lunes, 26 de noviembre de 2012

Demasiado hermosa.


DEMASIADO HERMOSA.
Por
Hugo Rodríguez.

De inmediato, supo que esta era la última vez que despertaba. Su cuerpo ardía. Pensó que se calcinaría de un momento a otro. Con los brazos en cruz, sobre una cama de sábanas nuevas y empapadas de sudor, Alan, que sólo vestía calzoncillo, intentaba asirse a la realidad; asimilar los contornos de aquel cuarto, que ante sus ojos desbastados, desplegaba sus paredes descascaradas y moteadas de humedad. Lo sintió  posarse, como si el cuartucho retornara de algún vuelo fútil. Recorrió esas paredes con manchas como ojos y fijó su mirada en la ventana de la derecha. Contempló su vidrio, traslúcido  y estriado, que le recordaba las alas de algún insecto. No podía ver el exterior a través de él, pero sí podía percibir la luz blanquecina  que lo atravesaba. Luego volteó hacia la pared ante sí y distinguió la puerta, raída y esquelética,  y finalmente giró su mirada hacia la izquierda, donde vio el espejo. Y en ese momento, Alan reconoció el rancio cubículo de hotel. Recordaba ese lugar, pero no recordaba desde cuándo se alojaba allí.    
De alguna manera también supo que el amanecer no había llegado todavía. Rodó sobre la cama temiendo que la sábana se chamuscara con el fuego de su cuerpo y con esfuerzo se sentó en el borde. Sintió bajo sus pies la aspereza del parquet y se irguió sobre sus piernas trémulas, que lo arrastraron hasta el espejo. Apoyando sus manos en la pared Alan se enfrentó a su reflejo: ese no podía ser él.  Recordaba un cuerpo atlético y no el  desnutrido saco de huesos que veía ahí. Recordaba también un rostro joven y agraciado, y el sujeto que tenía en frente, usaba una careta añosa, con ojos  hundidos en dos fosas azules. Era una momia que apenas respiraba. Con sus manos temblorosas intentó  acomodarse los  cabellos y cuando rozó  su nuca notó una huella, un agujero por donde podría entrar su pulgar: era una herida, y supuraba. ¿Cuándo se la había hecho?  Y ¿con qué?  Preguntas que su maltrecho cerebro no podía responder.
             Debía salir del aturdimiento: tomaría una ducha fría en ‘el baño de todos’. Aprovecharía que era temprano y que nadie lo usaría. Anhelaba esa ducha fría. Así que, regresó hasta la cama y manoteó un puñado de monedas desparramadas sobre una Playboy en la mesa de luz. Con pasos inseguros se dirigió a la puerta, se aferró al picaporte para no caer, la abrió con torpeza, y salió al vestíbulo.
            Sus ojos áridos recorrieron el angosto pasillo por la izquierda, que repetía las mismas paredes descascaradas y húmedas de su cuarto. Su mirada se detuvo al final del corredor, allí distinguió el baño: un cilindro metálico de dos metros de altura y recubierto de una maraña de tubos y medidores. El habitáculo   le parecía  más una caldera que una letrina.  Alan dio dos pasos y no pudo mantener el equilibrio, tuvo que asirse a la baranda que flanqueaba al pasillo. Se aferró  a ella y miró hacia abajo por el hueco de la escalera,  forzó su vista y no pudo distinguir el fondo. Recordaba un ascensor ahí. Habría jurado que el hotel tenía uno. También recordaba  unos escalones a la derecha, sí y allí estaban. De seguro conducían a la terraza, pero no podía evocarlo. Sentía náuseas. La fiebre aumentaba. Necesitaba esa ducha fría cuanto antes. Así, volvería a la realidad.
            Alan recuperó la postura y comenzó a caminar hacia el baño. Se apoyaba de cuando en cuando en la baranda y respiraba con dificultad a cada paso. Ya cerca, advirtió que el baño estaba ocupado. ¿¡Quién lo usaría a estas horas!? Resignado, comenzó a batir las monedas en su puño y a esperar, acodado sobre la balaustrada.  
            Su mente desvariaba, le traía confusos recuerdos cuando la portezuela del baño se descorrió. Vio surgir a esa joven, desnuda y con  una bata en la mano. La vio acercársele y también la oyó decir:

            —Hola. Tuviste unas de esas noches, ¿no?

El cerebro de Alan estrujó esa pregunta, mientras contemplaba el cuerpo de la muchacha que comenzaba a calzarse la bata: demasiado hermosa, tanto como  la de sus sueños. Sintió la mano de ella rozarle la mejilla. La conocía: era la vecina del piso inferior, sus neuronas aletargadas no le traían más datos.  Alan se esforzó para hablarle:
           
— ¿Porqué no usas el de tu piso?  
            —El mío no funciona, ¿lo olvidaste?

            Guardó silencio. Muchas cosas había olvidado, el nombre de ella, por ejemplo. Aceptó que la muchacha lo ayudara a llegar al baño y la  rodeó por el  hombro. Era agradable tenerla cerca y embriagarse con su aroma. La deseaba. Sabía que había jugado con esas curvas, pero ¿cuándo? Entró junto con la joven al baño,  se recostó contra  el panel del fondo y dejó que ella se alejara. Alan miró las losetas hexagonales del piso y luego levantó la cabeza para hablarle una vez más:
           
— ¿Puedo tomar el desayuno en tu departamento? 
            —Sí, por supuesto.

Advirtió que la chica le extendía una mano:

            —Dame las monedas. Yo las pondré.

 Le volcó las monedas en la palma y  notó que ella le sonreía. Él le quiso devolver el gesto,  pero no pudo.

            —Colocaré dos. Aumentó el servicio, ya sabes.

            Introducía las monedas en una ranura mientras observaba a Alan. Oía el siseo de la   portezuela que se cerraba y que lo separaría de él para siempre. Mientras acariciaba con el dorso de la mano la portilla del baño, oía el murmullo de la ducha que comenzaba a caer.
           
—Te espero abajo—, susurró, sabiendo que Alan no  la oiría. Y sabía que tampoco bajaría con ella a desayunar,  él moriría en el baño. La joven giró y comenzó a caminar con pasos lentos y sinuosos hacia el otro extremo del corredor.
Entró al cuarto de Alan, que había dejado la puerta entreabierta, y se paró frente a la cama.  Se quitó la bata y junto con la almohada armó un bulto que envolvió con las sábanas. Tomó el fardo entre sus brazos y caminó hacia la pared del espejo. Contempló por un instante el reflejo de su cuerpo desnudo, y luego dijo algo indescifrable e imperativo. El rostro de la ninfa permaneció invariable mientras el espejo se esfumaba  y en su lugar se desplegaba  el diafragma de un hoyo por donde  arrojó el hato de sábanas. Volvió a balbucear en ese extraño lenguaje y el diafragma se cerró, al tiempo que  las paredes, el techo y el piso cambiaban a muros lisos y pulcros. Reparó también en la puerta que se evaporaba y surgía en su lugar, un umbral, al igual que advertía cómo la ventana, de vidrios como alas, se transformaba en  un panel fluorescente. La muchacha se acercó nuevamente a la cama, que ahora era una plataforma flotante, tan lisa y pulcra como los muros. Por un instante la contempló, mientras con su mano simulaba una caricia. Luego  se giró y con lentitud abandonó el cuarto por el  umbral.       
En el  vestíbulo, que también había cambiado sus paredes por inmaculadas murallas, la mujer miraba el cilindro refulgente, en donde todavía  crepitaba la ducha. Extrañaría a Alan, era un buen amante. Pero echaría en falta más que nada, las charlas en el desayuno: sus relatos de infancia y de su vida en la Tierra.  La piel de la mujer comenzó a transparentarse. Sus piernas mutaban a largas extremidades y apoyándose en esos apéndices nuevos comenzó a subir por los escalones de la derecha, hacia la terraza. Se aferraba a la baranda, ya no con una mano delicada, sino con una estilizada pinza, unida a un antebrazo con púas. A pesar de las mutaciones, todavía había formas humanas, femeninas, en aquella figura exótica. Se detuvo en mitad de su ascenso y giró la cabeza para mirar  una vez más el cilindro, pero ahora con unos enormes ojos poliédricos. Abrió su boca sin labios y gimiendo, desenroscó una cánula que apuntó  hacia el agónico Alan, allá en el baño, donde la mortífera lluvia mojaba su cuerpo. Lo recordaría, sí que lo recordaría, recostado en el lecho, adormecido y extenuado, mientras le absorbía un poco de cerebro cada vez que el amor terminaba.
            Enroscó su lengua y meneando su figura de humano-insecto continuó su ascenso. Atravesó el umbral al final de la escalera y del otro lado fue recibida por un viento intenso que rozó su piel, ahora verde y cubierta de quitina. Emergió a una plataforma circular, en la cumbre de un edificio interminable. Su mirada poligonal se posó en un enorme sol rojo flanqueado por dos lunas, en un cielo verdoso con nubes redondas. Extendió sus brazos en cruz al mismo tiempo que desplegaba dos pares de alas membranosas, delicadas y transparentes. Distinguió en el horizonte del planeta una bandada de mujeres mantis. Entonces, agitando sus alas comenzó a caminar  con la misma  sensualidad de antes. Dio tres pasos, casi saltos, y se elevó en un vuelo elegante. Se uniría al grupo de sus congéneres, allá en el horizonte, en busca de un nuevo macho humano. Lamentó pertenecer a una especie tan evolucionada, pero dominada aún por aquel instinto primitivo.  

Fin.