domingo, 7 de octubre de 2018
Extinguidos
Extinguidos.
El
calor y la humedad aumentaban la sensación de que el aire no existía
en esa selva que chillaba y rugía. El cazador, un gordo de gorro,
gafas y un fusil láser que le colgaba del hombro, avanzaba rodeado
de tres perro-bots que brillaban cada vez que un rayo de sol los
tocaba.
-Escuchen
esto, manga de latas sin pulgas, con ustedes se perdió el deporte de
la caza.
El
tipo les habló a los perros-bots, pero estos desatendieron sus
palabras y se arrojaron hacia una huella enorme.
-En
otro tiempo existía el factor riesgo -continuó su discurso mientras
se secaba el sudor-. Nos jugábamos la vida, pero ahora con esta
tecnología se acabó todo eso. Con mi fusil infalible y el
olfato-radar de ustedes no hay presa que se escape.
La
tierra tembló y el tiranosaurio surgió jadeante de la maleza. Rugió
poderoso y sus pequeños ojos se fijaron en los canes mecánicos que
ya lo rodeaban y lo azuzaban. El cazador alzó su fusil, apuntó y
disparó. El rayo siseó, perforó el cuello de la bestia y la caída
fue tan espectacular como su aparición. Allí quedó el dinosaurio
dando sus últimos suspiros, acosado aún por los droides caninos. El
hedor de la sangre se sumó al calor y a la humedad para que esa
atmósfera prehistórica se convirtiera en más irrespirable aún.
-Bueno,
ya está: el último ejemplar -el gordo se ufanaba ante la bestia
agonizante-. Me costó mucho trabajo; mis compañeros casi han
exterminado la fauna de este planeta.
Presionó
el control remoto de su antebrazo y los perro-bots dejaron de
ladrar, para luego sentarse junto a él. El cazador y los perros
contemplaban al tiranosaurio que dejó de jadear. Volvió a agitar
sus dedos en el control y unos segundos después, a veinte metros por
encima del dinosaurio, se detuvo la nave: un acorazado estelar, con
capacidad para varios tiranosaurios. Se abrió la compuerta del
hangar, al mismo tiempo que cuatro toberas lanzaban rayos de
antigravitones que elevaron al animal hasta la nave.
-Regresamos
a casa -decía el gordo a unos de los perros mientras el rayo-tractor
los ascendía al interior de la nave-. De ahora en adelante
-continuaba su perorata dentro del acorazado- si no me encuentro con
animales peligrosos, me dedicaré a otro pasatiempo. Se quitó la
indumentaria y escoltado por los canes mecánicos entró a la sala de
descanso. Las paredes de la sala exhibían una centena de cabezas:
pterodactilos; iguanodontes; velociraptores; brontosaurios y un lugar
reservado para el tiranosaurio rex.
Hundido
en el sillón y sorbiendo zumo, el gordo resopló un pensamiento
hacia los perros que lo contemplaban:
-Sí,
otro pasatiempo; esto comenzaba a aburrirme. Sorbió otra vez y se
hundió aún más en el sillón.
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