miércoles, 3 de junio de 2015

las voces


LAS VOCES.

Por

Hugo Rodríguez.

 

 

Es noche de sábado, noche de verano, Atanasio Gómez ha abandonado la cocina y se asoma al jardín. Se detiene sobre las lajas del caminito sinuoso que conduce al cuarto del fondo y con las manos cruzadas a su espalda contempla el aluvión de estrellas en ese cielo nocturno  y sin Luna. Deja que la brisa estival le desacomode el cabello, castaño y moteado de canas,  que ya no le  cubre la calvicie. Atanasio  ha cumplido los cincuenta y en la última mitad de esos años  se ha desempeñado como empleado bancario.

Su esposa ha decidido visitar al único hijo del matrimonio y pasará el fin de semana  en casa de aquel, junto a su nuera y nietos. Atanasio dispondrá, entonces, de toda la casa para sí. Pero es el cuarto del fondo lo que más aprovechará. Construido para las herramientas en un principio fue reacomodado en el último año como sala de estar y es el lugar donde  el contemplativo empleado disfruta de largas veladas de conciertos clásicos trasmitidos por radio. Su cara, redonda, de  ojos pequeños, de frente amplia, de nariz española y de labios finos, ha dejado de apuntar al Cosmos y ahora señala con decisión el fondo del jardín. El veterano bancario chancletea  hacia el cuarto de relax. Sí, Atanasio Gómez calza pantuflas, pantalón pijama blanco y viste una camisa al tono, amplia y sin botones, que ciñe con una cinta oscura en derredor de  su abultado abdomen. Hoy no será un encuentro con la música, sino el comienzo de una nueva actividad: la meditación yoga.   

Una compañera del banco, practicante de esta disciplina oriental, lo ha interesado en los inquietantes principios místicos de este método esotérico: la transcendencia del alma, el yin y el yang y el trance  enigmático del Nirvana, que algunos yoguis descubren y los acercan, dicen, hasta la creación misma del Universo.

Atanasio abre la puerta del cuarto y acciona el interruptor de la luz a su izquierda y la lamparita que cuelga del cielo raso ilumina con luz amarilla la habitación. Se nota el toque ordenado y pulcro del rollizo yogui en  el reforma del lugar: al frente, contra la pared, un aparador de pino con copas de cristal y platos de losa, en un rincón sobre una repisa: la radio, armada en una caja de madera lustrosa y con perillas de baquelita. En la pared de la derecha, la ventana con cortinas estampadas y de inmediato, un sillón de mimbre con almohadilla y una mesita, que en otros momentos suelen estar más cerca del rincón de la radio, pero que ahora han sido corridos para despejar el centro de la habitación. Sobre la mesita, algunos objetos para el momento: velas, una caja de fósforos de madera, un cordel, tiza, una bolsita con incienso y dos libros de meditación.   

Atanasio se ha acercado a esos objetos y recoge el cordel y la tiza, se para en el centro del espacio libre, se acuclilla y marca una pequeña cruz con la tiza, aplasta con su pie enchancletado un extremo del hilo sobre esa cruz y sostiene con la mano derecha la otra punta de la cuerda  junto con la tiza.  Comportándose como  un compás humano gira y dibuja un círculo en el embaldosado. Luego con esa misma medida de hilo entre sus manos   procede a dividir la circunferencia en seis partes iguales que une con diagonales que traza con gracia y esmero. Atanasio se yergue y contempla con satisfacción   la estrella de seis  puntas gravada bajo sus pies. Regresa a la mesa y enciende algunas velas, gruesas y sin estrenar, que acerca al hexágono recién dibujado, afirma una en cada extremo de la estrella y por último coloca en el centro del esquema la  almohadilla del sillón. Contempla por unos segundos, con la  mano en la barbilla,  el signo contorneado de velas. En ese instante sus cejas se arquean, de inmediato se acerca a la mesa y desgarra el paquete de incienso, extrae un par de varillas, las enciende y las lleva hasta el aparador, elige una copa larga del interior del mueble y en ella introduce las varillas.  Ha preferido dejar la copa con los inciensos en una esquina del mueble. Atanasio inspira y entrecierra los ojos, estira su chaqueta, camina hasta la puerta y acciona de nuevo el interruptor de la luz. Voltea, inspira una vez más, mientras extiende los brazos en cruz: la habitación, iluminada sólo con la pálida luz de las velas, ha tomado el aspecto de un sagrario medieval perteneciente a alguna secta de rituales mágicos y de ejercicios espirituales. Atanasio descalza sus chancletas, avanza con pasos breves hacia el centro del croquis, con  las manos en ojiva a la altura del esternón  y una vez ubicado sus pies sobre el cojín, el yogui primerizo intenta acomodar su cuerpo torpe en la posición conocida como flor de loto. Después de varios intentos solo consigue superponer los tobillos y apoyar el dorso de sus manos sobre las rodillas. Atanasio repasa en su mente las indicaciones de su amiga  y comienza por cerrar los párpados, enderezar la espalda y controlar la respiración.  

El cuarto se ha envuelto en una delicada bruma perfumada, reina  una paz meditativa y el alma de Atanasio se contagia de aquella serenidad. Merma el ritmo respiratorio, se extasía  por el entorno sosegado y finalmente entra  en un trance profundo y se aleja de la realidad.  Ha dejado de percibir su corporeidad y entiende que su mente se ha separado del cuerpo. Ahora es una entidad ingrávida que flota imprecisa como una pompa mecida por delicadas ondas de energía, en un lugar más impreciso aún -un éter quizás- que lo envuelve todo disfumando las formas, borrando los contornos.  Un mundo de señales vagas. Pero en esa bastedad, desdibujada y sinuosa, en la que flota Atanasio, sus oídos, que por el estado de distención en que se encuentra son más agudos y sensibles,  logran sintonizar unos balbuceos. Algo así como  silabeos provenientes de ese espacio eterno en el que levita, y al ajustar finamente la percepción logra definirlos con más claridad: se trata, sin duda, de voces. Voces humanas o ángeles, que entonan alegorías  al Ser Supremo. 

Atanasio, algo turbado, se desestabiliza y teme perder su estado de meditación. Se pregunta si ha llegado al tan aludido Nirvana, ese lugar  semejante a la Nada al que arriban los más avezados yoguis. Su compañera de trabajo y amiga, le ha aclarado que era muy difícil de alcanzar grados muy profundos de meditación en las primeras sesiones. Que el Nirvana se puede lograr después de un prolongado período de práctica.

Pero allí están las voces, nítidas, una ronda de almas impetuosas, hablando y cantando en el interior de su cerebro, o  pueda ser que se trate también, de espíritus que fluctúan como él en ese limbo infinito: el más allá tal vez. Como sea, Atanasio Gómez, el rutinario cajero de banco, intenta dominar la situación y comienza por calmar la respiración. No lo consigue. Sin embargo las voces resultan más claras y entendibles. Esas voces no hablan, sino que cantan y cantan en latín, entonan un Ofertorio y Atanasio lo conoce. Esto termina por descontrolarlo y abandona bruscamente el trance.  Se incorpora con dificultad y tambaleando llega hasta la ventana. Descorre las cortinas. Aún oye aquel coro de voces etéreas, insistentes, perturbadoras. Apoya contra el vidrio, las manos y la frente. Suda y jadea como  un perro acorralado. Sus ojos, dos esferas de marfil, recorren las luces del barrio que no alcanzan a  despejar de su mente aquellos susurros, aquel coro de trasmundo.  Atanasio Gómez duda de su cordura y de la realidad misma del cuarto.

Entonces,  paraliza los ojos, sus párpados se entrecierran por un instante y de inmediato se impulsa desde el vidrio con las manos, gira sobre los talones y ahora es su espalda la que se apoya contra la ventana. El semblante de Atanasio  se serena, pasa de un blanco azul a un rosa pálido y sus labios finos comienzan a delinear una leve sonrisa. La mirada del, hasta hace unos instantes, perturbado empleado bancario examina el aparato de radio que descansa sobre la repisa: la luz de encendido de aquel receptor con el cual ha compartido lánguidas veladas de conciertos, permanece prendida.

 

FIN.