martes, 4 de octubre de 2016

LA HIJA DEL ETERNAUTA III LA EXPLICACIÓN.

LA HIJA DEL ETERNAUTA.
Por
Hugo Rodríguez.

III
LA EXPLICACIÓN.
                                                          

            Elena apoyaba su brazo en el hombro de Juan, mientras apretaba la mano de su hija del presente, los tres permanecían de pie en un rincón del comedor. Lucas, Polsky  y Favali estaban sentados a la mesa, este último más cerca de Martita -la del futuro-, quien se había sentado en la esquina opuesta a la de su familia.
           
            Favali le preguntó a Martita por su extraño traje pero ella estaba algo abstraída, recorría la casa con su mirada y no le contestó.
—Papá, mamá —Martita prefirió hablar de otro tema—, qué hermoso es estar en casa otra vez ¿Puedo ir a mi cuarto?  —Miró a la otra Martita, como pidiéndole permiso.
—No —le contestó Juan y quiso ordenarle que no lo llamara papá pero le resultó imposible, de alguna manera sabía que era su hija.
—Este traje me mantiene aislada de este espacio y de este tiempo —Martita decidió responderle a Favali—, no es conveniente que yo entre en contacto con alguno de ustedes, en especial con mí otro yo. Y la miró a la Martita del presente.
—¿Porqué, que puede pasar? —preguntó Polsky.
—No lo sé muy bien, pero las dos no podríamos existir en el mismo tiempo y lugar, así me lo explicaron.
—¿Quiénes? —inquirió el atento Favali.
—Bueno —contestó la joven, algo preocupada—, mis compañeros de lucha, pertenecen a un grupo de resistencia que combaten a los 'Ellos', con mis compañeros logramos coparles un lugar donde habían instalado una máquina del tiempo. Como algunos de los que integran la resistencia son científicos, lograron descifrar su funcionamiento y tecnología. Eso nos dio cierta ventaja y ahora le hacemos difícil la invasión.
            —Parece que tu traje —Favali volvía a preguntarle por la indumentaria— fuera en realidad dos.
El físico extendió su brazo para tocarla, pero ella, casi aterrada, se inclinó para que no la alcanzase.
            —¡No, Favali por favor! No olvides que  es peligroso que me toquen o que yo los toque.
—¿Pero el traje no te aísla?
—Sí, pero mis compañeros del futuro me pidieron que igualmente fuera precavida. No quiero que le pase nada a nadie.
Superado el momento de tensión, la joven crono-nauta continuó: 
—Sí Favali, son dos trajes pero en realidad no lo son sino que este indumento es como una ventana, por la cual yo los miro desde mi espacio tiempo. Te lo explico como a mí me lo explicaron allá —la joven se dio cuenta que todos le prestaban atención y eso la distendió—. Imagínate dos globos de hule que están juntos y se tocan, cada uno representa un espacio tiempo. Uno, el de ustedes, aquí y el otro, el mío, allá. Entonces si yo tuviera la mano dentro de mi globo y empujara con uno de mis dedos la pared del globo por la parte en que se tocan, empezaría también a empujar la pared del globo de ustedes,  metiendo mi dedo dentro de su espacio tiempo, y el dedo quedaría revestido  por dos capas de látex. Así que yo todavía estoy 'allá' y es como si estuviera espiándolos. ¿Se entendió?
El breve silencio que se produjo fue interrumpido por la otra Martita:
—¿Y si tenés ganas de ir al baño?
Todos sonrieron un poco. Pero Martita —la del futuro—no sonrió y agradeció a su 'otro yo' la pregunta Porque entendía el sentido. Después de todo era ella misma quien se preguntaba. Una pregunta femenina, intima. Las dos Martitas se comprendían, quizás como lo que nunca tuvieron: hermanas.
—Bueno, mirá —Martita del futuro le contestó—, tengo unos tubos y algunos cables que entran en mi cuerpo por aquí.
Entonces la joven digitó otra vez el costado izquierdo de su traje y  un círculo  se hizo transparente a la altura de su abdomen por donde se veían los tubos entrar a su cuerpo y los extremos perderse en la nada. Todos se impresionaron y entonces la muchacha, al advertir la aversión en el rostro  de los demás,  oscureció la transparencia de inmediato.
—Estas sondas —continuó la joven del futuro— me mantienen vinculada a mi espacio tiempo y de ellas se nutre y controla todo mi metabolismo.
—¿Para qué te han enviado aquí a nuestro tiempo? —preguntó Favali.
—Para prevenirlos —Martita habló a los presentes—, para estar mejor preparados esta vez, cuando los 'Ellos' lleguen. Deberíamos estar todos juntos en mi casa, bueno en esta casa, con nuestras familias. Nuestro vecino de enfrente también —la joven hizo una pausa—. Antes que se asome por su ventana —dijo en susurro— y muera en contacto con la nieve.
Los presentes compartieron un silencio frío. Martita había extraviado su mirada en un punto lejano del comedor. Luego se repuso y continuó:
—El próximo viernes por la noche. Todos aquí, con armas; municiones y víveres —la hija del futuro se apresuraba a hablar, quería decirlo de una vez lo que había memorizado—. Las ventanas y puertas selladas —continuó su arenga nerviosa—, confeccionaremos trajes aislantes para protegernos de los copos…
            —Porque no te tranquilizás un poco —interrumpió Favali, que limpiaba sus anteojos con un pañuelo—, bebé algo, oh perdón, cierto que no podés. Decinos, Martita —el físico le habló en un tono pausado—,  vos suponés que si les contáramos esta historia a nuestras familias ¿nos creerían? ¿Que sería fácil para nosotros convencerlos que vengan a —Favali buscó la palabra— refugiarse a tu casa?
            —Vos me tenés que creer, Favali  —le dijo la muchacha, algo desconcertada, pero más tranquila—. No es necesario que sepan la historia. Podemos organizar una fiesta como excusa —continuó, mirando al grupo— para estar todos reunidos aquí. No hace falta que me crean, si lo mío es una mentira o una locura, simplemente habremos pasado una hermosa reunión.
Juan dejó de mirar a su hija del futuro y giró su cabeza hacia el rostro de Elena, que ahora lo ceñía del brazo y luego observó el perfil de  su hija, del presente, que intercambiaba miradas con su 'otro yo'.
—Esperá un momento —afirmó Juan, que volvió a mirar a la viajera del tiempo—, y vos  ¿Dónde pensás estar durante la semana?
Una breve pausa heló las miradas.               

—Acá, en casa —respondió la muchacha embutida en su extraño traje.

CAMBIO Y FUERA.

CAMBIO Y FUERA.
Por
Hugo Rodríguez.


En la pequeña barraca, dos pares de camas apiladas ocupaban casi todo el lugar. Un soldado permanecía recostado en una de las inferiores, con las manos bajo la nuca, las demás aún no se habían ocupado. El joven, de remera y pantalón de combate,  no dejaba de mirar los elásticos de la cucheta que tenía encima. La recluta entró sin mirar al soldado. 

—Hola, soy Rocío.

Uniformada también de remera y pantalón, la muchacha dejó caer la mochila y se derrumbó en la otra cama inferior. Se sentó mirando la bóveda del techo por un rato. Luego preguntó:

—¿Vendrán más? 

—Es posible —contestó él, que sí había observado a la recluta y había estudiado con detenimiento aquellas curvas. Aunque ahora decidió seguir contemplando los resortes.

—Creés que el enemigo atacará por el sur —ella insistió con las preguntas, pero esta vez echaba un vistazo al cuerpo de su compañero de barraca.

—Sí —contestó, girando la cabeza para mirarla—. Y me llamo Domínguez —agregó.

—¿Cuándo?

—Siempre que me llames Domínguez, responderé.

—¿Cuándo atacarán? —insistió ella, desatendiendo la burla.

—El enemigo te avisará, quedate tranquila.

El soldado tomó el birrete que colgaba del respaldo y se cubrió la cara. La muchacha  se masajeaba el antebrazo.

—Las porquerías que me inyectaron —preguntó la joven —¿Me harán dormir?

—Seguro —contestó el birrete— y tendrás pesadillas —afirmó.

—¿A vos te hicieron dormir?

—Llevo dos días sin pegar un ojo.

La mirada de ella volvió a posarse en el techo y continuó con los masajes en el antebrazo. Finalmente, se quitó los botines y se recostó. Contempló al soldado por un instante e imitó su posición en la cama, cruzando las manos bajo la nuca. Luego giró la cabeza y se concentró en el camastro de arriba. Permanecieron en silencio varios minutos. Ella comenzaba  a dormirse cuando, casi sin hacer ruido, entró el oficial.

García, Domínguez —el oficial hablaba en susurros—. El sargento los espera en cinco —concluyó y se retiró sin más.

—¿Y esto? —Interrogó la joven, que  se había sentado en la cama— ¿Es una pesadilla? ¿O es la realidad? —terminó la pregunta, mientras miraba el piso y se rascaba la cabeza.

—No García —contestó su compañero, que ya se incorporaba.
—¿Y por qué habló en voz baja, Ese tarado?
—No lo sé, García…
—Rocío, por favor —ella lo interrumpió, mirándolo.
—Bueno, Rocío —continuó él, mirándola—. No sé por qué ese oficial entró en silencio y habló tan bajo. Seguro no es nada bueno. Vamos —la invitaba a salir y luego de calzarse los botines, la pareja dejaba la barraca.

* * *

—Domínguez, García, descansen —el sargento, sentado a su escritorio, leía unos papeles—. Hay una misión para ustedes —la pareja se miró—. La misión es sin regreso —continuó, sin desatender  los papeles—. Deberán penetrar la base del enemigo. Informar todo lo que vean, oigan, huelan  y en especial cualquier pista sobre el NEC. Espíen e informen hasta que los capturen. ¿Comprendido?

La pregunta quedó en el aire. La nuez de la garganta de Domínguez se movió y su compañera inspiró profundo. Entonces el sargento levantó la cabeza y los miró:

—¿¡Comprendido!?
—¡Sí, señor! —contestó, García.
—¡Sí, señor! —contestó, Domínguez.

—Parten en una hora. Alístense. Pueden retirarse.

* * *

La recluta apoyaba las manos en la cama superior, dándole la espalda a su compañero que la observaba. La joven hamacaba su cuerpo con nerviosismo y hacía dibujos en el piso con la punta de su botín.

—Me gustaría tener sexo con vos —fue la voz trémula de la muchacha.

Su compañero bajó la cabeza, guardó silencio por unos segundos y luego le contestó:
 
—Estoy de acuerdo.

Se le acercó y la  tomó del hombro. La ayudó a girarse y la miró en los ojos.

—Lo haremos, te juro que lo haremos, Rocío.

Sus bocas se chocaron mientras los brazos se enredaban en los cuerpos.

* * *

Amanecía en el bosque. Había pronóstico de nevada. García y Domínguez vestían casco y uniforme blancos. De los hombros colgaban rifles de repetición y en sus espaldas cargaban las mochilas. Camuflados para la nieve, la pareja corría siguiendo el cauce de un río. Corrían hacia el oeste, hacia la cordillera: el sargento les dijo que ese era el punto menos vigilado de la base enemiga.

Se detuvieron a una decena de metros de la alambrada, más allá se erguía la torre de vigilancia. Se ocultaron tras una loma tachonada de arbustos. Domínguez revisaba el cerco con los prismáticos.

—Por qué no nos rajamos de acá —le comentó Rocío exhalando vapor— informamos cualquier cosa  y salvamos el pellejo. Así cumplís con tu promesa ¿Qué te parece?

Domínguez, dejó los prismáticos. Miró a la muchacha y le tocó la mejilla con la mano enguantada, luego tomó el radio:

—Aquí ñandú uno, reportando —el joven hablaba y contemplaba  el rostro cómplice y sonriente de su compañera—. Aquí ñandú uno, reportando. Entramos a la base. Divisamos cinco tanques autómatas N23. Aún sin rastro del NEC. Seguimos con la misión. Fuera.

Se tomaron de la mano para erguirse y se alejaron de la base, corriendo río arriba.

El terreno se elevaba y los árboles comenzaban a escasear. La pareja se tumbó en la nieve y se entregaron a los besos y las caricias.

Domínguez divisó, lo que podría ser la entrada a una cueva. Se dirigieron hacia allí. Tuvieron la precaución de borrar sus huellas usando unas ramas como escoba. Efectivamente se trataba de una cueva.

—Parece profunda —afirmó Rocío—. Creo que continúa después del recodo, Domínguez —ella usaba el 'Domínguez' en tono irónico, intentando imitar al sargento.

—Sí—le contestó su compañero, aceptando la broma con una sonrisa—. Servirá para ocultarnos. Pero la exploraremos después. Ahora quiero explorar otra cosa.

Se quitaron los cascos, los rifles y las mochilas. Comenzaron a  desacomodarse las ropas y se animaron a las caricias por debajo de los uniformes.

—Bien, Domínguez, cumplamos la promesa —exhaló Rocío con voz ansiosa, voz que se ahogó en un beso.

Los jadeos de la pareja se repetían en las oquedades. El sexo los alejó del frio. Por un momento fueron animales, por un momento se sintieron salvajes, dueños de la caverna. 

Tumbados de espalda, los amantes fugitivos reposaban echando vapor por sus bocas y se divertían reconociendo imágenes en la cúpula de la cueva. Compartían besos, caricias y miradas. El mundo terminaba en esa cueva, pero el mundo era más amplio.

El motor de un vehículo los alertó y luego, las voces que se acercaban: voces que hablaban el otro idioma. Rocío quiso correr hacia el recodo, pero Domínguez la tomó del brazo y le indicó el sentido contrario. Le señaló  un montículo de rocas lo suficientemente grandes para ocultarlos y resistir un tiroteo.

Eran cuatro, dos oficiales y dos subalternos. Domínguez era el único que podía verlos desde aquella posición. Se había tumbado de espalda, con el fusil en el pecho y espiaba por la ranura que dejaban dos piedras. Rocío se acurrucaba en un hueco estrecho, cerca de su compañero. Habían quitado las trabas de sus fusiles, estaban listos para el combate. Domínguez vio que el grupo se internaba en lo profundo de la cueva y que doblaban el recodo.  La pareja se consultó con la mirada. Rocío cabeceó en dirección al recodo. Hubo una pausa entre ellos y finalmente,  decidieron seguirlos.

Antes de empezar la persecución, la muchacha se asomó con cautela a la salida y vio sólo un jeep que esperaba. Con un gesto de la mano le indicó a su compañero que avanzara hacia el interior de la cueva. Ella lo siguió.

Después del recodo, la cueva se continuaba en un túnel y al final de ese túnel, los cuatro soldados  enemigos se paraban ante un portón incrustado en la roca. Rocío y Domínguez se habían arrojado de bruces tras una saliente. La penumbra del lugar facilitaba su ocultamiento: desde allí, podían observar a los soldados.  Luego que uno de los subalternos activó  la botonera del costado, el portón se descorrió.

Domínguez y Rocío reconocieron la luz esmeralda y el sonido que surgía del interior: era el NEC. La pareja intercambiaron miradas y abandonaron el escondite tratando de no ser vistos.  A la salida de la cueva, donde aún esperaba el jeep, Rocío le ordenó a su compañero que registrara las coordenadas de la entrada. Domínguez obedeció y las anotó en su GPS.

—Listo—le susurró.

—Bien, salgamos en esa dirección —Rocío señaló en sentido opuesto al río—. Por ahí no dejaremos huellas. Vamos.

Corrían a más no poder. Tropezaban cada tanto. Cuando consideraron que la cueva estaba lo suficientemente lejos, cambiaron de dirección para volver al cauce, pero muertos de cansancio, se tumbaron en la nieve.

—Avisá a la base —reclamó Rocío casi sin aliento.
—Aquí ñandú uno, informando. Tenemos las coordenadas del NEC. Repito: tenemos las coordenadas del NEC. 23 oeste, 12 sur. Repito: 23 oeste, 12 sur. Es una cueva, en la montaña. Repito es una cueva en la montaña. Tirenlé con lo que tengan.

El bosque se colmó de silencio. No silbaba el viento, no cantaban los pájaros. La pareja, de espalda en la nieve, miraba el cielo plomizo. Las bocas abiertas buscando el aire. Los ojos opacos por el frío. Algo rugía desde el norte. Algo agitaba las ramas de los escasos árboles. El rugido se intensificó. Les caía nieve en las caras. Entonces, como enormes buitres de metal, como dragones enfurecidos, atronadores, pasaron los misiles, cortando aquel cielo plomizo. Rocío  y  Domínguez se tomaron de las manos y se volvieron a erguir, para correr una vez más.

—No pienses en otra cosa que  en mover tus piernas —jadeó Domínguez.
—¿Puedo pensar en lo de la cueva, también? —dijo, Rocío.
—Claro —y él le apretó la mano.

Alcanzaron la orilla y se detuvieron: ahora el río surcaba el fondo de una Hondonada y los enamorados lo miraban desde arriba.

—Esto está muy alto, Domínguez.
—Sí —dijo el joven.  

La explosión se oyó en todo el bosque y es probable que en todo el planeta. El plasma del NEC arrasó los árboles  en segundos y derritió la nieve. La pareja fue alcanzada por la onda expansiva antes que por el plasma y cayeron al barranco. Derraparon hasta una saliente que los salvó de caer hasta el río. El agua de la nieve derretida calló como una cascada sobre ellos. El plasma verdusco del NEC sobrevoló la hondonada  y siguió arrasando el bosque de la otra orilla. 
Rocío y Domínguez quedaron boca abajo por un momento prolongado. Hasta que se calmaron las explosiones, los rugidos y comenzaba agitarse una brisa suave. Domínguez levantó la cabeza y tocó la espalda de su compañera que respondió levantando la suya. Domínguez miró más allá y sonrió.

—Rocío, detrás de ti, mirá —le indicó.

La muchacha se volteó con dificultad: a unos metros se desplegaba la entrada de una cueva. Mucho más pequeña que la anterior. Pero suficiente para ocultar a los fugitivos y continuar cumpliendo con la promesa.


Fin.