sábado, 3 de octubre de 2015

la entrega


LA ENTREGA.

Por

Hugo Rodríguez.

 

Allá, en el apartado Dock, la luna asomaba  y los barcos se adormilaban en las dársenas. En algún callejón penumbroso, frío y húmedo, contra una pared de ladrillos mohosos, un sujeto recostaba su espalda enorme que terminaba en un cuello como tronco. Al final de ese cuello  había una cabeza  cubierta por un funyi calado hasta los ojos. Un rostro que anunciaba los sesenta con una  nariz de boxeador, un mentón de locomotora y una bocaza donde se pegaba un pucho a punto de caerse. El grandulón vestía traje azul de rayas finas y corbata roja. Bajo sus zapatos de charol que brillaban con la luna se aplastaba la garganta de un tipejo:

—Escuchame, Pulga —la voz del grandulón se oyó como un remolcador—. Voy a levantar mi pie para que puedas hablar, y me decís lugar y hora de la entrega. ¿Me entendiste?    

El tipejo crujió.

—No te oí, Pulga.

El tipejo crujió algo más fuerte.

—Bien, ya nos entendemos. Levantate, dale.

Ese era su estilo: primero maltratar al soplón y luego preguntar. José Peralta, Pepe para algunos y policía para los otros, escuchó al desgarbado alcahuete que le dio la información:

—Es esta noche, a las doce. En la dársena sur.

El tipo se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano.

—Bueno. Ahora desaparecé y no te cruces en mi camino, o será lo último que harás en tu vida.

Cuando terminó la frase, el flacucho ya se había esfumado.

Peralta no era su apellido como todos suponían,  sino el apodo. Los muchachos del Departamento lo habían bautizado así cuarenta años atrás, cuando ingresó. Se acomodó el saco y luego hundió las manos en los bolsillos. Con andar cansino el corpulento policía se perdía en la noche.

 

Entró al boliche. Respondió al saludo de algunos parroquianos y la rubia de vestido ajustado se le acercó:

—Hola Pepe. Que gusto verte.

Los dedos flacos de la  mujer le rozaron la cara:

—Epa ¿No te afeitaste hoy?

—Traeme una botella, Nené.

—Bueno. Te la llevo a tu mesa.

—No.  En aquella, junto a la ventana. Que nadie me moleste.

—De acuerdo.

Peralta retiró la silla, se desabotonó el saco y se sentó. No se había quitado el sombrero y su mentón se alzaba hacia la luna. 

—Acá tenés, Pepe.

La rubia dejó la botella y dos vasos sobre la mesa, luego comenzó a masajearle los hombros. El poli le habló, sin dejar de mirar por la ventana.

—Que nadie me moleste, te incluye a vos, Nené. Así que, rajá de acá.

La mujer, ofuscada,  retiró un vaso y se alejó.

Peralta no bebió, sólo contempló la noche. La luna ya estaba en lo alto. Miró en su muñeca el reloj de oro: un premio del Departamento a su mérito, se levantó  y  después de abotonarse el saco, abandonó el boliche sin saludar.

 

Caminó  un rato junto a las dársenas con las manos en los bolsillos y dejó que la humedad le carcomiera los huesos. Ni gatos, ni perros, ni ratas que chillaran en el basural. Peralta se detuvo. Y el pucho pasó de una comisura a la otra. Entonces caminó dos pasos, sólo dos,  y los faroles del Ford T se encendieron. Peralta oyó las puertas y  distinguió las siluetas de los hombres que descendían: eran cuatro, vestidos como él.

—Hola Peralta —era la voz de su jefe, pero no se oyó como la voz de su jefe.

—Jefe. Qué sorpresa. No pedí refuerzos, pero bien venido.

—Ya lo sé.

— ¿Cómo se enteró que aquí se haría la entrega? Peralta llevó su manaza ante los ojos, le molestaba las luces del Ford. No podía ubicar a los otros tres. 

—Peralta, tendrías que haberte retirado cuando el Departamento te ofreció la jubilación. Te hubieses retirado con todos los honores y  una buena pensión.

—A qué viene eso, jefe.

—Esa costumbre tuya de hacer todo demasiado bien. Fui yo quien le sugirió al comisario lo de tu retiro. Y ahora jodés, Peralta. Metiste las narices donde no tenías que meterla.   

La bocina ronca de una barcaza retumbó en el Dock.

—Esa es la señal, inspector —avisó uno de los escoltas.

—Sí, la oí.

El inspector, el jefe, miró por encima del hombro del grandulón y se acarició el ala del sombrero: dos de los tipos lo sujetaron a Peralta de los brazos y un tercero, que se le acercó por la espalda, lo ciñó del cuello, mientras le hundía un puñal en el riñón. El corpacho del policía se desplomó de rodillas y luego, cayó de costado sobre el empedrado. Entre tres alzaron el cadáver  y lo arrojaron a la dársena.

—Vamos, tenemos que recoger el embarque —ordenó el Inspector.

Las puertas se cerraron y los faroles del Ford se apagaron: el auto se alejó. En el empedrado, aquel  pucho se apagaba a la luz de la luna.    

 

Fin.

1 comentario:

  1. Excelente relato, Rodriguez. Muy amigable a la hora de construir en la cabeza del lector las imágenes de los sucesos. Es un cortometraje mental, como a mí me gusta decir. Gracias.

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