jueves, 16 de noviembre de 2017

HUNDIMIENTO.

En la noche gélida se desprendió del resto del hielo con un bramido de dolor. No hubo botadura, ni aplausos. Flotó en el océano, en el Atlántico; que le escupió su espuma y le gritó por su atrevimiento. El témpano navegó soberbio, pesado y en silencio.

En la mañana del 10 de abril de 1912, el Titanic apenas se mecía en la bahía. Allí estaban todos: colmando los pasillos del trasatlántico o agitando pañuelos en el muelle. Todos, a los que aplaudían la jactancia. No importaba la humildad hipócrita de los de abajo o los del medio.Todos eran cómplices, porque todos ambicionaban viajar algún día en primera clase con los que ostentaban las joyas y las capellinas de plumas, con los de esmoquin y galera. Aceptaban la trampa y la mentira. El buque aristócrata no contaba con cuatro motores. La cuarta chimenea era innecesaria. No había un motor bajo ella, la chimenea solo refrescaría los camarotes opulentos, el comedor lujoso, el gimnasio o la biblioteca. El Titanic mentía a los que saludaban su estirpe fastuosa.

Cuatro noches después, el Atlántico se había resignado al silencio pálido del témpano. Ahora lo arrullaba bajo un manto de estrellas y le rozaba con suspicacia las aristas. El Atlántico sabía de la
trampa, sabía que había más témpano bajo el agua, sin embargo, el océano aceptaba la mentira del
glaciar.

El domingo 14 de abril, a cuatro días de zarpar, el reloj del puente señalaba las 22:30. Se habían ejecutado los relevos sin novedad. Afuera, las estrellas acompañaban la marcha pesada y vehemente del Titanic. Lo acompañaban titilando: el trasatlántico orgulloso creyó que le temían y ellas, sin embargo, tremolaban de curiosas.

A medianoche, justo por proa, el iceberg surgió como una sombra desde el velo nocturno.
Sonaron las campanas y el timbre del teléfono. El puente gritó: '¡Timón a estribor! ¡Paren las
máquinas!'. Como una justa medieval, acerada y cruel, como el roce del torero y la bestia, los colosos se cruzaron: plebeyo y silencioso uno, monárquico y desmedido el otro. Se batieron en la noche
funeral, en la sal del Atlántico, que saludó la puja, agitando espuma desde las crestas.

Dos horas después, en la madrugada del lunes 15 de abril, el Titanic se alzó en la noche para
hundirse en el Atlántico. Dejaba en el agua helada, sin esperanza de salvarse, a 1500 pasajeros:
pasajeros del medio, de abajo, de arriba. Se partió en dos y tocó fondo. Allí descansa y se oxida la
máquina imperial. El otro titán se desgastó varios días después, y también reposa, esparcido en el Atlántico.

domingo, 6 de agosto de 2017

Ojos Negros

Ojos negros

por

Hugo Rodríguez


El rectángulo se erguía en el centro del refugio como un portal abierto a la oscuridad. Ronroneaba igual que una bestia satisfecha, igual a un animal que había tragado su presa. Junto a él, sobre una mesa pequeña, el carrete de una grabadora giraba y golpeteaba el extremo libre de la cinta.

Desde el exterior llegó el golpe de la portezuela de un auto. Luego los chirridos de la entrada corrediza y de inmediato el taconeo que descendía por la escalera metálica. La rueda giró y la compuerta se abrió, empujada por el hombro de una joven de chasca y abrigo de piel. No evitó con su mano enguantada que el hedor corrosivo del recinto inundara sus pulmones y tosió.

“Vanya”. “Vanya”, exhaló, pero no hubo respuesta. Revisó el lugar con la mirada mientras se quitaba la chasca y los guantes. Detuvo los pasos tan pronto se enfrentó al rectángulo: desde la estrechez de los párpados sus ojos negros intentaban atravesar la oscuridad de ese marco. Había rasgos mongoles en el rostro dorado de la joven; un rostro oval flanqueado por cabellos largos y negros.

Regresó a la entrada, dejó el gorro y los guantes en una silla cercana y empujó una vez más la compuerta, giró la rueda y los pernos de acero se incrustaron en el cemento. Su mirada volvió al rectángulo. Se quitó el abrigo que arrojó a la silla: un suéter de cuello alto y una falda ajustaban su figura. Se acercó a un escritorio donde revisó los cuadrantes del tablero y repasó la tira perforada del teletipo. Volvió su rostro al rectángulo, se fregó los brazos, inspiró y tosió. Ascendió cautelosa el par de escalones de la plataforma, pasó junto a la grabadora que continuaba su aleteo y finalmente, la joven se detuvo ante el portal: los dos metros de aquel marco que vibraba, los dos metros de aquella bestia satisfecha, la empequeñecían.

Lo contempló por unos segundos frotándose los brazos, llevó una mano a su cabeza y enredó unos pocos cabellos hasta sostener uno entre los dedos. Lo cortó de un tirón, lo antepuso al umbral y lo soltó: la joven mongol vio como su cabello se hundía en esa opacidad hambrienta.

El batir de la grabadora la distrajo, se aproximó a la mesa y rebobinó la cinta por completo. La yema de su índice oprimió la tecla. Cruzó los brazos y al rato, se oyó la voz áspera y agitada de un hombre: “Lo bautizamos el Espejo, pero pararse ante él no resultaba lo mismo que enfrentarse a un cristal...”, la muchacha se reclinó sobre la grabadora y afirmó las manos en la mesa. “Vanya”, volvió a susurrar. La reproducción continuó: “No, el reflejo era demasiado límpido, demasiado real. Uno podía percibir en el rostro del otro, aquel asombro, aquel miedo. En un espejo, el que se refleja, es uno mismo; se sabe; se percibe. Sin embargo, aquél que me enfrentaba, no era yo: me repetía en cada gesto, me adivinaba cada movimiento, pero sin dudas, se trataba de otra persona. En algún punto minúsculo no coincidíamos. No éramos iguales. Ese otro que me miraba sabía cosas de mí que yo desconocía. Me duplicaba en cada pliegue de mi anatomía, mil veces más exacto que en un espejo común. Y quizás por esa perfección tan meticulosa, quizás por la ausencia del límite natural del cristal, ése no era yo, sino un ajeno, alguien del anti-mundo al que nos atrevimos a espiar”.



La joven detuvo la cinta. Se acercó una butaca, se sentó y tosió. Avanzó la grabación unos segundos y tan pronto la frenó la reprodujo. La voz agitada se escuchó otra vez: “Pequé de soberbio, Anun. Me dejé tentar por las ofertas del general Kozlov: el Estado necesitaba un héroe. Habría una casa rodeada de árboles frente a un lago, para nuestra vida juntos. Solo tenía que traspasar el Espejo; sería el primer hombre que viajaría al anti-mundo. Todo eso sirvió de carnada para que mi ambición me cegara y ahora pago las consecuencias. Sé que Kozlov me vigila. Intervino mi teléfono y está enterado de nuestras conversaciones, pero no te preocupes Anun, no le interesa lo nuestro, ni tampoco si yo puedo ser un desertor, sabe que no traicionaría a mi patria, porque sabe que yo, no soy como él. Kozlov me vigila porque quiere conocer qué pasa con su rata de laboratorio. Quiere conocer los efectos que produce el traspaso del Espejo”.

Los puños de la joven se aferraron al asiento de la butaca y su mirada se endureció. La voz continuó: “Nikolai no se equivocó, el eje de simetría de las moléculas se invertiría en el anti- mundo y las combinaciones se alterarían, surgirían resultados inesperados. Monstruosos, diría yo. Él tenía razón, Anun. Tendríamos que haber realizado más experimentos, antes de que un humano atravesara el umbral de anti-materia”.

Por un momento el hombre se silenció y solo se oía su respiración. Un instante después retomaba el relato: “Querida Anun, ni bien comencé a sufrir las mutaciones no encontré mejor respuesta que huir. Me oculté todo este tiempo en nuestra pensión de veraneo ¿la recordás? Pensé que añorando nuestros días de descanso, podría sobrellevar los cambios...”.

La joven interrumpió la grabadora. Su mirada continuó tensa, apretó los dientes y como un estilete, su dedo hundió la tecla y dejó que la cinta avanzara. La detuvo y activó la reproducción: “Debo traspasar el umbral. Tengo que atravesar el espejo otra vez. Quizás así consiga revertir el proceso. Me convertí en un ser irreal, ya no se trata sólo de mi metabolismo, también el lugar me rechaza, sospecha que soy del “otro lado”, sospecha que pertenezco al anti materia. Al abrir una puerta reprimo mi mano y luego uso la contraria, la puerta entonces obedece, pero a regañadientes, entiende que algo no está bien. Entiende que algo no es de acá. Allí está el 'otro' en el espejo, tan desahuciado como yo, tan idéntico, tan distinto. Dispuse todo para el traspaso: los mismos cuadrantes, la misma polaridad de campo y la misma sincronía. eso es todo. Ahora cruzaré el umbral”. Se oyó el carraspeo, los pasos, los chasquidos de los interruptores, ruidos ondulantes y vibraciones agudas. Se escuchó el golpe de la tecla que interrumpió la grabación y de seguido, el mismo golpe que la reanudaba.

Pero entonces, surgió otra voz, la joven se inquietó en la butaca. Una voz gruesa, mucho más áspera y temblorosa. Sin duda, se trataba del mismo hombre, pero este hombre regresaba del profundo averno: "¡Es una silueta oscura y se mueve!... ¡con independencia!... ¡ya no es mi reflejo! ¡opaca, fría...aterradora! Esta allí, en el laboratorio de la anti-materia...sé lo que es: es mi anti-ser...mi otro lado...mi nada”.

La grabadora enmudeció. La muchacha mongol se recogió el pelo tras la oreja y se reclinaba sobre la reproductora: el gemido regresaba en un susurro imperceptible, agónico: “Los síntomas son peores. Me duelen los pulmones a cada inhalación. De seguir aquí..., no sobreviviré. Esta vez..., dejaré la grabadora funcionando”.

Se repitieron los ruidos por unos minutos y luego se silenciaron para dejar oír el ronroneo: el mismo que se oía en el laboratorio. Segundos después, la cinta aleteaba en el carrete y ella se distrajo con ese palmoteo. “Vanya", dijo en susurro y acariciaba la grabadora. “Vanya” repitieron sus labios y el índice frenó la cinta.

Bajó de la butaca, se paró frente al rectángulo y miró con firmeza la oscuridad. La joven contuvo la tos y cerró los puños. Retornó a la grabadora, quitó el carrete y descendió de la plataforma. Sacó del abrigo una caja de fósforos, acercó un cesto con papeles y arrojó el carrete en él: lo encendió. Las llamas la hipnotizaron. Desde el exterior, los autos que llegaron la regresaron a la realidad del laboratorio.

Descolgó el matafuegos de la pared y roció el cesto. Apuró los pasos hasta el tablero de cuadrantes y accionó presurosa varios conectores. Miraba cada tanto al umbral mientras insistía con los diales. Se estiró el suéter y desprendió una llave del collar. Determinada, la introdujo en una ranura del escritorio. La giró dos veces y luego sujetó la palanca : la jalaba mordiéndose los labios. Las luces parpadearon. Los pasos en la escalera se apresuraron. Volcó todo su peso sobre el escritorio, al mismo tiempo que fijaba la mirada en el rectángulo. La muchacha se mordía los labios y mientras oía los pasos en los escalones de metal, vio en el Espejo del anti-mundo, como se desvanecía aquella oscuridad.

domingo, 2 de julio de 2017

BICÉFALO


BICÉFALO.

El mar te llama, Libelú. Ha rugido como nunca. ¡Vuela! ¡Vuela! Sobre las montañas, que Rojo-Luz te sigue desde el cielo.

En la mañana, entre nubes de amoniaco y una luna carmesí, la niña-libélula surgió de las colinas y se precipitó hacia la playa. Sintió escalofríos cuando sus pies acariciaron la arena. Las esferas de sus ojos se fijaron en aquellos paracaídas que se mecían en las olas.

Ten cuidado Libelú. ¡Es enorme! No es como la medusa del lago, la que ha herido al pez, el de dos cabezas. ¿No lo entiendes? Ya no paseas en el valle. Estás al otro lado de las montañas. Mira, en la arena: se ha arrastrado hacia la hierba. Sigue las huellas Libelú, síguelas.

La libélula persiguió las huellas a saltos y a aleteo.

* * *

Tumbado en la maleza, el astronauta se asfixiaba en esa atmósfera de azufre. Se había quitado la escafandra, que permanecía enganchada al cuello del traje, y se golpeaba la cabeza contra ella, mientras boqueaba en vano para llevar aire a los pulmones.

La niña alada, erguida ante el viajero agónico, escrutaba el cuerpo del astronauta.

¡Es un pez, Libelú! ¡Es de dos cabezas! ¡Igual que aquel! El del valle. El que ha abandonado el lago para huir de la medusa.

El astronauta abría la boca, gemía a cada bocanada. Chocaba la cabeza contra el casco, una y otra vez.

Estás al otro lado de las montañas, Libelú ¿No lo entiendes?
La niña se inclinó y acarició la escafandra, luego la mejilla del navegante.
Es del mar, de allí ha salido, Libelú.

Entonces, la pequeña insecto, de un salto y de un aleteo, se paró ante los pies del astronauta. Lo tomó de las botas y tiró de él.

¡Jala, Libelú! ¡Jala! Hunde tus talones. ¡Debes salvarlo como al pez de la laguna! ¡Llévalo hasta el mar! ¡Lejos de la medusa! ¡Llévalo antes que muera! ¡Jala Libelú, jala!
Mira al cielo y pídele a Rojo-luz por él. Ella lo salvará, como al otro pez.


FIN.

domingo, 11 de junio de 2017

REVELADO

REVELADO. 

Por 
Hugo Rodríguez. 

La tarde fría del sábado cedía su paso a la noche en ese julio de 69. El alumbrado de la cuadra se había encendido y los chalés hacían lo mismo con las luces de los porches. También el cielo se había sumado a la iluminaria encendiendo las primeras estrellas que rodeaban la Luna en el horizonte. 

Bajo los tejados, los moradores buscaban la actividad que los distrajera en la tarde anodina. frente al televisor, algunos; horneando bizcochuelos, otros; o de tertulia los demás. 

Había algo de Papá Noel en aquel hombre rechoncho y setentón que ascendía lentamente la escalera hacia el desván. No lucía barba, pero sí bigotes frondosos y pelo cano que cercaba su calva. 
Se había calzado un saco de lana gris, pantalones anchos y zapatillas de pana. En la mano izquierda, nudosa y tembleque, sostenía una pala y una escoba y con la derecha se aferraba a la baranda. Se detuvo en el descanso, antes que la escalera cambiara de dirección. 

Allí, una ventana dividida en cuatro cristales, le dejaba ver el cielo. El hombre contempló por encima de sus lentes, con ojos pequeños y saltarines, los tejados y los astros que brillaban junto a la Luna. Los observó con detenimiento, interrogativo, mientras se acariciaba los bigotes. Dejó la pala y la escoba para acomodarse el cuello del sacón: el calor de la estufa no llegaba hasta el altillo. Ciñó una vez más las herramientas de aseo y continuó con el ascenso meticuloso. 
Una vez frente a la puerta del desván la abrió, tanteó en la pared el interruptor de la luz, bajó la llave y la bombilla que colgaba de un tirante se encendió. El lugar había sido acomodado para que funcionara como laboratorio de fotografía, para alguien que disfrutara de esta afición, como al parecer, practicaba este señor. Contra la pared alta del desván, sobre una mesada, se alineaban bandejas, tambores, una jarra de acrílico graduada, pinzas y la máquina ampliadora. 

Por encima, un estante donde se apilaban cajas de camisa que guardaban por fecha tambores de negativos, al menos eso indicaban las etiquetas manuscritas. Contra la pared adyacente descansaba una mesa de luz, que cumpliría otra función en este lugar. Sobre ella, resguardadas bajo un vidrio grueso, se podían observar fotos de la luna y de las estrellas. Sin duda, la afición del sujeto se aventuraba a más. 

Por la ventana única del altillo, un telescopio apuntaba a la bóveda celeste y al aparato se adosaba una máquina fotográfica con prisma pentagonal: así que el amigo rollizo escudriñaba el cosmos y también tomaba muestras fotográficas de él, ¡vaya pasatiempo! 

En el centro del desván se paraban una mesa y una silla, sobre la mesa se desparramaban las hojas de un periódico y hacia allí, el septuagenario dirigió los pasos, raspando las zapatillas de pana contra las tablas del piso. Descorrió la silla, apoyó el palo de la escoba, paró la pala, y luego el hombre se sentó. Se calentó las manos con el aliento antes de comenzar a acomodar las hojas del periódico. 
Releyó los titulares, acomodándose los anteojos en el puente de la nariz. Los rótulos avisaban la inminente llegada del Apolo a la órbita lunar, la liberación de un empresario secuestrado y noticias deportivas. Los ojos vivaces del sujeto pronto abandonaron la lectura para mirar hacia el telescopio, mientras sus dedos tortuosos jugaban una vez más con el bigote. 

¿Habrá vida en la Luna? ¿Se la podrá habitar en el futuro? Preguntas de este tópico rondarían por su cabeza, que innegablemente no encontraron respuesta, porque se puso en pie para retomar la escoba y comenzar a barrer. Sin embargo, algo atrajo su atención, algún ruido extraño, no familiar quizás, que lo obligó a interrumpir la limpieza. Se volteó en dirección a la mesada; la recorrió con sus ojos inquietos, que de súbito, se detuvieron en la jarra graduada: de allí provenía un repiqueteo, un tamborileo rítmico, tal vez se relacionaba con insectos. Se aproximó a la mesada con la misma reserva con la que había ascendido la escalera. Se detuvo a escasos centímetros de la jarra y la observó, mientras cruzaba las manos en el cabo de la escoba y fruncía el ceño. 

De un orificio, muy cerca de la jarra de acrílico, surgía una legión de hormigas de un rojo lustroso, al menos eso semejaban a primera vista. Pero al fotógrafo lo inquietaron a tal punto, que prefirió observarlas a través de una lente. Abandonó aquella posición expectante, apoyó la escoba contra la mesada y se dirigió a la mesa de luz. De inmediato, descorrió el cajón, buscó entre lentes, pinzas y broches hasta dar con una lupa ostentosa. Regresó al lugar con el adminículo óptico en la mano. 
Las hormigas ya invadían la jarra. Con pulso tembloroso el fotógrafo interpuso la lupa entre ellas y su ojo. El ojo lució desmesurado tras la lente y más enorme resultó, cuando los párpados del septuagenario se expandieron a más no poder. 

Su sospecha había sido confirmada: las hormigas no eran tales. Aunque se juzgara asombroso, aquellas termitas no eran orgánicas, sino artificiales; minúsculos autómatas que se movían con rapidez y que aparentaban ser algo así, como lentejuelas con patas y que en ese momento ya cubrían en su totalidad a la jarra de acrílico. Otra característica notoria de estos animaluchos mecánicos que pudo observar el astro-fotógrafo, consistía en que aquellas 'lentejuelas' que ofrecían el perfil a la lupa, prácticamente desaparecían al ojo avizor del setentón. Todo indicaba que los robots no contaban con una tercera dimensión. El fotógrafo recorrió la fila sin bajar la lupa hasta el orificio por donde emergían estos mecanos y allí se encontró con otro fenómeno inusitado: el orificio flotaba a pocos centímetros de la mesada. Los bichos sintéticos parecían surgir de la nada. 
El sujeto dio dos pasos hacia tras y contempló la escena sin la mediación de la lupa; objeto que sostenía con firmeza en su puño derecho. Con la otra mano se desabotonó el sacón de lana buscando alivio para su pecho agitado. La jarra se encontraba cubierta por dentro y fuera por los robots bidimensionales que habían crecido en número, destellaban reflejos escarlatas a la luz de la lamparilla y trepidaban vertiginosos en la superficie acrílica. 

De súbito algo cambió en la escena y la mandíbula del fotógrafo cayó: la jarra terminaba de ser aplastada en sentido vertical. Literalmente, las hormigas la habían reducido a dos dimensiones. Si se la miraba, como intentó el fotógrafo, por uno de los lados, la jarra era imperceptible. Él no pudo confirmar tal suceso asombroso, porque otro suceso, igual de admirable, continuó: ahora las lentejuelas aplastaban a la jarra en una sola dimensión. 

Sobre la mesada se elevaba una columna carmesí que pronto, y que casi era de esperar, se redujo a un punto. Ese punto contaría con una decena de hormigas, pero seguro se trataría de miríadas, aunque compactadas sus dimensiones, sugerían un número menor. 

Los robots, ante la mirada perpleja del fotógrafo que aún permanecía con la mandíbula tendida, desfilaron en dirección del agujero; marcharon a paso rítmico hacia el orificio ingrávido que los esperaba y por donde se fugaron. A continuación, el boquete circular se redujo hasta desaparecer. 
El astrónomo aficionado, antes de cerrar la boca, inspiró profundo y luego exhaló lentamente en un intento por recobrar la postura. Se masajeaba su alopecia cuando el silencio del laboratorio improvisado volvió a inundarse con el mismo repiqueteo inquietante. En seco detuvo el masaje de su cabeza y se giró sobre sus talones. El repiqueteo se intensificó y los ojos del fotógrafo se movieron de izquierda a derecha tratando de fijar el nuevo origen del retumbo metálico. 

Ahora, sostenía la lupa con las dos manos a la altura del esternón, sus ojos detuvieron el bailoteo; había localizado el nuevo origen del repiqueteo. Arrastró sus pasos por las tablas y se detuvo ante la mesa: junto al periódico flotaba un nuevo agujero por el cual afloraban las primeras hormigas robots que desfilaron con rapidez hacia la primera plana del diario. El astrónomo atónito apretó contra su pecho la lente, casi como un crucifijo y contemplaba como las hormigas cubrían por completo el vespertino. 

Los robots permanecieron por un instante redoblando sobre la portada y en seguida, en un segundo huidizo, abandonaron el diario para zambullirse por el agujero, que desapareció después de que la última hormiga entrara por él. 

El fotógrafo no abandonaba su parálisis y no terminaba de entender por qué esta vez no se llevaron el diario y solo se dedicaron a cubrirlo. Las dudas se disiparon cuando lentamente y sin dejar de apretar la lupa, el hombre se reclinó sobre el periódico: los títulos de la cubierta habían sido cambiados y con las mismas letras de molde ahora se podía leer: 

"HUMANO, SI DESEA RECUPERAR SU VALIOSO OBJETO DE CARBONO MODIFICADO, COLOCARÁ SOBRE ESTA SUPERFICIE LA REPRODUCCIÓN EN NITRATO DE PLATA QUE USTED PROTEGE BAJO EL MORTAL ESCUDO DE SÍLICE. REPRODUCCIÓN QUE PERTENECE A LA OBSERVACIÓN TELESCÓPICA QUE USTED REALIZARA, DE ACUERDO A SU CALENDARIO, EL 12 DE NOVIEMBRE DE 1968 Y QUE CALCA A LA CONSTELACIÓN QUE USTEDES DENOMINAN ORIÓN. DE LO CONTRARIO, EL OBJETO VALIOSO NO SERÁ RECONSTRUIDO". 

Recuperado de su desconcierto, el fotógrafo de astros enderezó su posición; metió la lupa en bolsillo del sacón y clavó la mirada en la bombilla mientras volvía a jugar con sus mostachos. Finalmente volvió a reclinarse sobre el periódico y se dispuso a releer la plana alterada del diario. Acompañó la lectura con el índice. Dedujo con esfuerzo que el 'objeto de carbono modificado' era la jarra de acrílico, la reproducción en nitrato hacía referencia a una fotografía en particular: la de Orión, tomada el 12 de noviembre de 68. Lo de 'escudo de sílice´ fue lo que más atrajo su atención porque su índice insistía en remarcar. Al parecer se refería al vidrio de la mesita de luz con el que cuidaba a las fotos de su oxidación y quizás, supuso el septuagenario, que los robots deberían sufrir alguna aversión con el sílice y por eso le pedían a él 'el humano ‘que extrajera la foto. También resultaba intrigante que hayan elegido la jarra como el objetivo del secuestro y de la extorsión: al parecer los seres de la 'otra' dimensión suponían que los productos derivados del carbono tendrían un valor sumo en nuestro mundo. Teniendo en cuenta el enorme trabajo social que requiere crear los plásticos, bueno, bien podrían 'otros ojos' apreciarlos mucho más que nosotros. 

Terminada la lectura y realizadas algunas conclusiones el ‘Papá Noel’, ya más distendido, se dirigió hacia la mesa de luz, descorrió el vidrio y retiro la foto de Orión, más conocida por este hemisferio como las 'tres marías'. La contempló por un momento, después se giró para mirar las cajas de camisa y de inmediato se insinuó una sonrisa por debajo de los bigotes: haría una copia con los negativos, seguro fue lo que pensó, así que regresó a la mesa y apoyó con cuidado la fotografía, retrocedió y esperó. Casi de inmediato comenzó el repiqueteo: los robots dorados comenzaron a emerger de la nada. Esta vez recurrieron a otra estrategia: el grupo de insectos mecánicos se dividió en dos filas, una se dirigió a la foto y la otra al periódico. La primera columna cubrió con celeridad la fotografía, la redujeron a un punto y se la llevaron por el agujero. La otra columna ya había cubierto el diario, hicieron su trabajo y luego de ordenarse en hilera se zambulleron por el orificio. El observador atento se animó a dar los pasos que lo acercaron a la mesa y comprobó en la plana del diario los titulares recompuestos: el Apolo se acercaba a la Luna y el industrial secuestrado disfrutaba de su libertad. También comprobó que muy próximo al diario, y flotando a escasos centímetros de altura, aún permanecía abierto el orificio dimensional. El agujero, oscuro por cierto, parecía girar en torno a sí, su diámetro permitiría el ingreso de un dedo humano y al parecer esto fue lo que pensó el fotógrafo curioso, porque con mucha cautela acercaba el dedo meñique de su mano izquierda que temblaba como hoja. No concretó su objetivo, una vez más el repiqueteo le anunciaba la próxima aparición de los robots. Como un rayo retiró su dedo y como otro rayo retrocedió. Una fila tupida de robots comenzó a abandonar el orificio. La fila se erigió en una columna y se estiró dibujando en el espacio el perfil reconocible de la jarra. La estampa se estiró una vez más, pero en otra dirección incorporando la tercera dimensión al objeto. La jarra había sido recompuesta y los robots dejaban de cubrirla para marchar hacia el agujero de salida. Cuando la última lentejuela ingresó al orificio, el agujero se desvaneció: los autómatas habían cumplido con su palabra. 

Cualquiera que ingresara en ese momento al cuartucho confundiría con una estatua al sujeto rollizo. No se oía el quejido de la madera, ni los rumores del exterior: el entorno compartía el patetismo del fotógrafo. Por fin, el sujeto pestañeó y acomodó su postura. Caminó hacia la mesa raspando una vez más las tablas del piso. Se detuvo y miró la jarra con desconfianza. Con la punta de los dedos, se animó a sujetar el asa y la levantó con precaución. La observó desde varios ángulos y acto seguido, la posó suavemente junto al diario. De pronto una luz se filtró en su mirada, recordó las cajas. Se giró y se dirigió animoso hacia la mesada de revelado. Mientras su mano izquierda se posaba en la mesada, el índice de la derecha recorría las etiquetas de las cajas. El dedo se detuvo en el etiquetado que esgrimía: 'negativos 1968'. El fotógrafo, estirándose un poco, tomó con las dos manos la caja y la extrajo de la pila. La posó sobre una de las bandejas y retiró la tapa de acetato, removió ansioso los tanques de negativos hasta dar con uno que retuvo entre su pulgar y el índice. Los ojos avispados del personaje navideño leyeron a través de los anteojos el rótulo, 'noviembre'. Lo destapó, miró en su interior y sus párpados se volvieron a expandir: el contenedor se encontraba vacío. Fueron infructuosas sus agitaciones frenéticas para volcar un contenido inexistente; una vez más verificó el interior del tambor y nada; el negativo se había esfumado. Llevó los dedos al bigote y el gesto adusto que reinaba en su cara cambió cuando los labios volvían a estirarse en una sonrisa debajo del bigote. Su mirada se posó en aquel lugar incierto de la mesada donde flotó el orificio y por donde fluyeron los robots minúsculos de otro mundo. Dedujo con presteza que esos seres metálicos habían sido los encargados de simplificar su negativo a cero dimensiones, eliminando toda posibilidad de conocer qué había fotografiado desde su telescopio, cuando lo apuntó, en aquella noche del 12 de noviembre, hacia la constelación de Orión. 

Fin.

domingo, 2 de abril de 2017

GRANDES ESTEPAS HELADAS

…GRANDES ESTEPAS HELADAS…
Silvia Simonetti

García se despertó tenía frío y no sabía donde estaba. Quiso moverse, pero le pareció que toda su piel se resquebrajaría.
- ¡Tranquilo! -se ordenó mientras su cerebro lo ubicaba en la realidad de a poco.
Ahora sabía que estaba en el nicho, que había otros siete más y que estaban próximos a Io ya que él estaba despertando.
El otro dato de la realidad que siguió fue que estaba allí por una imposición que el sindicato había hecho a la megacorporación para la que trabajaba: en toda misión debía haber un obrero por cada siete científicos o ingenieros.
No le hacía gracia estar ahí, orbitando un planeta enorme y sulfuroso. Su tarea consistía en conducir sobre la incierta superficie de Io un transporte-robot. Para ello lo habían entrenado, le pagaban bien y computaba doble la antigüedad.
Recordó que debía moverse lentamente y no exigir demasiado a su cuerpo, en especial a los pulmones que sentía latir como pájaros asustados dentro de su pecho. Se apoyó con cuidado sobre el piso blanco y comenzó a caminar en dirección a la hilera de nichos. Esperó encontrar a los tres primeros desocupados ya que si él estaba despierto debían estarlo los otro tres, dos bajarían al satélite, uno quedaría a cargo de la nave principal y los restantes serían despertados para hacerse cargo del regreso a la Tierra. Sin embargo a través del vidrio escarchado de los visores vio los rostros de sus compañeros, debían estar despiertos, pero dormían sus sueños criogénicos.
Cinco nichos ocupados, dos vacíos: el suyo y el de su despertante. Giró buscándolo, la falsa gravedad lo hizo moverse raramente, se sujetó de una consola y siguió buscando.
- ¡ Amaya ! ¿Se llamaba Amaya? no importa- gritó su nombre y otra vez fue raro, sonó a hueco, a poco, a que nadie lo escuchaba.
Siguió caminando, apoyándose en los tableros, al principio se preocupó de no tocar nada que provocara una catástrofe, pero cuando al inicio de un pasillo transversal vio asomada esa pierna enfundada en el traje de la compañía se precipitó a toda carrera hacia allí sin importar los click que sentía sonar bajo sus dedos crispados.
Amaya estaba en el piso con la boca abierta y los ojos apagados. Lo sacudió con bronca sabiendo que era inútil, estaba muerto.
- ¡Qué hijo de puta! ¡ Amaya....! ¡Me cago en tu alma! Me despertaste y te moriste sin despertar a los otros- lo pateó con fuerza, quería matarlo él, que se muriera de nuevo ante sus ojos.
Volvió hacia los nichos, miró los monitores con los parámetros de cada uno de los dormidos y el comando de controles. Por una de las ventanas observó a Júpiter que ocupaba todo el espacio existente y a Io que acompañaba la órbita de la nave mostrando su superficie caldosa.
- Yo sólo sé manejar el carrito, no importa, son cinco, con alguno la voy a pegar, de arriba a abajo, de izquierda a derecha, como escribo aprieto los botones - estiró los dedos y los hizo crujir.
Las suaves curvas de los latidos criogénicos de Juárez fueron reemplazadas por una férrea línea continua y el sonido de una alarma.
García no se intimidó, probó con el segundo nicho y usó el procedimiento inverso, volvieron a sonar las alarmas. La cara del durmiente del tercer nicho le pareció a García que se contorsionaba en una especie de ruego desesperado, pero siguió adelante. Cuando llegó al cuarto nicho ni miró de quien se trataba y golpeó con fuerza las teclas, se tapó los oídos para no escuchar la alarma.
Se le ocurrió que la Corporación ya debía saber que algo andaba mal, seguro estuvieron tratando de comunicarse, pero pensó que Amaya había desconectado algo por eso nadie podía lograrlo, él no tenía la menor idea de cómo hacerlo, ni despertar dormidos, ni comunicarse con la Corporación, ni arrojar a Amaya al espacio, que ya estaba empezando a oler mal.
Se acercó al quinto nicho y miró a Zapata con su cara blanca y lustrosa como de cera.
- Te voy a dar una oportunidad flaco - le dijo golpeando el cristal con sus nudillos, se sentó recostándose contra la base del nicho, le pareció que Júpiter se los estaba devorando con su inmensa masa gravitatoria, ya no se veía a Io, seguramente alguno debería haber hecho una corrección de trayectoria.
- ¡Ma sí! alguien va a venir Zapata, comida hay, oxígeno también - tuvo un escalofrío y se sintió medio obligado a hacer algo para salir de esa situación, pero estaba cansado, había dormido durante tres meses y seguro que el pelotudo de Amaya no había completado como se debía el proceso cuando lo despertó y por eso se sentía tan débil. Decidió dormir un rato, soñó con desiertos y grandes estepas heladas.

Silvia Simonetti
Julio, 2012


Muchas gracias Silvia por compartir tu relato en este blog.

sábado, 4 de marzo de 2017

DISCURSO DIFERIDO

DISCURSO DIFERIDO.
Por
Hugo Rodríguez.

Miércoles 16. 05.00 AM.

¡Son extraterrestres! ¡Su piel es oscura! ¡Y eso es suficiente para nosotros! ¡Suficiente para que le volemos la cabeza! ¡Pero si quieren más! ¡Les diré, soldados! ¡Viven bajo la tierra como gusanos! ¡Habitan en las cloacas! ¡En los desagües! ¡Y se arrastran como gusanos! ¡No vinieron de turismo a nuestro planeta, no señor! ¡Ni por nuestros recursos naturales! ¡Tampoco vinieron por nosotros! ¡Ni por nuestras mujeres! ¡No, soldados! ¡Los malditos vinieron por nuestra materia fecal! ¡Así es! ¡Los extraterrestres son unos inmundos come mierda! (Nunca creí que diría esta frase). ¡Y no estamos dispuestos a que se lleven nuestra mierda! ¡Es nuestra y punto!

Sabemos que hay una cantidad importante de ellos en los desagües de la ciudad. Aquí tenemos algunas fotografías de los gusanos, tomadas en las cloacas. No son muy buenas y no se los puede ver bien. Pero en este esquema, en este retrato hablado, aquí sí, podemos tener una idea de los feos que son ¡Y los malditos huelen igual de feo! ¿Verdad que no desearían que sus hijas se los presentaran como sus novios? Bien, soldados. Ahora deben saber, que esas sanguijuelas del espacio han desarrollado la capacidad de mutar. Sí. Los inmundos pueden cambiar de aspecto. Los malditos pueden parecerse a nosotros, en especial a gente indigente, ya saben: niños desnutridos, mendigos, viejos harapientos. Conocen dónde pegarnos.

¡Pero ustedes, soldados! ¡Son la elite! ¡Son profesionales! ¡Y no se dejarán engañar por los alienígenas! ¡No vacilarán en ponerles una bala entre las cejas! ¡Así sea un niño! ¡O una mujer con un bebé en brazos! ¡O un viejo mendigo! ¡Vuélenle la cabeza! ¡Por Dios! ¡Por la Patria! ¡Por la familia!

Lunes 21. 05.00 AM.

La acción de la semana pasada ha sido todo un éxito. Los felicito, muchachos. Los extraterrestres han tenido su merecido. Sabemos que ha habido sobrevivientes, pero que ya no merodean las cañerías. Se han ocultado en el barrio humilde de la ciudad. Valiéndose de su camuflaje. Son pocos, porque ustedes han liquidado a la mayoría, pero sabemos de su capacidad de reproducción. ¡Esas bestias paren como conejos! ¡Han colmado su planeta! ¡Han agotado sus alimentos! y por eso ¡ahora comen mierda! La ciencia se ha puesto al servicio de esta guerra, como debe ser. Nuestros doctos han encontrado el medio para detectarlos desde los satélites. Logramos reconocer su ADN. En este mapa satelital de nuestra ciudad, como pueden ver, aparece como una mancha roja la zona ocupada por ellos y coincide con casi la totalidad del barrio: 20 cuadras a la redonda. ¡Vaya, qué se reproducen rápidos estos gusanos!

Dentro de ocho horas arrojaremos una bomba, allí, justo en el centro del barrio. Ustedes son los primeros en conocer esta decisión. Habrá daños colaterales. Para el Comando Mayor no fue fácil. Evacuaremos a los ciudadanos que habitan cinco cuadras más allá del perímetro; la situación requiere de estos sacrificios.

¡Volaremos esa mancha roja del mapa! (Nunca creí que diría esta frase). ¡Dios está de nuestro lado, soldados! ¡Por la Patria! ¡Por la familia!

Meses después. 05.00 AM.

Me hubiese agradado, soldados que nuestro encuentro de hoy se hubiese dado en un contexto más optimista. No pudimos prever que la capacidad de reproducción de nuestro enemigo fuera tan vertiginosa. Como pueden observar en esta imagen satelital, el mundo, ahora es rojo. (Nunca creí que diría esta frase). Sólo en ese punto insignificante, lo ampliaré un poco, ése, de 20 cuadras a la redonda, es el único lugar libre, y lo digo con toda la grandeza de la palabra, libre del dominio invasor. Y en ese punto estamos nosotros, sobreviviendo en casas precarias, vistiéndonos con harapos, sufriendo la hambruna de nuestros niños, de nuestros mayores. Ocultándonos en las cañerías, en las cloacas, arrastrándonos...eh...arrastrándonos…eh. Por Dios. Por la Patria. Por la... ¡Mierda!


Fin.

AGRESIÓN





lunes, 6 de febrero de 2017

PACIENTE.

PACIENTE.
Por
Hugo Rodríguez.


Jamás volveré a salir con mis pacientes: la terapia en el consultorio.
No es mala idea, sicóloga.
No te burles. ¿Adónde me llevás, Juan?
Dejamos el auto acá. Caminaremos.
¿Pero esto es el medio del campo?
Así parece. Bajá, Gisela.
Yo no pienso bajar.
Bajá, dale. No me obligués a apuntarte.
No es muy profesional lo mío, pero estás re-loco.
Juntá las manos.
¿Y ahora qué? ¿Esposas también?
Sí.
Juan, no sigas. Me falta el aire. Es el asma.
No, no es el asma. Metete por ese sendero. Caminá, vamos.
Juan no sigas. Todo esto te lo estás inventando.
Caminá, dale.
Hace un calor de mierda.
25 grados es una temperatura agradable.
Para vos. Yo sufro el calor.
Lo sé.
Cuánto vamos a caminar.
Unos metros, seguí.


Es una locura.
Sí, Gisela. Sin duda.
Vos no sos ningún extraterrestre. Yo soy tu sicóloga. Sufro de asma y me falta el aire.
Claro. Tenés razón. Al menos una razón. Ahora sentate en ese tronco; —vamos a descansar. La nave está cerca.
Oh, la nave, sí, por supuesto. ¿Dónde aterrizaste?
Allá. Junto a aquellos sauces, a un lado de este arroyo.
¿Es grande tu nave?
Algo. Un ovoide de una manzana, más o menos.
Ajá. ¿Por qué no la veo?
Bueno, está activado el campo de invisibilidad.
¡Oh! invisible. ¡Qué oportuno!
Por supuesto. No era bueno que supiesen que estaba aquí ¿No te parece?
Juan, no sos de otro planeta. Sos humano. Como yo, como todos. Respirás de este aire. Tenés pulmones, corazón y un físico...muy imponente, por cierto.
Sí soy humano, Gisela. Pero no de la Tierra. De otra colonia.
Bueno, ahí vamos otra vez.
Mi físico es imponente, como vos decís, porque en 'Pirna', de donde vengo, la gravedad es un tercio mayor que la de la tierra.
No, Juan ¡carajo! ¡No existe ningún 'Pirna'! Tenés ese lomo porque hacés fierros y ¡seguro que tomás anabólicos que te plancharon las neuronas!
Levantate. Seguimos.
No doy más. Necesito mi inhalador.
No sufrís de asma, Gisela. Estás apunada.
Estamos al nivel del mar, boludo. No tenés cura, Juan.
Vamos. Levantate y caminá.
¿Es necesario que me apuntes y que me amarres?
Sí.
Y si me niego a caminar ¿serías capaz de matarme?
No lo dudes.
Ok.
Caminá delante de mí, costeando el arroyo.
Como digas.

¿Por qué te detenés? seguí caminando, Gisela.
Cuando lleguemos a tu nave y la nave no esté -que es lo más probable- ¿Qué me vas hacer? ¿Me vas a violar?
Antes me pego un tiro.
Se supone que el paciente se enamora de su analista.
Vos no sos sicóloga y yo no soy tu paciente. Ahora callate y caminá.
No puedo respirar, Juan.
Ya estamos cerca. En la nave vas a estar mejor.
Sí, claro.


¿Y, Juan? Veo los sauces, pero ¿la nave? ...minga.
Frente a vos.
No hay nada...pero sí oí un ruido ¿Qué fue?
Se abrió la compuerta. Entrá.
¡No me empujés! ¡Mierda! ¡Carajo! ¿Don...dónde estoy?
Levantate. Caminá hacia allá.
Pero ¿qué es este lugar?
Ahora entrá allí. ¿Entrás o te empujo?
No, está bien.
Ya te podés quitar las esposas, están desactivadas, y no trates de salir; hay un campo de fuerza.
¡Ay! ¡Mierda!
Te lo dije.
¿Dónde estoy? ¿Qué carajo está pasando?
Este es tu calabozo, Gisela. Tiene el clima y la atmósfera de tu planeta. ¿Estás mejor?
Sí…pero… ¡qué importa! ¿De qué me hablás? ¿Qué planeta?
De 'Tersa'. Estamos en guerra con ustedes desde hace algún tiempo. Mucho tiempo diría yo.
Yo qué tengo que ver con... 'Tersa' o como se llame.
Sos una 'tersiana'. Han hecho un buen trabajo con vos. Te creés humana.
¡Soy humana!
¡Sos una mierda 'tersiana'! ¡Sos un engendro del cosmos! y estás a punto de estallar. Hubieses explotado en la Tierra y la hubieses destruido como destruyeron otras colonias.
¡Sacame de acá! ¡Quiero salir!
Vas a salir. Te arrojaré al vacío, Gisela; para que explotés en medio de la nada.
¿Qué querés decir?
Que ya dejamos la Tierra y el sistema solar; eso digo.
No oí que despegáramos. No oí motores o algo así.
No usamos motores, Gisela: plegamiento espacial.
Qué me sucede. ¿Qué le pasa a mis brazos?
Son tus tentáculos. Y ahora... humana... ¡fuera!


Fin.

LA HIJA DEL ETERNAUTA VII. FUSIÓN

LA HIJA DEL ETERNAUTA.
Por
Hugo Rodríguez.

VII.
FUSIÓN.

La noche fría del viernes, comenzó. El chalet de los Salvo, herméticamente cerrado, albergaba a un grupo humano que disfrutaba la tensa alegría de una falsa fiesta. Todos estaban a resguardo en el improvisado búnker, si la invasión que vaticinaba Martita era cierta. Pero si no, como ella misma había dicho, pasarían una agradable velada. Allí estaban los amigos de Juan con sus familias completas. También Ramírez, el vecino de enfrente y su esposa. La joven del futuro fue presentada como una sobrina de Juan, llegada de Mendoza, y así salvaron el parecido con su 'yo' del presente, que pasó por su prima.

La fiesta promediaba. Las jóvenes se habían encerrado en el dormitorio, buscando apartarse de la animosidad de los invitados. Quizás para estar juntas y distenderse, ya que parecía que el resto de las personas disfrutaban de la reunión, incluso los que sabían el real motivo del ágape.
De pronto un estruendo insondable, que hizo vibrar la casa, se escuchó desde la habitación de las jóvenes. De Inmediato se oyó también un patético grito. Todos acudieron al aposento. Elena abrió la puerta y encontró la pieza iluminada intensamente, algunos tuvieron que cubrirse los ojos. La luz provenía de todas partes, de todas las cosas, Elena, aún deslumbrada, pudo percibir a su hija que yacía de rodillas en el suelo. Martita emitía luz como el resto de la habitación pero enseguida la escena comenzó a normalizarse.
Elena, entonces se arrojó sobre su hija y la abrazó. Juan también se acercó, el resto de los invitados miraban aturdidos.
-¡Hija! ¿Estás bien? -preguntó alterado, Juan -¿Dónde está...tu prima?
-Yo le desactive el traje...-dijo trémula, la niña -yo conocía la clave porque yo era ella...lo hice porque tenía miedo por lo que viene.
La joven buscó la mirada de su padre:
-Papá, ella está aquí con migo. Ella y yo ahora somos una sola persona.
Entonces la niña levantó su blusa y dejó ver una cicatriz en el costado izquierdo de su abdomen.
Favali, Lucas y Polsky quedaron azorados. Elena y Juan miraron a su hija con asombro.
-Ya no tengo miedo -continuó la niña, ahora con voz firme-, y sé todo sobre como resistir la invasión. Crecí de golpe, como mi otro yo del futuro.

El conjunto de mujeres y hombres, no salía de su asombro. Atónitos por lo sucedido y tratando de encontrarle sentido a lo versado por la niña, guardaron un instante de reflexivo silencio. Silencio, dentro y fuera. Silencio, para dar lugar a un solo ruido. Un golpeteo similar a insectos chocando contra la ventana: los copos fosforescentes que comenzaban a caer. Los cuerpos se petrificaron al igual que las miradas. Martita dejó de observar la ventana para mirar el rostro de su padre. Ya no era él, ya era el viajero de la eternidad.

Fin.

lunes, 9 de enero de 2017

VIGILANTE.

VIGILANTE.
Por
Hugo Rodríguez.

¡Él ya llega! ¡Nuestra salvación! ¡Ya viene!   Gritaba en la esquina un sujeto flaco de piyamas, pantuflas y bata desanudada. Gritaba mientras miraba al cielo de la madrugada y extendía los brazos hacia las estrellas.
—¡Se acerca el momento! ¡Ya está con nosotros!
El quijotesco personaje continuaba su prédica a viva voz.
—¡Viene de las estrellas! ¡Trae la salvación!
Cualquiera que lo escuchase y lo viese, sin duda, daría con una sola conclusión: al amigo se le habían aflojado algunos tornillos. Rondaría los treinta, aunque el rostro demacrado y la barba crecida, más el revoltijo de sus cabellos, aumentaban el registro  una década.
—¡Ya se anuncia! ¡Está aquí! ¡Me lo dijo! ¡Me lo dijo!
Su voz carrasposa rompía el silencio de  las calles desoladas. Tal vocerío a esas horas de la noche, como era de esperar, provocó que algún ciudadano desvelado diera parte a la policía. El patrullero no tardó en llegar. La unidad, ocupada por una joven oficial al volante y un sargento que la acompañaba, estacionó junto al tipejo. Descendieron los dos ocupantes  sin apagar el motor.
—Amigo. ¡Amigo! —El sargento tuvo que insistir y tomarlo del brazo para atraer la atención del hombre—. ¡Qué tal si se calma! ¿No le parece que es muy madrugada para andar gritando?
—¡Es que ya viene! ¡Me habló en sueños! —El quijote lo dijo sin mirar al sargento ni a la joven: apuntaba su mentón a las estrellas en una pose casi actoral—. ¡Ya llega! ¡En minutos!
—Bueno, ¿Qué tal si lo espera dentro del patrullero? —dijo la oficial.
El noctámbulo  se calmó, miró a los policías  y aceptó ingresar al vehículo. Antes de acomodarse en el asiento trasero, volteó su mirada una vez más a las estrellas y susurró: 'ya viene'.
—Sí, sí —le afirmó el sargento con ironía—. Seguro está por llegar —agregó, intercambiando sonrisas con su compañera.
—Él ya viene. Ya está aquí. —dijo, el profeta  mirando al sargento. Hizo una pausa y le preguntó: '¿Qué hora es?'.
—Entrá. Ponete cómodo —fue la respuesta del policía.
Luego la joven  y el suboficial ocuparon los asientos delanteros.
—Dale, vamos —le dijo el sargento a la muchacha, que se aferraba al volante—. Llevemos a este loco a la comisaría. 
 Los dedos de la joven se retorcieron.
—¿Me escuchaste? Vamos a la comisaría.
—El que se va a la comisaría es usted —le contestó la joven, pero  con otra voz, espectral, recóndita; giró la cabeza para mirarlo y el rostro del sargento  empalideció: las esferas de los ojos  de la muchacha se  cuajaban de sangre y uno y otro iris empezaban a fosforecer.
—Ahora bájese — le ordenó—. El hermano y yo nos vamos a otro lugar.



LA HIJA DEL ETERNAUTA. LA JOVEN Y LA NIÑA VI

LA HIJA DEL ETERNAUTA.
Por
Hugo Rodríguez.

VI.
LA JOVEN Y LA NIÑA.

Juan llegó a su casa el miércoles por la tarde, regresaba de su taller, como muchas otras veces en su vida. Pero su vida ya no era igual, después  de la llegada de esa otra hija del futuro. Ya no podía separar su afecto de una por otra. No le cabían dudas que se trataba de la misma Martita dividida en dos, la de hoy, aún una niña y la de mañana ya una joven. Él mismo estaba dividido en dos: el Juan del pasado, un hombre común, con una familia feliz y el Juan de ahora,  dispuesto a asumir su rol de defensor de su familia; si el relato de su hija del futuro era cierto. Si ese era su destino lo aceptaría y combatiría junto con sus, ahora dos hijas, a ese enemigo impiadoso llamado ‘los Ellos’. Nunca pensó que sería un combatiente de una causa libertaria. Pero al ver a  su hija convertida en una hidalga luchadora por la libertad de la humanidad humillada, se sintió orgulloso de su Martita y aceptaría el desafío que ella le confería.

Juan saludó a Elena con un beso.
— ¿Nuestras hijas? –preguntó.
—Están en su cuarto — le respondió su esposa sonriendo—. Pasan mucho tiempo juntas —agregó.
De pronto se escucharon llantos. Juan y Elena acudieron a la habitación de las chicas.
— ¡Es culpa mía ¡¡La atemoricé con mis relatos del horror que se avecina! –dijo en llanto, Marta del futuro que salía del cuarto—. Quise que estuviera preparada –continuó—. Pero ella, o sea yo..., soy tan niña todavía.
— ¡No quiero que llegue el viernes¡ ¡No quiero pelear¡ —dijo, Martita del presente, que asustada y llorosa se abrazaba a su madre.
—Soy una estúpida –intervino la joven del porvenir—. Debo entender que maduré de golpe. Dejé de ser niña de la noche a la mañana. Pasé de los juegos al horror y mi Martita de ahora es aún una niña.
Elena intentó asirla de la mano y Juan quiso abrazarla. La joven se apartó y les sonrió con lástima: los tres recordaron la advertencia que ella les había hecho  la noche de su llegada.

Una tensa calma se adueñó del cuarto de las hijas. El grupo familiar decidió continuar con los preparativos, sellando las ventanas y aberturas de la casa. Elena y Martita, la menor, acomodaron los alimentos. Juan y la otra Marta se encargaron de las municiones y armas, que había traído Favali el día anterior. Revisaron también los trajes aislantes, Lucas había traído el suyo por la mañana. La muchacha revisaba el traje de su padre y no pudo evitar evocar la última visión que tubo de él en ese futuro de espanto, alejándose de su casa,  pisando la nieve mortal y con su escopeta al hombro.


 La noche del miércoles llegó a su fin y las luces del chalet se apagaron. Sus moradores no durmieron bien, era mucha la tensión. Tampoco dormirían en la noche del jueves: víspera del viernes  que cambiaría la ya alterada vida de los Salvo, de sus amigos, de sus vecinos y de la humanidad toda.