R. G. B.
Por
Hugo Oscar Rodríguez.
En el futuro. Última conflagración global.
Por entre las grietas de densos nubarrones negros, un pálido
cielo amarillo apenas ilumina la tarde. Una tarde gélida, surcada por veloces
ráfagas de viento, el último hálito de un planeta que agoniza.
Protegido con un traje hermético, semejante a un equipo
espacial, un hombre desciende con dificultad por la ladera de un extenso
cráter: es un explorador. Su visera espejada refleja, las ruinas congeladas de
una ciudad destruida por las bombas-quarks. Los devastados edificios
se yerguen ante él, como monumentos lapidarios, de una cultura otrora
grandiosa. En la indumentaria del explorador predomina el rojo, el color de su
facción. Dos armas, empotradas una en cada antebrazo, son sus piezas de ataque
y su traje, blindado, es su defensa. Lo envían científicos, con quienes
coexiste penosamente en un refugio subterráneo. En el centro del anchuroso
cráter, dejado por la bomba-quarks, se abre un poso semiesférico de algunas
decenas de metros, que surge al momento de la detonación. Se trata de un
fenómeno físico inédito, desencadenado por la fisión de micro-partículas y que
despierta la curiosidad de los científicos, no por el conocimiento en sí, sino
para mejorar el poder letal de la bomba. Les obsesiona una sola idea: ganar la
prolongada, absurda y devastadora guerra.
Al parecer, toda la materia y el espacio del hoyo son
absorbidos y de inmediato devueltos, pero alterados extrañamente. Aleaciones
desconocidas hasta entonces y raros cristales se forman en el interior del
poso. El espacio es transformado a punto tal, que enigmáticos sucesos se
manifiestan alrededor.
El rojo explorador detiene su descenso y recoge piedras del
suelo estéril. Las almacena en una caja aislante que cuelga de su hombro. Mide
el nivel de contaminación. Desde la cámara adosada a su casco, filma al hoyo
central, todavía distante. Registra en su grabadora, también integrada al
casco, la información conveniente. Se dispone a continuar su bajada, cuando
algo lo distrae. No es el viento ni el rumor de algún estallido lejano, ni nada
que altere el paisaje yermo de la tarde, sino el presentimiento de no
estar solo. Instintivamente se arroja tras un montículo de piedras escarchadas
y hierros retorcidos, ocultándose. Después de un instante, el tenso
investigador se asoma parcialmente y escruta la cima del cráter. Entonces,
lejos, al otro extremo, advierte la erguida figura de otro explorador, luciendo
idéntica indumentaria protectora, pero azul. Azul: el color del enemigo.
Parapetado en los escombros, deja caer su caja de muestras y
despliega sus armas. En sus puños ciñe las mancuernas con los botones de
disparo. Apunta con su antebrazo izquierdo. Una imagen de su rival es
proyectada en su visor por la lente de su cámara. Impasible, descarga una
intensa ráfaga. El explorador azul se acuclilla devolviendo los disparos, que
impactan en el montículo. El rojo abandona su lugar y comienza a
subir, para alcanzar el extremo del cráter. Mientras asciende recibe
una lluvia de proyectiles de su inclemente rival. Al fin llega al borde y
rodilla en tierra, responde disparando con ambos antebrazos. Frenético y
descontrolado, intercambia disparos con su enemigo a través de la
extensión del cráter. Algunos proyectiles del arma oponente levantan polvareda
cerca de él y otros, se incrustan o rebotan en su traje carmesí. Los
violentos impactos lo zamarrean. Los estrépitos de las descargas parecen
acallar el rugido del viento vespertino. Las municiones se le agotaron, aunque
el odio no. Sigue pulsando sus armas inútilmente. El rival también deja de
disparar y se pone de pié, ostentando su magullada armadura azul, lo observa
desafiante. Entonces el explorador rojo se para y en idéntica actitud
jactanciosa, le devuelve el reto.
El azul echa a correr hacia los restos de una avenida
próxima. El explorador púrpura lo visualiza en una imagen aumentada y retenida
en su visera. Lo ve introducirse en el acceso de un tren subterráneo. Entonces,
va en busca de él, tomando en dirección opuesta, hacia la otra entrada del
subte. Sorteando ruinas cubiertas de escarcha llega a la boca del metro y con
torpeza, baja por la estropeada escalinata, repleta de toscas. Se detiene
agitado en el andén un instante, recupera algo el aliento y de un salto baja a
las vías. Enciende su linterna fijada al hombro y mira en dirección a la otra
estación. El túnel está cruzado por tenues luces: es la tarde que se filtra por
los boquetes de la derruida bóveda. Avanza, ahora el viento silva lejano, el
tramo de rieles está cubierto por una cantidad ingente de trozos de mampostería
y escombros. Otro haz de luz surge a lo lejos, es su oponente azul y viene por
él. El rastreador púrpura no lo duda y se apresura a su encuentro. Decidido al
combate, escala montículos, avanza con problemas, tropieza a veces, pero
continúa, como también continúa su enemigo.
Casi en el centro del viaducto un trozo de mampostería –una
pared lateral desplomada- se afirma sobre un montículo de cascotes. A una de
sus esquinas acaba de trepar el explorador azul. El rojo detiene su complicada
marcha cuando la linterna enemiga le da de pleno en su vestidura. Luego el cono
de luz se mueve hacia la losa marcando la esquina opuesta a la del azul. El
explorador carmesí comprende la oferta de su rival: culminar el duelo sobre el
cuadrado de cemento. Entonces, camina el trecho hasta la explanada y trepa, por
la otra esquina. Por fin, parado frente a su enemigo apaga su linterna, el azul
hace lo mismo con la suya, los rayos de luz de los boquetes son suficientes
para iluminar la inminente contienda. Las viseras espejadas reflejan las
figuras maltrechas de los contrincantes. El contendiente azul toca el costado
de su máscara haciéndola transparente, para que su rival pueda ver su cara y su
odio. El rojo, se dispone a lo mismo, pero queda perplejo
ante la visión: del otro lado de la escafandra enemiga está su propio rostro.
No puede entender. Su oponente es una réplica exacta de sus rasgos. Una cara
macilenta, con la boca abierta sorbiendo bocanadas de aire artificial. Intenta controlarse
y aleja un poco el desconcierto, piensa entonces que puede tratarse de un ardid
enemigo para distraerlo. Así que recupera la postura y despolariza, su
escafandra. Percibe en la otra cara el mismo desconcierto, pero enseguida
regresa la ira y el azul se abalanza, cuando el rojo se encorva para recibir el
embate.
Los cuerpos colisionan y desde el centro de los
conflictivos exploradores, brota una intensa y deslumbradora luz
blanco-celeste, acompañada de un grave ruido que hace vibrar el túnel. El
fenómeno se extiende por toda la galería., perdurando unos largos segundos.
Luego, los ecos del estallido y la luz se disipan por el viaducto. En el lugar
del embate de los luchadores, queda un solo explorador. Algo aturdido, mira a
su alrededor en busca del otro, pero es el único que permanece sobre el plano
de hormigón, después de la extraña explosión. Lo confunde su
soledad, además del color de su traje: Verde. Intenso verde.
Fin.