VIGILANTE.
Por
Hugo Rodríguez.
¡Él
ya llega! ¡Nuestra salvación! ¡Ya viene!
Gritaba en la esquina un sujeto flaco de piyamas, pantuflas y bata
desanudada. Gritaba mientras miraba al cielo de la madrugada y extendía los
brazos hacia las estrellas.
—¡Se acerca el momento! ¡Ya está
con nosotros!
El
quijotesco personaje continuaba su prédica a viva voz.
—¡Viene de las estrellas! ¡Trae
la salvación!
Cualquiera
que lo escuchase y lo viese, sin duda, daría con una sola conclusión: al amigo
se le habían aflojado algunos tornillos. Rondaría los treinta, aunque el rostro
demacrado y la barba crecida, más el revoltijo de sus cabellos, aumentaban el
registro una década.
—¡Ya se anuncia! ¡Está aquí! ¡Me
lo dijo! ¡Me lo dijo!
Su
voz carrasposa rompía el silencio de las
calles desoladas. Tal vocerío a esas horas de la noche, como era de esperar,
provocó que algún ciudadano desvelado diera parte a la policía. El patrullero
no tardó en llegar. La unidad, ocupada por una joven oficial al volante y un
sargento que la acompañaba, estacionó junto al tipejo. Descendieron los dos
ocupantes sin apagar el motor.
—Amigo. ¡Amigo! —El sargento tuvo
que insistir y tomarlo del brazo para atraer la atención del hombre—. ¡Qué tal
si se calma! ¿No le parece que es muy madrugada para andar gritando?
—¡Es que ya viene! ¡Me habló en
sueños! —El quijote lo dijo sin mirar al sargento ni a la joven: apuntaba su
mentón a las estrellas en una pose casi actoral—. ¡Ya llega! ¡En minutos!
—Bueno, ¿Qué tal si lo espera
dentro del patrullero? —dijo la oficial.
El
noctámbulo se calmó, miró a los
policías y aceptó ingresar al vehículo.
Antes de acomodarse en el asiento trasero, volteó su mirada una vez más a las
estrellas y susurró: 'ya viene'.
—Sí, sí —le afirmó el sargento
con ironía—. Seguro está por llegar —agregó, intercambiando sonrisas con su
compañera.
—Él ya viene. Ya está aquí. —dijo,
el profeta mirando al sargento. Hizo una
pausa y le preguntó: '¿Qué hora es?'.
—Entrá. Ponete cómodo —fue la
respuesta del policía.
Luego
la joven y el suboficial ocuparon los
asientos delanteros.
—Dale, vamos —le dijo el sargento
a la muchacha, que se aferraba al volante—. Llevemos a este loco a la
comisaría.
Los dedos de la joven se retorcieron.
—¿Me escuchaste? Vamos a la
comisaría.
—El que se va a la comisaría es
usted —le contestó la joven, pero con
otra voz, espectral, recóndita; giró la cabeza para mirarlo y el rostro del
sargento empalideció: las esferas de los
ojos de la muchacha se cuajaban de sangre y uno y otro iris
empezaban a fosforecer.
—Ahora bájese — le ordenó—. El
hermano y yo nos vamos a otro lugar.