domingo, 11 de junio de 2017

REVELADO

REVELADO. 

Por 
Hugo Rodríguez. 

La tarde fría del sábado cedía su paso a la noche en ese julio de 69. El alumbrado de la cuadra se había encendido y los chalés hacían lo mismo con las luces de los porches. También el cielo se había sumado a la iluminaria encendiendo las primeras estrellas que rodeaban la Luna en el horizonte. 

Bajo los tejados, los moradores buscaban la actividad que los distrajera en la tarde anodina. frente al televisor, algunos; horneando bizcochuelos, otros; o de tertulia los demás. 

Había algo de Papá Noel en aquel hombre rechoncho y setentón que ascendía lentamente la escalera hacia el desván. No lucía barba, pero sí bigotes frondosos y pelo cano que cercaba su calva. 
Se había calzado un saco de lana gris, pantalones anchos y zapatillas de pana. En la mano izquierda, nudosa y tembleque, sostenía una pala y una escoba y con la derecha se aferraba a la baranda. Se detuvo en el descanso, antes que la escalera cambiara de dirección. 

Allí, una ventana dividida en cuatro cristales, le dejaba ver el cielo. El hombre contempló por encima de sus lentes, con ojos pequeños y saltarines, los tejados y los astros que brillaban junto a la Luna. Los observó con detenimiento, interrogativo, mientras se acariciaba los bigotes. Dejó la pala y la escoba para acomodarse el cuello del sacón: el calor de la estufa no llegaba hasta el altillo. Ciñó una vez más las herramientas de aseo y continuó con el ascenso meticuloso. 
Una vez frente a la puerta del desván la abrió, tanteó en la pared el interruptor de la luz, bajó la llave y la bombilla que colgaba de un tirante se encendió. El lugar había sido acomodado para que funcionara como laboratorio de fotografía, para alguien que disfrutara de esta afición, como al parecer, practicaba este señor. Contra la pared alta del desván, sobre una mesada, se alineaban bandejas, tambores, una jarra de acrílico graduada, pinzas y la máquina ampliadora. 

Por encima, un estante donde se apilaban cajas de camisa que guardaban por fecha tambores de negativos, al menos eso indicaban las etiquetas manuscritas. Contra la pared adyacente descansaba una mesa de luz, que cumpliría otra función en este lugar. Sobre ella, resguardadas bajo un vidrio grueso, se podían observar fotos de la luna y de las estrellas. Sin duda, la afición del sujeto se aventuraba a más. 

Por la ventana única del altillo, un telescopio apuntaba a la bóveda celeste y al aparato se adosaba una máquina fotográfica con prisma pentagonal: así que el amigo rollizo escudriñaba el cosmos y también tomaba muestras fotográficas de él, ¡vaya pasatiempo! 

En el centro del desván se paraban una mesa y una silla, sobre la mesa se desparramaban las hojas de un periódico y hacia allí, el septuagenario dirigió los pasos, raspando las zapatillas de pana contra las tablas del piso. Descorrió la silla, apoyó el palo de la escoba, paró la pala, y luego el hombre se sentó. Se calentó las manos con el aliento antes de comenzar a acomodar las hojas del periódico. 
Releyó los titulares, acomodándose los anteojos en el puente de la nariz. Los rótulos avisaban la inminente llegada del Apolo a la órbita lunar, la liberación de un empresario secuestrado y noticias deportivas. Los ojos vivaces del sujeto pronto abandonaron la lectura para mirar hacia el telescopio, mientras sus dedos tortuosos jugaban una vez más con el bigote. 

¿Habrá vida en la Luna? ¿Se la podrá habitar en el futuro? Preguntas de este tópico rondarían por su cabeza, que innegablemente no encontraron respuesta, porque se puso en pie para retomar la escoba y comenzar a barrer. Sin embargo, algo atrajo su atención, algún ruido extraño, no familiar quizás, que lo obligó a interrumpir la limpieza. Se volteó en dirección a la mesada; la recorrió con sus ojos inquietos, que de súbito, se detuvieron en la jarra graduada: de allí provenía un repiqueteo, un tamborileo rítmico, tal vez se relacionaba con insectos. Se aproximó a la mesada con la misma reserva con la que había ascendido la escalera. Se detuvo a escasos centímetros de la jarra y la observó, mientras cruzaba las manos en el cabo de la escoba y fruncía el ceño. 

De un orificio, muy cerca de la jarra de acrílico, surgía una legión de hormigas de un rojo lustroso, al menos eso semejaban a primera vista. Pero al fotógrafo lo inquietaron a tal punto, que prefirió observarlas a través de una lente. Abandonó aquella posición expectante, apoyó la escoba contra la mesada y se dirigió a la mesa de luz. De inmediato, descorrió el cajón, buscó entre lentes, pinzas y broches hasta dar con una lupa ostentosa. Regresó al lugar con el adminículo óptico en la mano. 
Las hormigas ya invadían la jarra. Con pulso tembloroso el fotógrafo interpuso la lupa entre ellas y su ojo. El ojo lució desmesurado tras la lente y más enorme resultó, cuando los párpados del septuagenario se expandieron a más no poder. 

Su sospecha había sido confirmada: las hormigas no eran tales. Aunque se juzgara asombroso, aquellas termitas no eran orgánicas, sino artificiales; minúsculos autómatas que se movían con rapidez y que aparentaban ser algo así, como lentejuelas con patas y que en ese momento ya cubrían en su totalidad a la jarra de acrílico. Otra característica notoria de estos animaluchos mecánicos que pudo observar el astro-fotógrafo, consistía en que aquellas 'lentejuelas' que ofrecían el perfil a la lupa, prácticamente desaparecían al ojo avizor del setentón. Todo indicaba que los robots no contaban con una tercera dimensión. El fotógrafo recorrió la fila sin bajar la lupa hasta el orificio por donde emergían estos mecanos y allí se encontró con otro fenómeno inusitado: el orificio flotaba a pocos centímetros de la mesada. Los bichos sintéticos parecían surgir de la nada. 
El sujeto dio dos pasos hacia tras y contempló la escena sin la mediación de la lupa; objeto que sostenía con firmeza en su puño derecho. Con la otra mano se desabotonó el sacón de lana buscando alivio para su pecho agitado. La jarra se encontraba cubierta por dentro y fuera por los robots bidimensionales que habían crecido en número, destellaban reflejos escarlatas a la luz de la lamparilla y trepidaban vertiginosos en la superficie acrílica. 

De súbito algo cambió en la escena y la mandíbula del fotógrafo cayó: la jarra terminaba de ser aplastada en sentido vertical. Literalmente, las hormigas la habían reducido a dos dimensiones. Si se la miraba, como intentó el fotógrafo, por uno de los lados, la jarra era imperceptible. Él no pudo confirmar tal suceso asombroso, porque otro suceso, igual de admirable, continuó: ahora las lentejuelas aplastaban a la jarra en una sola dimensión. 

Sobre la mesada se elevaba una columna carmesí que pronto, y que casi era de esperar, se redujo a un punto. Ese punto contaría con una decena de hormigas, pero seguro se trataría de miríadas, aunque compactadas sus dimensiones, sugerían un número menor. 

Los robots, ante la mirada perpleja del fotógrafo que aún permanecía con la mandíbula tendida, desfilaron en dirección del agujero; marcharon a paso rítmico hacia el orificio ingrávido que los esperaba y por donde se fugaron. A continuación, el boquete circular se redujo hasta desaparecer. 
El astrónomo aficionado, antes de cerrar la boca, inspiró profundo y luego exhaló lentamente en un intento por recobrar la postura. Se masajeaba su alopecia cuando el silencio del laboratorio improvisado volvió a inundarse con el mismo repiqueteo inquietante. En seco detuvo el masaje de su cabeza y se giró sobre sus talones. El repiqueteo se intensificó y los ojos del fotógrafo se movieron de izquierda a derecha tratando de fijar el nuevo origen del retumbo metálico. 

Ahora, sostenía la lupa con las dos manos a la altura del esternón, sus ojos detuvieron el bailoteo; había localizado el nuevo origen del repiqueteo. Arrastró sus pasos por las tablas y se detuvo ante la mesa: junto al periódico flotaba un nuevo agujero por el cual afloraban las primeras hormigas robots que desfilaron con rapidez hacia la primera plana del diario. El astrónomo atónito apretó contra su pecho la lente, casi como un crucifijo y contemplaba como las hormigas cubrían por completo el vespertino. 

Los robots permanecieron por un instante redoblando sobre la portada y en seguida, en un segundo huidizo, abandonaron el diario para zambullirse por el agujero, que desapareció después de que la última hormiga entrara por él. 

El fotógrafo no abandonaba su parálisis y no terminaba de entender por qué esta vez no se llevaron el diario y solo se dedicaron a cubrirlo. Las dudas se disiparon cuando lentamente y sin dejar de apretar la lupa, el hombre se reclinó sobre el periódico: los títulos de la cubierta habían sido cambiados y con las mismas letras de molde ahora se podía leer: 

"HUMANO, SI DESEA RECUPERAR SU VALIOSO OBJETO DE CARBONO MODIFICADO, COLOCARÁ SOBRE ESTA SUPERFICIE LA REPRODUCCIÓN EN NITRATO DE PLATA QUE USTED PROTEGE BAJO EL MORTAL ESCUDO DE SÍLICE. REPRODUCCIÓN QUE PERTENECE A LA OBSERVACIÓN TELESCÓPICA QUE USTED REALIZARA, DE ACUERDO A SU CALENDARIO, EL 12 DE NOVIEMBRE DE 1968 Y QUE CALCA A LA CONSTELACIÓN QUE USTEDES DENOMINAN ORIÓN. DE LO CONTRARIO, EL OBJETO VALIOSO NO SERÁ RECONSTRUIDO". 

Recuperado de su desconcierto, el fotógrafo de astros enderezó su posición; metió la lupa en bolsillo del sacón y clavó la mirada en la bombilla mientras volvía a jugar con sus mostachos. Finalmente volvió a reclinarse sobre el periódico y se dispuso a releer la plana alterada del diario. Acompañó la lectura con el índice. Dedujo con esfuerzo que el 'objeto de carbono modificado' era la jarra de acrílico, la reproducción en nitrato hacía referencia a una fotografía en particular: la de Orión, tomada el 12 de noviembre de 68. Lo de 'escudo de sílice´ fue lo que más atrajo su atención porque su índice insistía en remarcar. Al parecer se refería al vidrio de la mesita de luz con el que cuidaba a las fotos de su oxidación y quizás, supuso el septuagenario, que los robots deberían sufrir alguna aversión con el sílice y por eso le pedían a él 'el humano ‘que extrajera la foto. También resultaba intrigante que hayan elegido la jarra como el objetivo del secuestro y de la extorsión: al parecer los seres de la 'otra' dimensión suponían que los productos derivados del carbono tendrían un valor sumo en nuestro mundo. Teniendo en cuenta el enorme trabajo social que requiere crear los plásticos, bueno, bien podrían 'otros ojos' apreciarlos mucho más que nosotros. 

Terminada la lectura y realizadas algunas conclusiones el ‘Papá Noel’, ya más distendido, se dirigió hacia la mesa de luz, descorrió el vidrio y retiro la foto de Orión, más conocida por este hemisferio como las 'tres marías'. La contempló por un momento, después se giró para mirar las cajas de camisa y de inmediato se insinuó una sonrisa por debajo de los bigotes: haría una copia con los negativos, seguro fue lo que pensó, así que regresó a la mesa y apoyó con cuidado la fotografía, retrocedió y esperó. Casi de inmediato comenzó el repiqueteo: los robots dorados comenzaron a emerger de la nada. Esta vez recurrieron a otra estrategia: el grupo de insectos mecánicos se dividió en dos filas, una se dirigió a la foto y la otra al periódico. La primera columna cubrió con celeridad la fotografía, la redujeron a un punto y se la llevaron por el agujero. La otra columna ya había cubierto el diario, hicieron su trabajo y luego de ordenarse en hilera se zambulleron por el orificio. El observador atento se animó a dar los pasos que lo acercaron a la mesa y comprobó en la plana del diario los titulares recompuestos: el Apolo se acercaba a la Luna y el industrial secuestrado disfrutaba de su libertad. También comprobó que muy próximo al diario, y flotando a escasos centímetros de altura, aún permanecía abierto el orificio dimensional. El agujero, oscuro por cierto, parecía girar en torno a sí, su diámetro permitiría el ingreso de un dedo humano y al parecer esto fue lo que pensó el fotógrafo curioso, porque con mucha cautela acercaba el dedo meñique de su mano izquierda que temblaba como hoja. No concretó su objetivo, una vez más el repiqueteo le anunciaba la próxima aparición de los robots. Como un rayo retiró su dedo y como otro rayo retrocedió. Una fila tupida de robots comenzó a abandonar el orificio. La fila se erigió en una columna y se estiró dibujando en el espacio el perfil reconocible de la jarra. La estampa se estiró una vez más, pero en otra dirección incorporando la tercera dimensión al objeto. La jarra había sido recompuesta y los robots dejaban de cubrirla para marchar hacia el agujero de salida. Cuando la última lentejuela ingresó al orificio, el agujero se desvaneció: los autómatas habían cumplido con su palabra. 

Cualquiera que ingresara en ese momento al cuartucho confundiría con una estatua al sujeto rollizo. No se oía el quejido de la madera, ni los rumores del exterior: el entorno compartía el patetismo del fotógrafo. Por fin, el sujeto pestañeó y acomodó su postura. Caminó hacia la mesa raspando una vez más las tablas del piso. Se detuvo y miró la jarra con desconfianza. Con la punta de los dedos, se animó a sujetar el asa y la levantó con precaución. La observó desde varios ángulos y acto seguido, la posó suavemente junto al diario. De pronto una luz se filtró en su mirada, recordó las cajas. Se giró y se dirigió animoso hacia la mesada de revelado. Mientras su mano izquierda se posaba en la mesada, el índice de la derecha recorría las etiquetas de las cajas. El dedo se detuvo en el etiquetado que esgrimía: 'negativos 1968'. El fotógrafo, estirándose un poco, tomó con las dos manos la caja y la extrajo de la pila. La posó sobre una de las bandejas y retiró la tapa de acetato, removió ansioso los tanques de negativos hasta dar con uno que retuvo entre su pulgar y el índice. Los ojos avispados del personaje navideño leyeron a través de los anteojos el rótulo, 'noviembre'. Lo destapó, miró en su interior y sus párpados se volvieron a expandir: el contenedor se encontraba vacío. Fueron infructuosas sus agitaciones frenéticas para volcar un contenido inexistente; una vez más verificó el interior del tambor y nada; el negativo se había esfumado. Llevó los dedos al bigote y el gesto adusto que reinaba en su cara cambió cuando los labios volvían a estirarse en una sonrisa debajo del bigote. Su mirada se posó en aquel lugar incierto de la mesada donde flotó el orificio y por donde fluyeron los robots minúsculos de otro mundo. Dedujo con presteza que esos seres metálicos habían sido los encargados de simplificar su negativo a cero dimensiones, eliminando toda posibilidad de conocer qué había fotografiado desde su telescopio, cuando lo apuntó, en aquella noche del 12 de noviembre, hacia la constelación de Orión. 

Fin.