DEMASIADO HERMOSA.
Por
Hugo
Rodríguez.
De inmediato,
supo que esta era la última vez que despertaba. Su cuerpo ardía. Pensó que se
calcinaría de un momento a otro. Con los brazos en cruz, sobre una cama de
sábanas nuevas y empapadas de sudor, Alan, que sólo vestía calzoncillo,
intentaba asirse a la realidad; asimilar los contornos de aquel cuarto, que
ante sus ojos desbastados, desplegaba sus paredes descascaradas y moteadas de
humedad. Lo sintió posarse, como si el
cuartucho retornara de algún vuelo fútil. Recorrió esas paredes con manchas
como ojos y fijó su mirada en la ventana de la derecha. Contempló su vidrio,
traslúcido y estriado, que le recordaba
las alas de algún insecto. No podía ver el exterior a través de él, pero sí
podía percibir la luz blanquecina que lo
atravesaba. Luego volteó hacia la pared ante sí y distinguió la puerta, raída y
esquelética, y finalmente giró su mirada
hacia la izquierda, donde vio el espejo. Y en ese momento, Alan reconoció el
rancio cubículo de hotel. Recordaba ese lugar, pero no recordaba desde cuándo
se alojaba allí.
De alguna manera también
supo que el amanecer no había llegado todavía. Rodó sobre la cama temiendo que
la sábana se chamuscara con el fuego de su cuerpo y con esfuerzo se sentó en el
borde. Sintió bajo sus pies la aspereza del parquet y se irguió sobre sus
piernas trémulas, que lo arrastraron hasta el espejo. Apoyando sus manos en la
pared Alan se enfrentó a su reflejo: ese no podía ser él. Recordaba un cuerpo atlético y no el desnutrido saco de huesos que veía ahí.
Recordaba también un rostro joven y agraciado, y el sujeto que tenía en frente,
usaba una careta añosa, con ojos
hundidos en dos fosas azules. Era una momia que apenas respiraba. Con sus manos temblorosas intentó acomodarse los cabellos y cuando rozó su nuca notó una huella, un agujero por donde
podría entrar su pulgar: era una herida, y supuraba. ¿Cuándo se la había hecho? Y ¿con qué? Preguntas que su maltrecho cerebro no podía
responder.
Debía salir del aturdimiento: tomaría una
ducha fría en ‘el baño de todos’. Aprovecharía que era temprano y que nadie lo usaría.
Anhelaba esa ducha fría. Así que, regresó
hasta la cama y manoteó un puñado de monedas desparramadas sobre una Playboy en
la mesa de luz. Con pasos inseguros se dirigió a la puerta, se aferró al
picaporte para no caer, la abrió con torpeza, y salió al vestíbulo.
Sus
ojos áridos recorrieron el angosto pasillo por la izquierda, que repetía las
mismas paredes descascaradas y húmedas de su cuarto. Su mirada se detuvo al final
del corredor, allí distinguió el baño: un cilindro metálico de dos metros de
altura y recubierto de una maraña de tubos y medidores. El habitáculo le parecía
más una caldera que una letrina. Alan dio dos pasos y no pudo mantener el
equilibrio, tuvo que asirse a la baranda que flanqueaba al pasillo. Se
aferró a ella y miró hacia abajo por el
hueco de la escalera, forzó su vista y
no pudo distinguir el fondo. Recordaba
un ascensor ahí. Habría jurado que el hotel tenía uno. También recordaba unos escalones a la derecha, sí y allí
estaban. De seguro conducían a la terraza, pero no podía evocarlo. Sentía
náuseas. La fiebre aumentaba. Necesitaba esa ducha fría cuanto antes. Así,
volvería a la realidad.
Alan
recuperó la postura y comenzó a caminar hacia el baño. Se apoyaba de cuando en
cuando en la baranda y respiraba con dificultad a cada paso. Ya cerca, advirtió
que el baño estaba ocupado. ¿¡Quién lo usaría a estas horas!? Resignado, comenzó
a batir las monedas en su puño y a esperar, acodado sobre la balaustrada.
Su
mente desvariaba, le traía confusos recuerdos cuando la portezuela del baño se
descorrió. Vio surgir a esa joven, desnuda y con una bata en la mano. La vio acercársele y
también la oyó decir:
—Hola.
Tuviste unas de esas noches, ¿no?
El cerebro de Alan
estrujó esa pregunta, mientras contemplaba el cuerpo de la muchacha que
comenzaba a calzarse la bata: demasiado hermosa, tanto como la de sus sueños. Sintió la mano de ella rozarle
la mejilla. La conocía: era la vecina del piso inferior, sus neuronas
aletargadas no le traían más datos. Alan
se esforzó para hablarle:
— ¿Porqué no usas
el de tu piso?
—El
mío no funciona, ¿lo olvidaste?
Guardó
silencio. Muchas cosas había
olvidado, el nombre de ella, por ejemplo. Aceptó que la muchacha lo ayudara a
llegar al baño y la rodeó por el hombro. Era agradable tenerla cerca y embriagarse
con su aroma. La deseaba. Sabía que había jugado con esas curvas, pero ¿cuándo?
Entró junto con la joven al baño, se
recostó contra el panel del fondo y dejó
que ella se alejara. Alan miró las losetas hexagonales del piso y luego levantó
la cabeza para hablarle una vez más:
— ¿Puedo tomar el
desayuno en tu departamento?
—Sí,
por supuesto.
Advirtió que la chica le extendía una
mano:
—Dame
las monedas. Yo las pondré.
Le volcó las monedas en la palma y notó que ella le sonreía. Él le quiso
devolver el gesto, pero no pudo.
—Colocaré
dos. Aumentó el servicio, ya sabes.
Introducía
las monedas en una ranura mientras observaba a Alan. Oía el siseo de la portezuela que se cerraba y que lo separaría
de él para siempre. Mientras acariciaba con el dorso de la mano la portilla del
baño, oía el murmullo de la ducha que comenzaba a caer.
—Te espero
abajo—, susurró, sabiendo que Alan no la
oiría. Y sabía que tampoco bajaría con ella a desayunar, él moriría en el baño. La joven giró y comenzó
a caminar con pasos lentos y sinuosos hacia el otro extremo del corredor.
Entró al cuarto
de Alan, que había dejado la puerta entreabierta, y se paró frente a la
cama. Se quitó la bata y junto con la
almohada armó un bulto que envolvió con las sábanas. Tomó el fardo entre sus
brazos y caminó hacia la pared del espejo. Contempló por un instante el reflejo
de su cuerpo desnudo, y luego dijo algo indescifrable e imperativo. El rostro
de la ninfa permaneció invariable mientras el espejo se esfumaba y en su lugar se desplegaba el diafragma de un hoyo por donde arrojó el hato de sábanas. Volvió a balbucear
en ese extraño lenguaje y el diafragma se cerró, al tiempo que las paredes, el techo y el piso cambiaban a
muros lisos y pulcros. Reparó también en la puerta que se evaporaba y surgía en
su lugar, un umbral, al igual que advertía cómo la ventana, de vidrios como
alas, se transformaba en un panel
fluorescente. La muchacha se acercó nuevamente a la cama, que ahora era una
plataforma flotante, tan lisa y pulcra como los muros. Por un instante la
contempló, mientras con su mano simulaba una caricia. Luego se giró y con lentitud abandonó el cuarto por
el umbral.
En el vestíbulo, que también había cambiado sus
paredes por inmaculadas murallas, la mujer miraba el cilindro refulgente, en
donde todavía crepitaba la ducha.
Extrañaría a Alan, era un buen amante. Pero echaría en falta más que nada, las
charlas en el desayuno: sus relatos de infancia y de su vida en la Tierra. La piel de la mujer comenzó a
transparentarse. Sus piernas mutaban a largas extremidades y apoyándose en esos
apéndices nuevos comenzó a subir por los escalones de la derecha, hacia la
terraza. Se aferraba a la baranda, ya no con una mano delicada, sino con una
estilizada pinza, unida a un antebrazo con púas. A pesar de las mutaciones,
todavía había formas humanas, femeninas, en aquella figura exótica. Se detuvo en
mitad de su ascenso y giró la cabeza para mirar
una vez más el cilindro, pero ahora con unos enormes ojos poliédricos. Abrió
su boca sin labios y gimiendo, desenroscó una cánula que apuntó hacia el agónico Alan, allá en el baño, donde
la mortífera lluvia mojaba su cuerpo. Lo
recordaría, sí que lo recordaría, recostado en el lecho, adormecido y
extenuado, mientras le absorbía un poco de cerebro cada vez que el amor
terminaba.
Enroscó
su lengua y meneando su figura de humano-insecto continuó su ascenso. Atravesó
el umbral al final de la escalera y del otro lado fue recibida por un viento intenso
que rozó su piel, ahora verde y cubierta de quitina. Emergió a una plataforma
circular, en la cumbre de un edificio interminable. Su mirada poligonal se posó
en un enorme sol rojo flanqueado por dos lunas, en un cielo verdoso con nubes
redondas. Extendió sus brazos en cruz al mismo tiempo que desplegaba dos pares
de alas membranosas, delicadas y transparentes. Distinguió en el horizonte del
planeta una bandada de mujeres mantis. Entonces, agitando sus alas comenzó a
caminar con la misma sensualidad de antes. Dio tres pasos, casi
saltos, y se elevó en un vuelo elegante. Se uniría al grupo de sus congéneres,
allá en el horizonte, en busca de un nuevo macho humano. Lamentó pertenecer a
una especie tan evolucionada, pero dominada aún por aquel instinto primitivo.