agua
de colonia sus mejillas y empastó sus cabellos
con Glostora. Nicanor, silbaba bajito
Adiós Muchachos, mientras se ajustaba
los tiradores sobre los hombros. Se
vistió el saco, se acomodó el sombrero en la cabeza, tomó el último amargo de
un chupón y abandonó el cuarto de pensión. Por la galería retumbaron sus pasos y el silbido suave del
tango. Se cerró tras él, la puerta
larga del zaguán y Buenos Aires lo abofeteó con una llovizna
fría.
En el baño, Mirta acomodaba sus cabellos frente al
espejo. Reforzaba su maquillaje mientras las compañeras la despedían. Roció sus
orejas con Chanel, se contempló por
un instante y sus labios dibujaron una sonrisa leve. La puerta de la sucursal
volvía a descorrerse ante ella, saludó al de seguridad y asomó a la tarde de
Buenos Aires que repetía
la lluvia de la mañana. Se guareció bajo la cúpula de un teléfono público y telefoneó a su
madre, para que la esperara con té caliente. Mezclada con la muchedumbre, Mirta
se metía en el subte de Diagonal Norte.
Recorrió los pasillos hasta la escalera mecánica y antes de abordarla
esperó hasta que la turba se disipara.
Nicanor trotó por las veredas que lo acercaban al subte
de San Juan y se sumergió en el túnel. Sacó un cospel del bolsillo, lo insertó
en la ranura del molinete y se sumó a la vorágine de pasajeros de rostros
parcos y mal dormidos. Bajó en Diagonal Norte y serpenteó con la muchedumbre
por los pasadizos y graderías hasta dar con la escalera mecánica que lo
lanzaría a la efigie perpetua del Obelisco.
Entonces
la vio.
Entonces
lo vio.
Se
dejaron acercar por los escalones mecánicos:
‘Ella descendía como una novia
y me miraba como la tierra’.
‘Él se elevaba como un ángel y me sonreía como un Dios’.
‘Y nos amábamos’.
‘Y nos amábamos’.
‘Su piel estallaba en un enjambre de pétalos’.
‘Sus ojos eran cielo y eran fuego y eran mar’.
‘Y nos amábamos’.
‘Y nos amábamos’.
‘¿Hueles a jazmín?’
‘¿Hueles a clavel?’
‘¿Canta tu voz?’
‘¿Grita tu corazón?’
‘¿Cuánto dura este instante?’
‘Más que la muerte’.
‘Más que el amor’.
Entonces la miró.
Entonces lo miró.
Mientras
la escalera los alejaba:
‘Se posaría en la arena, casi sin tocarla, como un ángel’.
‘Se elevaría sobre el mar, como una gaviota, casi como un Dios’.
‘Y nos amaríamos’.
‘Y nos amaríamos’.
Levantó
su sombrero para saludarla y ella le sonrió, antes de perderse por los
pasillos.
Fin.