sábado, 28 de mayo de 2011

R G B

R. G. B.

Por 
Hugo Oscar Rodríguez.

En el futuro. Última  conflagración global.
Por entre las grietas de densos nubarrones negros, un pálido cielo amarillo apenas ilumina la tarde. Una tarde gélida, surcada por veloces ráfagas de viento, el último hálito de un planeta que agoniza.
Protegido con un traje hermético, semejante a un equipo espacial, un hombre desciende con dificultad por la ladera de un extenso cráter: es un explorador. Su visera espejada refleja, las ruinas congeladas de una ciudad destruida  por las bombas-quarks. Los devastados edificios se yerguen ante él, como monumentos lapidarios, de una cultura otrora grandiosa. En la indumentaria del explorador predomina el rojo, el color de su facción. Dos armas, empotradas una en cada antebrazo, son sus piezas de ataque y su traje, blindado, es su defensa. Lo envían científicos, con quienes coexiste penosamente en un refugio subterráneo. En el centro del anchuroso cráter, dejado por la bomba-quarks, se abre un poso semiesférico de algunas decenas de metros, que surge al momento de la detonación. Se trata de un fenómeno físico inédito, desencadenado por la fisión de micro-partículas y que despierta la curiosidad de los científicos, no por el conocimiento en sí, sino para mejorar el poder letal de la bomba. Les obsesiona una sola idea: ganar la prolongada, absurda y devastadora guerra.
 Al parecer, toda la materia y el espacio del hoyo son absorbidos y de inmediato devueltos, pero alterados extrañamente. Aleaciones desconocidas hasta entonces y raros cristales se forman en el interior del poso. El espacio es transformado a punto tal, que enigmáticos sucesos  se manifiestan alrededor.
El rojo explorador detiene su descenso y recoge piedras del suelo estéril. Las almacena en una caja aislante que cuelga de su hombro. Mide el nivel de contaminación. Desde la cámara adosada a su casco, filma al hoyo central, todavía distante. Registra en su grabadora, también integrada al casco, la información conveniente. Se dispone a continuar su bajada, cuando algo lo distrae. No es el viento ni el rumor de algún estallido lejano, ni nada que altere el paisaje yermo de la tarde, sino el presentimiento de  no estar solo. Instintivamente se arroja tras un montículo de piedras escarchadas y hierros retorcidos, ocultándose. Después de un instante, el tenso investigador se asoma parcialmente y escruta la cima del cráter. Entonces, lejos, al otro extremo, advierte la erguida figura de otro explorador, luciendo idéntica indumentaria protectora, pero azul. Azul: el color del enemigo.
Parapetado en los escombros, deja caer su caja de muestras y despliega sus armas. En sus puños ciñe las mancuernas con los botones de disparo. Apunta con su antebrazo izquierdo. Una imagen de su rival es proyectada en su visor por la lente de su cámara. Impasible, descarga una intensa ráfaga. El explorador azul se acuclilla devolviendo los disparos, que impactan en el montículo. El rojo abandona su lugar y comienza  a subir, para alcanzar  el extremo del cráter. Mientras asciende recibe una lluvia de proyectiles de su inclemente rival. Al fin llega al borde y rodilla en tierra, responde disparando con ambos antebrazos. Frenético y descontrolado, intercambia  disparos con su enemigo a través de la extensión del cráter. Algunos proyectiles del arma oponente levantan polvareda cerca de él y otros,  se incrustan o rebotan en su traje carmesí. Los violentos impactos lo zamarrean. Los estrépitos de las descargas parecen acallar el rugido del viento vespertino. Las municiones se le agotaron,  aunque el odio no. Sigue pulsando sus armas inútilmente. El rival también deja de disparar y se pone de pié, ostentando su magullada armadura azul, lo observa desafiante. Entonces el explorador rojo se para y en idéntica actitud jactanciosa, le devuelve el reto.

El azul echa a correr hacia los restos de una avenida próxima. El explorador púrpura lo visualiza en una imagen aumentada y retenida en su visera. Lo ve introducirse en el acceso de un tren subterráneo. Entonces, va en busca de él, tomando en dirección opuesta, hacia la otra entrada del subte. Sorteando ruinas cubiertas de escarcha llega a la boca del metro y con torpeza, baja por la estropeada escalinata, repleta de toscas. Se detiene agitado en el andén un instante, recupera algo el aliento y de un salto baja a las vías. Enciende su linterna fijada al hombro y mira en dirección a la otra estación. El túnel está cruzado por tenues luces: es la tarde que se filtra por los boquetes de la derruida bóveda. Avanza, ahora el viento silva lejano, el tramo de rieles está cubierto por una cantidad ingente de trozos de mampostería y escombros. Otro haz de luz surge a lo lejos, es su oponente azul y viene por él. El rastreador púrpura no lo duda y se apresura a su encuentro. Decidido al combate, escala montículos, avanza con problemas, tropieza a veces, pero continúa, como también continúa su enemigo.  

Casi en el centro del viaducto un trozo de mampostería –una pared lateral desplomada- se afirma sobre un montículo de cascotes. A una de sus esquinas acaba de trepar el explorador azul. El rojo detiene su complicada marcha cuando la linterna enemiga le da de pleno en su vestidura. Luego el cono de luz se mueve hacia la losa marcando la esquina opuesta a la del azul. El explorador carmesí comprende la oferta de su rival: culminar el duelo sobre el cuadrado de cemento. Entonces, camina el trecho hasta la explanada y trepa, por la otra esquina. Por fin, parado frente a su enemigo apaga su linterna, el azul hace lo mismo con la suya, los rayos de luz de los boquetes son suficientes para iluminar la inminente contienda. Las viseras espejadas reflejan las figuras maltrechas de los contrincantes. El contendiente azul toca el costado de su máscara haciéndola transparente, para que su rival pueda ver su cara y su odio. El  rojo,  se dispone a lo mismo, pero queda perplejo ante la visión: del otro lado de la escafandra enemiga está su propio rostro. No puede entender. Su oponente es una réplica exacta de sus rasgos. Una cara macilenta, con la boca abierta sorbiendo bocanadas de aire artificial. Intenta  controlarse y aleja un poco el desconcierto, piensa entonces que puede tratarse de un ardid enemigo para distraerlo. Así que recupera la postura y despolariza, su escafandra. Percibe en la otra cara el mismo desconcierto, pero enseguida regresa la ira y el azul se abalanza, cuando el rojo se encorva para recibir el embate.

Los cuerpos colisionan y desde el centro  de los conflictivos exploradores, brota una intensa y deslumbradora luz blanco-celeste, acompañada de un grave ruido que hace vibrar el túnel. El fenómeno se extiende por toda la galería., perdurando unos largos segundos. Luego, los ecos del estallido y la luz se disipan por el viaducto. En el lugar del embate de los luchadores, queda un solo explorador. Algo aturdido, mira a su alrededor en busca del otro, pero es el único que permanece sobre el plano de hormigón, después de la extraña explosión. Lo confunde  su soledad, además del color de su traje: Verde. Intenso verde.

Fin.

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