Los anteojos están en la heladera
En Barrio Marítimo, la tarde de enero calma el vértigo del día.
Aunque en aquel tercer piso, cercano a la rotonda, las cosas se
resisten a abandonar su arrebato.
La figura desgarbada del joven José Quevedo, pronto a cumplir los
veinte, se hunde en el sillón, allí junto a la ventana del comedor.
La melena ensortijada y pelirroja enmarca su cara extensa, de nariz
recta y puntiaguda, mentón prominente y hay dos ojos pequeños
escondidos debajo de algunos rulos que le cubren la frente. Una
remera verde, que exhibe 'Led Zeppelin' y empapada en sudor, le
cubre las costillas. El vaquero gastado, que desflecó hasta las
rodillas, deja ver sus piernas huesudas y cubiertas de pelos. Junto a
sus pies descalzos reposan las ojotas, sucias y desinfladas que le
regaló la abuela varios veranos atrás.
La brisa que entra por la ventana agitaría las cortinas, si José
no las hubiese descolgado. Así como ha descolgado los cuadros de la
pared, revoleado los almohadones del sofá, deshecho el árbol
navideño, crucificado su pesebre, amontonado las sillas, desmontado
la tapa del televisor, roto el jarrón con las margaritas, vaciado
los cajones y alacenas del modular, atestado la mesa con diarios y
revistas, la Gente y el Popular, la Pelo y el Gráfico, el Winco, la
Anteojito, los tomos de la Quillet, el Topo Gigo, pantallas y
muñecas, almanaques y servilletas, revestido el piso con tapas de
discos, más tomos de la Quillet, los discos, el frasco de
Hepatalgina, la portátil la brújula, portaretratos zapatos
zapatillas cartas canastos servilletas manteles paquetes de harina
bolsas de arroz las bolitas de la lotería ruleros tijeras el
sacacorchos tarteras caracoles el cortaplumas escarbadientes
sacapuntas portalámparas busca polo el abrelatas pisapapeles y
adaptadores. José hincha sus pulmones y exhala un suspiro anémico.
En la penumbra de ese comedor desbastado, como si el lugar hubiera
sido el epicentro de algún terremoto, el muchacho se hunde aún más
en el sillón y deja que la mejilla se encuentre con la mano
izquierda, mientras que con los dedos de la otra tamborilea en el
apoyabrazos. El sismo también se registró en las otras
habitaciones: los dormitorios, el baño y la cocina. Por más de dos
horas, José Quevedo ha revuelto cielo, tierra; mares y montañas y
no ha encontrado los anteojos de la abuela. Ha maldecido en baja y
alta voz el reclamo telefónico de aquella: 'encuentra esos
anteojos'. Los dedos de las manos, ahora se enredan en los bucles
escarlatas de su cabellera y sus ojitos insisten en recorrer el
desastre. El índice juega en la punta filosa de su nariz, mientras
su cara larguirucha se derrite como una vela: su abuela regresará
por la mañana, tendrá que hallarlos para entonces y de alguna
manera reacomodar el departamento derruido.
Las sombras de la noche ya han alcanzado a los monoblock del barrio
y José, abatido, trata de emerger del sillón apoyando las manos en
los muslos para lograr lentamente erguirse. Se calza las ojotas y
trata de encontrar huecos para sus pasos en el caos del piso. Alcanza
el interruptor de la luz y el comedor se ilumina, José Quevedo gira,
mientras lanza un nuevo suspiro y deja que sus brazos le cuelguen a
los lados. Devuelta a revisar, devuelta a la búsqueda devastadora,
es el panorama desalentador que se le presenta al sofocado y joven
José.
Con marcha resignada le da la espalda al comedor y transpone la
arcada hacia la cocina donde la hecatombe no difiere de la anterior.
Sortea la barricada de sillas y mesa que ha construido durante la
búsqueda desesperada e infructuosa de los anteojos. La lánguida
luz llega hasta allí y decide no accionar la llave. Bajo sus pies
crujen restos de vajilla y a trompicones, aplastando cuchillos y
tenedores, consigue asir la manija de la heladera. La puerta se abre
perezosa y la pálida lamparita del interior agrega dramatismo al
escenario bélico de la cocina.
José Quevedo retira una lata de cerveza. Pero no la abre. Sus ojos
se le desorbitan y la mandíbula se le cae.