domingo, 4 de agosto de 2019

Los anteojos están en la heladera

 Los anteojos están en la heladera

En Barrio Marítimo, la tarde de enero calma el vértigo del día. Aunque en aquel tercer piso, cercano a la rotonda, las cosas se resisten a abandonar su arrebato.
La figura desgarbada del joven José Quevedo, pronto a cumplir los veinte, se hunde en el sillón, allí junto a la ventana del comedor. La melena ensortijada y pelirroja enmarca su cara extensa, de nariz recta y puntiaguda, mentón prominente y hay dos ojos pequeños escondidos debajo de algunos rulos que le cubren la frente. Una remera verde, que exhibe 'Led Zeppelin' y empapada en sudor, le cubre las costillas. El vaquero gastado, que desflecó hasta las rodillas, deja ver sus piernas huesudas y cubiertas de pelos. Junto a sus pies descalzos reposan las ojotas, sucias y desinfladas que le regaló la abuela varios veranos atrás.
La brisa que entra por la ventana agitaría las cortinas, si José no las hubiese descolgado. Así como ha descolgado los cuadros de la pared, revoleado los almohadones del sofá, deshecho el árbol navideño, crucificado su pesebre, amontonado las sillas, desmontado la tapa del televisor, roto el jarrón con las margaritas, vaciado los cajones y alacenas del modular, atestado la mesa con diarios y revistas, la Gente y el Popular, la Pelo y el Gráfico, el Winco, la Anteojito, los tomos de la Quillet, el Topo Gigo, pantallas y muñecas, almanaques y servilletas, revestido el piso con tapas de discos, más tomos de la Quillet, los discos, el frasco de Hepatalgina, la portátil la brújula, portaretratos zapatos zapatillas cartas canastos servilletas manteles paquetes de harina bolsas de arroz las bolitas de la lotería ruleros tijeras el sacacorchos tarteras caracoles el cortaplumas escarbadientes sacapuntas portalámparas busca polo el abrelatas pisapapeles y adaptadores. José hincha sus pulmones y exhala un suspiro anémico.
En la penumbra de ese comedor desbastado, como si el lugar hubiera sido el epicentro de algún terremoto, el muchacho se hunde aún más en el sillón y deja que la mejilla se encuentre con la mano izquierda, mientras que con los dedos de la otra tamborilea en el apoyabrazos. El sismo también se registró en las otras habitaciones: los dormitorios, el baño y la cocina. Por más de dos horas, José Quevedo ha revuelto cielo, tierra; mares y montañas y no ha encontrado los anteojos de la abuela. Ha maldecido en baja y alta voz el reclamo telefónico de aquella: 'encuentra esos anteojos'. Los dedos de las manos, ahora se enredan en los bucles escarlatas de su cabellera y sus ojitos insisten en recorrer el desastre. El índice juega en la punta filosa de su nariz, mientras su cara larguirucha se derrite como una vela: su abuela regresará por la mañana, tendrá que hallarlos para entonces y de alguna manera reacomodar el departamento derruido.
Las sombras de la noche ya han alcanzado a los monoblock del barrio y José, abatido, trata de emerger del sillón apoyando las manos en los muslos para lograr lentamente erguirse. Se calza las ojotas y trata de encontrar huecos para sus pasos en el caos del piso. Alcanza el interruptor de la luz y el comedor se ilumina, José Quevedo gira, mientras lanza un nuevo suspiro y deja que sus brazos le cuelguen a los lados. Devuelta a revisar, devuelta a la búsqueda devastadora, es el panorama desalentador que se le presenta al sofocado y joven José.
Con marcha resignada le da la espalda al comedor y transpone la arcada hacia la cocina donde la hecatombe no difiere de la anterior. Sortea la barricada de sillas y mesa que ha construido durante la búsqueda desesperada e infructuosa de los anteojos. La lánguida luz llega hasta allí y decide no accionar la llave. Bajo sus pies crujen restos de vajilla y a trompicones, aplastando cuchillos y tenedores, consigue asir la manija de la heladera. La puerta se abre perezosa y la pálida lamparita del interior agrega dramatismo al escenario bélico de la cocina.

José Quevedo retira una lata de cerveza. Pero no la abre. Sus ojos se le desorbitan y la mandíbula se le cae.