LAS VOCES.
Por
Hugo Rodríguez.
Es noche de sábado, noche de verano, Atanasio Gómez ha
abandonado la cocina y se asoma al jardín. Se detiene sobre las lajas del
caminito sinuoso que conduce al cuarto del fondo y con las manos cruzadas a su
espalda contempla el aluvión de estrellas en ese cielo nocturno y sin Luna. Deja que la brisa estival le
desacomode el cabello, castaño y moteado de canas, que ya no le
cubre la calvicie. Atanasio ha
cumplido los cincuenta y en la última mitad de esos años se ha desempeñado como empleado bancario.
Su esposa ha decidido visitar al único hijo del
matrimonio y pasará el fin de semana en
casa de aquel, junto a su nuera y nietos. Atanasio dispondrá, entonces, de toda
la casa para sí. Pero es el cuarto del fondo lo que más aprovechará. Construido
para las herramientas en un principio fue reacomodado en el último año como
sala de estar y es el lugar donde el
contemplativo empleado disfruta de largas veladas de conciertos clásicos
trasmitidos por radio. Su cara, redonda, de
ojos pequeños, de frente amplia, de nariz española y de labios finos, ha
dejado de apuntar al Cosmos y ahora señala con decisión el fondo del jardín. El
veterano bancario chancletea hacia el
cuarto de relax. Sí, Atanasio Gómez calza pantuflas, pantalón pijama blanco y
viste una camisa al tono, amplia y sin botones, que ciñe con una cinta oscura
en derredor de su abultado abdomen. Hoy
no será un encuentro con la música, sino el comienzo de una nueva actividad: la
meditación yoga.
Una
compañera del banco, practicante de esta disciplina oriental, lo ha interesado
en los inquietantes principios místicos de este método esotérico: la transcendencia
del alma, el yin y el yang y el trance
enigmático del Nirvana, que algunos yoguis descubren y los acercan, dicen,
hasta la creación misma del Universo.
Atanasio abre la puerta del cuarto y acciona el
interruptor de la luz a su izquierda y la lamparita que cuelga del cielo raso
ilumina con luz amarilla la habitación. Se nota el toque ordenado y pulcro del
rollizo yogui en el reforma del lugar: al
frente, contra la pared, un aparador de pino con copas de cristal y platos de
losa, en un rincón sobre una repisa: la radio, armada en una caja de madera lustrosa
y con perillas de baquelita. En la pared de la derecha, la ventana con cortinas
estampadas y de inmediato, un sillón de mimbre con almohadilla y una mesita,
que en otros momentos suelen estar más cerca del rincón de la radio, pero que
ahora han sido corridos para despejar el centro de la habitación. Sobre la mesita,
algunos objetos para el momento: velas, una caja de fósforos de madera, un
cordel, tiza, una bolsita con incienso y dos libros de meditación.
Atanasio se ha acercado a esos objetos y recoge el cordel
y la tiza, se para en el centro del espacio libre, se acuclilla y marca una
pequeña cruz con la tiza, aplasta con su pie enchancletado un extremo del hilo sobre
esa cruz y sostiene con la mano derecha la otra punta de la cuerda junto con la tiza. Comportándose como un compás humano gira y dibuja un círculo en
el embaldosado. Luego con esa misma medida de hilo entre sus manos procede a dividir la circunferencia en seis
partes iguales que une con diagonales que traza con gracia y esmero. Atanasio
se yergue y contempla con satisfacción
la estrella de seis puntas
gravada bajo sus pies. Regresa a la mesa y enciende algunas velas, gruesas y
sin estrenar, que acerca al hexágono recién dibujado, afirma una en cada
extremo de la estrella y por último coloca en el centro del esquema la almohadilla del sillón. Contempla por unos
segundos, con la mano en la barbilla, el signo contorneado de velas. En ese instante
sus cejas se arquean, de inmediato se acerca a la mesa y desgarra el paquete de
incienso, extrae un par de varillas, las enciende y las lleva hasta el
aparador, elige una copa larga del interior del mueble y en ella introduce las
varillas. Ha preferido dejar la copa con
los inciensos en una esquina del mueble. Atanasio inspira y entrecierra los
ojos, estira su chaqueta, camina hasta la puerta y acciona de nuevo el
interruptor de la luz. Voltea, inspira una vez más, mientras extiende los
brazos en cruz: la habitación, iluminada sólo con la pálida luz de las velas,
ha tomado el aspecto de un sagrario medieval perteneciente a alguna secta de
rituales mágicos y de ejercicios espirituales. Atanasio descalza sus
chancletas, avanza con pasos breves hacia el centro del croquis, con las manos en ojiva a la altura del
esternón y una vez ubicado sus pies
sobre el cojín, el yogui primerizo intenta acomodar su cuerpo torpe en la
posición conocida como flor de loto. Después de varios intentos solo consigue
superponer los tobillos y apoyar el dorso de sus manos sobre las rodillas.
Atanasio repasa en su mente las indicaciones de su amiga y comienza por cerrar los párpados, enderezar
la espalda y controlar la respiración.
El cuarto se ha envuelto en una delicada bruma
perfumada, reina una paz meditativa y el
alma de Atanasio se contagia de aquella serenidad. Merma el ritmo respiratorio,
se extasía por el entorno sosegado y
finalmente entra en un trance profundo y
se aleja de la realidad. Ha dejado de
percibir su corporeidad y entiende que su mente se ha separado del cuerpo.
Ahora es una entidad ingrávida que flota imprecisa como una pompa mecida por
delicadas ondas de energía, en un lugar más impreciso aún -un éter quizás- que
lo envuelve todo disfumando las formas, borrando los contornos. Un mundo de señales vagas. Pero en esa
bastedad, desdibujada y sinuosa, en la que flota Atanasio, sus oídos, que por
el estado de distención en que se encuentra son más agudos y sensibles, logran sintonizar unos balbuceos. Algo así
como silabeos provenientes de ese
espacio eterno en el que levita, y al ajustar finamente la percepción logra
definirlos con más claridad: se trata, sin duda, de voces. Voces humanas o
ángeles, que entonan alegorías al Ser
Supremo.
Atanasio,
algo turbado, se desestabiliza y teme perder su estado de meditación. Se
pregunta si ha llegado al tan aludido Nirvana, ese lugar semejante a la Nada al que arriban los más
avezados yoguis. Su compañera de trabajo y amiga, le ha aclarado que era muy
difícil de alcanzar grados muy profundos de meditación en las primeras
sesiones. Que el Nirvana se puede lograr después de un prolongado período de
práctica.
Pero allí están las voces, nítidas, una ronda de almas
impetuosas, hablando y cantando en el interior de su cerebro, o pueda ser que se trate también, de espíritus
que fluctúan como él en ese limbo infinito: el más allá tal vez. Como sea,
Atanasio Gómez, el rutinario cajero de banco, intenta dominar la situación y
comienza por calmar la respiración. No lo consigue. Sin embargo las voces
resultan más claras y entendibles. Esas voces no hablan, sino que cantan y
cantan en latín, entonan un Ofertorio y Atanasio lo conoce. Esto termina por
descontrolarlo y abandona bruscamente el trance. Se incorpora con dificultad y tambaleando
llega hasta la ventana. Descorre las cortinas. Aún oye aquel coro de voces
etéreas, insistentes, perturbadoras. Apoya contra el vidrio, las manos y la
frente. Suda y jadea como un perro
acorralado. Sus ojos, dos esferas de marfil, recorren las luces del barrio que
no alcanzan a despejar de su mente
aquellos susurros, aquel coro de trasmundo.
Atanasio Gómez duda de su cordura y de la realidad misma del cuarto.
Entonces,
paraliza los ojos, sus párpados se entrecierran por un instante y de
inmediato se impulsa desde el vidrio con las manos, gira sobre los talones y ahora
es su espalda la que se apoya contra la ventana. El semblante de Atanasio se serena, pasa de un blanco azul a un rosa
pálido y sus labios finos comienzan a delinear una leve sonrisa. La mirada del,
hasta hace unos instantes, perturbado empleado bancario examina el aparato de
radio que descansa sobre la repisa: la luz de encendido de aquel receptor con
el cual ha compartido lánguidas veladas de conciertos, permanece prendida.
FIN.