jueves, 13 de enero de 2022

BUMBARBUM Avram Davidson

 

BUMBARBUM

Avram Davidson


A lo largo de la estrecha calzada, señalada de trecho en trecho por mojones de piedras blanqueadas, iba un joven con expresión de curiosidad y paso mesurado, y algo en su escarcela dejaba gotear un líquido rojo. El paisaje presentaba jardines y prados cercados, y árboles cargados de frutos. El balido de los corderos se oía débilmente. La boca ―bastante ancha― del joven se contrajo un poco al reflexionar en qué podía producir una tierra como aquélla… y al preguntarse quién sería su dueño.

Al doblar un recodo se halló ante una casita de madera. Un anciano que atisbaba desde la puerta con ojos llorosos profirió una exclamación de sobresalto al ver quién era aquel cuyos pasos en el camino le habían arrancado de su cama. Y sus piernas delgadas estaban temblando.

—La Fortuna te favorezca, señor —dijo el joven, mostrando sus manos vacías—. Busco la oportunidad de hallar un lugar donde hacer fuego para asar un par de liebres que la diosa me ha enviado como desayuno.

El viejo sacudió la cabeza y su corta barba.

—Las liebres, jovencito, no deben asarse sobre el fuego solamente. Hay que guisarlas en una buena cazuela con zanahorias, cebollas, un ajo y una hoja de laurel, cuando menos.

Con un suspiro y una sonrisa, tras encogerse de hombros, el joven repuso:

—Hablas con la misma agudeza y sabiduría que mi padre, que (no he de ocultarte nada) es el Gran Señor de la Herencia de la Tierra de Qanaras, un territorio no desprovisto por completo del favor de la fortuna, aunque no sea ya el poderoso reino que fue antes del Gran Cambio de Genes. Y mi nombre es Mallian, hijo de Labio Leporino.

El anciano asintió y tragó saliva con dificultad.

—Este lugar, por el cual te permito ir y venir a voluntad, es pobre en todo menos en cazuelas, fuego y plantas aromáticas. Este lugar es mío, se llama Roñan, y a mí me llaman asimismo Roñan. Oh, sí, tengo otro nombre; pero debido a mi edad y falta de salud perdonarás que no lo pronuncie, y menos aún que pueda oírlo alguien mal dispuesto, que lo pueda utilizar para arrojar sobre mí una maldición.

»Bien, un poco más allá se halla el pozo donde podrás llenar la marmita. Bien, bien… ¿Y quién ignora… hum… el pasado y la fama actual de la Tierra de Qanaras, ese país diligente y digno en el que indudablemente florece la maestría de una medicina geográfica, la medicina del arte y la destreza manual, y asimismo la medicina de la magia y otras artes curativas? Vaya, vaya… Agua, jovencito. Las liebres ya están muertas y no necesitan ser ahogadas.

El guiso de las liebres resultó sabroso y dulce, y Roñan mojó unos mendrugos en la salsa, diciendo que aquello le serviría de almuerzo.

—¡Ah, ah! —exclamó el viejo, eructando de placer—. ¡Cuan mejores son las liebres en la cazuela, con zanahorias, que estar entre ellas por los campos! Bien, ¿qué te trae por aquí, mi joven amigo —inquirió, en tanto hurgaba sus dientes para extraer una brizna de carne—, a este pequeño enclave que es esta Sección, a la que no puede denominarse apropiadamente territorio, y bajo la protección benéfica de ellos, los Reyes de los Enanos? ¿Eh, qué? Hum… hum…

Hizo girar sus ojos glaucos hacia su invitado, y luego de pronto, los apartó. Mallian lanzó una exclamación y se llevó una mano hacia su escarcela, gesto que no escapó a la mirada penetrante del viejo Roñan, con toda su tonta pantomima.

—¡Debí comprenderlo! —gruñó Mallian, juntando sus espesas cejas—. Esos mojones de piedras encaladas… Son señales de los Bandidos, ¿verdad?

El anciano hizo girar sus ojos y meneó la cabeza tristemente.

—De nada sirve emplear expresiones peyorativas, jovencito. Nosotros no les llamamos bandidos, oh, no. ¡Les llamamos los Reyes de los Enanos! —parpadeó, y le cayó una lágrima—. Y les estamos agradecidos por su benevolencia, oh, sí… —curvó las comisuras de su vieja boca en una expresión burlona—. Permitimos que los Enanos nos llamen humorísticamente “Alfileres”. ¿Pero “bandidos”? Hum, hum… No, señor, no hay que emplear esa palabra.

Siguió rezongando respecto a los Enanos y su lealtad, mientras su rostro componía toda clase de muecas y visajes que se burlaban de sus propias palabras. De pronto se oyó a lo lejos un rumor confuso y distante, al que siguió un completo silencio por parte del viejo, que abrió mucho su fea boca.

Hasta haber salido a la luz del día no oyeron cómo el rumor se resolvía en una serie de gritos y aullidos, en un continuo zumbido. El viejo Roñan empezó a temblar y a murmurar; permanecía casi pegado a su visitante, como si hubiera observado que éste poseía unas manos y unos hombros muy grandes, y que era joven y extremadamente fuerte.

—La Fortuna no permita que haya tropas extranjeras en esta Sección —musitó—. No hay que permitir ningún ultraje, pues yo pago mis impuestos y levas, pese a ser un simple Alfiler. Sube a aquella colina, jovencito, y mira cuál es la causa de este alboroto… sin exponerte indebidamente, aunque desees verlo todo.

Mallian fue hacia la loma, a la que subió por entre fragantes acacias y los sumac reptilianos y espinosos; al llegar a la cumbre atisbo por entre la maleza y pudo distinguir toda la tierra, compuesta por campos vallados y herbazales.

Pero más cerca, en el camino, distinguió algo sin precedentes, por lo que se quedó boquiabierto y se tironeó de los últimos pelos de su barba partida, gruñendo de asombro. Dio media vuelta, y haciendo bocina con las manos, gritó:

—¡Sube!

Giró de nuevo para espiar, sin prestar atención a los jadeos y silbidos del anciano.

Desde la escondida curva de otra colina, y por lo que Mallian pensó era la famosa Calzada Ancha que conducía a través de todas las Marismas Erst, venía una procesión que recordaba en cierto modo a los grupos de peregrinos o a tribus diezmadas huyendo del hambre, la peste o el saqueo: hombres, mujeres y niños vestidos con harapos ―los que los tenían―, unos a pie, otros montados, aunque casi todos atados a una cosa inmensa y tubular, como un cañón concebido por una imaginación desenfrenada, que corría encima de unas gigantescas ruedas de metal, cuyos ejes y bordes eran tan gruesos como un hombre… Algunos llevaban arnés y andaban muy agachados, con el fin de tirar con mayor fuerza; otros remaban con enormes remos colocados entre los ejes de las ruedas, con el fin de hacerlas girar, o empujaban las ruedas por los bordes, o el cuerpo mismo de la enorme máquina… Otros aún empujaban con la espalda.

La tremenda máquina rodaba, chirriaba, gruñía y seguía rodando, y de vez en cuando la multitud chillaba, gritaba, aullaba, y el viento enviaba su hedor al rostro de Mallian.

—En nombre de la Fortuna, ¿qué es esto? —preguntó al viejo Roñan, alargando un brazo para ayudarle a izarse en la cumbre.

El viejo miró hacia abajo y gimió, apretándose sus demacradas mejillas con las manos.

—¿Qué es esto? —repitió Mallian, sacudiéndole.

Roñan abrió los brazos.

¡Juggernaut! —exclamó—. ¡Juggernaut! ¡Bumbarbum!

El viejo Roñan estaba sumamente asustado, y lo único que podía hacer era volver a su casita y soltar la paloma cuya llegada a la jaula oportuna no sólo informaría al Rey Enano local de que algo malo pasaba en su reino, sino que también le daría una idea aproximada del lugar donde el mal ocurría. Pero el anciano se negó a ejecutar esta tarea él solo, y no soltó la mano de Mallian hasta que hubieron regresado a la casita y soltado la paloma.

—Por favor, quédate conmigo, jovencito —suplicó, con el rostro bañado en lágrimas—. Al menos hasta que lleguen los Guardias Seccionales y lo solucionen todo.

Pero la última cosa que Mallian deseaba era una entrevista con un guardia fronterizo de los Bandidos. Se puso en pie y sacudió la cabeza.

—Quédate, quédate, por favor. Tengo pollos ahumados, cerveza negra y blanca, miel y frutos secos —dijo, enumerando los atractivos de su vivienda.

Pero se vio interrumpido de una forma que nunca había sospechado: Mallian enseñó los dientes con una sonrisa que separó ligeramente su barba castaña.

—Bien, bien… No está mal todo eso para quien ha pregonado antes su pobreza y casi me obliga a envidiar a los habitantes de esta Sección. Y como recompensa por haberte acompañado de nuevo hasta tu casa, sin hablar del trabajo que me he tomado al subir a la colina para espiar desde allí en favor tuyo, llena rápidamente mi escarcela con todos los pollos ahumados que quepan. Luego, podrás llenar también los huecos sobrantes con tus frutos secos. No, no, ni una palabra más. Soy demasiado modesto para apreciar los cumplidos que podrías dirigirme con el fin de solicitar mi presencia aquí. Tal vez podrás convencerme de que acepte un frasco lleno de cerveza negra, y la miel la guardarás hasta mejor ocasión.

»La Fortuna te favorezca, señor Roñan… Ah, otro favor podemos aún hacernos mutuamente. Tú no necesitas comunicar a tus Enanos mi presencia o paso por aquí; a mi vez, yo no les informaré, a menos que me detengan, claro está, hum…, hum…, de tus traidoras muecas y las repeticiones de la palabra “bandido”. Que el sol brille sobre ti, y anule la sombra del Juggernaut Bumbarbum.

Y riendo fuertemente, dejó al anciano como lo había encontrado ―lloroso y alarmado― y continuó su camino. Volvía hacia la colina cuando se acordó que no había formulado su pregunta. Frunció el ceño y se retorció las guías del bigote pensando en una posible vuelta a casa de Roñan, pero finalmente se decidió en contra.

—Un hombre tan anciano no puede disponer de ninguna medicina —murmuró—. Y menos aún saber nada de un asunto tan importante. Pero recordaré sus palabras sobre la máquina de vapor que bombea y seca la Marisma Erst, ya que si no se trata de una simple fantasía del viejo… ¡y hay que ver cómo se tragó media liebre!…, esta medicina puede significar la presencia de más. Hum, hum…, ya veremos.

El camino estaba surcado por las enormes rodadas dejadas por el cañón. En medio de montones de basura yacía un hombre que había interpuesto sin querer su cuello entre una rueda y la tierra, y un niño que gemía y miró suplicante a Mallian, aunque no intentó dar un solo paso. El hombre y el niño eran tan iguales como la forma de sus bocas, con un pelo rubio tan pálido o tan blanco como el de la Gente de la Luna; igualmente pálidos los ojos, muy pequeños, y la misma expresión de idiotismo en sus bocas. Un padre idiota y un hijo idiota, fue la impresión de Mallian. Y tras preguntarse cómo se habrían unido a la muchedumbre del cañón, prosiguió su camino.


El día era caluroso y la cerveza no tardó en agotarse. Mallian iba a beber por última vez, cuando oyó un rumor en el camino y miró rápidamente en busca de refugio. Pero la tierra era lisa en la longitud de muchos brazos a cada lado de la calzada.

—¡Maldición! —murmuró, llevando una mano al cinto en busca de su honda y las piedras.

De pronto, pensó que podía esconderse detrás de un álamo y echó a correr rápidamente. Divisó una zanja detrás del árbol y se arrojó dentro; se irguió un poco y con el rumor de cascos que llegaban por la senda, distinguió al mismo tiempo las monturas.

Eran dos caballitos de grueso vientre, pertenecientes a los Bandidos, descripción que igual podía aplicarse a los dos jinetes enanos cuyas cortas piernas se ajustaban a los flancos de los caballos. Cabezas grandes, espaldas anchas, barbas que hubieran llegado hasta el ombligo, pero que ahora ondeaban al viento; rostros ni hoscos ni alarmados, aunque sí tensos y decididos. Los Bandidos iban al galope. A la espalda llevaban las vainas de sus espadas, muy al alcance de la mano. No miraban a los lados ni hablaban, y al cabo de un instante habían desaparecido.

La encrucijada, cuando llegó a ella, hervía de gente.

—¡Se lo han llevado todo! ¡Todo lo que había comestible en mi casa! —chillaba una mujer, señalando los estantes vacíos a través de la puerta abierta.

—¿Llevado? —gritó otra—. Yo no aguardé a que se lo llevasen… ¡Les entregué toda la comida que tenía!

—Bien hecho, muy prudente —aprobó un hombre., secándose de la frente un sudor procedente más de la agitación que del calor reinante—. La comida puede comprarse, incluso crece y pasta… Es decir, la comida puede reemplazarse. Pero ¿cómo reemplazar la destrucción que causarían los Custodios del Bumbarbum si disparasen una sola vez? ¡Seguro que destruirían casas y personas sin distinción!

Un cuarto individuo, probablemente alguien de importancia en la comunidad por su aspecto y modales, añadió con tono sobrio, al tiempo que se palmoteaba la pechera de su túnica:

—Todo eso es cierto, pero como lo que se halla amenazado es toda la comunidad y la propiedad de esta Sección, no debe ser tratado individualmente. Por suerte, como hemos visto, nuestros protectores han sido alertados. Ya han pasado dos de sus guardias que, sin duda, están llegando a una solución con la Dotación del Cañón. También es una suerte —continuó mirando a su alrededor y consiguiendo la aprobación de los presentes— que las exigencias de la Dotación del Bumbarbum sean tan modestas…, buscando sólo comida, y no mujeres, poder o dominación, ¿no? Hum… Pues, ¿quién podría resistirse ante esa tremenda y destructora máquina?

Alguien musitó que todo iría mejor si las exigencias de la Dotación no se limitasen a la comida, sino que incluyesen también agua, jabón y una muda al menos. Ante estas palabras sonaron varias carcajadas. El magnate, no obstante, apretó los labios y su expresión fue de claro desacuerdo.

—Eso no es digno —desaprobó—. La gente educada sabe que las costumbres difieren entre pueblos distintos, y nosotros no debemos ofender a la Dotación del Bumbarbum con comentarios jocosos. Por mi parte, mientras se retiren de esta Sección, no me importa que se bañen o no. Hum…

Se vio claramente que había hablado en nombre de la mayoría, y la gente empezó a dispersarse lentamente para ocuparse de sus asuntos, confiando en que los agentes de los Enanos tratarían en su nombre un caso que tanto les preocupaba y amenazaba. Mallian se aproximó al magnate y le saludó, a lo que el otro correspondió con un gesto de leve sorpresa y condescendencia.

—¿Adonde y de dónde viene, joven extranjero? —inquirió—. ¿Y por qué?

—Ah, señor —suspiró Mal—, tus preguntas no sólo resumen la cuestión, sino que has puesto el dedo en la llaga. De dónde, tiene fácil respuesta: de la tierra de Qanaras, un territorio afligido y de gentes perplejas. En cuanto a dónde, aún no lo sé. Sólo puedo responder que voy vagando en busca de una medicina que me dé una respuesta. Y finalmente, comprendo que ya has entendido el porqué. Mas antes de hablar de esto, me gustaría preguntarte respecto a un asunto actual. Sé paciente con mi ignorancia y dime qué es Bumbarbum o Juggernaut, como he oído que se llama también, y quiénes forman su Dotación.

El semblante del magnate reflejó un conflicto entre la adulación de los cumplidos de Mal y la inquietud por la perspectiva de verse envuelto en problemas. Mas la reunión de algunos ociosos que buscaban una diversión gratis le decidió.

—Los asuntos importantes —murmuró, con tono solemne y levantando la barbilla de modo que se retrajesen sus papadas— no pueden discutirse donde la gente pueda reírse de un inofensivo visitante. Ven conmigo, joven, y no tengas escrúpulos en apartarme ligeramente de mis muchos e importantes asuntos para informarte.

Y mientras caminaban lentamente por la aldea, le explicó que Bumbarbum era una máquina o aparato de gran tamaño y potencia, fundado en los principios de una medicina sólo conocida por la Dotación. Podía lanzar grandes balas a enormes distancias, acompañadas ―o así decían― de fuegos mortales e infernales, y terribles estruendos. De dónde lo habían sacado, o por qué y quién había construido la máquina, era algo que sólo sabía la Dotación y, naturalmente, no lo revelarían.

—Basta con saber que ellos poseen el secreto de esta medicina y que llevan la máquina adonde van, dependiendo para su sustento de la buena voluntad de los pueblos que atraviesan, sin tener que ofrecer una exhibición de su poder, que resultaría penosa en extremo. Así, joven, he contestado a tu pregunta.

»En cuanto a tus problemas… Hum, hum… Lamento mucho que mis deberes cívicos y comerciales no me permitan escucharlos. Y muy a pesar mío, me contentaré con decirte que ninguna nación bajo la protección benéfica de los Reyes de los Enanos puede estar afligida o perpleja. Y ahora, ¡ay!, debo dejarte. ¡Que la Fortuna te favorezca!

Se alejó rápidamente hacia una morada cuyos olores de cocina indicaban que al menos un hogar tenía aún bastante comida para aplacar la cólera de la Dotación del Bumbarbum.

—Que el sol brille sobre ti —respondió Mal, tristemente, ya que se había enterado de muy poco; en realidad, eran cosas que ya había deducido por sí mismo.

Mas al reflexionar sobre los posibles usos del Bumbarbum se le ocurrió que en el mismo se hallaba una respuesta a su pregunta, aunque no en la forma que anteriormente había pensado.

Dejó la aldea a sus espaldas y continuó andando por la célebre Calzada Ancha, viendo en la misma las huellas del paso de los caballos de los Enanos, y las rodadas dejadas por el enorme Bumbarbum. Sonrió y apretó el paso.


La situación en la frontera era quizá más frágil que tensa. De modo que, preocupados con sus asuntos, no observaron la aproximación de Mallian. El joven oyó una babel de voces roncas desde lejos y divisó el inmenso hocico de Bumbarbum elevado por detrás de un pequeño altozano. A cada lado del camino se veían los mojones que indicaban el dominio de los Enanos, y más allá otro símbolo consistente en dos largos ejes de madera pintados de rojo. Los extremos estaban clavados en el suelo, y los postes inclinados hasta cruzarse brevemente. La vista de los dos Enanos le obligó a detenerse un momento y a considerar la posibilidad de esconderse… Mas iban a pie, con los caballos trabados a cierta distancia, y su territorio llegaba allí a su final, aunque Mallian no sabía qué podían significar los dos maderos rojos como símbolo del nuevo territorio.

Tampoco había visto nunca unos hombres como los que estaban conversando con los Bandidos. No llevaban calzones, camisa y túnica, tan comunes en todas partes, sino unas prendas muy ajustadas, que se prolongaban en una especie de caperuza o gorro sobre la cabeza, con una especie de orejas simuladas. Sobre las ingles llevaban un pedazo de tela. Dichas prendas no eran de aspecto tosco como la lana ni tenían, según le pareció, la textura del lino, sino que mostraban una atractiva suavidad, con cierto brillo y resplandor, y ondulaban apenas se movía un músculo.

—Oh, nosotros estamos inmensamente agradecidos a los Reyes de los Enanos —decía uno, en un tono que indicaba muy poca gratitud.

Los rayos del sol se filtraban a través de las ramas de los árboles, haciendo destellar los emblemas bordados en las túnicas de los Enanos.

—Les estamos muy agradecidos —el hombre mostró más expresividad en el saludo que en su cara— por enviarnos esos huéspedes tan deseables. ¡Oh, muy buenos huéspedes, sí!

Un segundo individuo añadió, con la mirada triste y los ojos bajos:

—Nuestro afecto no tardará en llegar a vosotros, de parte de nuestros Amos; no temáis.

—Se marcharán, ya os lo hemos dicho —repuso uno de los Enanos, encogiéndose de hombros―. Y ¿quién puede retener lo que se aleja? Además, ¿quién puede discutir con Bumbarbum?

El otro Enano, al oír o quizá al presentir la proximidad de alguien detrás de él, miró hacia atrás y vio a Mal. Cogió a su camarada por el brazo y le hizo dar media vuelta.

—Oye, Rafflin, ¿te acuerdas de ese tipo?

Rafflin frunció las cejas agusanadas y asintió.

—Oh, sí… Sí, y creo, Gorlin, que es el mismo con quien ya hablamos. ¡Alto, joven, en nombre de los Reyes!

—Os equivocáis —respondió Mal, dando un leve rodeo—. Un caso de identificación errónea. Además, el nombre de vuestros Reyes nada significa para mí, pues jamás fui su siervo, y finalmente…

—¡Alto! ¡Alto!

—Finalmente —continuó Mallian, llegando a la altura de los extranjeros— no estoy en este instante ni en vuestra Sección ni en vuestro Territorio, ¡Por tanto, os desafío, Bandidos y granujas!

Y les miró con desprecio, separando mucho las piernas.

Los Enanos gruñeron su rabia y simultáneamente echaron mano a sus espadas, avanzando con sus torcidas piernas; mas los guardias del otro lado de la frontera dieron unos pasos al frente y les contemplaron con gran hostilidad. Los Enanos se detuvieron.

—De acuerdo —murmuró Rafflin, al cabo—. No invocaremos la doctrina de la persecución. Pero puedes estar seguro, Alfiler —lanzó el adjetivo al rostro inmóvil de Mallian—, puedes estar seguro, lo mismo que vosotros, Alfileres también, que nos quejaremos contra vosotros por haber dado albergue a un maligno, un enemigo, un rufián, un fugitivo, un ladrón y un ofensor de nuestros Reyes, sus Coronas y sus Cetros; y exigiremos y obtendremos sin duda su devolución.

Mallian les sacó la lengua y separó aún más las piernas.

—Exigidlo, pues —les soltó otro de los guardias—. De este modo, obtendréis su devolución… y con la suya, la devolución de Bumbarbum y su Dotación.

Los Enanos no contestaron y se marcharon en busca de sus caballos. Uno de ellos, no obstante, dio media vuelta y blandió el índice hacia Mal.

—En cuanto a ti, bribón —declaró rotundamente—, si estuvieras instruido en la medicina de la historia, comprenderías, o sabrías, que la forma corporal original de los Enanos es la de toda la humanidad. Nosotros sólo experimentamos lástima por los que descendéis de aquellos mal formados y dolientes que provienen del Gran Cambio de Genes.

Dio otra media vuelta y ambos callaron. Los caballejos emprendieron un trote regular, acabando por ser en el camino sólo dos motas de polvo danzando bajo los rayos del sol.

Mallian volvió la cabeza y vio que los extranjeros le miraban inexpresivamente. Llevó la mano al pecho y sacó de la bolsa la carta de declaraciones. Luego la entregó… al aire, ya que nadie hizo el gesto de cogerla.

—¿Nadie desea examinar el pase que me entregaron en mi territorio natal, o mejor en su gobierno? —preguntó con perplejidad.

—Nadie quiere saber nada —bostezó uno, meneando la cabeza—. Esas ceremonias están sólo reservadas para propósitos oficiales, no para meros proletarios o profugitivos.

Picado por tanta indiferencia, Mallian exclamó que él precisamente había llegado hasta allí con tales propósitos oficiales. Los extranjeros sonrieron con cierto desdén.

—Estas pretensiones son por el momento y en las actuales circunstancias, bastante divertidas —replicaron—. Pero no servirán de nada, bárbaro; no servirán de nada. Los que llegan con propósitos oficiales a esta tierra del Estado Elver, del cual somos la defensa externa e interna, lo hacen con pompa apropiada. Ellos, por un lado, visten con telas vistosas, como todos nosotros… Hum… hum… Por otro lado, montan caballos de pelo sedoso, adornados con muchos bordados y sedas, lo mismo que todo su cortejo, que es numeroso. Y, finalmente, vienen con multitud de donativos, cuya distribución realizan los miembros de nuestra guardia.

Mallian bajó la mirada y se mordió los labios.

—Sin embargo —declaró—, a mí me han otorgado esta carta de declaraciones para que se me ceda el paso, y el hecho de que no hayáis intentado siquiera detenerme, no justifica que no queráis leerla. Y como no quiero que os molestéis leyéndola, lo haré yo mismo. A veces me han felicitado por mi buena voz de lector, y no dudo que los gallardos guardias de Elver querrán hacer lo mismo; además, así sabréis cuál es el propósito de mi viaje, y con ello tal vez conmueva vuestros cerebros para que busquéis entre sus recuerdos el de una medicina que pueda albergar luz y esperanza.

Procedió entonces a leer el pase, o carta de declaraciones, como ya había hecho con los pseudomorfos y la Gente de la Luna.

—Ah, bien —exclamó uno, sorbiendo por la nariz—. Es interesante y atrayente como el problema de cualquier barbudo, y aunque no dudo que las medicinas de nuestros Amos contienen una respuesta, no es más que la mota de una mosca en comparación con nuestro problema. Tras esto, hemos de movernos y considerar alguna acción que, con toda seguridad, se nos exigirá adoptar.

Echaron a andar, pero de pronto se detuvieron de nuevo para reflexionar. Mallian iba con ellos. Más abajo había habido, evidentemente, una casa, situada estratégicamente en vista de los intentos de la Dotación del Bumbarbum de pasar con su potente arma por el camino de más arriba. Había desaparecido del camino y las señales de su desaparición las había tragado la lisera, y antes de descansar, había aplastado concienzudamente la casa, cuyos fragmentos se hallaban desmañadamente transformados en fogatas. Los arneses colgaban vacíos, y las riendas yacían olvidadas en tierra. La Dotación descansaba o comía. Y, según se podía ver, se dedicaba a otras ocupaciones.

—¡Escandaloso! —exclamó Mallian—. ¡Atroz!

—Lo mismo podríamos escandalizarnos ante unos gatos o unos perros —dijo uno de los guardias de Elver, encogiéndose de hombros.

—¡Pero los perros y los gatos no son humanos! —protestó Mallian.

—¿Lo son ésos? —preguntó el guardia de Elver, levantando desdeñosamente el labio superior.

Sin prestar gran atención a esta respuesta, Mal permitió que su cerebro reflexionase sobre cierta idea que se le había ocurrido poco antes. Cautelosamente, empezó a sacar a relucir el asunto.

—Me siento tan abrumado por vuestra amabilidad al ofrecerme refugio contra esos Enanos —expresó—, que apenas puedo daros las gracias de manera adecuada. Pero…

—De nada, de nada —murmuró el Elver, rascándose el codo. De pronto, como si se diera cuenta de lo que hacía, retrocedió de la lisera con una maldición, frunciendo el ceño—. ¡Que el tétanos caiga sobre esos malditos cerdos! Deben de tener pulgas tan grandes como ratones… o peor. Me marcho a hervir agua y escaldar mi cuerpo y mis ropas.

—Bien hecho, Naccanath —murmuró otro de los guardias de Elver—. Y cuando te pregunten cómo procediste para librar al Estado de esta terrible amenaza, contesta: “Me bañé”.

Vacilante, Naccanath murmuró algo y continuó rascándose. Mallian volvió a hablar en el silencio reinante.

—Bien, ahora que puedo respirar libremente, a salvo de la persecución de los Bandidos, y conozco no sólo que soy libre, sino también la prudencia de los que…

Entre la Dotación de abajo estalló una riña, que pronto quedó zanjada.

—Ah… sólo lo ha aporreado —exclamó un guardia de Elver— Creí que se lo comería; no me habría sorprendido en absoluto.

—¿Qué necesidad tienen de comerse unos a otros, cuando todo el mundo les proporciona comida y caza? —comentó otro con desdén en la voz, oliendo una flor para contrarrestar la peste procedente de más abajo—. En realidad —su rostro se iluminó más—, ¿no sería ésta una posible solución? A saber: entregarles simplemente una ración de vituallas, privándoles del incentivo de abandonar su posición actual. Convertirlos en ciudadanos nuestros y tenerlos bajo vigilancia, sin que constituyesen ya una amenaza ni un posible peligro…

Tras reflexionar unos instantes, los demás sacudieron la cabeza.

—Se reproducen, Durraneth —explicó otro—, a tal velocidad que pronto nos arruinarían. Además, la experiencia demuestra que los nómadas no se nacionalizan.

Todos suspiraron, se mordieron los labios y sus desdichados suspiros hicieron ondular de maravillosa manera sus ricas telas, aunque Mallian apenas reparó en ello.

—De los que con su tolerancia indudablemente me han salvado la vida… —continuó Mallian, resueltamente… y algo más alto.

Los guardias de Elver se volvieron, prestando más atención a sus palabras.

—¿Qué quieres decir, profugitivo? —preguntó el llamado Durraneth, con una frialdad en su tono que sólo cabía esperar de un individuo cuya proposición ya había sido rechazada.

Apenas había concluido cuando apareció una cabeza por encima de la lisera, de rostro vacuo y sucio, mirándoles con la boca abierta, cuando ellos retrocedieron con molesta precaución.

—¿Capi? —preguntó—. ¿Capi Mog?

Le distrajo un grito de más abajo, de modo que dio media vuelta, soltó la piedra a la que se agarraba, resbaló y no reapareció.

—Lo que quiero decir, gallardos guardias de Elver, es esto: deseo hacer una consulta a cambio de la cual ofrezco un servicio. Deseo consultaros si podría inquirir de vuestros Amos dónde hay una medicina que solucione los problemas de mi tierra de Qanaras, y a cambio os libraré para siempre, a vosotros y a vuestro Estado de Elver, de Bumbarbum y su Dotación.

La sombra verdosa se tornó azul, cuando un arrendajo pasó persiguiendo a chillidos a otro por entre los árboles. Los guardias examinaron atentamente al joven.

—Bien —observó Naccanath—, creo que este acuerdo sería beneficioso para todos y sin detrimento para nadie. Sin embargo, me siento inclinado a preguntar, no por suspicacia, hum…, sino por curiosidad e interés, ¿cómo te propones lograrlo?

Los dedos de Mallian acariciaron la punta derecha y luego la izquierda de su corta barba, sonriendo desdeñosamente.

—Revelar esto antes de firmar el acuerdo sería incumplir las tradiciones de todo negocio. Digo esto, no por suspicacia, hum, hum…, sino porque me educaron tradicionalmente y no deseo echar ninguna mancha sobre mi crianza, apartándome un solo ápice de lo establecido.

Al cabo de otra pausa, Durraneth dijo, frunciendo el ceño:

—¿Sería poco tradicional que indicases por qué ruta intentas irte, junto con ellos, y cuál sería tu destino?

Mallian dijo que no lo sería. La lógica indicaba la marcha por la ruta más corta ―y no la que conducía a la Sección dominada por los Reyes de los Enanos―, fuera del Estado de Elver, y para demostrar su buena voluntad en el asunto se fiaría del consejo de los guardias sobre la mejor ruta a seguir ―junto con un mapa, tal vez―; y en cuanto a su destino… Hum…, hum… Bien.

—De hecho, soy un montañés, y también un solitario. No obstante, en mis antecedentes no hay nada de eremita; admiro también la proximidad de buenas tierras bajas y de ciudades agradables, a las que se puede descender convenientemente para comprar mercancías con el producto de los montes. Y por tanto…

Durraneth se aclaró la garganta y miró de soslayo a sus compañeros.

—Y por tanto, dime si te he comprendido debidamente, Mallian, hijo de Labio Leporino…, y por tanto, tú deseas información respecto a un lugar fuera del Estado de Elver, situado sobre una montaña que mire hacia tierras bajas y ciudades agradables, o tal vez una sola ciudad. ¿Es así?

Mal admitió francamente que aquella conjetura era correcta.

—Al menos, una buena ciudad —murmuró—, aunque serían preferibles dos o tres.


El Cuerpo de Guardia tenía un aspecto sumamente aseado que Mallian, en comparación con el familiar desorden de Qanaras y la opulencia de los Enanos, halló un poco fría. Había muchos aparatos curiosos e interesantes, lo mismo que toda una estantería repleta de libros, cosa que le impresionó en sumo grado.

—Donde hay muchos libros hay mucha medicina… —citó con reverencia.

Los guardias de Elver asintieron a estas palabras y empezaron a extender sobre la mesa varios mapas, hablando en voz baja entre sí, sin pensar en que era ya mediodía y hora de comer, falta de atención por parte suya que sólo podía motejarse de descortés. Por tanto, Mallian no se recató de dedicarse a sus pollos ahumados y a las frutas secas de su escarcela, previamente llenada por Roñan.

—Atiende a esto, profugitivo —le llamó Naccanath.

Pero el joven replicó que no temía que la gente de Elver le maldijese mediante alguna medicina ignorada. Él era Mallian, hijo de Labio Leporino, Alto Señor de la Herencia del Territorio de Qanaras, y añadió:

—Por el momento, sólo como.

Enarcó las cejas y empezó a masticar.


Todas las provisiones de la Dotación se habían agotado, y ahora estaban sentados o tendidos, roncando, rascándose o simplemente mirando en torno, cuando Mal se les acercó. Estaba casi entre ellos antes de que levantasen la vista. Y se hallaba a su lado antes de que alguno pensara que tal vez no fuese aquel su lugar. Pero cuando empezó a dar una vuelta en torno a la enorme máquina, empezaron a sentirse preocupados. La vista de Bumbarbum desde cerca resultó para Mal lo bastante interesante como para desterrar cualquier otro pensamiento por la proximidad de su Dotación. El mismo rostro de idiotismo repetido casi hasta la saciedad, el mismo cabello cano y los mismos ojos azules y vacuos, ¿qué significaba todo ello?

Aquella subdesarrollada Dotación que custodiaba la máquina no podía haberla creado. Jamás habría podido ajustar aquellas inmensas ruedas de madera, reforzadas con hierro y con rebordes de llantas anchas. No habría podido hallar jamás aquel tubo gigantesco, ni haberlo fundido, con las figuras de bestias y monstruos grabadas en él; jamás habrían logrado idear aquel cañón en forma de rostro barbudo con labios fruncidos, como silbando, ni el rostro más adornado y amedrentador con que terminaba el otro extremo del tubo, con la boca distendida en un grito enorme…, una boca ahora callada, aunque amenazase con algo más que con el silencio.

La Dotación callaba. Su trastorno parecía más el de un gallinero que el de un hormiguero, corriendo y chillando; de pronto, tres se arrojaron sobre Mallian, aunque con aspecto alarmado. Resultaba evidente que había sido cosa accidental.

Mientras corrían alrededor suyo, gritaban y aullaban algo que en los oídos poco adiestrados de Mallian se resolvió en la misma palabra, sin el menor significado, que ya había oído antes proferida por uno de ellos, no como una pregunta, sino como un llamamiento de auxilio.

¡Capi Mog! ¡Capi Mog! ¡Capi Mog!

Mientras tanto, Mal continuó con su paseo y su examen. La enorme máquina estaba equipada con grandes cajas, todas cerradas. Iba a inspeccionarlo todo más atentamente cuando alguien chilló muy cerca y, en el mismo instante, algo le golpeó entre los omóplatos. Mallian dio un paso al lado antes de girar sobre sí mismo, y la vista de su rostro fue un perfecto disuasorio para el que evidentemente había tirado la piedra y ahora bailaba una especie de danza colérica con otro pedrusco en la mano. Tenía los brazos tremendamente largos y muy gruesos; el pecho y el tronco parecían un barril; no había cuello visible y el ancho rostro estaba iluminado por el furor.

—¡Fuera de aquí! —gritó, aunque con más cautela que en su primer chillido—. ¡Fuera! ¡Fuera! ¡No lo toques! ¡Te matará! ¡Te cortará la garganta!

Los otros de la Dotación, hombres y mujeres, haciendo acopio de valor a la vista de su defensor, empezaron a reunirse detrás del joven, apretando los puños.

—¡Te cortará la garganta! ¡Fuera! ¡No lo toques…! ¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum!

Los demás aprobaban esos sentimientos, y al instante empezaron a gritar la palabra que era para ellos más familiar:

—¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum!

Mallian no se movió, dejándoles aullar, pensando que ya se cansarían. Para ellos era ya un objeto familiar, y como vieron que no se movía ni hablaba, pronto les cansó y, uno a uno, según creyó ver Mallian, se fueron dejando vencer por cierta emoción, demasiado débil para ser asombro, perplejidad o algo semejante. No sabían por qué estaban allí y por qué gritaban tanto. Y así, primero de uno en uno, y después en grupo, dejaron de gritar y se apartaron.

No les imitó el primero, el que había arrojado la piedra contra Mallian. No era más inteligente que los demás, pero tampoco era más idiota. Sabía que Mal no tenía nada que hacer junto a la enorme máquina y estaba decidido a apartarle de allí. Sin hacer caso de la defección de sus compañeros, dio un paso al frente, se afianzó los caídos calzones y amenazó con las manos.

—Te lo he dicho: ¡fuera! —chilló—. ¡Ponte debajo y te matará! ¡Vete!

—¿Quién eres tú? —indagó Mal.

El rostro del hombre expresó su enorme extrañeza. Evidentemente, nunca había oído semejante pregunta, por lo que le produjo un asombro inmenso comprender que su identidad no era universalmente conocida.

—¿Quién soy yo? —repitió al cabo de un momento—. ¡Soy Capi Mog! ¡Mog! ¡Mog! ¡Capi Mog! ¡Capi de Bumbarbum y su Dotación! Yo soy…

Mallian permitió que su semblante registrase cierta mezcla de comprensión, asombro, impresionabilidad y desprecio.

—¡Oh, eres el capitán Mog!

El capitán asintió con un gruñido, se acarició el estómago, y se mostró muy contento con el efecto causado.

—Soy el capitán Mog —afirmó—, el que…

—Perdón, señor; perdón, capitán. —Mallian se inclinó y enseñó las palmas de sus manos—. Ignoraba que…

El hombre asintió y casi sonrió, llegando a emitir un gruñido de contento, como una risita, sumamente grotesco. Miró de lado a lado y se secó la boca con el dorso de su peluda mano. De pronto, Mallian dio un salto hacia delante y le pegó una patada a un lado de la cabeza, haciéndole caer como un árbol tronchado.

Algunos de la Dotación observaron lo acontecido y su detención en seco hizo que otros cesaran también en sus paseos. Pronto formaron todos un círculo en torno a los dos contendientes, aunque sin intención de intervenir. Algunos gruñeron y hasta chillaron contra Mallian, enseñando los dientes y escupiendo. Uno o dos llegaron a buscar un arma, mas lo que inmediatamente captaron sus miradas fue una hogaza de pan, y en el mismo instante estuvieron enzarzados en una discusión idiota para proseguir con su audaz gesto de buscar un arma.

Mog yacía de costado, con los ojos abiertos, el ceño fruncido. De pronto, rodó sobre sus codos y miró a Mallian y a los componentes de la Dotación. Se humedeció los labios.

—¡Te cortará la garganta! —repitió, sin pasión verdadera—. ¡Te matará! ¡Vete! —Miró en torno suyo, como deseando que sus palabras tuviesen confirmación, pero no vio más que a sus boquiabiertos seguidores y la gran máquina. Entonces, volvió los brazos hacia ella—. ¡Bumbarbum! —gritó como un aviso—. ¡Bumbarbum! ¡Haz tu maldito y ensordecedor ruido! ¡Déjale muerto!

Sus pálidas pupilas vieron con alivio que Mal, convencido aparentemente por tal amenaza, había empezado a alejarse, y el capitán retrocedió un poco para dejarle pasar. Pero Mal repitió el salto y volvió a patearle. Esta vez el capitán estuvo en tierra mucho más tiempo, y cuando se incorporó ya no se dirigió a Mal. Se llevó las manos a la cintura, echó atrás la cabeza y chilló. Las palabras en sí no tenían ningún significado para el joven, pero su efecto fue inmediato. La Dotación dejó su lugar y corrió hacia la máquina, cada cual a punto de empujarla.

Mog respiró hondamente y gritó:

—¡Adelante ya…!

Todos se inclinaron, hundiendo los pies en el suelo, y gimieron.

—¡Bumbarbum! —chillaban.

—¡Bumbarbum!

La madera quedó levantada.

—¡Bumbarbum!

Los calzos fueron apartados.

—¡Bum…bar…bum!

La poderosa máquina tembló y se movió. Las enormes ruedas giraron, dejando caer tierra y hierbas. Giraron. Giraron lentamente. Pero giraron.

Bumbarbum empezó a avanzar.


—Puede ordenar que se detengan, capitán Mog —murmuró Mal.

El otro le miró.

—¿Detenerse? ¿Aquí?

La expresión de Mog mostraba inseguridad. Mal apuntó con el gesto. Luego movió ligeramente los pies, como disponiéndose a saltar. Mog se agachó, gritó y se cubrió la cabeza con las manos. Retrocedió apresuradamente. Las ruedas del cañón dejaron de girar y la Dotación soltó los arneses, tumbándose todos en tierra, como perros.

El guardia Naccanath preguntó, acercándose con sus compañeros:

—No te propondrás dejarlos aquí, ¿verdad?

—No por más tiempo del necesario para concertar nuestro trato. Vosotros tenéis que darme una información… o mejor dos, y también un mapa.

Los finos labios de Naccanath se entreabrieron en su rostro bien afeitado. Desenrolló algo que llevaba en las manos.

—Entonces escucha, Mallian, hijo de Labio Leporino, Alto Señor de la Herencia de Qanaras. Este es un mapa dibujado sobre lino, y nosotros hemos señalado con rojo algunos lugares útiles para ti. Aquí está nuestro Cuerpo de Guardia fronterizo. Luego, este camino. Sigue la dirección de mi dedo. Este camino se bifurca aquí, aquí y aquí…

»El ramal derecho conduce a nuestra capital, donde con toda seguridad nuestros Amos podrán responder a tu pregunta, mas no vayas hacia allá, pues has de seguir el ramal de la izquierda, que lleva, como está bien claro, al Gran Repecho y a todo el territorio Nor. Fíjate cómo hemos señalado, asimismo, varias montañas; algunas contemplan a menos de una legua las tierras bajas, y al menos dos ciudades prósperas.

Mallian frunció los labios reflexionando, asintió, siguió las líneas indicadas con sus peludos dedos, tan distintos del suave índice de Naccanath, el cual, interrogado respecto a los productos que producía la tierra de Nor, y cómo era su gente, respondió que aquel territorio producía muchos y buenos cerdos, pellejos y caballos, así como cereales y madera, si bien la gente era de carácter más bien huraño.

—Aunque no dudo que estarán dispuestos a negociar contigo —concluyó.

—Ni yo —asintió Mallian, complacido. Alargó la mano pidiendo el mapa, pero no se lo entregaron—. Vamos, vamos, señor de Elver —continuó, en son de reproche—, no creerás que mi cerebro se ha aprendido ya de memoria este plano, ¿verdad? Y a menos que nos quedemos aquí más tiempo, ni yo ni mis nuevos compañeros podríamos estar seguros de saber salir del Estado de Elver tan de prisa como quisiéramos.

Naccanath enrolló el mapa y lo introdujo dentro de un tubo de cuero.

—Podéis estar seguros de ello —objetó—, porque tanto yo como Durraneth os acompañaremos hasta el Repecho. Lo contrario sería poco hospitalario.

Mallian se aclaró la garganta y evitó la mirada del otro.

—Me siento abrumado por tanta cortesía, mas siendo así… ¡Capi Mog! ¡Adelante!

Tomó asiento con gran solemnidad sobre las cajas fijadas a la máquina, y ya en marcha la procesión se distrajo abriendo algunas cajas. En una encontró unos puñados de una sustancia triturada, y en la otra sólo un libro ajado. Encogiéndose de hombros, empezó a volver sus polvorientas páginas, leyéndolo. De pronto echó una mirada preñada de sospechas sobre la pareja de guardias de Elver. Mas los dos, absortos aparentemente en sus propios pensamientos, no se fijaron en él, y continuaron cabalgando en silencio, montados en sus flacos caballos.

Mallian gruñó y volvió una hoja.


El boticario de la primera población por la que pasaron levantó las manos al cielo cuando entró Mallian.

—No tengo provisiones para vosotros —murmuró temblando, aunque con voz petulante—. Al no tener esposa ni criada, como en los figones. Además, las melazas y los confites de mis estanterías son tremendamente amargos, aunque una cantidad bien medida jamás hace daño, cuando uno es de disposición estreñida. Mas, ¿qué puede a él importarle esto? —añadió, como para sí, en voz más baja—. No sólo lo sé yo, sino cualquiera, que todos esos cañoneros son gente cerrada, como perros, en virtud de no haber criado ni engendrado fuera de su raza durante generaciones. Sin embargo, poseen la medicina del estruendo mortal, y esto me obliga a preguntar dulcemente: ¿qué deseáis, señor?

—Dieciséis medidas y media de carbón triturado… —contestó Mallian—, para empezar… Medidas grandes, las más grandes que tengas.

El boticario dejó caer el labio inferior.

—Hum, hum… Esto bastaría para echar todos los vientos de los estómagos de un pequeño ejército, aunque con toda seguridad es un ejército pequeño el que… —La nuez de su garganta subió y bajó súbitamente en un ataque de terror—. ¡Oh, Amo, no prestéis atención a mis comentarios! —suplicó—. Ya comprendo la falsedad de mis conjeturas. Carbón, dieciseis medidas y media… ¡Inmediatamente, Amo, inmediatamente!

Trabajó afanosamente entre un barril y unas balanzas, mirando de vez en cuando a Mallian con temor y asombro. Por fin, preguntó:

—¿Qué más pedisteis, Amo? ¿Dijisteis catorce medidas y media de azufre? Oh, esto me encanta, pero debo declarar que el azufre no goza del favor actual para las fumigaciones. Hoy día prefieren el asafétida como ingrediente para arrojar los demonios y miasmas, así como… ¡Hum! Observa cómo me arrepiento de haberte hecho esta observación. Azufre…

La tercera sustancia también le causó gran inquietud, y se mordió los labios y frunció el ceño.

—Nitro nevoso, mi Amo… Perdona el pobre entendimiento de mi cerebro y la pobreza de mi tienda, mas… ¡Alto! Me abjuro a mí mismo, Amo y Señor. El nombre de nitro nevoso es otro nombre dado a lo que denominan piedra salina o salitre, ¿verdad? Dentro de un momento lo miraré en mi léxico… Ah, sí, sí… Mi conjetura fue correcta. Sesenta y nueve grandes medidas de salitre, más correctamente llamado nitro nevoso… Caramba, esto agotará mis reservas, mas no importa. Las salazones tendrán que aguardar un poco a tener escabeches. No conozco el uso ni los preparativos de este trío de carbón, azufre y salitre. ¿Debo triturarlo todo en mi mortero?

—Oh, no —se apresuró a decir Mallian—. Esto es… Hum… Esto merece un poco de reflexión.

Se tironeó de la barbilla y contempló por debajo de sus espesas cejas al boticario, un hombrecillo bajo y flaco, de edad indefinida. Había cosas que él estaba acostumbrado a hacer y que en cambio Mallian jamás había hecho; además, había dicho una frase que el joven deseaba volver a oír más despacio. Y cuanto más la consideraba, más le gustaba esta idea. Al fin se aclaró la garganta y habló:

—Señor boticario, ¿podría venderse rápidamente, con cierto beneficio, vuestra tienda?

El boticario miró hacia fuera con ojos temerosos. Luego, acercó más sus resecos labios a las orejas, tostadas por el sol, de Mallian.

—En el Estado de Elver no se puede vender ninguna tienda con beneficio —susurró—. Los cobradores de impuestos pululan como bestias de rapiña. ¿Por qué lo preguntas? Ni siquiera hay tienda alguna que dé beneficios. ¿Por qué, Amo mío, lo preguntas? ¿Qué es para ti, Amo, un comercio fijo? Tú pasas, Amo, con tu gigante máquina del trueno, te provees de vituallas y sigues hasta otra población. No necesitas revisar ni beneficios, ni reservas ni ventas… Ni impuestos. Entonces, ¿por qué lo preguntas?

La tienda ofrecía un buen aspecto, aunque las estanterías no estaban muy surtidas. Mallian había tenido suerte al conseguir los artículos que necesitaba.

—La Compañía Libre de Cañoneros… —calló al observar la mirada de incomprensión del boticario—. Bueno, Bumbarbum…

—Oh, sí, Amo, Bumbarbum…

—La Compañía Libre de Cañoneros necesita los servicios de un hombre letrado y responsable, versado en la medicina de la historia y, naturalmente, en farmacia. Y yo me pregunto…

El boticario ejecutó una genuflexión y besó las manos y las rodillas de Mallian. Luego cerró la tienda y depositó las llaves en casa del cirujano local. Aquella noche, mientras la Dotación dormía y roncaba, y los guardias de Elver acampaban desdeñosamente aparte con las cabezas apoyadas en las sillas de montar, él y el boticario conversaron largo y tendido, y en voz baja, delante de un fuego medio apagado, en tanto las indiferentes estrellas palpitaban en el cielo.

—No —dijo el boticario, cuyo nombre era Zembac Pix—. No, Amo y Señor, no he estudiado especialmente esta materia. Durante toda mi vida, Bumbarbum, o Juggernaut, ha sido sólo una palabra. Con ella asustaban las madres a los niños traviesos. En las crónicas se hallan referencias a Bumbarbum. Pero nadie sabe cuándo apareció. Ni quién lo inventó. Yo era muy joven cuando lo vi por primera vez; la mayoría huyó en busca de comida, mas yo me acerqué cuanto pude. Por esto, creo que nadie, aparte de mí, se fijó en que su tropa apenas era un poco más inteligente que los idiotas.

»Mog no era el capitán entonces. No sé cómo se llamaba, pues ha pasado mucho tiempo y mi mente está llena de recetas y recibos de impuestos. Bien, hum, hum… No, aquel capitán no era tan idiota. Creo, incluso, que era más inteligente que éste. Digamos que era subnormal. Y se marcharon. No sé cómo. Antes de ésta, los he visto dos veces más. Y he oído hablar de ellos más de dos veces. Una cosa se dice en su favor: que, al revés que otros bandidos armados, jamás raptan ni violan ninguna mujer. Tampoco aceptan ni secuestran jóvenes reclutas.

»No comprendo claramente el motivo de su idiotismo. Pero el resultado está claro: desde quién sabe cuánto tiempo, no han recibido genes recientes, nuevos, frescos. Y todos los fallos y flaquezas que poseían entre sí se han multiplicado, elevado al cuadrado, al cubo, para emplear la lengua de la medicina llamada matemáticas. Así, sólo conservan sus costumbres idiotas, que se transmiten entre sí. Igualmente idiota es el resto del mundo que les teme y les entrega comida. No sé qué antigüedad tendrá el libro que has encontrado… tal vez un siglo, me atrevo a decir. Y no trata sólo del cañón, ni de la medicina sola, ni del gran ruido o la destrucción que produce… No… Sino de esas tres sustancias, mezcladas, humedecidas, secas, trituradas y espolvoreadas. ¡Por todo mi ser, que no es poco lo que has descubierto!

Mallian escupió en el fuego. Luego alargó el brazo en la obscuridad y gentilmente cogió a Zembac Pix por el cuello.

—Tienes que recordar aquel pronombre —murmuró, sintiendo la nuez de la garganta bajando y subiendo—. Yo. No tú. Yo. No nosotros. Yo… Por fortuna, Mallian, hijo de Labio Leporino, es de carácter confiado.

Soltó su presa.

—Por fortuna… —tremoló Zembac Pix.

—Tengo grandes planes. Grandes necesidades. Y puedo ofrecer grandes recompensas. Tú, boticario, puedes llegar a ser Consejero de los Consejeros de los Reyes. Por tanto, sé virtuoso. Y muy cauteloso.

Miró fijamente los ojos de su interlocutor, relucientes y rojizos a la luz del fuego. Y los vio moverse cuando el boticario asintió.


Se hallaban sobre el borde del acantilado. Más allá se extendía el Repecho o Espolón, ancho e irregular, con algunas aldeas y casuchas; y al otro lado se hallaban las ruinas, torpemente, casualmente amontonadas. Mallian escupió fuertemente.

—No será fácil cruzar —musitó—. Sin embargo, distingo una senda… y por ahí cruzaremos. No obstante…

Hizo una pausa tan larga que Durraneth y Naccanath se movieron con inquietud, inquietud que se comunicó a los demás habitantes del Estado de Elver que habían venido de la cercana ciudad para ser testigos de la llegada y la partida de los cañoneros.

—No obstante, ¿qué? —se aventuró a preguntar Naccanath, recordando tal vez la picadura de la pulga, por lo que había refrenado a su caballo bastante aparte de Bumbarbum y su Dotación.

La marcha no había seguido ningún horario rígido. La Dotación se despertaba cuando el sol ya estaba alto, mas no estaba preparada para trabajar al momento, por lo que primero comían, a fin de acallar las peticiones casi pitónicas de sus descansos posdigestivos. Naccanath había insinuado que era preciso ir más de prisa; Mallian había, con menos urgencia, transmitido dicha insinuación al capitán Mog, y éste había maldecido, empujado y pateado… consiguiendo unos instantes de paso más apretado… mas sólo unos instantes. A intervalos.

—Al decir no obstante —continuó Mallian lentamente—, quiero decir que he de hacer algo antes de realizar el cruce.

Le dio una orden a Mog, el cual la repitió en voz más alta. Mog nada sabía de la petición de Mallian, nada del problema que se alzaba tras la pregunta del joven. Sólo sabía que si Mallian le ordenaba algo y no lo cumplía, le pateaba en la cabeza. Varias veces había intentado zafarse a este trato, pero la única forma de lograrlo, al parecer, era obedecer con rapidez.

Lenta, erráticamente, por consiguiente, Bumbarbum empezó a girar y su gran boca apuntó hacia el Espolón. Otra orden, y la maciza máquina quedó libre de sus maderos. Ahora descansaba ya en tierra. Naccanath se aclaró la garganta, miró a Durraneth, y éste le devolvió la mirada.

—¿Cuál, y fíjate en la extrema cortesía con que te formulo la pregunta, cuál es tu intención, hijo de Labio Leporino?

Mallian se acarició las puntas de su doble barba.

—Mi intención es disparar el cañón.

Los jinetes retrocedieron, uno, dos o tres pasos, como de común acuerdo.

—¿Disparar…, disparar a Bumbarbum?

—Algunos lo llaman así. Otros prefieren llamarlo Juggernaut.

—Sé que esto hace muchísimo tiempo que no se hace —exclamó uno de los del Estado de Elver, aclarándose la garganta un par de veces.

—Más razón para hacerlo ahora. La Dotación necesita práctica y nadie puede oponerse a los daños que causemos al Espolón.

—¿El Espolón? —replicó Naccanath rápidamente—. No nos interesa el Espolón… Todavía nos hallamos en territorio de Elver y considero los posibles daños que pueden causarse en el mismo…, incluyendo, y la consideración no es pequeña, a nosotros mismos. ¿Sería mucho que aguardases a estar ya en el Espolón?

—Oh, no. Deseo calcular un tema llamado alcance…, un tema arcano de matemáticas, muy importante para mí… y en particular la trayectoria calculada desde una elevación del terreno, como una montaña o una colina.

Los Elver se consultaron apresuradamente entre sí, y después suplicaron a Mallian que demorase sus cálculos hasta que ellos se hubiesen alejado bastante del lugar. Mallian frunció el ceño, asintió brevemente con impaciencia, y todos huyeron tan de prisa, que los dos Elver desaparecieron con mayor premura que cuando Mallian se escondió de los Enanos en la zanja.

—Temen el ruido fatal —declaró a Zembac Pix, con una perversa sonrisa—. Lo cual está muy bien. Cuanto menos vean, tanto mejor. Bien, ahora hay que aplicar la pólvora triturada, como dice el libro. Sostén firmemente el crisol, Zembac Pix. Así…, suavemente…, así…, así.

Mallian asió el ariete y trató de seguir las directrices del libro, de modo que la pólvora quedase en el fondo del cañón, no excesivamente apretada, pues en tal caso no ardería debidamente. Luego, ya satisfecho, ordenó que se ejecutase el disparo. Mog y sus satélites avanzaron con la gran piedra redonda… la elevaron… y la dejaron caer. El responsable de tal caída chilló por sus pies primero, aplastados por la enorme piedra, y luego chilló por sus costillas cuando Mog le vapuleo. Al fin, la piedra cayó dentro del cañón.

Luego, la fina pólvora fue colocada en un reguero a lo largo de la muesca hasta el extremo del cañón.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Mallian.

Pix consultó el libro.

—Ahora se dispara —dijo—. ¡Capi Mog, una antorcha encendida!

Los hombres de la Dotación parecían inseguros. Sus recuerdos de otros disparos eran sumamente débiles, si llegaban a tenerlos, y no por el tiempo transcurrido sino por la torpeza de sus mentes. Habían procreado por el cañón, vivido con y para él, y sólo poseían aquella enorme máquina. Jamás la habían disparado, habían olvidado cómo fabricar su combustible, y tal vez lo habían olvidado todo excepto algunas leyendas y retazos de cuentos que les servían de historia. Estaban excitados. Inquietos. Algo nuevo se había introducido en sus vidas. Uno de ellos, que había contemplado la carga del cañón, habló en nombre de todos.

—Bumbarbum… Bumbarbum come.

Zembac Pix cogió la tea encendida y murmuró, antes de entregársela a Mallian:

—Permanece cuidadosamente de pie, como indica el libro; de lo contrario el cañón te aplastará…

Mas el joven, impaciente, arrebató la antorcha y la arrojó al reguero de pólvora. Ésta silbó y se desvaneció. Luego, con un clamor semejante al trueno del dios de la guerra, la tremenda boca vomitó llamas y humo. La máquina saltó como herida, cayó de nuevo y se aquietó. Obscuridad, densa obscuridad, y un hedor malvado les rodeó a todos. Gradualmente, la obscuridad se fue despejando. Se contemplaron todos mutuamente.

—…con el retroceso —finalizó Zembac Pix.

La Dotación se incorporó del suelo lentamente, con sus rostros idiotas iluminados por el terror, el susto y el gozo. La ocasión requería unas palabras. Y las encontraron… o al menos una:

—¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum!

Saltaban y gritaban estruendosamente, en un terrible clamoreo.

—¡Bumbarbum!

—¡Bumbarbum!

—¡Bumbarbum!

Zembac Pix señaló hacia el Espolón.

—El disparo parece haber excavado una trinchera en aquella colina. ¡Ah…! Hum, hum…

—Ya lo veo…, sí. Supongo que había una hilera de casas. ¡Ja, ja!

—¡Casas de Elver!

—¡Casas de Bandidos!

—¡Ja, ja, ja!

Algo atrajo su atención. Algo relucía en la trinchera, ahora que las nubes se disipaban y el sol aparecía…, algo que parecía haber desviado levemente el tiro de la gran piedra. Discutieron qué sería, y acordaron que, fuera lo que fuese, podía esperar.

—Capi Mog…, ¡adelante!

—De frente…, ¡marchen!

Poco después vieron a los de Elver descendiendo por otro sendero que les permitía alejarse del gran cañón y su Dotación: una fila de jinetes de Elver y detrás los guardias y, cabalgando en la grupa, un hombre con un azadón.

—Curioso —comentó Mallian.

—Muy curioso, Amo y Señor —añadió Zembac Pix. Pero cuando estuvieron más cerca, aquello aún resultó más curioso.

—Observa, Mallian, hijo de Labio Leporino —exclamó Naccanath, con un gesto y un tono extraños—; fíjate lo que ha puesto al descubierto la monstruosa voz de Bumbarbum.

Sí, era una visión. La colina estaba excavada bajo la superficie del nivel general del terreno. En su interior se hallaba una imagen inmensa, con un brazo enhiesto y una corona o halo sobre la cabeza, de la que surgían una serie de grandes espinos, al menos de la longitud de un hombre, o el doble. Por lo que era dable ver, llevaba una túnica muy rara. Con un matiz desconocido de azul verdoso, casi negro.

—¿Qué es? —inquirió Mallian con voz asustada.

—¿Quién lo sabe? —se encogieron de hombros los de Elver—. Parece hueca…

Y Naccanath y Durraneth tenían algo más que decir.

—¿Recuerdas, príncipe de Qanaras —empezó el primero, y Mallian observó que lo habían elevado de rango, aunque su rostro no expresó la menor satisfacción—, recuerdas lo que dijo el guardia Enano? Lo que dijeron todos, claro… Que antes del Gran Cambio de Genes, ¡todos los hombres tenían la estatura enana!

—Lo recuerdo —asintió Mallian—. ¿Y qué?

—Esta gran imagen está hueca —continuó lentamente Durraneth—. Y en su interior hay pasadizos. Pero los espacios parecen excesivamente pequeños. ¿Supones…?

—¿He de suponer que existe una posible verdad sobre la absurda declaración de los Bandidos? ¡Jamás! En realidad, esa estatua gigantesca demuestra que la forma original de la humanidad fue una raza de gigantes…

Durraneth asintió lentamente. Luego su mirada pasó de la enorme estatua al gran cañón y volvió a posarse en la primera.

—Quisiera… —vaciló, y agregó—: quisiera saber qué tiene en la mano. Oh, claro está, no sabía que tuviera nada en la mano. Tiene un brazo; por tanto, debía tener una mano… Bien, esto no tiene importancia; es sólo una fantasía sin racionalidad alguna.

Pero Mallian tenía que formular una pregunta. Señaló al hoyo, detrás de un árbol caído, donde cuatro habitantes de Elver estaban contemplando la recién hallada maravilla, y un quinto estaba sobre su rostro. En el reborde había una caja de aspecto extraño, de donde salían unos cables que descendían por el cuerpo de la estatua.

—¿Qué es aquello? —indagó.

—Un aparato —Durraneth se encogió de hombros—. Simula una corriente magnética. Realmente no nos dice nada, salvo que toda la figura parece de metal. ¡Toda! Oh, es increíble… No, supongo que tienes razón. Me refiero a la estatura original del hombre. Por lo tanto, el asunto sigue igual que antes… —Durante unos momentos estuvo meditando y al fin añadió—: Cuando estés dispuesto, Príncipe, para formular tu pregunta, yo estaré dispuesto para ayudarte a encontrar la respuesta. No te detengas demasiado entre la gente bárbara y retrasada de Nor. Adiós. Que el sol brille sobre ti.


La gente bárbara y retrasada de Nor había sido en su mayor parte advertida por el estrépito del único disparo de Bumbarbum y, también, por la vista de la máquina al ser transportada por la Senda Trans-Espolón, por lo que todos huyeron hacia las amontonadas ruinas donde apenas era posible seguirles. Se llevaron consigo gran parte de sus alimentos, pero la Dotación sabía saquear de modo maravilloso y experimentado; con sus narices perrunas pronto husmearon la comida, y en un santiamén la devoraron.

Mallian no deseaba ir hacia las ruinas, detrás de la gente. Consultó el mapa. Naccanath todavía llevaba el tubo de cuero, pero Mallian tenía el mapa, sabiéndolo el otro o no. Luego consultó a Zembac Pix.

—He pensado que sería conveniente pedir caballos a los de Elver. Indudablemente, podríamos adiestrarlos para arrastrar el cañón.

El boticario frunció las cejas y sonrió astutamente.

—Los caballos vendrán más tarde —murmuró—. Los caballos… y otras muchas cosas.

Primero había que instalar a Bumbarbum en una colina. Tras lo cual vendrían los víveres, no rapiñados con rapidez para ser devorados al punto, sino obtenidos con eficacia y convenientemente distribuidos. ¿Y eficientemente consumidos? No todos. La palabra clave era “excedente”. Excedente de comodidad representaba comercio, lo cual quería decir riqueza y poder. Para empezar, una zona de granjas y poblaciones. El poder establecido significaba un punto de apoyo muy firme. Y con un punto de apoyo bien establecido, bien asentado, ¿qué no podría obtenerse?

Pero no había que correr. Dejando a Zembac Pix a cargo del cañón y su Dotación, Mallian se marchó a explorar el territorio, con interés especial por las montañas. La primera a la que trepó dominaba excelentes prados llanos y herbosos, y al menos cuatro poblaciones, todas prósperas, pero las sendas que llevaban a la montaña eran estrechas y no admitirían la inmensa mole de Bumbarbum. Ensancharlas sería cuestión de varios meses. No podía elegir aquel emplazamiento. La segunda montaña tenía un fácil acceso, pero sólo miraba a una población, no tan próspera en apariencia. Mallian suspiró, y continuó su camino. La tercera montaña estaba bien situada, mas terminaba en pico rocoso y escarpado, donde sólo podían habitar algunas aves. Una cuarta…

Una quinta…

Tal vez fue la séptima, la montaña que le pareció ideal en todos los aspectos menos en uno. Había una pendiente en un ángulo poco inclinado, y la cima era ancha y llana, con suficientes árboles para dar la sombra requerida, pero no molestarían los movimientos del cañón. Desde la cumbre, Mallian divisó una gran extensión de tierra y muchos huertos frutales, así como las techumbres de diversas ciudades. Había pasado por dos de ellas, observando con aprobación los signos de productividad y riqueza, y una tercera le pareció lo bastante grande para suponer lo mismo. La montaña resultaba tan tentadora desde arriba como lo fuera desde abajo; por consiguiente, el joven rodeó su circunferencia a pesar de la dificultad debida al barro ya seco de sus pies y piernas. Pero al pie de la montaña, al otro lado del único camino posible, se extendía un infranqueable barrizal y no había ningún riachuelo de poco fondo, pese a que Mallian lo buscó prolijamente. Barro, barro pegajoso, y Bumbarbum no podría pasar por allí. Mallian suspiró y deshizo su camino.

Cuando llegó allí había un hombre en el agua, con los calzones echados sobre la espalda y la camisa arremangada desvergonzadamente hasta las costillas, que acababa de pescar un pececillo con un tridente.

—La Fortuna te favorezca —saludó Mallian.

—Hum… —respondió el pescador.

—La Fortuna te favorezca —repitió el joven, un poco más alto y con cierto enojo.

—Por aquí no decimos “La Fortuna te favorezca”.

—Oh… Entonces, ¿qué decís?

—Decimos “hum”.

—Oh, bien. Entonces… Hum.

—Hum…

Y el hombre ensartó otro pez, y otro; luego los desventró y los metió en una bolsa. Había construido una fogata en la orilla, y dejó allí su pesca para ir en busca de más.

—¿Prefieres el pescado ahumado al fresco?

—No, no —negó el interrogado—. Pero el ahumado se conserva y el fresco no. ¿Eres tonto? Mira aquel barro seco. Y el del otro lado. Pesco mientras hay agua. Pero pronto se agotará y habrá que esperar las lluvias.

Mallian se preguntó por qué no habría pensado antes en ello.

—Gracias, señor —dijo sinceramente—. Y ahora, dime, ¿qué dicen por aquí como adiós?

El hombre contemplaba fijamente el agua.

—Decimos “hum”.

Mallian suspiró.

—Hum…

—Hum… —respondió el pescador. Se rascó el ombligo y apareció otro pez.


—¿Qué gobierno tenéis por aquí? —preguntó a un individuo que llevaba un caballo de carga, cuando pasó por la ciudad más próxima.

—Ninguno. Ni queremos ninguno. La Tierra de Nor no tiene gobierno por definición.

—Ya. Gracias. Hum… —se despidió Mallian.

—Hum… —replicó el arriero.

Mallian acompañó al gran cañón todo el camino, pero envió por delante a Zembac Pix para que esparciese la noticia de que otros territorios y sus gobiernos —lo mismo podía tratarse de los Reyes de los Enanos que de los Amos del Estado de Elver—, envidiando la condición sin gobierno de Nor, habían decidido enviar ejércitos, tropas, espías y otros medios de ataque, con el intento de establecer allí un gobierno para el pueblo. Pero que la Compañía Libre de Cañoneros, al enterarse del plan demoníaco, había acudido por su libre albedrío en defensa de la Tierra de Nor, con un arma más útil que mil espadas, o sea, el gran cañón Bumbarbum. Zembac Pix anduvo por todos los caminos y ciudades de la región, acampando no obstante con Mallian, Mog y la Dotación cuando descansaban.

—¿Esparciste la noticia?

—Con suma diligencia, Amo y Señor.

—¿Y qué expresiones y comentarios has oído?

El boticario pareció vacilar.

—En su mayor parte, no hubo cambio de expresión ni otro comentario que un gruñido: “hum”

Malliam meditó y al final enarcó las cejas.

—Has dicho “en su mayor parte”…

—La verdad exacta de mi declaración, Amo y Señor. Hubo una excepción, un individuo de aspecto cansado y filosofante que tiene una hostería para la distribución del licor de malta. —Zembac Pix se humedeció los labios ligeramente, esbozando una sonrisa—. Su comentario fue que la Tierra de Nor carece de gobierno por definición, por lo que no es posible gobernarla de acuerdo con las leyes de la lógica, una cosa que no es lo que no es, sino que es lo que es; por lo que hablar de gobernar la Tierra de Nor es como hablar de mover lo inamovible, o sea, una necedad. Y dijo otras muchas palabras, sólo para resumir lo dicho anteriormente.

Mallian no contestó, pero tras una pausa sacudió la cabeza. Luego, se incorporó.

—Capitán Mog, ¡adelante!

El capitán Mog se puso en pie.

—De frente, ¡marchen!

La Dotación se levantó y todos se situaron en sus respectivos puestos.

—¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum!

Las grandes ruedas retemblaron.

—¡Bumbarbum!

Las grandes ruedas se movieron.

—¡Bumbarbum!

Las grandes ruedas giraron.

El cañón empezó a traquetear por las polvorientas sendas. No alcanzaron la base de la montaña en un día, ni en dos ni en tres. Pero cuando llegaron, ya se había evaporado casi toda el agua del pantano, dejando un fondo de barro duro, secado por el sol. Eligieron varios árboles caídos y los descortezaron, para fabricar calzos y frenos. Y cuando el arroyuelo se hubo convertido en un hilillo de agua, iniciaron la ascensión. Todos gritaban, todos cantaban, todos gruñían rítmicamente, todos empujaban. Empujaban, apretaban, nivelaban. De vez en cuando pasaban una cuerda en torno a un corpulento tronco; de vez en cuando dejaban descansar el cañón sobre los maderos, y todos jadeaban, hasta que volvían a gritar todos a una:

—¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum! ¡Bumbarbum!

Pur fin llegaron a la cumbre, colocaron el cañón en el lugar más ventajoso y lo dejaron libre de maderos.

—Ahora —exclamó Mallian—, a componer y distribuir una proclama.

Zembac Pix le ayudó a redactarla, diciendo en la misma que la Compañía Libre de Cañoneros había ya emprendido la ardua tarea de defender al territorio Nor contra las fuerzas hostiles y extranjeras que intentaban establecer un gobierno en dicha región. Y que a fin de compensar a dicha Compañía Libre, y para sustentarla adecuadamente y garantizar su postura defensiva, estaba dispuesta a aceptar contribuciones voluntarias. Cada ciudad era la responsable de recolectar los donativos de sus habitantes, y sí alguna no efectuaba ninguna colecta ni entregaba donativo alguno, ello revelaría que secretamente apoyaba la tiranía extranjera pro-gobierno. Y en ese caso, la Compañía Libre se vería en la triste obligación de bombardear tal ciudad.

—¿Cómo firmamos? —preguntó Mallian, muy complacido por unas frases tan ingeniosas y justas.

—Yo, Amo y Señor, sugeriría un sucinto “Mallian, General Comandante”.

—Hum…, hum… Muy bien. Pero, ¿no recuerdas que los guardias de Elver me llamaron Príncipe? No quiero que pienses que me dejo lisonjear demasiado por los títulos. Por tanto, ¿qué te parece “Mallian, Príncipe”, sencillamente?

Zembac Pix mordisqueó el extremo de su pluma.

—Excelente sugerencia, Gran Señor. Consecuente. En principio, nunca hay que mostrarse demasiado humilde.

Sopló una brisa procedente del terreno inferior, llevando en su seno un olor de marranos, pieles, caballos y otros ricos productos de la tierra. Las facciones de Mallian se iluminaron con una sonrisa.

—Sí, me dejaré convencer —asintió—. Sea así. Ahora, haz copias que se colocarán en las plazas públicas, y proclamas para las encrucijadas. Tú puedes acompañar al primer convoy de tributos… digo, de donativos.

Zembac Pix declaró que ello le complacería en extremo. Descendió. Ascendió. Transcurrió algún tiempo.

—¡Maldito y engañador boticario! —se enfureció Mallian—. ¿Qué hacías? ¿Dónde has estado? ¿Cómo has tardado tanto? ¿Dónde están los donativos voluntarios de víveres, de bebida, de materias primas, de productos comerciales y de artículos manufacturados? ¿Robaste en el patio de un baratillero ese inmundo animal que seguramente llamarás caballo? ¡Contesta! ¡Responde! ¡Y dame buena cuenta de todo, o te pondré debajo de la máquina Juggernaut para que te aplaste!

Zembac Pix bajó delicadamente del lomo del rocinante, que lucía una manta atada con una cuerda a modo de silla de montar, y momentáneamente padeció una súbita contracción de la glotis que le impidió hablar, y hasta pudo ser responsable de la vacilación de su paso. En los brazos llevaba amorosamente un barrilito que contenía alguna materia líquida.

—Amo y Señor —murmuró—, con la máxima diligencia he cumplido tus instrucciones al pie de la letra, ya fueran órdenes terminantes o sobreentendidas. He comprado materiales de escribir, he ejecutado copias claras con la caligrafía más exquisita. Incluso me había guardado una muestra cuya sola vista te convencería; mas, ¡ay!, al volver aquí me vi obligado, con gran pesar por mi parte, a emplearla en algo excesivamente grosero para decirlo entre nosotros…, hum, hum…, aunque incluso los reyes tengan necesidad de ello para vivir.

»Bien, he colocado las copias en todos los lugares públicos y proclamado tu mensaje en las encrucijadas en todas las esquinas. Además, he entrado en todos los figones y tabernas y otros locales de esparcimiento para propalar el asunto. Comprenderás entonces con qué incredulidad y con qué pesar lastimero debo manifestarte que, lejos de apresurarse a contribuir al meritorio sostenimiento de la Compañía Libre de Cañoneros, se han apresurado a confeccionar bolitas de cera y algodón con que taponarse los oídos, para ahorrarles, dijeron, el horrible ruido y la tortura de oír disparar a Bumbarbum… Ah, la presencia de este barrilito de licor no significa, Amo y Señor, que un solo contribuyente se haya dignado efectuar un donativo voluntario, sino sólo mi habilidad en un juego de destreza en el que me vi obligado a participar, pues me amenazaron con muchos males y perjuicios si me negaba.

Hubo un prolongado silencio. Luego, Zembac Pix, suspirando profundamente, vertió una ración no escasa del licor del barrilito en una copa de cuero y se la ofreció a Mallian. Y en honor a la verdad, no olía mal. La brisa soplaba sobre la montaña, y los miembros de la Dotación dormitaban o mataban piojos; el sol calentaba.

—Pensar en tanta ingratitud… —rezongó Mallian poco después.

Zembac Pix se dedicó a pensar en la ingratitud. Más tarde, casi se sorprendieron al ver que estaban sosteniendo las ruedas del cañón, contemplando las tierras reprobas de abajo.

—En memoria de mi padre no debo deshonrar su nombre y su estación, quebrantando mi palabra. ¿No estás de acuerdo?

—Completamente, Amo y Señor.

—Dije que la contumacia merecería un bombardeo. —Mallian eructó ligeramente al pronunciar las vocales de la última palabra—. Y eso he de hacer.

Ambos estuvieron acordes en ello, aunque hubo una ligera diferencia de opinión respecto a si la ciudad más cercana se hallaba a doscientas longitudes o a trescientas… y también sobre si la distancia de alcance de Bumbarbum cubriría trescientas longitudes o sólo doscientas. Llegaron a la conclusión de que era mejor emplear más fuerza de la necesaria, en lugar de menos de la precisa, y que la carga debía ser un tercio más pesada que la usada antes. Además, según el mismo principio, cargaron el cañón con doble cantidad de pólvora.

—Y ahora, primera actuación —sonrió Zembac Pix.

—Un momento —le contuvo Mallian—. La última vez estábamos demasiado cerca para ser testigos del momento del disparo. Me gustaría verlo bien esta vez y que mis ojos no quedasen empañados por el humo.

El boticario asintió y sonrió.

—Te comprendo perfectamente. Haré el reguero más largo… Deja que utilice esta longitud de madera como plano inclinado. Excelente…, excelente… ¡La pólvora se mantiene en su lugar, sin resbalar! Bien…, bien…, bien… Hum, hum… Creo que he utilizado el resto de la pólvora.

Su rostro era tan lastimero que Mallian se echó a reír.

—No importa, no importa. Fabricaremos más. ¿No contiene aquel libro la receta? ¿Dónde está la tea? Aquí… ¡Ja, ja! Oye cómo silba… Bien, se os ha llamado bárbara y retrasada, gente de Nor; pues bien, aquí tenéis mi requisitoria para…

Todos los truenos del cielo, todos sus relámpagos y centellas estallaron sobre ellos, con mil lenguas de fuego y cortinas de humo. La tierra tembló como un moribundo, e instantáneamente todos fueron arrojados al suelo. Los pájaros huyeron chillando sobre sus cabezas. Y todos yacieron ensordecidos y atontados durante varios segundos.

—¡No oigo nada! —refunfuñó Mallian, al ver que Zembac Pix movía los labios—. ¡No oigo nada!

—No he hablado… jOh, piedad, hadas malignas! ¿Dónde está Bumbarbum?

La Dotación, levantándose ya del suelo, gritando, gimiendo, vociferó la misma pregunta:

—¿Bumbarbum? ¿Bumbarbum? ¿Bumbarbum? ¿Bumbarbum?

Algunos fragmentos de metal retorcido y una rueda destrozada era todo lo que quedaba del gran cañón, del arma más útil que mil espadas. Mallian sintió subir un sollozo por su garganta. Todos sus planes, todos sus esfuerzos… malogrados, destruidos en un solo instante. Luchó para recobrar el dominio de sí mismo.

—El tiempo y la falta de uso —reflexionó en voz alta— habrán corroído el cañón. No importa. Lograremos fundir otro.

Zembac Pix asintió y murmuró entre lágrimas:

—Y prepararemos más pólvora. Cuatro medidas y media de azufre, para treinta y un tercio de…

—Te equivocas. Sé muy bien que eran veinticinco y un quinto de azufre, para seis y un octavo de nitro nevoso… ¿O eran once y una décima de…? Oh, consultaremos el libro.

Pero de aquella única obra en la que se hallaban transcritos los secretos sobre el arte de la artillería, sólo quedaba una hoja chamuscada, en la que podía leerse solamente la frase “carga excesiva”. Hubo otro silencio, mucho más largo, roto sólo por las idiotas e inconsolables ululaciones de la Dotación.

—Perfectamente —exclamó Mallian con tono distinto—. Claramente, esa máquina representaba una simple teoría y, tal como hemos visto, no tenía ningún valor práctico. Mas lo que veo es que el caballo está ileso, por lo que me propongo montarlo rápidamente y abrirme camino por entre los bosques hacia la frontera más cercana de esta tierra de bárbaros y retrasados, pues ya no creo en sus humores.

—¡Oh, de acuerdo, Amo y Señor! ¡De acuerdo! —declaró Zembac Pix, siguiéndole y subiendo a la grupa del caballo—. Pero… hay otra cuestión. ¿Y la Dotación? ¿Hemos de convencerla de que nos siga?

Mallian hizo dar media vuelta al caballo.

—Creo que no. Muy pronto, sus panzas los llevarán a las despensas y hornos de la gente de aquí, y no nos detendremos para verlo. Tengo la firme convicción de que han nacido los unos para los otros

Picó espuelas y Zembac Pix se tambaleó en la grupa. Y, cabalgando, descendieron de la montaña.