miércoles, 1 de noviembre de 2023

Doble Contra Sencillo

 



Momento

 Constitución apestaba a hollín; molestaba con su orquesta desafinada de bocinas y pregones y el sol pálido apenas entibiaba la tarde, siempre y cuando, las nubes lo dejaran. Mi espalda finalmente se recostó en la pared mugrienta. Yo no quería hacerlo, no deseaba manchar mi taier Jacqueline Kennedy, pero llevaba dos horas esperando a Carlos y mis piernas se habían cansado.
La orden era matarlo. No lo conocía, pero Carlos me creería una mina del Gordo. Se acercaría a pedirme fuego con el cigarrillo en la mano izquierda. Esa era la contraseña acordada.
-¿Me darías fuego?
Surgió de la nada. El Turco no me dijo que era tan bueno en su trabajo.  Hurgué en mi sobre y apreté la Luder. Pero me fijé en sus ojos café y en las ondas de su cabello. Entonces tomé el encendedor.
-Ya sé que no sos una chica del Gordo. Me dijo mientras su cigarrillo se encendía, igual que me encendía yo.  
-Sos Gélida Funes. Su mirada café recorrió mi taier de arriba abajo. Su mano derecha sostenía un arma dentro de su gabardina y me apuntaba.
-El Gordo me ordenó matarte.
Nos miramos por un rato y me olvidé de Constitución, del hollín, de las bocinas.
Él quitó la mano del bolsillo y yo cerré mi cartera.

Nos metimos en un hotel cualquiera. Nos dieron una habitación cualquiera. No me importó el taier, no me importó la tarde. Solo me importó el momento: sus manos que encontraban mis lugares calientes. Su boca que besaba mis lugares calientes. La tarde se diluía y nosotros nos fundíamos con las sábanas. Nos prometimos amor eterno y lo creímos.
-¿Cómo le explicarás al Gordo que no me mataste? El gordo no perdona.
-Ya se me va a ocurrir algo. No pensemos en eso ahora, Carlos.
Goyeneche cantaba Malena desde alguna radio.

Tampoco yo había cumplido mis órdenes. Tenía que rendir cuenta de mi fracaso. Dos días más tarde visité el puesto de revistas del Turco.
-Fue un buen trabajo, Gélida. Aunque nunca hiciste algo así. Me sorprendiste. No es tu estilo.
El turco me alcanzó la revista: "Lo hallaron muerto, colgado bocabajo de la rama de un árbol". La foto del rostro de Carlos ilustraba la nota. Comprendí que era el castigo del Gordo y el Turco creyó que fui yo. Me pasó el sobre con el dinero. Me alejé del puesto y no lo saludé.

Al otro día compré boletos para Uruguay, pero no abordé el buque. No quería que la gente del Gordo supiera que estaba en Buenos Aires. Me moví como nunca y averigüé donde encontrarlo. Fue en un bar, se sentaba en una mesa alejada de la entrada. Estaba solo. Me le acerqué. Me detuve ante él y saqué mi arma.
-Vine a matarte, Gordo. Por Carlos.
-Te esperaba, Gélida. Supe que me buscabas y pensé en liquidarte, pero te necesito, sentate.
Obedecí, pero no guardé el arma.
-Cada vez hay menos profesionales que sepan moverse -dijo.
Acá tenés veinte mil. Trabajarás para mí. Reemplazarás a Carlos.
-¿Yo, reemplazar a Carlos? Le apunté a los ojos. El Gordo no temblaba. Yo sí.
-Lamento lo de Carlos. Pero no hablemos de él, Gélida. Ningún hombre vale tanto.
 Me acomodé en la silla y guardé el arma.
 Miré al Gordo por un rato. Luego pregunté:
-¿De qué se trata?