miércoles, 1 de marzo de 2023

La Tercera Mano Dean R. Koontz (color de texto blanco)

 

La Tercera Mano

Dean R. Koontz


Timothy no era un ser humano. Bueno, no del todo. En efecto, si en la definición del cuerpo humano tenemos que incluir los brazos y las piernas, Timothy no podía considerarse como tal, ya que carecía de estos miem­bros. Si en dicha definición tenemos que admitir que una persona está dotada de dos ojos, tampoco Timo­thy podía considerarse como un ser humano, ya que sólo tenía uno, e incluso este ojo estaba situado en una posición fuera de lo corriente: lo tenía más cerca de la oreja izquierda de lo que suele estar el ojo de un ser humano normal, y tres centímetros más bajo de lo usual en su enorme cráneo. Luego estaba su nariz. Ca­recía totalmente de cartílago. La única muestra de su presencia eran dos boquetes que desempeñaban el pa­pel de los orificios nasales de un ser normal, situados más o menos en el centro de su deforme y huesuda ca­beza. Luego estaba su piel, que era amarillenta como la cera, igual que algunas frutas artificiales, y rústica. Esta­ba recubierta de grandes e irregulares poros que pare­cían oscuros orificios tapados con sangre seca. En cuan­to a sus orejas, estaban muy aplastadas contra su cabeza y eran algo puntiagudas, como las de un lobo. También presentaba otras peculiaridades que, de ser examinadas más atentamente, se apartaban de lo normal, como, por ejemplo, sus cabellos (de una textura completamente diferente de cualquier raza humana), sus pezones (que eran ligeramente cóncavos en lugar de convexos) y sus genitales (los de un varón, pero encerrados en una es­pecie de saco exactamente por debajo de su ombligo y no entre sus truncadas piernas). Sólo en un aspecto Ti­mothy podía considerarse, aunque muy remotamente, como un ser humano: su cerebro. Pero incluso en esto no era completamente normal, ya que su coeficiente de inteligencia estaba ligeramente por encima de 250.

Timothy había sido el producto de las Matrices Arti­ficiales, un proyecto militar estrictamente secreto enca­minado a producir seres utilizables como armas de gue­rra, seres dotados de habilidades psiónicas con los que se pretendía vencer a los chinos. Pero cuando productos tales como Timothy salieron de las Matrices, los cientí­ficos y militares relacionados con dicho proyecto bélico se llevaron las manos a la cabeza y se resignaron a ser víctimas una vez más de la repulsa pública.

Timothy fue encerrado en una casa especial destinada a los productos subhumanos de las Matrices Artificiales donde se esperaba que moriría dentro de cinco años. Pero al tercer año de residencia en este lugar se dieron cuenta que Timothy (era el nacimiento «T» en la quinta de las series alfabéticas, de ahí el nombre que le dieron) era algo más que un simple vegetal. Mucho más. Ocurrió a la hora de la comida. La enfermera es­taba dándole el sustento nutritivo con una cuchara y lim­piándole los labios y las mejillas de las gotas de alimen­to cuando Timothy se movía. En ese instante entró en la sala otra de las «criaturas». Entonces la enfermera co­rrió a ayudar a un doctor que estaba inyectando un se­dante a uno de aquellos monstruos, dejando solo y hambriento a Timothy. Debido a que aquella tarde hubo un cursillo de entrenamientos para las nuevas en­fermeras, se habían olvidado inadvertidamente de darle la comida anterior. Como consecuencia de ello, Timothy estaba famélico. Se puso a gritar llamando a la enfermera, pero ella no le oyó. Entonces, furioso, se revolcó en la cama; pero como carecía de piernas y brazos, no pudo conseguir apoderarse de la taza de alimento que se hallaba sobre la mesa, cerca de su cama, aparte que no estaba al alcance de la vista de su único y desplazado ojo. Entonces ocurrió algo fantástico. Timothy hizo par­padear su único ojo, intentó mirar de soslayo y, ¡consi­guió que la cuchara se elevara sin tocarla! Luego la hizo levitar en dirección a su boca, la llenó de alimento y volvió a introducirla en la taza para obtener más comida. Cuando estaba deglutiendo su sexta cucharada, re­gresó la enfermera. Ésta, al ver lo que estaba sucedien­do, se desmayó.

Aquella misma noche, Timothy fue retirado de la sala.

Rápidamente.

No sabía adónde pensaban llevarle. En realidad, ha­biendo carecido siempre de casi todo estímulo sensorial y con el nivel mental correspondiente a un niño de tres años de edad, ni siquiera se preocupó por ello. Sin estí­mulo propio, nunca había podido desarrollar procesos mentales lógicos y racionales. No comprendía nada más allá de sus propias necesidades básicas, las necesidades de su cuerpo: hambre, aire, agua, excreción. Nunca se le ocurrió preguntarse adónde le llevaban; si es que sa­bía que le llevaban a algún sitio.

Pero no lo ignoró durante mucho tiempo. Los milita­res estaban ansiosos por obtener otro éxito (habían con­seguido solamente dos), y por ello se apresuraron a desarrollar estas facultades tan extraordinarias que pre­sentaba Timothy. Intentaron comprobar su nivel de inte­ligencia lo mejor que pudieron, y observaron que era ligeramente superior al normal. Aquello era una buena señal. Tenían miedo de perder el tiempo trabajando con un psiónico estúpido que no daría ningún resultado. A continuación, los computadores elaboraron un programa educativo adaptado exactamente a su caso. El programa se inició.

Se esperaba que pudiera hablar a los siete meses.

Timothy comenzó a hablar a las cinco semanas.

Se esperaba que fuera capaz de leer en un año y medio.

Timothy comenzó a leer a los tres meses.

No se extrañaron que su CI se elevase cada día más. Un CI está basado en lo que un individuo ha apren­dido y en lo que sabe por instinto. Cuando se analizó por primera vez a Timothy, se comprobó que no había aprendido absolutamente nada. Su nivel de inteligencia, ligeramente por encima de lo normal, era debido exclusivamente a lo que sabía por instinto. El interés por el proyecto aumentó hasta que Timothy alcanzó un CI de 250. Habían pasado ahora dieciocho meses desde que hiciera levitar su cuchara. Devoraba los libros. Durante dos semanas estudió textos de física avanzada, y durante un mes la literatura británica del siglo XIX. Pero los mi­litares no se preocupaban por esto. No esperaban que resultase un especialista en estas materias. Lo único que querían era que fuese educado y conversador. Al cabo de dieciocho meses, los militares creyeron que Timothy había conseguido estas dos cualidades. Por consiguiente, pensaron en otros planes...

Adiestraron sus habilidades psiónicas con el fin de desarrollarlas. La mente de los militares estaba llena de fantasías. Soñaban que Timothy sería capaz de destruir el ejército chino utilizando su poder psiónico. Pero los sueños sólo son sueños. Pronto se convencieron con tris­teza que los poderes psiónicos de Timothy eran extre­madamente limitados. La cosa más pesada que podía ha­cer levitar era una cuchara llena de salsa. Y su radio de actuación era únicamente de treinta metros. En una palabra, como superarma aquello había resultado un fracaso.

La reacción de los generales fue algo más que de frustración y de contrariedad. Una vez pasados los pri­meros momentos de desencanto, albergaron un fuerte deseo de venganza. Optaron por diseccionar a Timothy para descubrir qué marchaba mal en lo concerniente a su habilidad.

Afortunadamente para él, la guerra acabó aquella se­mana.

Los bioquímicos llegaron a la conclusión que la búsqueda del arma había finalizado. En última instancia las Matrices Artificiales habían demostrado ser ineficaces. La última arma utilizada fue un virus que se lanzó sobre el terri­torio chino más o menos al mismo tiempo que los gene­rales descubrían las limitaciones de Timothy. Antes de contenerlo, el virus había aniquilado aproximadamente la mitad de la población masculina china (se habían lle­vado a cabo las necesarias operaciones para que este virus afectase solamente ciertas combinaciones de cromosomas de la raza mongoloide), obligando al enemigo a rendirse.

Así, los planes para diseccionar a Timothy fueron abandonados. Las Matrices Artificiales se pusieron bajo el control de los bioquímicos, y el proyecto quedó anu­lado. Los bioquímicos se hallaban fascinados con Timo­thy. Durante tres semanas, fue exhaustivamente exami­nado y reexaminado. Timothy dio tantas demostraciones de hacer levitar una cuchara que ya las veía flotar has­ta en sueños. También oyó ciertas discusiones de los bioquímicos sobre «qué podría haber dentro de su ce­rebro y qué aspecto tendría éste». Fueron tres semanas espantosas para él.

Pero al final los bioquímicos desecharon satisfacer su curiosidad a este respecto. Por motivos desconocidos, parte de esta historia llegó a la prensa, y la noticia respecto a que había un individuo capaz de hacer levitar una cu­chara sin tocarla produjo un efecto sensacional en los periódicos durante tres días. En la excitación de estos tres días, el principal departamento del Gobierno tomó cartas en el asunto y decidió hacerse cargo de este caso tan extraño. El senador Kilroy anunció que su departa­mento había decidido rehabilitar al joven y proveerle de manos artificiales y movilidad mediante un disposi­tivo electrónico. De nuevo la prensa publicó durante tres días consecutivos la sensacional noticia. Y así este inte­ligente senador y gran político fue el primero en intere­sarse en tan fabuloso proyecto.


Timothy (o «Ti» como ahora se llamaba, ya que desis­tió de adoptar un apellido después de conseguir la li­bertad) se hallaba en la terraza que sobresalía de la colina y observaba los pájaros que piaban ruidosamente en las ramas de los grandes pinos verdes que poblaban aquel montículo. Detrás de él se alzaba la casa que había construido con el dinero que le proporcionó la venta de sus dos libros: Autobiografía de un rechazo y Un caso de nacimiento artificial. Se trataba de un hermoso edificio erigido sobre las ruinas de un sótano donde se habían almacenado secretos militares durante la guerra revolucionaria probritánica. Ti adoraba la casa y todo lo que contenía, ya que ésta representaba el noventa por ciento de su mundo. El otro diez por ciento lo cons­tituía su negocio. Como era muy astuto, su negocio mar­chaba bien. Utilizaba principalmente los beneficios en mantener la casa y comprar libros y películas para su sala privada de proyección. Había fundado y lanzado, gracias al dinero que le proporcionaron sus libros, el primer periódico destinado únicamente a su propia dis­tracción. Nada de noticias. Sólo chismografía y chismo­grafía y nada más que chismografía. Se trataba de un periódico de diez páginas, llenas de escándalos, que se distribuía a nueve millones de hogares exactamente a las ocho de la mañana y a las cuatro y media de la tarde. Pero en aquel momento, Ti no pensaba en su negocio sino que toda su atención se hallaba centrada en los pájaros que piaban abajo, en los pinos. Con su mano artificial izquierda apartó las ramas que le impe­dían ver una especie de ave verdaderamente rara. Aque­lla mano artificial de seis dedos, activada por un dispo­sitivo electrónico cuyos cables estaban conectados a unos electrodos situados en la palma, se había acercado lenta­mente a la rama con el fin de no asustar a los pájaros.

Pero las aves estaban alerta y se alejaron volando. Utilizando su limitado poder psi, Ti alcanzó los doscien­tos interruptores diminutos del módulo de control si­tuado en el sistema electrónico que cubría sus truncadas piernas. Los interruptores, maniobrados por su poder psi, hicieron maniobrar a su vez sus manos permitiendo a Ti actuar a su antojo. Mediante este complicado meca­nismo electrónico, y ahora que el extraño pájaro se ha­bía alejado, hizo que su mano izquierda volviese a la posición normal. Ésta se acercó a él y quedó colgando de su lado izquierdo, directamente desde el hombro del mismo lado, mientras que su mano derecha adoptaba la misma posición.

Ti miró su reloj y se sorprendió al ver que había pasado la hora de su charla de cada mañana con Taguster. Accionó los minúsculos interruptores, hizo girar su cuerpo y entró, por la puerta de la terraza, en el afelpa­do salón de estar. Atravesó la sala pisando la alfombra de piel y se sentó en una silla especial delante de un aparato receptor Mindlink. Elevó una mano y se puso un casco reluciente, ajustándolo firmemente a su huesudo cráneo, mientras que con la otra movió unas palancas para poner en contacto su mente con el receptor situado en el salón de estar de la casa de Taguster. Durante un instante todo apareció borroso y Ti observó unas inten­sas rayas negras y grises. Su mente lanzó una onda a través del tendido de la empresa electrónica Mindlink, que conectaba a otras miles de mentes con otros tantos receptores, cubriendo los sesenta kilómetros que separa­ban a Ti de la ciudad y de la casa de Taguster. Las lí­neas negras y grises se movían vertiginosamente; luego desaparecieron para reaparecer finalmente con sus colo­res primitivos. Lo primero que vio Ti a través de la cámara receptora fue a Taguster muerto, apoyado con­tra la pared...

No. No estaba muerto. Ciertamente la sangre mana­ba de la cabeza del concertista de guitarra, pero la ca­beza se movía. Taguster la inclinaba de un lado a otro en un estado de semiinconsciencia, pero la inclinaba de todas formas. Inmediatamente, Ti tomó el aparato emi­sor-receptor y manipuló en él mientras decía: «¡Lenny!»

Le resultaba casi imposible pensar que Taguster estu­viese muerto, mortalmente herido. Un buen amigo no muere nunca. ¡Nunca! Una vez más, horrorizado por la situación, Ti volvió a insistir.

Lenny, ¿qué ha ocurrido?

Gracias al complicado mecanismo electrónico, Ti ob­servó cómo Taguster elevaba un poco la cabeza y pudo comprobar que su amigo tenía un fino dardo clavado hasta la mitad en su garganta. Taguster trató de hablar, pero sólo pudo murmurar algo ininteligible.

¿Dardos? ¿Quién podría desear la muerte de Leonard Taguster? ¿Y por qué no le remataron?

El músico balbuceaba desesperadamente, como si ne­cesitase comunicarle algo. La mente de Ti se concentró más aún en el complicado aparato, tratando de liberarse y disipar su carga emocional. Luchaba contra un pánico espantoso que le dominaba, y era consciente de ello. Taguster quería decirle algo. ¿Pero cómo podía hacerlo con su pálida garganta destrozada? No podía hablar, era imposible que pudiese hacerlo en aquellas condicio­nes. Y por lo que se apreciaba, el dardo había sido cla­vado de tal forma que era imposible que Taguster pu­diese caminar; parecía que le hubiera dejado paraliza­do. Entonces Ti observó que Taguster intentaba dirigir una mano hacia la pared, como si pretendiera escribir algo en ella. Esto le dio una idea. Dirigió el foco de su aparato electrónico de forma que las cámaras captasen la mayor parte posible de la habitación donde se hallaba Taguster. Había una mesa con varios útiles de escritorio encima de la misma. La mesa se hallaba a unos veinte pies de la pared. Pero un receptor no era portátil, y Taguster no podía moverse. Entonces Ti pensó en aban­donar el aparato electrónico y llamar a la policía desde su casa. Pero en la mirada de Taguster observó que no viviría mucho, que no le daría tiempo a la policía para acudir en su ayuda. ¡Y las ansias de Taguster de comunicarle algo eran demasiado intensas para ignorar aquella extraña situación!

Ti nunca había pensado en llevar a cabo el experi­mento de comprobar si su poder psi podría viajar con su mente mediante su mecanismo electrónico. ¡Y decidió intentarlo! Concentró la mirada de sus ojos, que nunca tuvo (no podía llamarse ojos a sus cámaras electróni­cas, y su globo ocular se hallaba en casa, incrustado en su deforme cabeza), y forzó sus energías psi a acercarse a la mesa. Lo logró. Luego intentó hacer levitar un lá­piz. También lo consiguió, ¡pero se cayó al suelo! Hizo un esfuerzo supremo, lo volvió a levitar y lo dirigió hacia donde se encontraba su amigo. Le pareció que estaba sudando.

Taguster tomó el lápiz y lo sostuvo en la mano; daba la impresión de no saber qué hacer con el mismo. Tosió expulsando sangre por la boca y entonces abrió los ojos.

Lenny —le dijo Ti—. Toma el lápiz y escríbelo. Es­cribe..., lo que intentas decirme.

Taguster levantó la mirada, contempló la pantalla y pareció asentir con la cabeza. Alzó la mano y escribió en la pared lo siguiente: Margle. Las letras eran borro­sas y mal trazadas, pero legibles.

¿Qué significa esta palabra?

Taguster pareció quejarse y dejó caer el lápiz.

¡Lenny!

Taguster volvió a mirar a la pantalla, tomó de nuevo el lápiz y escribió debajo de la palabra «Margle»: Nombre.

De modo que Margle era un nombre. Y ahora que la comunicación había podido ser establecida entre am­bos, le pareció a Ti haber oído aquella palabra anterior­mente en algún sitio, aunque no recordaba su fuente o contexto. Bueno, de todas formas, el músico había logrado escribir el nombre de su posible asesino. Enton­ces Ti creyó que había llegado el momento de llamar a la policía y comunicarle todo lo sucedido a su amigo. Pero, en ese instante, alguien gritó.

Era el grito de una mujer, agudo y penetrante. Al principio se oyó con mucha fuerza, pero luego dismi­nuyó hasta convertirse en un balbuceo como los de Ta­guster, desapareciendo finalmente del todo. El grito pro­cedía del dormitorio. Allí había también otro aparato electrónico receptor, por lo visto una extensión del de la sala de estar. Entonces Ti conectó su cámara elec­trónica con el aparato del dormitorio.

Era una mujer. Había intentado huir por la ventana, pero su vestido de noche se había enganchado en el ce­rrojo de la misma, inmovilizándola. Tenía tres dardos clavados en la espalda, y por su amarillo negligé se deslizaban unas gotas de sangre roja, muy roja. Ti miró a la derecha, tratando de localizar al asesino. Por un momento pensó que éste había huido, pero luego com­probó que el asesino, después de haber herido a Tagus­ter, fue en busca de la mujer para matarla antes que ella pudiera huir. En aquel momento, la sangre había em­papado su negligé y comenzaba a gotear sobre el suelo deslizándose desde el filo del ribete del lazo. Ti enfocó la cámara electrónica hacia la izquierda y vio al asesino. Y no era un hombre...

Era un Perro Policía. Su oscuro cuerpo metálico flotó en dirección a la puerta. Dirigía sus dos manos artificiales hacia delante, los dedos tensos, como si estuviese a punto de atrapar a alguien y estrangularlo. El tubo lan­zador de dardos situado en su vientre sobresalía del mismo y parecía hallarse dispuesto para entrar en ac­ción. Aquél era el asesino: un monstruo metálico en forma de bola, de unos quince kilos de peso; un compu­tador que podía rastrear las huellas de un hombre sim­plemente por el olor, la vista, el tacto y el sonido. ¡Y solamente la policía los tenía!

¿Pero qué motivos había podido tener la policía para matar a Leonard Taguster? ¿Y por qué habían utilizado tan extraño artefacto para destruirle? ¿Por qué no le habían tendido una trampa, acusarle de algo, buscar pruebas falsas y después hacer que le mataran legalmente?

El Perro desapareció por la puerta que conducía a la sala, y entonces Ti recordó de repente que Taguster se hallaba tendido en el suelo del salón. ¡El Perro se diri­gía allí para consumar su propósito! Los dardos estaban evidentemente envenenados, aunque, en general, los Pe­rros Policía llevaban sólo narcóticos de defensa y cap­tura. Ahora que la amante de Taguster no podía hacer nada, era cuestión de ocuparse rápidamente del guita­rrista.

Ti interrumpió la conexión del dormitorio y volvió a concentrar su pensamiento en el receptor principal. Ta­guster continuaba en el suelo, apoyado contra la pared en la misma posición, todavía consciente, todavía bal­buceando, tratando de decirle a Ti quién era Margle. ¡Pero el Perro se acercaba amenazador! Ti obser­vó todos los rincones de la habitación intentando locali­zar un arma con qué defenderse.

El Perro atravesó el umbral y se dirigió hacia Ta­guster.

Ti encontró finalmente un objeto. Se trataba de una figura de bronce que representaba a un campesino conduciendo una pequeña mula también de bronce; una baratija tallada a mano que Taguster había traído de un viaje que hizo a México. Elevó este objeto utilizando su poder psi y lo lanzó contra el Perro. La fisura de bronce rebotó en el cuerpo metálico del Perro y cayó al suelo sin haberle hecho el menor daño. El monstruo se dirigió hacia donde se encontraba Taguster con el tubo lanzador de dardos preparado para matarle.

Ti encontró un cenicero y trató de levitarlo para lan­zarlo contra el monstruo, pero no pudo.

Por un momento pensó que el pánico se apoderaba de él y que entonces todo estaría perdido. Pero esto, se dijo Ti, no serviría de nada para salvar a Taguster de la peligrosa situación en que se encontraba. ¡Él era la única esperanza que tenía su pobre amigo! Habían pa­sado ya algunos segundos. Debía actuar rápidamente antes que fuese demasiado tarde. Entonces Ti se acor­dó del revólver que había sobre la mesa, amontonado con los demás lápices. Se trataba de un arma pesada y fea. Tocó psiónicamente la pistola, pero apenas pudo moverla. Hizo un esfuerzo y al final pudo dirigir el ca­ñón en dirección al Perro. Tirar del gatillo fue cosa fácil. El revólver disparó una aguja untada en una sustancia narcótica, pero ésta rebotó en la bestia. ¡No había dado ningún resultado!

Y entonces el Perro disparó sus dardos hacia Tagus­ter. Cuatro veces contra su pecho: ¡zas, zas, zas, zas! El guitarrista recibió los impactos y murió instantánea­mente. Ti sintió como si todas las energías que hasta ese instante había poseído fueran absorbidas por un vampiro eléctrico; pero, de todas formas, no podía dejar escapar al Perro. Dirigió su cámara electrónica hacia todos los rincones de la habitación, tratando de localizar algo menos pesado que pudiera manejar con sus ahora ya limitadas energías. Encontró varias figurillas y bara­tijas y las lanzó contra la máquina asesina, pero sin ningún resultado. El Perro se puso a lanzar dardos ha­cia todos los rincones de la habitación, orientándose por el ruido del lugar de procedencia de los objetos que le tiraba Ti, incapaz de descubrir a su atacante. Luego lanzó una lluvia de dardos contra la cabeza del receptor electrónico y salió de la habitación, y de la casa, ale­jándose.

Durante unos instantes, Ti permaneció en el receptor electrónico de la sala de estar, contemplando el cadáver de Taguster. Estaba muy débil para hacer algo más. Su mente se llenó de recuerdos de su amistad con Taguster, y por ella pasaron escenas y más escenas que iban desa­pareciendo como hojas secas arrastradas por un viento frío de otoño. Finalmente, cuando desaparecieron todos estos recuerdos de su mente, ya no le quedaba otra cosa que hacer que regresar a su casa. Rompió la conexión con el receptor de Taguster y permitió que su mente se reintegrase al sistema Mindlink, dejando que se mezclase con las ondas negras y grises y los casi inaudibles murmullos de los otros miles de usuarios de dicho sistema. Los colores volvieron a aparecer en la pantalla y de nuevo su mente se encontró dentro de su propio cuerpo. Ti se sentó un instante, para recuperar la energía per­dida, y luego utilizó una de sus manos artificiales para quitarse el casco de la cabeza y desconectar la máquina.

¿Y ahora qué?

En circunstancias normales, no se habría hecho aque­lla pregunta, ya que no hubiera perdido tiempo en lla­mar a la policía. ¡Pero fue precisamente un Perro Poli­cía quien había matado a Leonard Taguster! ¡Si las autoridades legales habían conspirado para arrancarle la vida al músico, era una locura ponerse en contacto con la policía para que investigase el crimen! No, tenía que saber algo más de lo ocurrido a su amigo antes de to­mar cualquier decisión. ¿Pero qué podía hacer? ¡Margle! Tenía el nombre del asesino. Se levantó del sillón, atra­vesó la sala de estar, se deslizó por un pasillo de paredes pintadas a rayas y llegó a su biblioteca. Se detuvo ante una pared donde se hallaba una pantalla conectada con el Enterstat, su periódico, la cual tenía el aspecto de un ojo con cataratas. Empujó un botón, el tercer botón ama­rillo de una serie de otros de colores verdes y amarillos. Un panel se deslizó junto a la pantalla, poniendo al des­cubierto el cuadro de mandos de un computador conectado en línea directa con el del Enterstat. Presionó las teclas correspondientes a la palabra M-A-R-G-L-E y bajó la palanca del conmutador donde se leía «Información completa de datos».

Treinta segundos más tarde, una hoja impresa salió del computador, todavía húmeda, y cayó en un depósito de plástico. Esperó un momento para que se secara, y luego la recogió con su mano artificial. La elevó hasta su ojo y leyó su contenido mientras parpadeaba. Klaus Mar­gle estaba relacionado con los Hermanos Oscuros, una organización de los bajos fondos que había estado usur­pando los sacrosantos territorios, en otra época contro­lados por la mafia. También leyó en la hoja que Margle, según se rumoreaba, era el número uno de aquella orga­nización de los Hermanos Oscuros. Desgraciadamente, la información de la computadora no podía confirmarse, pero sí afirmaba rotundamente que Margle medía más de uno ochenta de estatura y pesaba noventa kilos. Sus cabellos eran oscuros, pero sus ojos azules. Tenía una cicatriz de nueve centímetros a lo largo de la mandíbula derecha y, además, le faltaba el dedo pulgar de la mano derecha. Se trataba de un individuo que se inmiscuía en todos los asuntos peligrosos que emprendía la banda. Nunca habría enviado a uno de sus hombres a hacer un trabajo que él hubiera podido llevar a cabo por sí solo. Era un hombre de acción, no un gángster ejecutivo enca­denado a un escritorio de administración. Había estado en relación con Polly London, una estrella de segunda categoría, pero que tenía clase. Por este detalle el En­terstat tenía su biografía. Y aquí acababa la información de la computadora.

Ti dejó de nuevo la hoja en el depósito de plástico y se dirigió pensativo hacia el tablero de mando de la computadora. Esto explica lo del Perro Policía. La gente de los bajos fondos podía cometer toda clase de fecho­rías sobornando a los propios oficiales de policía. Y en algún sitio habían conseguido la ayuda de un Perro Policía. Bueno, ahora ya podía telefonear a la policía e informar del crimen que se había cometido, ya que no estaba involucrada en el asunto. Pero..., ¿podía hacerlo? Su intuición (una cosa que hacía mucho tiempo había aprendido a respetar) le decía que debería averiguar más sobre Klaus Margle antes de poner su no existente pie en un camino bastante peligroso. Marcó el número de teléfono principal del Enterstat, en la pantalla de la compu­tadora, y esperó. La pantalla blanca se iluminó de re­pente y en ella apareció el rostro del editor del Enters­tat, George Creol, mirándole fijamente con unos ojos grandes y tristones.

Hola, jefe, ¿qué ocurre?

Quiero información sobre cierto asunto.

¿Piensa escribir de nuevo, jefe? Realmente, siempre escribió grandes artículos.

Oh, solamente deseo algo que me interesa a mí. Creo que se podría escribir un artículo realmente im­portante.

¿De quién desea información?

De Klaus Margle. Puede ser el jefe de los Hermanos Oscuros. Tuvo relaciones con Polly London. Le falta el pulgar de la mano derecha y tiene una cicatriz en la cara. Esto es todo lo que sé y los datos los obtuve de la computadora. ¿Puede investigar sobre esto?

Seguro, jefe. ¿Cuándo desea la información que me pide? ¿Mañana?

La quiero en una hora.

Pero, jefe...

No deseo que sea muy detallada. No necesito un perfil psicológico o algo parecido. Únicamente los deta­lles básicos. Ponga una docena de investigadores en este asunto; ¡pero quiero la información en una hora!

Es muy difícil.

Lo es.

Haré todo lo que esté en mi mano. Le volveré a telefonear dentro de una hora.

Creol hizo un gesto afirmativo y la pantalla volvió a apagarse.

Ti preparó un whisky fuerte y se dispuso a esperar.

Una hora más tarde la pantalla se volvió a iluminar y Ti contempló el rostro de Creol, que había aparecido en ella.

Ya la tengo, jefe —dijo Creol—. ¡Menudo individuo es el tal Klaus Margle!

Registre los datos.

En el acto, jefe.

Creol colocó los documentos en el dispositivo elec­trónico, hoja por hoja, y luego pulsó el botón de trans­misión. Momentos más tarde, las hojas húmedas iban cayendo en el receptáculo situado en el despacho de Ti, junto a la pared. Ni siquiera se molestó en recogerlas, aunque sus nervios estaban tensos. También Creol se hallaba nervioso e interesado por conocer la reacción de su jefe. Cuando todas las hojas cayeron en el recep­táculo, Ti le dio las gracias al editor, recogió con su mano artificial todos los datos y se dirigió de nuevo a la sala de estar. Se sentó en un sillón debajo de una pantalla luminosa y desconectó los electrodos.

Cuando hubo terminado de leer todo lo que había escrito en las hojas sobre Klaus Margle, no tuvo la me­nor duda que éste era el jefe de los Hermanos Oscu­ros. La lista de los otros gángsters liquidados por orden suya era aterradora. Analizando los crímenes atribuidos a Klaus Margle, Ti llegó a la conclusión que se tra­taba de un criminal que había ido asesinando a todos los que se interponían en su camino para alcanzar la jefa­tura de la organización. Dicha información también le proporcionó otro dato: había hecho muy bien en no lla­mar a la policía. Klaus Margle había sido arrestado en nueve ocasiones, y siempre salió absuelto. Si ello era debido a que disponía de buenos abogados o a que había sabido gastar mucho dinero en falsos testigos, era cosa que carecía de importancia. Lo único que interesaba era que si la policía investigaba todo lo sucedido, Margle volvería a quedar en libertad como había sucedido en otras ocasiones. Entonces se lanzaría a la calle dispuesto a vengarse de un individuo llamado Ti. No, éste no era un asunto como para contárselo a la policía. Por lo me­nos, hasta que tuviesen pruebas definitivas contra Margle. Pruebas que no le permitiesen escapar al peso de la justicia. Sí, no tenía más remedio que llevar él mismo aquel asunto...


Ti se sentó en un sillón Mindlink, desconectó los electrodos y respiró profundamente. Mientras bajaba el casco y se lo ajustaba, se puso a pensar en la situación. ¿Por qué Klaus Margle desearía matar a un guitarrista? ¿Cómo había llegado Taguster a conocer a un gángster? No era el tipo de amistades que solía frecuentar. Había preguntas que necesitaban ser contestadas si realmente quería resolver el caso antes de denunciarlo a las auto­ridades. Pero Taguster estaba muerto y Margle, lógicamente, no hablaría. ¿Adónde le conduciría todo esto? A ningún sitio. De nuevo volvió a conectar los electrodos del aparato y se puso en comunicación con la sala de estar de Taguster. El cuerpo aún se hallaba allí, desde luego, retorcido grotescamente en las últimas agonías de la muerte.

Ti dirigió sus cámaras electrónicas de izquierda a derecha y localizó la puerta del armario que buscaba. Confiaba en que el objeto seguiría en el mismo sitio donde Taguster lo solía guardar. Utilizando su poder psi, con­siguió abrir dicha puerta. Dentro había multicolores lu­ces de alerta, de tonalidades verde, carmesí y ámbar. Desconectó el sistema de alarma y contempló el «mu­ñeco». Se trataba de una perfecta copia del músico excepto que su espalda, lógicamente, no estaba llena de dardos venenosos.

Taguster había construido aquel muñeco electrónico con el fin de poder huir de la adulación de sus admiradores y de las fans. Cuando se hallaba de gira artística, siempre era el androide el que entraba en los hoteles por la puerta principal, mientras Taguster ya había sa­lido por la puerta de servicio. El muñeco electrónico po­día caminar, hablar, pensar y hacer casi todas las cosas que Taguster podía hacer. Su complicado cerebro alber­gaba sus cintas de memoria y sus tipos de reacciones psicológicas. Gracias a esta perfección técnica, el androi­de podía pasar por Taguster incluso en compañía de ami­gos del guitarrista aunque un amigo tan íntimo como Ti sabía distinguir la diferencia.

Utilizando su poder psi, Ti retiró la floreada manta de viaje que ocultaba a la máquina humana. Entonces el androide abrió los ojos, parpadeó y se fijó en Ti. Éste le dijo:

Oye, Sim, ven aquí.

El androide mecánico salió del armario, echó a andar y se detuvo delante del receptor. Por un momento, Ti tuvo la sensación que Taguster había regresado del mundo de los muertos. Era muy desagradable para él darle ahora órdenes a la imagen de su amigo, igual que un rey a un simple aldeano, pero ello era esencial si Ti quería llevar a cabo sus planes.

Sim —le dijo de nuevo.

El androide levantó sus ojos y miró directamente hacia las cámaras.

Sim, hay una mujer joven en la ventana del dormi­torio. Está muerta... Quiero que la traigas y la lleves al taller. Ten mucho cuidado y no salpiques de sangre la alfombra. Anda, ve a buscarla.

Está bien —dijo Sim dirigiéndose hacia el dormi­torio.

Un instante después regresó llevando en sus brazos el cadáver de la mujer. La sangre había dejado de manar y estaba seca en su hermoso vestido. A continuación, el androide atravesó la sala de estar y desapareció.

Ti fue a la cocina y vio cómo el muñeco mecánico se dirigía al taller. No podía ver toda aquella habitación a través de la puerta, ya que en ella no había ningún receptor electrónico.

Vacía la cámara frigorífica —le dijo al androide.

Éste obedeció y se puso a amontonar en el suelo los embutidos, vegetales y platos de carne asada.

Ahora pon el cuerpo dentro.

También lo hizo.

Luego Ti le ordenó que fuese a buscar el cuerpo de Taguster e hiciese lo mismo. Si quería que todos sus planes se cumplieran al pie de la letra, era indispensable que los cuerpos de Taguster y de la mujer se hallasen en buenas condiciones para hacerles una autopsia. De esta forma, dispondría de algunos días para poder atrapar a Margle. En realidad, se trataba de un plan bas­tante extraño, pero era lo único que podía hacer. Cuan­do los dos cadáveres estuvieron dentro de la cámara frigorífica, y una vez que hubo incinerado todos los ali­mentos que contenía, ordenó al androide que borrase toda posible huella del asesinato, fregando la sangre del suelo y de la alfombra y lavando la pared donde Taguster había estado apoyado. Cuando la máquina-hombre hubo terminado, la casa parecía completamente normal, como si nada hubiese ocurrido en ella.

Siéntate ahora y espérame —dijo Ti.

El androide le obedeció.

Ti se incorporó al sistema Mindlink y regresó a su casa. Una vez en ella, se dirigió a la biblioteca, se sentó ante una máquina de escribir y, utilizando sus manos artificiales, se puso a redactar una nueva historia para la primera página de la edición de las cuatro y media de su periódico. Seguramente, Polly London leería el Enterstat para ver si se la mencionaba en el rotativo, y también era bastante seguro que le pasaría la noticia a Klaus Margle. Bueno, eso si Margle no estaba suscrito al Enterstat... Cuando hubo terminado de redactar las ochocientas palabras de su artículo, telefoneó a Creol. Los ojos melancólicos del editor aparecieron primero en la pantalla y luego el resto de su rostro.

Jefe —dijo Creol—, ¿no estaba bastante completo el informe que le proporcioné?

Era excelente, George, excelente. Pero, mire, tengo otro artículo para la edición de las cuatro y media. Quiero que quite el otro, pase lo que pase, y ponga este que le envío con letras grandes de seis centímetros.

Pero...

Sí, ya sé que todo está preparado para lanzar la edición, pero esto es lo que quiero.

De acuerdo, jefe.

Creol cumplió las órdenes de Ti. Unos segundos más tarde, el editor tenía sobre su mesa el artículo de Ti. Creol lo tomó, y lo leyó por encima.

¿Qué título hay que ponerle al artículo, jefe? —le preguntó Creol mientras tomaba un lápiz.

Ah —exclamó Ti—: «Un concertista de guitarra víc­tima de un atentado.»

Pero, ¿no fue asesinado?

Exacto —respondió Ti.

Entonces, permítame que le diga que esto no es un título muy sensacional. Lo ideal sería...

Sí, lo sé —respondió Ti—, pero quiero que este tí­tulo aparezca en la primera página del periódico.

Entonces habrá que cambiarla.

Hágalo.

Usted es el jefe; usted es el que manda.

Así es.

Ti cortó la comunicación. Su corazón latía rápidamen­te. Podía sentir su pulso en el cuello. Regresó de nuevo al aparato electrónico Mindlink y se puso a observar de nuevo el interior de la casa de Taguster. El androide seguía esperando, con las manos apoyadas en su regazo. Ti pensó unos instantes y luego ordenó al androide:

Escucha Sim, quiero que telefonees a la Agencia de Detectives Harvard y contrates a un investigador; el me­jor que tengan. Dile que han intentado quitarte la vida y que deseas saber quién fue. Dile al detective que quie­res verle mañana con el fin de disponer de tiempo para reunir todos los datos posibles que proporcionarle. Dile que una hora buena sería: mañana, a las cuatro de la tarde.

El androide se levantó, buscó el número de teléfono de la agencia de detectives y lo marcó en el sistema elec­trónico de pantalla visual. No sólo llevó a cabo la contra­tación, sino que, además, se informó de lo que costaría por día un detective de primera clase. Luego cortó la comunicación y volvió a sentarse en su silla.

Todo está arreglado —dijo en el mismo tono de voz que Leonard Taguster habría empleado en idénticas cir­cunstancias—. ¿Alguna cosa más?

Por ahora, no. De momento debes quedar inactivo.

Luego, utilizando su poder psi, Ti cubrió con la man­ta de viaje al androide. Los ojos de éste parpadearon y luego los cerró del todo como si estuviera durmiendo.

Ti permaneció a la espera en el receptor Mindlink. A las cuatro y media, el Enterstat difundiría la noticia informando que se había intentado matar a Taguster sin éxito. También diría que había contratado los servicios de la Agencia de Detectives Harvard para investigar el caso. Si Margle oía la noticia o la leía en su periódico, tele­fonearía a dicha agencia, quizá con una oferta para utilizar la razón social de Taguster, diciendo que era un íntimo amigo del mismo. La firma aceptaría, ya que creerían representar verdaderamente al músico. Y Margle pensa­ría que Taguster aún estaba vivo. Lo que Margle haría a continuación constituía una incógnita. No era probable que volviese a enviar al Perro para que acabara la faena que dejó a medio hacer. Margle era un hombre muy astu­to para eso. Y dado que le gustaba hacer las cosas por sí mismo, personalmente, se descubriría. Con esto con­taba Ti. Pero por el momento no quedaba otra cosa que hacer sino esperar...


Lo tenía todo preparado. La cámara cinematográfica estaba situada en su propia casa, exactamente al lado del sistema electrónico Mindlink, dispuesta a ponerse en funcionamiento automáticamente y a registrar en pe­lícula todo lo que sucediese en la casa de Leonard Ta­guster. Ahora solamente faltaba que Margle apareciese.

A las seis y diez, la pantalla empezó a destellar y lanzó un sonido agudo.

Rápidamente, Ti activó al androide. Sus ojos parpa­dearon, luego los abrió desmesuradamente y permaneció de pie, contemplando con toda naturalidad la pantalla electrónica, como si acabase de despertar de una pro­funda siesta. Pulsó un botón para recibir la llamada, y la pantalla se iluminó, aunque no apareció ninguna ima­gen en ella. El androide, no obstante, estaba transmi­tiendo y Klaus Margle —¿quién iba a ser la persona que quería que su rostro no apareciese en la pantalla?— es­taba contemplando al hombre a quien había ordenado destruir.

¿Quién es? —preguntó el androide.

No hubo respuesta.

¿Quién es?

La pantalla quedó a oscuras. Fuese quien fuere, no dijo una sola palabra.

El androide regresó a su silla y observó el aparato electrónico Mindlink. Luego preguntó:

¿Actué correctamente dadas las circunstancias?

Sí, sí, lo hiciste muy bien.

Entonces quizá pueda usted decirme cuáles son esas circunstancias. Comprendería mejor cuál es la situación.

Ti informó al hombre-máquina de todo lo que sabía sobre Taguster y sobre su posible asesino. Cuando ter­minó de hablar, ambos se sentaron y esperaron. Después se hizo de noche y todo quedó a oscuras; encendieron unas luces de baja intensidad que alumbraron la habita­ción con una suave tonalidad rojoanaranjada. A las diez, Ti se recordó que no había comido nada en todo el día y que estaba sediento. Pero no se atrevió a aban­donar el recibidor por temor a que, en ese instante, se presentase el asesino. A las once y cuarto, oyeron el ruido de un intruso...

Se oyó un crujido de madera y un golpe seco, el clá­sico golpe de una puerta o una ventana cuando son for­zadas. El androide se acercó a Ti y escudriñó con su pe­netrante mirada toda la habitación. Luego dijo:

Creo que es en la cocina.

Ti se dirigió a la cocina. Comprobó que efectivamente la puerta de la misma había sido forzada y oyó que algo o alguien golpeaba contra la misma. ¿Un hombro? ¿Aca­so Klaus Margle estaba golpeando con su hombro con el fin de penetrar en la casa? La puerta cedió, el cerrojo se partió y la hoja cayó hacia dentro. Detrás se hallaba el Perro. ¿Cómo era posible que Margle lo hubiese en­viado? Lo lógico era que si el Perro había fallado... Entonces comprendió. Como el Perro había fracasado, Margle lo envió de nuevo para comprobar la causa de su fallo. Ti pensó que fuera podía haber otros hombres dispuestos a entrar en acción en el caso que el Perro volviese a fallar. Pero la confrontación entre un Perro y un androide era muy nivelada. El androide penetró en la cocina. El Perro lo detectó, se puso a contemplarlo fieramente y gruñó como si fuese un perro de verdad. Penetró en la cocina y lanzó media docena de dardos. Los dardos se clavaron en la pseudocarne del androide, pero su veneno no podía hacerle ningún daño a su inhu­mano sistema de cables y tubos: ni siquiera sangró. El Perro se dirigió a la izquierda y lanzó seis nuevos dardos contra el androide. Una vez más, el arma no consiguió matarle.

El androide avanzó hacia el Perro.

Entonces éste alzó sus patas artificiales, rodeó con una de ellas el cuello del androide e intentó estrangu­larlo. Luego, con la otra pata, le golpeó la cara. La nariz de la máquina-hombre se desfiguró, pero no se rompió. El androide puso en funcionamiento sus brazos artificiales y golpeó la pared con los extremos de las patas metálicas del Perro, haciendo chasquear algunos de sus dedos. Luego volvió a repetir la misma operación. Y otra vez, hasta que todos los dedos se rompieron. Las patas quedaron tiradas en el suelo, y aunque sus meca­nismos electrónicos aún podían funcionar, el Perro no oía ya las órdenes de su amo.

Captúralo y destrúyelo —le ordenó Ti al androide.

El androide avanzó en dirección al Perro y lo agarró. Éste intentó alejarse de él, pero no pudo. En vano in­tentó lanzarle dardos venenosos contra su pecho. Lo arrastró por la habitación y lo lanzó contra la pared. Se oyó un ruido seco al chocar contra el muro. Pero el androide no se dio por satisfecho y volvió a lanzarlo va­rias veces contra la pared, hasta que todos los mecanis­mos electrónicos del Perro quedaron destrozados. Luego le desconectó todos los electrodos y rompió sus conexio­nes eléctricas, lanzándolas por el suelo, donde quedaron flotando por encima del sumidero.

Ahora, échalo a la calle —le ordenó Ti.

El androide ejecutó sus órdenes: recogió al Perro, salió a la terraza y, elevándolo en el aire, lo lanzó por encima de la barandilla. Se oyó un ruido seco al caer desde aquella altura sobre el pavimento de la calzada, muchos metros más abajo. El androide volvió a entrar en la casa y se dirigió al recibidor. Había que seguir esperando...

Los minutos pasaban. Transcurrió media hora. Ti em­pezó a arrepentirse de haber sido demasiado enérgico con el Perro. Pensó que se había precipitado y ello ha­bía hecho ahuyentar al verdadero asesino, a Klaus Margle. Pero cuando se disponía a hablar al hombre-máquina, oyó el ruido de unas pisadas en la escalera del patio.

Están subiendo —susurró furiosamente.

El androide asintió con un gesto.

Entonces, Ti, utilizando el sistema Mindlink, regresó a su casa, conectó una cámara electrónica y comenzó a filmar todo lo que ocurría en la cocina. Cuando regresó a casa de Taguster, los gángsters no habían llegado aún.

Lo hicieron dos segundos más tarde, lanzando grana­das lacrimógenas. El humo acre y verde azulado invadió la cocina y, poco a poco, el resto de la casa. Minutos después, tres figuras oscuras aparecieron en la puerta llevando puestas máscaras antigás y portando en sus manos unas armas lanzadoras de flechas muy pequeñas; tan pequeñas que parecían de juguete. Ti dirigió la cá­mara hacia ellos y quedó sorprendido al ver a Margle. Tenía los ojos azules, el cabello negro y una cicatriz en su rostro. Obtuvo un excelente registro de él. Luego filmó a sus dos acompañantes, decidido a obtener una imagen completa de los mismos. No apartó la cámara de sus rostros. Era evidente que los intrusos venían por él. Se fijaron en el androide y creyeron que era Tagus­ter; pensaron que era mejor disparar inmediatamente contra él. Sus armas lanzadoras de dardos retumbaron con estrépito, y su eco resonó en la cocina inundada por los gases lacrimógenos.

Los dardos salieron disparados en dirección al androi­de, pero no le hicieron el menor daño. Éste avanzó ha­cia el trío. Uno de los gángsters localizó el interruptor de la luz y lo hizo girar. Cuando la estancia quedó ilu­minada, los tres individuos vieron que los dardos esta­ban clavados en la pseudocarne del androide, y se dieron cuenta que éste era una máquina y no Taguster. Enfunda­ron sus armas y se dirigieron hacia el androide. Éste empezó a retroceder, pero los tres individuos le golpea­ron, sujetaron los brazos de la máquina-hombre y, metiendo la mano dentro de su cuerpo, lo desactivaron. El androide miró de un lado a otro, parpadeó y finalmente cerró los ojos. Luego se apoyó contra la pared, se deslizó hasta el suelo y allí quedó inerte como un borracho.

Vamos, registren la casa y traten de localizar el sitio —ordenó Margle.

Los dos hombres se pusieron a registrar toda la casa. Margle registró el taller, aunque no la cámara frigorí­fica, y el armario de la cocina. Un minuto o dos después que hubiera terminado, los otros dos hombres regresaron.

No hemos encontrado nada en ningún sitio —dijo uno de ellos meneando la cabeza—. Pero apenas hubo acabado de pronunciar estas palabras, el individuo se fijó en la suave luz de las cámaras del receptor Mindlink y exclamó—: ¡Mire, jefe!

Los tres se acercaron enloquecidos y furiosos al re­ceptor, con los rostros congestionados y mordiéndose los labios. Uno de los hombres levantó su arma para rom­per la lente, pero Margle le sujetó el brazo diciéndole:

¡No!

Pero jefe...

¡Usted! —gritó Margle dirigiéndose al foco de la lente—. Escúcheme bien: puede estar seguro que le atraparemos. Localizaremos el lugar donde se encuentra utilizando los registros de llamadas.

Margle sonrió con burla y apoyó sus dedos contra la lente. Luego sacó su pistola, la tomó por la culata y golpeó el cristal...


Ti se hallaba en su casa, sentado ante su receptor Mindlink. Se quitó el casco, desilusionado, y desconectó la máquina. Margle había roto la lente..., pero no lo había hecho con demasiada rapidez. La cámara había estado registrando lo que pasaba en la casa de Taguster durante todo el tiempo. Ahora que ya había pasado, Ti se dio cuenta de lo tenso que estaba. Trató de relajarse, esforzándose en recordar algunos sistemas de yoga que conocía. Aquello le calmó un poco. Margle podría localizarle si conseguía los servicios de un experto en Mindlink, y no quedaba ninguna duda en que aquella gentuza tendría acceso a tal persona, ya que tiene acceso a todo. Pero incluso a un experto le llevaría varias horas. Y Margle no disponía de tanto tiempo.

Ti desconectó las cámaras cinematográficas del siste­ma y se las llevó a la biblioteca, al rincón destinado a taller fotográfico. Colocó el carrete en el revelador auto­mático, esperó ocho minutos y luego extrajo la película completamente revelada. Estiró un trozo de la misma y la sostuvo entre él y la bombilla que colgaba del techo. Comprobó que aparecía el rostro de Klaus Margle, tan feo como era en realidad, con su cicatriz y todo. Ti ha­bía ganado.

Se dirigió a la pantalla automática y pulsó el número Uno. Un instante después, la pantalla se iluminó y apa­reció en ella el rostro de un sargento de policía sentado ante su mesa.

¿La comisaría? —dijo Ti, mientras sostenía un lápiz en la mano, dispuesto a tomar nota de cualquier infor­mación valiosa, aunque la llamada (como todas las lla­madas a la policía) era registrada por un receptor electrónico.

Esperó unos instantes hasta que le contestaron. Lue­go dijo:

Deseo informar sobre un asesinato.

Por un momento pensó que debería haber sido más cauto.

El rostro del oficial de policía desapareció de la pan­talla, apareciendo en su lugar el de otro agente vestido con su traje de trabajo de color marrón.

Aquí la Brigada de Homicidios —respondió el nue­vo rostro—. Dígame.

Tengo... que informar sobre un asesinato.

Prosiga.

Yo...

Sí, ¿qué ocurre?

Desearía hacer la declaración personalmente. Tengo todas las pruebas.

El sistema electrónico de pantalla es excelente. To­mamos nota de todos los homicidios a través del mismo...

Deseo hacerlo personalmente —insistió Ti. Sabía cuántas molestias se presentaban cuando se utilizaba este sistema. El mismo editor de su periódico, Creol, conocía estos inconvenientes cuando alguien llamaba al Enterstat para hablar con Ti.

Escuche, señor, aún no me ha dicho cuál es su nombre. Lo primero que debe decir el que denuncia un asesinato es su nombre. ¿Cuál es su nombre?

Soy Timothy, del Enterstat.

¿Y desea presentar una denuncia a través de la pantalla electrónica? —dijo el policía enarcando sus cejas.

No.

Le enviaremos a un agente. ¿Está su dirección en la guía telefónica?

Sí.

Estará allí dentro de quince minutos.

Cuando la policía trata con gente adinerada, su com­portamiento es muy distinto de cuando lo hace con gen­te de la clase media o pobre. Ti lo sabía y esto no le agradaba, pero en aquel momento se alegró. Si quería estar seguro que el caso se solucionase, no le quedaba la menor duda del hecho que tenía que intervenir personal­mente. Y como era más fácil para la policía acudir a verle, trató de hacerlo de esta manera.

Quince minutos más tarde, casi en punto, sonó el timbre de la puerta. Pulsó un botón y un sistema elec­trónico entró en funcionamiento dejando abierta la puer­ta. Un hombre delgado, con un fino bigote, penetró en la sala de estar. El sistema electrónico cerró la puerta tras el agente. Durante unos instantes contempló a Ti tratando de dominar su asombro —asombro muy relati­vo, pues en su larga carrera policial había conocido a otros individuos tan extraños como Ti— y se quitó su sombrero de piel.

Soy el agente Modigliani —dijo con palabras escue­tas y comprimidas, en las que cada sílaba sonaba como el disparo seco de un rifle.

Encantado de saludarle, agente. Por favor, entre. Tenga la bondad de sentarse.

El hombre delgado atravesó la sala de estar y se sentó, mientras Ti escogía para hacerlo su propio sillón especial en forma de copa. Luego se quitó los electro­dos del casco.

Se trata de un caso muy extraño.

Quizá pueda usted explicármelo, ¿no cree?

Ti dudó solamente un instante, y luego se lanzó a explicarle al agente toda la historia. Cuando hubo ter­minado, el agente cruzó las manos sobre su regazo y torció la boca como si intentase tocar con sus labios el bigote.

Una historia verdaderamente sorprendente. ¿Y dice usted que dispone de una película?

Sí.

¿Sabe que ha cometido un delito de allanamiento de morada? —respondió el agente.

¿Qué?

Modigliani se levantó, se dirigió a la pared y luego se volvió bruscamente.

Sí, señor. Se trata de un allanamiento de morada. El fotografiar a una persona cuando se halla en la inti­midad de su hogar constituye un delito de allanamiento de morada. En este caso utilizando el sistema Mindlink.

¡Pero es que yo estaba intentando recoger el má­ximo de pruebas posibles para demostrar que se había cometido un asesinato!

Eso es un trabajo que corresponde a la policía. ¿No le parece?

Es que yo sabía —respondió Ti, pulsando un botón para levantarse de su sillón— que Klaus Margle había sido detenido nueve veces y que la policía todavía no había podido probar nada y encerrarle en prisión.

¿Qué quiere decir con eso?

Ti estuvo a punto de retirar lo que había dicho, a pesar de estar seguro de ello, pero pudo sujetar su len­gua el tiempo suficiente para serenarse.

Nada, no he querido decir nada. Pero..., bueno, ¿no le gustaría ver las películas?

Sí, me gustaría verlas.

Ti condujo al agente a la biblioteca, preparó el pro­yector e hizo descender la pantalla de la pared.

¿Le importaría apagar la luz?

Modigliani apagó la luz. Ambos quedaron en la más completa oscuridad.

El proyector se puso a funcionar y, de repente, la pan­talla se llenó de imágenes. Al principio parecía que todo se limitaba a nubes de humo. Pero después, entre esta humareda aparecieron los rostros de tres hombres cu­biertos con máscaras antigás y con los orificios nasales tapados con algo raro. La imagen reflejó en primer lugar el rostro del hombre que iba en cabeza..., ¡y éste era Klaus Margle!

Pero solamente se vio su cara. A medida que avanzaba la película, Ti descubrió su error: había estado tan preo­cupado y ansioso por obtener buenas tomas del rostro de Margle que se olvidó de tomar vistas de todo lo de­más. Había dirigido las cámaras hacia los rostros de los tres individuos, olvidando filmar todo lo que hicieron. Por añadidura, la película no tenía banda sonora. El ros­tro de Klaus Margle dirigiéndose a la cámara al final de la película era, por añadidura, borroso.

La película se acabó.

No es mucho lo que hemos visto, ¿no le parece? —dijo el agente Modigliani.

Ti empezó a protestar, pero el detective le inte­rrumpió:

Realmente no hemos visto muchas cosas. Solamen­te rostros. Podía usted haber filmado a Klaus Margle en cualquier sitio.

Pero los gases lacrimógenos...

Y tampoco le he visto matando a nadie. Sigo cre­yendo que todo esto se reduce a lo que ya le dije antes, es decir, a un delito, por su parte, de allanamiento de morada, de intromisión en la vida privada de una per­sona. En cambio, no he visto nada que sirva de prueba para demostrar que el señor Klaus Margle cometió un asesinato.

Ti se dio cuenta de la futilidad de su argumentación, pero no podía darse por vencido tan pronto. Arguyó, su­plicó, perdió el control de sus nervios y comenzó a citar nombres y más nombres. Nombres que el policía anotó en su agenda y que sólo iban a servirle para futuras in­vestigaciones en otros casos. Al final, Ti le sugirió que podían llamar a casa de Taguster. O bien los receptores estaban rotos, o bien se encontrarían con Klaus Margle y sus gángsters.

O bien no recibimos ninguna respuesta —dijo el policía—, lo cual no nos proporciona ninguna base para llevar a cabo una investigación.

Pero hubo una respuesta. El rostro de Taguster apa­reció en la pantalla electrónica.

Dígame.

Modigliani se volvió y dirigió una mirada a Ti.

No se trata de Taguster, es el androide —dijo Ti.

Se ha presentado una declaración —intervino Mo­digliani— sosteniendo que usted ha sido asesinado.

Taguster se echó a reír. Costaba mucho trabajo creer que se trataba de un androide.

Como pueden comprobar...

¿Le importaría —le preguntó Modigliani— que uti­lizara el sistema Mindlink e inspeccionase sus habitacio­nes en una gama más corta?

Adelante, puede hacerlo —respondió el androide de Taguster confidencialmente.

Muchas gracias —respondió Modigliani, y regresó inmediatamente a la sala de estar donde se hallaba el sistema Mindlink. Utilizando este dispositivo electró­nico de visión a larga distancia, Modigliani inspeccionó la sala de estar de la casa de Taguster, y después los dormitorios, sala de juego, biblioteca, teatro y, finalmen­te, la cocina. Le dio las gracias a Taguster por haberle dejado inspeccionar y se disculpó por las molestias oca­sionadas. Se volvió luego hacia Ti, se quitó el casco, que no le había encajado bien en la cabeza, y dijo:

Nada.

El receptor de la cocina...

Funcionaba perfectamente —respondió el inspector Modigliani—. No sé lo que usted está tratando de demos­trar, señor, pero...

Esos individuos podían haber contratado los ser­vicios de un experto sin escrúpulos para arreglar el re­ceptor.

¿Y qué me dice de Taguster?

No era Taguster, era el androide.

Me permito indicarle que los androides no suelen hacer nada que vaya en contra de sus propietarios. Si el verdadero Leonard Taguster fue asesinado, su androi­de no habría ayudado voluntariamente a los asesinos.

Podían haberlo reestructurado de otra manera.

Para eso hace falta un verdadero experto.

Usted sabe igual que yo que Klaus Margle puede pagar a tales expertos y mantenerlos con la boca ce­rrada...

La aparente estupidez de Modigliani comenzaba a mo­lestar a Timothy hasta el extremo que no podía con­tener su rabia. Estaba tan nervioso que no lograba con­tener los gestos involuntarios de su rostro al no poder controlar su sistema electrónico. Sus manos artificiales iban hacia adelante y hacia atrás como dos animales espantados que buscasen un lugar donde esconderse. Pero entonces Modigliani descubrió su juego:

Señor —dijo a Ti—, debo prevenirle contra la ca­lumnia a una persona. El señor Klaus Margle, el Klaus Margle a quien usted se refiere, no es nada más que propietario de una larga cadena de restaurantes y gara­jes. Se trata de un honrado hombre de negocios y no debe ni puede ser ofendido con tales comentarios...

Agente Modigliani —le interrumpió Ti, elevando la voz, pero tratando de convertirla en hilarante—, usted sabe perfectamente bien...

Le advierto que todo lo que está usted diciendo ha sido registrado en cinta —le respondió Modigliani, abrién­dose el abrigo y mostrándole a Ti un minúsculo aparato de cinta magnetofónica.

Ti calló. No le quedaba la menor duda de lo que pasaba con Modigliani. El hombre había sido comprado. Cuando se enteró que Klaus Margle había sido acusado de asesinato, comprendió lo que tenía que hacer: nada re­lacionado con la Verdad. No tenía ningún interés en in­vestigar el crimen. Sólo le interesaba provocar una si­tuación que acusase a Ti. Y realmente había hecho un buen trabajo en este sentido. Pero Ti se dio cuenta que si dejaba exteriorizar su ira, ésta sería interpreta­da como una prueba más del hecho que no sabía controlar sus nervios.

Creo que lo mejor es que se marche —le respondió Ti haciendo un esfuerzo por contener sus manos arti­ficiales...

Deme la película —le respondió Modigliani, encami­nándose hacia la biblioteca.

Ti corrió tras de él, pero fue demasiado tarde. Cuan­do llegó a la puerta de la biblioteca, el detective ya había sacado la película del proyector y regresaba a la sala.

No tiene usted ningún derecho a quedarse con ella.

Por el contrario, tenemos que analizarla para ave­riguar si ha sido falseada. No sé qué tiene usted en con­tra del señor Margle para llegar a elaborar un plan de descrédito así, pero le aseguro que si esta película ha sido falsificada, nos volveremos a poner en contacto con usted.

El detective se marchó. Ti permaneció en la ventana viendo cómo se alejaba; no le quedaba la menor duda que la película sería destruida en el trayecto com­prendido entre su casa y la comisaría. También estaba convencido que esta acción le proporcionaría a Mo­digliani aquel mes una recompensa por parte de los Her­manos Oscuros.

Ti volvió a su sistema Mindlink y llamó a casa de Taguster. El androide se hallaba allí, leyendo un libro, aparentemente. Le habló como si no supiese que era el androide, y le preguntó cómo iban las cosas. El androide no se molestó en contestarle. Fue de habitación en habi­tación, pero no pudo encontrar nada. Desconectó el sis­tema de visión a distancia y se quitó el casco.

Eran las doce de la mañana. Y Margle estaba dispues­to a seguir su plan...


Había que hacer algo. La policía no iba a servir de nada. No existía la más mínima esperanza de ser ayudado en aquel caso. Estaba completamente seguro que si volvía a llamar a la policía, Modigliani se enteraría en el acto y diría que se trataba de un caso sin fundamento. De modo que tenía que defenderse a sí mismo. Tenía una colección de flechas y dardos con los que se divertía. Recogió tres de estos proyectiles y los llevó al piso de arriba. Llevó también libros a la cocina y colocó uno de ellos entre los volúmenes, de forma que cubriera la puerta hasta la altura de la cintura. Aquello podía servir de gatillo utilizando su poder psi si fuese necesario. Luego recogió los otros dos libros y los sostuvo firmemente en sus dos manos artificiales. Una vez hecho esto, no le quedaba otra cosa que esperar...

Les oyó en el jardín posterior de la casa. No procu­raban evitar el ruido. Seguramente Modigliani les habría dicho que la policía no intervendría y que Ti estaba solo y desarmado. Se situó en la puerta que comunicaba la cocina con el comedor, con los dos brazos artificiales dirigidos hacia la puerta y con su poder psi preparado para poner en acción el proyectil que se encontraba ocul­to entre las hojas del libro. La puerta se movió un poco. Luego algo o alguien golpeó con fuerza contra ella. La hoja se derrumbó hacia dentro, el cerrojo saltó por el aire y un Perro flotó en la habitación.

¡Pero aquel Perro no era el que había sido aplastado y destrozado en casa de Taguster!

Eso significaba que disponía de más de un Perro. Te­niendo en cuenta sus contactos con Modigliani, no resul­taba sorprendente.

¡Pero sus armas no eran buenas! Los dardos eran inofensivos y la bestia podía herirle fácil y mortalmente. Ti regresó al comedor, dejando sus proyectiles y dispo­niéndose a utilizar sus armas artificiales. Esperaba que a su casa acudirían hombres, pero no máquinas. ¿Y aho­ra qué iba a hacer? Oyó al Perro en la cocina, pero no permaneció allí por mucho tiempo. Cuando llegó a la sala de estar, éste se hallaba en el comedor, siguiéndole los pasos.

Ti sintió pánico al verle, recordando la garganta abier­ta de su amigo músico y el cuerpo ensangrentado de su amante mientras trataba de huir por la ventana inten­tando salvarse de aquel demonio. El mismo demonio que ahora le seguía los pasos. Pero pudo controlar su pánico, pensando que la muerte únicamente era la que podía quitárselo del todo.

El Perro entró en la sala de estar y olfateó su pre­sencia. Lo observó con sus diminutas cámaras, tratando de averiguar si era su presa...

La mente de Ti se puso a funcionar alocadamente tra­tando de encontrar una salida. La casa, la inmensa casa que para él era una especie de matriz estaba equipada con los objetos más lujosos, pero carecía de una salida para huir de la muerte. Por otra parte, la casa estaría rodeada probablemente por Margle y sus hombres; era inútil salir huyendo por cualquiera de las puertas. En­tonces Ti se acordó de la bodega sobre cuyas ruinas había construido su casa, aquellas doce habitaciones que habían servido de depósito de municiones durante la Guerra de la Revolución. Si al menos lograse refugiarse allí, podría huir por alguno de los innumerables boque­tes y esconderse en algún lugar de la montaña.

El Perro le disparó tres dardos.

Ti no lo dudó un instante y echó a correr en direc­ción al sótano, bajando las escaleras casi sin tocarlas. Atravesó la habitación Tri-D con sus tres pantallas blan­cas del tamaño de una pared y cerró la puerta tras él. Se trataba de una puerta muy pesada, una de aquellas puertas macizas que utilizaron los que construyeron el sótano antes que la casa fuese edificada sobre sus ruinas. Al Perro le costaría bastante derribar aquella puerta.

Ti se dirigió a lo largo de la pared izquierda hacia los sótanos. Se ensanchaban en este punto, constituyendo una serie de cuevas fortificadas. Desde aquellas cuevas podía salirse a la ladera de la montaña a través de un buen número de accesos. Alcanzó el fondo de la habitación y utilizó sus manos artificiales para quitar un panel semirredondo allí existente. Una vez lo hubo conseguido, se halló ante una fría y espantosa oscuridad: los sótanos de Tory.

Detrás de él, Ti oía cómo el Perro golpeaba fuerte­mente la puerta que acababa de cerrar.

Ti no podía agacharse para pasar bajo las visas, de­bido a los numerosos aparatos electrónicos que llevaba, pero al fin lo consiguió y penetró en el sótano. Una vez dentro, volvió a poner los electrodos en su posición nor­mal y se incorporó. Luego, volvió a colocar el panel tal como estaba anteriormente Con ello podía confundir al Perro durante algunos minutos, pero aquella estrata­gema no serviría para engañarle definitivamente. No ha­bía duda alguna a que éste iría tras él.

A través de la hendidura, oyó cómo el Perro trataba de forzar la puerta.

Ti avanzó lentamente a lo largo del oscuro sótano. Después de algunos minutos, pudo distinguir mesas ro­tas, sillas destruidas por el fuego, y unas cuantas cajas que en otros tiempos sirvieron para almacenar las mu­niciones, pero que ahora estaban vacías y apartadas de los muros, cubiertas por una capa de lodo. Se dirigió al segundo sótano.

El panel que Ti había repuesto cayó derrumbado y una luz iluminó las tinieblas que envolvían a nuestro hombre. El Perro corría tras él.

Se dirigió hacia el tercer sótano, corriendo todo lo rápidamente que podía. Se dio un gran golpe en el hom­bro al caer, pero se levantó y siguió su carrera.

El Perro corría más aprisa.

Cuando llegó a la entrada del quinto sótano, se en­contró con que no tenía salida alguna, ya que las rocas que habían caído del techo obstruyeron la única que allí había. Si dispusiese de una hora, o por lo menos de media, podría ir despejando aquellas rocas para abrirse un agujero y huir por allí. Pero el Perro le pisaba los talones, aunque la respiración que notaba se debía al calor de la maquinaria.

Ti se volvió hacia su perseguidor. Venía corriendo a la altura del tercer sótano, y removía a su paso un montón de cascotes allí acumulados. El Perro le disparó tres dardos. Fit-fit-fit.

Ti se echó a un lado cuando se dio cuenta de sus intenciones. Los dardos se estrellaron contra el muro que se hallaba detrás de él. Entonces Ti, utilizando sus aparatos electrónicos, lanzó un rayo por donde debía pasar el Perro, alcanzándolo. Pero ello no hizo más que detener por un momento el avance de su perseguidor. El Perro encajó el golpe, se revolcó sobre el suelo, pero pronto se recuperó y se acercó más a Ti, disparándole otros tres dardos.

Ninguno de los tres alcanzó su blanco.

Ti se sorprendió, pues no había hecho ningún gesto para evitarlo, y los Perros tenían fama de no errar sus tiros.

El Perro volvió a lanzar tres dardos más.

Los tres volvieron a fallar el blanco.

Entonces Ti se dio cuenta de lo que ocurría. Él apar­taba los dardos utilizando su poder psi. La segunda vez, pudo comprobarlo con más certeza. Se levantó, de es­paldas a la puerta más cercana al sótano cinco, y es­peró a que el Perro disparase de nuevo. Y una vez más los dardos se apartaron del blanco, es decir, del cuerpo de Ti. Durante los siguientes minutos, Ti desvió otras dos docenas de dardos, hasta que el Perro se dio cuenta que sus armas no servían de nada para conseguir su objetivo. El Perro se detuvo y lo contempló a una docena de pasos, calculando qué podía hacer para des­truir a Ti. De repente, dirigió rápidamente las patas hacia su cuello...

Ti reaccionó en seguida, pues, de lo contrario, ha­bría sido estrangulado. Ti utilizó también sus manos artificiales. El Perro hizo lo mismo. Los dedos metálicos de ambos chocaron en el aire. Aumentó la potencia de sus manos en un intento de romper los dedos al Perro.

Pero éste pareció tener ideas similares. De modo que los cuatro miembros se entrelazaron en el aire, empu­jándose el uno al otro. Una vez lograba uno avanzar unos centímetros, para luego volver a perderlos retrocediendo. Finalmente se igualaron las fuerzas y Ti y el Perro permanecieron inmóviles apretados el uno contra el otro. De repente, las cuatro manos quedaron destro­zadas por el esfuerzo, cayendo al suelo como pajarillos de metal. Ahora, tanto el cazador como el cazado se hallaban carentes de manos.

Pero, de pronto, Ti se dio cuenta de algo verdadera­mente extraño: ambos estaban desprovistos de manos y, sin embargo, Ti era capaz de detener los dardos del Perro. Se dirigió a la zona hacia donde disparaba el Perro. Aquella noche acababa de descubrir otra aplica­ción de su poder. Ti pensó que la necesidad siempre despertaba su destreza. Recordó que hacía mucho tiem­po había sido necesario sufrir un hambre muy intensa para hacer levitar una cuchara. Y ahora había sido una necesidad el controlar los dardos. Entonces se dio cuen­ta que podía influenciar pequeños objetos incluso si se desplazaban a grandes velocidades, de la misma for­ma que había podido hacer levitar la cuchara.

Ti se dirigió a la zona donde caían los dardos. El Perro había dejado de seguirle, pero chocó a propósito contra los rayos cruzados como si su mente hubiese estado en sus manos y como si una pérdida de habi­lidad le hubiera obligado a perder todo interés en sus propósitos. Ti subió las escaleras y entró de nuevo en el salón de la casa. Oyó pisadas en la cocina: Margle y sus hombres acudían para comprobar si el Perro ha­bía cumplido su misión, y para averiguar por qué había tardado tanto. «Bueno —pensó Ti—, estoy preparado para enfrentarme a ellos.» O al menos así lo creyó. Se concentró en su poder psi hasta que su mente se sintió reavivada con el mismo. Acto seguido, se dirigió hacia la sala de estar justamente en el momento en que los Hermanos Oscuros penetraban en ella portando sus armas.

Su Perro ha quedado inutilizado —les dijo, llaman­do su atención.

El hombre que se encontraba a la izquierda de Mar­gle apuntó su arma y disparó. Ti apartó los dardos, todos menos uno. Aquél lo volvió a dirigir contra el hombre que le había disparado. El dardo se clavó en su pecho y el veneno se extendió por la sangre del indi­viduo. Éste se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo.

Vuélvase de espaldas, Margle —dijo Ti—. Si lo hace, no le mataré.

Pero Margle y el otro gángster se hallaban ocultos detrás de un sofá. No estaban dispuestos a ponerse de pie y obedecer la orden de Ti simplemente porque éste hubiese matado a su compinche por pura casualidad. Dada la oscuridad reinante, consideraron la proeza de Ti como un tiro afortunado y nada más. No podían ver que ya no tenía manos.

Está usted loco —dijo Margle—. Es un loco desde el momento en que se metió en este asunto.

¿Por qué mató usted a Taguster?

¿Por qué tendría que decírselo?

Aparentemente, no podían verle en la oscuridad. Pero los gángsters estaban al acecho esperando localizarle por el sonido de su voz y disparar contra él, o tal vez espe­raban a que se moviera y así poder acertar en el blanco.

O ustedes me matan a mí o yo les mato a ustedes. Por lo tanto, el contestarme no cambiará las cosas. ¿No les parece?

Pertenecía al PBT.

¿Drogas?

Se las proporcionábamos.

Pero, ¿por qué tenían que matarle? ¿Qué motivos había para hacerlo? —insistió Ti.

Margle hizo un gesto como si estuviera agotado y no se preocupara ya de él. Pero Ti se dio cuenta y es­taba al acecho de cualquier movimiento que hiciera. Evidentemente, Margle podía lanzarle una lluvia de sus dardos mortíferos aunque no conseguirían alcanzarle.

Me estaba costando ya demasiado dinero —respon­dió Margle—. Decidió obtener información de nuestro negocio. Con ello esperaba proporcionar esta informa­ción al Gobierno y conseguir a cambio una licencia legal. De esta forma podría obtener sus drogas gratuitamente. Pero no tomó precauciones y entonces sospechamos de él. Registramos su casa cuando se hallaba ausente y descubrimos que teníamos razón en nuestras sospechas. Tenía información más que suficiente para buscarnos un lío.

No creo que eso les preocupase demasiado, pues ustedes sobornan a las autoridades —respondió Ti.

Sí, pero a las autoridades locales, no a las federa­les. ¿Cree usted que es posible sobornar a un delegado oficial del Departamento UN? ¿Cree usted que se puede jugar con los funcionarios del Departamento de Narcó­ticos? No, eso es imposible.

Por eso decidieron matarle.

Exactamente. Yo asesiné a Taguster. O mejor dicho, un Perro lo hizo. Por cierto que usted fue muy listo en este asunto. Nos estuvo molestando durante bas­tante tiempo. Pero el haber llamado a la policía fue un error por su parte, una verdadera estupidez. Gracias a este fallo tan ilógico, nos fue posible solucionar más fácilmente las cosas.

Ti ya sabía ahora lo que ocurrió. Demasiado bien. Ahora comprendía por qué Taguster, el hombre que to­caba con sus virtuosos dedos aquel instrumento musical tan antiguo, había sido asesinado. Era la última pieza del rompecabezas que había comenzado a componer por la mañana y que ahora, veinticuatro horas después, ha­bía terminado.

¿Cómo es que el Perro no consiguió matarle a usted? —le preguntó Margle, ansioso por satisfacer su curio­sidad.

Porque yo tenía más manos que él —respondió Ti—. Tengo una mano extra.

¿Cómo es posible?

Había llegado el momento. Ti se dirigió hacía el diván.

Ellos se dieron cuenta y dispararon contra él.

Ti desvió todos los dardos.

Acto seguido, se ocultó detrás del diván. Se hallaba a mayor altura que ellos, pero ambos gángsters perma­necieron de pie disparando contra él. Ti desvió todos los dardos, excepto dos cuya trayectoria invirtió dirigiéndo­los contra los dos individuos. A Margle le alcanzó el dardo en la mejilla, y al otro en el cuello. Ambos se do­blaron sobre sí, igual que su otro compañero anterior­mente liquidado por Ti, y se llevaron las manos al pe­cho. Sus corazones dejaron de latir bruscamente y am­bos cayeron sobre la alfombra.

Ti se volvió de espaldas, pues no deseaba ver aque­llos cadáveres. Flotó a través de la oscura habitación y se dirigió a la biblioteca. Allí encontró un lápiz y es­tuvo cierto tiempo tratando de hacerlo levitar y llevarlo hacia la pantalla electrónica mediante su poder psi. Mar­có el número de la casa de Creol.

Pasaron algunos minutos antes que la pantalla se iluminase y apareciera en la misma el rostro adormi­lado de Creol.

¡Jefe!

Tengo una noticia muy importante, George.

Creol consultó su reloj y dijo:

¿A las tres y media de la madrugada?

Sí. Quiero que me traigas a un equipo compuesto de un fotógrafo y tres periodistas para que hagan un reportaje y tomen unas cuantas fotografías.

¿Dónde se encuentra usted, jefe?

En mi casa.

¿Y desea que vayamos ahora?

Sí.

¿Cuál es la noticia, jefe?

Puedes titularla de esta forma: «El propietario del periódico Enterstat víctima de un atentado.»

¿No cree usted que antes debería llamar a la po­licía?

La policía puede esperar, muchacho. De todas for­mas, creo que voy a conseguir un excelente artículo para nuestro periódico con todo esto.

Ti cortó la comunicación y se dirigió de nuevo a su aparato electrónico Mindlink. Lo puso en comunicación con la casa de Taguster y observó al androide. Estaba leyendo un libro cuando Ti lo desactivó. Leonard Ta­guster estaba muerto.