lunes, 4 de julio de 2016

PUESTA A PUNTO.


PUESTA A PUNTO.
Por
Hugo Rodríguez.

Desde el viernes que no veía al gordo. El fin de semana lo pasé en lo de mi tía. Con él nos conocemos  desde pendejos. Vive pegado a mi casa, con la 'jermu'. Cuando preguntan por el gordo, dicen: 'vive al lado de chapita, el chatarrero',  y cuando preguntan por chapita, dicen: 'vive al lado del gordo, el cartonero'. Je. Lo de chapita es porque creen que estoy medio 'pirucho'. En fin. Así que, el lunes a la tarde lo visité. La casa de él es una prefabricada que se cae de a pedazos. El alambre tejido que nos separa  hace años que está caído y como siempre, me mandé por el fondo y  antes de entrar a la cocina lo llamé, no sea 'cosa' que estuviera haciendo la chanchada con esa negra inmunda. Bueno, al menos él está casado y lo hace de vez en cuando. Yo en cambio, nunca tuve mina y me las tengo que arreglar solo, je. Lo llamé, como decía, pero el gordo no contestaba, la esposa tampoco y había mucho silencio. Igual entré. Estaba oscuro. No habían levantado las persianas. Lo volví a llamar y nada. Cuando se me acomodó la vista lo vi, allá en el comedor. El gordo estaba aplastado en el sillón de hierro que le regalé: nunca lo pintó el desgraciado. Me acerqué despacito. Lo miré: parecía más muerto que vivo. No se había afeitado y tenía los ojos duros, clavados en la puerta de entrada.


—Se te ve mal, gordo ¿Qué te pasa? —le pregunté y lo zamarreé  un poco. 
—Maté a mi esposa –me dijo.
— ¡Ah! Pensé que era algo peor, ¿la mataste? – el gordo me lo confirmó moviendo la cabeza. Seguía  perdido, preocupado por la puerta.

— ¡Bueno, gordo! —traté de consolarlo—. Al fin te deshiciste de esa bruja.
—Sí, chapita. La maté; la estrangulé con mis propias manos.

Di unos pasos para atrás y miré hacia el dormitorio: la puerta estaba abierta. No vi a nadie. Ni vivo, ni muerto. También miré en el baño: nada.

— ¿Cuándo la mataste, gordo?
—El viernes. Después que vos te fuiste a lo de tu tía.
— ¿Qué hiciste con el cadáver?
—Lo cremé.
— ¿Eh?
—La llevé a la fundición de Carlos y la arrojé al horno.

Creí que el gordo me iba a seguir hablando, pero cerró la boca, bueno en realidad se le quedó abierta. Yo Pensé un rato. Pensé otro rato más.

—Buena idea —le dije—. Hiciste bien. Ese Carlos es un tipazo, chorro, pero buen tipo. 
—Sí, él me ayudó. Me dijo que necesitaba avivar el fuego para fundir más hierro y terminar un auto que estaba armando.
—Carlos es un genio —me enganché—. Un artista. Con chatarra construye un deportivo, una limusina, cualquier modelo. ¿Te acordás de la cuatro por cuatro? 
—Sí, me acuerdo.

El gordo se quedó en silencio. Mi amigo seguía sin arranque. Metido en sus pensamientos y en la puerta.

—Y bueno, gordo —intenté animarlo—. Lo echo, echo está. Ahora pensá en lo  que viene: nunca más vas a tener que soportar los ronquidos de tu 'jermu', que eran peor que un 'mionca' como vos decías. Ahora vas a poder ver lo que quieras en la tele: el TC, películas de terror, minas en bolas.
—Sí.
—Podés llegar a tu casa a la madrugada y nadie te va a rezongar. Yo la escuchaba a 'la negra' cuando te gritaba. Sonaba como un escape roto.  
—Sí.
—Ahora también podés chupar y comer de todo.
—Ajá.
—Y hablando de eso, ya mismo traigo dos cervezas y algo para picar. Brindamos en memoria de… tu señora, je. ¿Qué te parece?
—Sí, es buena idea —el gordo, mi amigo, me hablaba como un fantasma.

Encaré para la puerta y en eso, se puso nervioso:

— ¡Esperá chapa! ¡No salgas! ¡Cuidado!
— ¡Qué hay gordo!
—Callate. Escuchá.
— ¿Qué? ¿Qué tengo que oír?
— ¿No sentís? Un motor.
—Sí, lo escucho, es de un auto en la vereda.
—Pero chapita, no es cualquier auto. Fijate por la ventana.

Me acerqué despacio. El gordo me pidió que mirara por las rendijas, así que separé dos tablitas y miré:

— ¡A la mierda! —dije— ¡Es un porsche! Está bárbaro.  Enseguida vi en el guarda barro el calco de ‘Mecánica Carlos’.
—Je, lo miré al gordo—, cuándo no, lo armó Carlos. Ese tipo es un genio.
—Sí, un genio —me contestó el gordo con los ojos como  huevos—. No lo conduce nadie ¿no? —me preguntó asustado.

Separé las tablitas otra vez.

—No —le contesté—. El dueño andará cerca. ¡Cómo suena ese motor, gordo! —le dije—. Vos lo reconociste por eso ¿he? Ya lo habías visto.
—Lo he visto —y mi amigo me habló igual que antes: como un fantasma—, claro que lo he visto. Desde el sábado que da vueltas por acá. Y sí, lo reconocí por el motor: se oye igual.

El gordo se quedó en silencio otra vez y yo me quedé pensando un rato. Pensé un rato más  y entonces le pregunté:

— ¿Igual que qué, gordo?
Fin.


CRONÓSFERA II

CRONÓSFERA II.
Por
Hugo Rodríguez.
 
Sentado en la butaca frente a los controles, Douglas giraba diales y corroboraba indicadores.

No, Douglas. No continúes. Quedarás atrapado en una espiral infinita.  ¡No, no!

Dejó la butaca para dirigirse a las columnas del computador, miró por un momento a través de sus anteojos las cintas magnéticas y luego estudió la tira perforada que saltaba del linotipo. La arrancó y la leyó mientras se encaminaba, ondulando su delantal desabotonado, hacia  el batiscafo, que descansaba en el centro del laboratorio. Se inclinó e ingresó por la abertura oval, el sillón giratorio lo recibió y alternando la lectura de la tira con miradas rigurosas al  tablero, Douglas permaneció absorto en el interior de la ‘CRONÓSFERA’  varios minutos.

Si cambias el flujo del tiempo, no alterarás el presente. Es imposible. No se puede desarticular el pasado.

Cerró la compuerta y giró la rueda. Sentado, Douglas contemplaba el tablero, en especial la palanca del tiempo. Posó la mano temblorosa en ella.

¡No jales la palanca! ¡No podrás volver! ¡Quedarás en el Limbo, para siempre!

La jaló lentamente hacia el pasado. Las bombillas en la bóveda de la esfera parpadearon, se agitaron las agujas de los voltímetros y por un momento la esfera tembló y Douglas se aferró al posa-brazos del sillón. Las gotas de sudor le recorrían las mejillas y los ojos se veían desmesurados a través de los anteojos. Dejó de inclinar la palanca y las agujas se calmaron, también cesaba el parpadeo de las luces. Douglas se secó el sudor con la manga e inspiró profundo.  Se irguió sobre sus piernas trémulas y se acercó con lentitud a la entrada. Giró la rueda y abrió la compuerta: se vio de espaldas, sentado en la butaca frente a los controles.


Sinfín.