lunes, 9 de enero de 2017

VIGILANTE.

VIGILANTE.
Por
Hugo Rodríguez.

¡Él ya llega! ¡Nuestra salvación! ¡Ya viene!   Gritaba en la esquina un sujeto flaco de piyamas, pantuflas y bata desanudada. Gritaba mientras miraba al cielo de la madrugada y extendía los brazos hacia las estrellas.
—¡Se acerca el momento! ¡Ya está con nosotros!
El quijotesco personaje continuaba su prédica a viva voz.
—¡Viene de las estrellas! ¡Trae la salvación!
Cualquiera que lo escuchase y lo viese, sin duda, daría con una sola conclusión: al amigo se le habían aflojado algunos tornillos. Rondaría los treinta, aunque el rostro demacrado y la barba crecida, más el revoltijo de sus cabellos, aumentaban el registro  una década.
—¡Ya se anuncia! ¡Está aquí! ¡Me lo dijo! ¡Me lo dijo!
Su voz carrasposa rompía el silencio de  las calles desoladas. Tal vocerío a esas horas de la noche, como era de esperar, provocó que algún ciudadano desvelado diera parte a la policía. El patrullero no tardó en llegar. La unidad, ocupada por una joven oficial al volante y un sargento que la acompañaba, estacionó junto al tipejo. Descendieron los dos ocupantes  sin apagar el motor.
—Amigo. ¡Amigo! —El sargento tuvo que insistir y tomarlo del brazo para atraer la atención del hombre—. ¡Qué tal si se calma! ¿No le parece que es muy madrugada para andar gritando?
—¡Es que ya viene! ¡Me habló en sueños! —El quijote lo dijo sin mirar al sargento ni a la joven: apuntaba su mentón a las estrellas en una pose casi actoral—. ¡Ya llega! ¡En minutos!
—Bueno, ¿Qué tal si lo espera dentro del patrullero? —dijo la oficial.
El noctámbulo  se calmó, miró a los policías  y aceptó ingresar al vehículo. Antes de acomodarse en el asiento trasero, volteó su mirada una vez más a las estrellas y susurró: 'ya viene'.
—Sí, sí —le afirmó el sargento con ironía—. Seguro está por llegar —agregó, intercambiando sonrisas con su compañera.
—Él ya viene. Ya está aquí. —dijo, el profeta  mirando al sargento. Hizo una pausa y le preguntó: '¿Qué hora es?'.
—Entrá. Ponete cómodo —fue la respuesta del policía.
Luego la joven  y el suboficial ocuparon los asientos delanteros.
—Dale, vamos —le dijo el sargento a la muchacha, que se aferraba al volante—. Llevemos a este loco a la comisaría. 
 Los dedos de la joven se retorcieron.
—¿Me escuchaste? Vamos a la comisaría.
—El que se va a la comisaría es usted —le contestó la joven, pero  con otra voz, espectral, recóndita; giró la cabeza para mirarlo y el rostro del sargento  empalideció: las esferas de los ojos  de la muchacha se  cuajaban de sangre y uno y otro iris empezaban a fosforecer.
—Ahora bájese — le ordenó—. El hermano y yo nos vamos a otro lugar.



LA HIJA DEL ETERNAUTA. LA JOVEN Y LA NIÑA VI

LA HIJA DEL ETERNAUTA.
Por
Hugo Rodríguez.

VI.
LA JOVEN Y LA NIÑA.

Juan llegó a su casa el miércoles por la tarde, regresaba de su taller, como muchas otras veces en su vida. Pero su vida ya no era igual, después  de la llegada de esa otra hija del futuro. Ya no podía separar su afecto de una por otra. No le cabían dudas que se trataba de la misma Martita dividida en dos, la de hoy, aún una niña y la de mañana ya una joven. Él mismo estaba dividido en dos: el Juan del pasado, un hombre común, con una familia feliz y el Juan de ahora,  dispuesto a asumir su rol de defensor de su familia; si el relato de su hija del futuro era cierto. Si ese era su destino lo aceptaría y combatiría junto con sus, ahora dos hijas, a ese enemigo impiadoso llamado ‘los Ellos’. Nunca pensó que sería un combatiente de una causa libertaria. Pero al ver a  su hija convertida en una hidalga luchadora por la libertad de la humanidad humillada, se sintió orgulloso de su Martita y aceptaría el desafío que ella le confería.

Juan saludó a Elena con un beso.
— ¿Nuestras hijas? –preguntó.
—Están en su cuarto — le respondió su esposa sonriendo—. Pasan mucho tiempo juntas —agregó.
De pronto se escucharon llantos. Juan y Elena acudieron a la habitación de las chicas.
— ¡Es culpa mía ¡¡La atemoricé con mis relatos del horror que se avecina! –dijo en llanto, Marta del futuro que salía del cuarto—. Quise que estuviera preparada –continuó—. Pero ella, o sea yo..., soy tan niña todavía.
— ¡No quiero que llegue el viernes¡ ¡No quiero pelear¡ —dijo, Martita del presente, que asustada y llorosa se abrazaba a su madre.
—Soy una estúpida –intervino la joven del porvenir—. Debo entender que maduré de golpe. Dejé de ser niña de la noche a la mañana. Pasé de los juegos al horror y mi Martita de ahora es aún una niña.
Elena intentó asirla de la mano y Juan quiso abrazarla. La joven se apartó y les sonrió con lástima: los tres recordaron la advertencia que ella les había hecho  la noche de su llegada.

Una tensa calma se adueñó del cuarto de las hijas. El grupo familiar decidió continuar con los preparativos, sellando las ventanas y aberturas de la casa. Elena y Martita, la menor, acomodaron los alimentos. Juan y la otra Marta se encargaron de las municiones y armas, que había traído Favali el día anterior. Revisaron también los trajes aislantes, Lucas había traído el suyo por la mañana. La muchacha revisaba el traje de su padre y no pudo evitar evocar la última visión que tubo de él en ese futuro de espanto, alejándose de su casa,  pisando la nieve mortal y con su escopeta al hombro.


 La noche del miércoles llegó a su fin y las luces del chalet se apagaron. Sus moradores no durmieron bien, era mucha la tensión. Tampoco dormirían en la noche del jueves: víspera del viernes  que cambiaría la ya alterada vida de los Salvo, de sus amigos, de sus vecinos y de la humanidad toda.