LA ENTREGA.
Por
Hugo Rodríguez.
Allá, en el apartado Dock, la luna asomaba y los barcos se adormilaban en las dársenas.
En algún callejón penumbroso, frío y húmedo, contra una pared de ladrillos
mohosos, un sujeto recostaba su espalda enorme que terminaba en un cuello como
tronco. Al final de ese cuello había una
cabeza cubierta por un funyi calado
hasta los ojos. Un rostro que anunciaba los sesenta con una nariz de boxeador, un mentón de locomotora y
una bocaza donde se pegaba un pucho a punto de caerse. El grandulón vestía
traje azul de rayas finas y corbata roja. Bajo sus zapatos de charol que
brillaban con la luna se aplastaba la garganta de un tipejo:
—Escuchame, Pulga —la voz del grandulón se oyó como un
remolcador—. Voy a levantar mi pie para que puedas hablar, y me decís lugar y
hora de la entrega. ¿Me entendiste?
El tipejo crujió.
—No te oí, Pulga.
El tipejo crujió algo más fuerte.
—Bien, ya nos entendemos. Levantate, dale.
Ese era su estilo: primero maltratar al soplón y luego
preguntar. José Peralta, Pepe para algunos y policía para los otros, escuchó al
desgarbado alcahuete que le dio la información:
—Es esta noche, a las doce. En la dársena sur.
El tipo se limpió la sangre de la boca con el dorso de
la mano.
—Bueno. Ahora desaparecé y no te cruces en mi camino,
o será lo último que harás en tu vida.
Cuando terminó la frase, el flacucho ya se había
esfumado.
Peralta no era su apellido como todos suponían, sino el apodo. Los muchachos del Departamento
lo habían bautizado así cuarenta años atrás, cuando ingresó. Se acomodó el saco
y luego hundió las manos en los bolsillos. Con andar cansino el corpulento
policía se perdía en la noche.
Entró al boliche. Respondió al saludo de algunos
parroquianos y la rubia de vestido ajustado se le acercó:
—Hola Pepe. Que gusto verte.
Los dedos flacos de la
mujer le rozaron la cara:
—Epa ¿No te afeitaste hoy?
—Traeme una botella, Nené.
—Bueno. Te la llevo a tu mesa.
—No. En
aquella, junto a la ventana. Que nadie me moleste.
—De acuerdo.
Peralta retiró la silla, se desabotonó el saco y se
sentó. No se había quitado el sombrero y su mentón se alzaba hacia la luna.
—Acá tenés, Pepe.
La rubia dejó la botella y dos vasos sobre la mesa,
luego comenzó a masajearle los hombros. El poli le habló, sin dejar de mirar
por la ventana.
—Que nadie me moleste, te incluye a vos, Nené. Así
que, rajá de acá.
La mujer, ofuscada,
retiró un vaso y se alejó.
Peralta no bebió, sólo contempló la noche. La luna ya
estaba en lo alto. Miró en su muñeca el reloj de oro: un premio del
Departamento a su mérito, se levantó y después de abotonarse el saco, abandonó el
boliche sin saludar.
Caminó un rato
junto a las dársenas con las manos en los bolsillos y dejó que la humedad le
carcomiera los huesos. Ni gatos, ni perros, ni ratas que chillaran en el
basural. Peralta se detuvo. Y el pucho pasó de una comisura a la otra. Entonces
caminó dos pasos, sólo dos, y los
faroles del Ford T se encendieron. Peralta oyó las puertas y distinguió las siluetas de los hombres que
descendían: eran cuatro, vestidos como él.
—Hola Peralta —era la voz de su jefe, pero no se oyó
como la voz de su jefe.
—Jefe. Qué sorpresa. No pedí refuerzos, pero bien
venido.
—Ya lo sé.
— ¿Cómo se enteró que aquí se haría la entrega?
Peralta llevó su manaza ante los ojos, le molestaba las luces del Ford. No
podía ubicar a los otros tres.
—Peralta, tendrías que haberte retirado cuando el
Departamento te ofreció la jubilación. Te hubieses retirado con todos los
honores y una buena pensión.
—A qué viene eso, jefe.
—Esa costumbre tuya de hacer todo demasiado bien. Fui
yo quien le sugirió al comisario lo de tu retiro. Y ahora jodés, Peralta.
Metiste las narices donde no tenías que meterla.
La bocina ronca de una barcaza retumbó en el Dock.
—Esa es la señal, inspector —avisó uno de los escoltas.
—Sí, la oí.
El inspector, el jefe, miró por encima del hombro del
grandulón y se acarició el ala del sombrero: dos de los tipos lo sujetaron a
Peralta de los brazos y un tercero, que se le acercó por la espalda, lo ciñó
del cuello, mientras le hundía un puñal en el riñón. El corpacho del policía se
desplomó de rodillas y luego, cayó de costado sobre el empedrado. Entre tres
alzaron el cadáver y lo arrojaron a la
dársena.
—Vamos, tenemos que recoger el embarque —ordenó el Inspector.
Las puertas se cerraron y los faroles del Ford se
apagaron: el auto se alejó. En el empedrado, aquel pucho se apagaba a la luz de la luna.
Fin.
Excelente relato, Rodriguez. Muy amigable a la hora de construir en la cabeza del lector las imágenes de los sucesos. Es un cortometraje mental, como a mí me gusta decir. Gracias.
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