sábado, 17 de octubre de 2015
sábado, 3 de octubre de 2015
la entrega
LA ENTREGA.
Por
Hugo Rodríguez.
Allá, en el apartado Dock, la luna asomaba y los barcos se adormilaban en las dársenas.
En algún callejón penumbroso, frío y húmedo, contra una pared de ladrillos
mohosos, un sujeto recostaba su espalda enorme que terminaba en un cuello como
tronco. Al final de ese cuello había una
cabeza cubierta por un funyi calado
hasta los ojos. Un rostro que anunciaba los sesenta con una nariz de boxeador, un mentón de locomotora y
una bocaza donde se pegaba un pucho a punto de caerse. El grandulón vestía
traje azul de rayas finas y corbata roja. Bajo sus zapatos de charol que
brillaban con la luna se aplastaba la garganta de un tipejo:
—Escuchame, Pulga —la voz del grandulón se oyó como un
remolcador—. Voy a levantar mi pie para que puedas hablar, y me decís lugar y
hora de la entrega. ¿Me entendiste?
El tipejo crujió.
—No te oí, Pulga.
El tipejo crujió algo más fuerte.
—Bien, ya nos entendemos. Levantate, dale.
Ese era su estilo: primero maltratar al soplón y luego
preguntar. José Peralta, Pepe para algunos y policía para los otros, escuchó al
desgarbado alcahuete que le dio la información:
—Es esta noche, a las doce. En la dársena sur.
El tipo se limpió la sangre de la boca con el dorso de
la mano.
—Bueno. Ahora desaparecé y no te cruces en mi camino,
o será lo último que harás en tu vida.
Cuando terminó la frase, el flacucho ya se había
esfumado.
Peralta no era su apellido como todos suponían, sino el apodo. Los muchachos del Departamento
lo habían bautizado así cuarenta años atrás, cuando ingresó. Se acomodó el saco
y luego hundió las manos en los bolsillos. Con andar cansino el corpulento
policía se perdía en la noche.
Entró al boliche. Respondió al saludo de algunos
parroquianos y la rubia de vestido ajustado se le acercó:
—Hola Pepe. Que gusto verte.
Los dedos flacos de la
mujer le rozaron la cara:
—Epa ¿No te afeitaste hoy?
—Traeme una botella, Nené.
—Bueno. Te la llevo a tu mesa.
—No. En
aquella, junto a la ventana. Que nadie me moleste.
—De acuerdo.
Peralta retiró la silla, se desabotonó el saco y se
sentó. No se había quitado el sombrero y su mentón se alzaba hacia la luna.
—Acá tenés, Pepe.
La rubia dejó la botella y dos vasos sobre la mesa,
luego comenzó a masajearle los hombros. El poli le habló, sin dejar de mirar
por la ventana.
—Que nadie me moleste, te incluye a vos, Nené. Así
que, rajá de acá.
La mujer, ofuscada,
retiró un vaso y se alejó.
Peralta no bebió, sólo contempló la noche. La luna ya
estaba en lo alto. Miró en su muñeca el reloj de oro: un premio del
Departamento a su mérito, se levantó y después de abotonarse el saco, abandonó el
boliche sin saludar.
Caminó un rato
junto a las dársenas con las manos en los bolsillos y dejó que la humedad le
carcomiera los huesos. Ni gatos, ni perros, ni ratas que chillaran en el
basural. Peralta se detuvo. Y el pucho pasó de una comisura a la otra. Entonces
caminó dos pasos, sólo dos, y los
faroles del Ford T se encendieron. Peralta oyó las puertas y distinguió las siluetas de los hombres que
descendían: eran cuatro, vestidos como él.
—Hola Peralta —era la voz de su jefe, pero no se oyó
como la voz de su jefe.
—Jefe. Qué sorpresa. No pedí refuerzos, pero bien
venido.
—Ya lo sé.
— ¿Cómo se enteró que aquí se haría la entrega?
Peralta llevó su manaza ante los ojos, le molestaba las luces del Ford. No
podía ubicar a los otros tres.
—Peralta, tendrías que haberte retirado cuando el
Departamento te ofreció la jubilación. Te hubieses retirado con todos los
honores y una buena pensión.
—A qué viene eso, jefe.
—Esa costumbre tuya de hacer todo demasiado bien. Fui
yo quien le sugirió al comisario lo de tu retiro. Y ahora jodés, Peralta.
Metiste las narices donde no tenías que meterla.
La bocina ronca de una barcaza retumbó en el Dock.
—Esa es la señal, inspector —avisó uno de los escoltas.
—Sí, la oí.
El inspector, el jefe, miró por encima del hombro del
grandulón y se acarició el ala del sombrero: dos de los tipos lo sujetaron a
Peralta de los brazos y un tercero, que se le acercó por la espalda, lo ciñó
del cuello, mientras le hundía un puñal en el riñón. El corpacho del policía se
desplomó de rodillas y luego, cayó de costado sobre el empedrado. Entre tres
alzaron el cadáver y lo arrojaron a la
dársena.
—Vamos, tenemos que recoger el embarque —ordenó el Inspector.
Las puertas se cerraron y los faroles del Ford se
apagaron: el auto se alejó. En el empedrado, aquel pucho se apagaba a la luz de la luna.
Fin.
el planeta del olvido
Gracias Karina por tu colaboración.
Solo cuando cierran los ojos son capaces de
dejar huellas en el camino de sus sueños y rozar hasta los aspectos sólidos del
alma.
A tu mamá.
El Planeta del Olvido
Por
Karina García.
Existe un lugar de donde los muertos esperan
volver. Pero no todos los que se han ido están allí, sólo aquellos que no pueden
recordar que alguna vez han vivido. Esta extraña realidad se experimenta en un
pequeño porcentaje de seres pero suficiente para conformar un planeta. El
planeta del olvido, de los que ignoran
que han sido libres pero que han muerto; de aquellos que desean ser merecedores
de entrar al reino de la tierra.
En ese sector del universo no existe el
contacto físico entre sus habitantes, hacen el amor con la mirada y cuando se
enamoran sienten que tocan la tierra con las manos. Solo cuando cierran los
ojos son capaces de dejar huellas en el camino de sus sueños y rozar hasta los
aspectos sólidos del alma. Esto les provoca tal dolor que lo único de desean es
vivir de una vez. Pero, en este orbe sin luz, vivir por cuenta propia es
considerado un pecado casi vital, por eso, llegada esa instancia, se prescriben
tratamientos inmunológicos. Expertos en homeostasis selectiva inoculan a estos
individuos algún que otro recuerdo, no cualquiera, sólo aquellos que resulten
adecuados para cada sujeto. Esto dependerá de atributos personales tales como el color de sus ojos, el calibre
de sus pupilas y por supuesto dependerá de la intensidad que sus glóbulos oculares
transmitan. Para miradas sutiles son eficaces retoños de caricias faciales así
como de besos tiernos, en tanto que, para las miradas penetrantes es necesario
administrar reminiscencias más potentes. El abanico de recuerdos es amplio, y
todos ellos vinculados a experiencias placenteras.
Luego de semejante shock el individuo regresa a
su “sin forma” habitual. De nuevo logra ver el iris de sus congéneres que
intentan avistar la felicidad en ese mundo, por el tiempo que quede.
Unos pocos rechazan el tratamiento y otros
tantos reaccionan ante el antídoto de manera adversa. Ambos grupos permanecen
en el dolor, recuperan el sentido de las lágrimas, de las derramadas, de
aquellas contenidas. Memoria que los dignifica y les brinda fuerzas para aceptar
la verdad última de la vida. Es entonces que se tornan peligrosos, testigos de
lo horrendo, capaces de contagiar a los demás las ansias de ver más allá, el
exceso. Son perseguidos y exiliados del planeta hacia donde nadie sabe ni pretende
recordar.
El resto, de algún modo se pregunta como osaron
cerrar sus ojos y alejarse así del paraíso terrenal. Otros piensan que omitir
el dolor tal vez no sane las heridas. Este abuso de conciencia se extingue
fácilmente junto al resto de sensaciones que pudieron percibir durante esos
instantes.
Y así olvidan, que son los muertos que esperan
volver a donde nunca han de retornar.
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