sábado, 5 de mayo de 2018

He visto


Nilda

Nilda.

Sostenían las copas de daiquiri y parloteaban boludeces con fondo ‘tecno’. Las minas se habían calzado los vestidos que usarían esa noche y que luego olvidarían en el placar. Los tipos acomodaban a cada rato el cuerpo en los esmóquines alquilados. La fiesta sin motivo transcurría como cualquier fiesta sin motivo, en ese viernes por la noche. Y en ese viernes por la noche conocí a Nilda; así le decían, porque su nombre era Brunilda, 'bruñida, deslumbrante' como me explicó. Había cumplido veintitrés, todas las curvas, tetas sin plástico y un culo erecto. Nada de eso fue lo que me atrajo, lo juro. Los labios finos; no. El cabello negro; tampoco. La frente amplia; menos aún. El rostro oval, su cutis de Photoshop; lejos. ¿Qué, entonces?. Los ojos; claro. No que sus iris fuesen claros, porque eran marrones. Nilda lucía ese color con soberbia, lo imponía. Cualquier boluda ‘fashion’ los ocultaría con contactos de verde o celeste. En cambio, ella exhibía sus genes latinos, sudacas. Sí. Definitivamente. Eso me atrajo de Nilda: sus iris marrones.

Compartimos unos vasos: yo whisky, ella ginebra. Nilda no sonreía y no usaba celular. Interesante. Yo apagué el mío. En fin. Se dedicaba al diseño gráfico y asistía a la facultad de ingeniería y a la de arquitectura. Se divertía con la astronomía. Había un telescopio en su departamento de Juncal. Me describió una por una las lunas de Júpiter: Ío; Europa; Calisto...¿habrá estado en alguna de ellas? Nilda no sonreía, pero me sonrió. Me habló de la mancha oval en la atmósfera de Júpiter: una mancha marrón, como un ojo, como los suyos. Me habló de las estrellas celestes, naranjas y blancas. ¿Desde cuándo brillaban con colores las estrellas? Nilda no sonreía, pero me sonrió y me habló de las galaxias y de las súper novas.
A esa altura de su currículo, yo repasaba mi respuesta para cuando fuera mi turno. Siempre era la misma mentira aprendida de memoria: viajante; ubicaba productos de una constructora, por aquí, por allá; porque 'soy espía' no era la respuesta correcta.
—¿Y vos, a qué te dedicás? —Nilda se bebió el último trago de su segunda ginebra.
—Soy espía.
—¡Qué bien! y ¿Qué espiás?
—Empresas —mentí.
—Ah. Pensé que espiabas gobiernos, instalaciones militares o algo así.
Exacto, espío gobiernos. No lo dije.
—Solo empresas —sí lo dije.
—Conocí un chico que espiaba a la competencia —me contaba Nilda y no me sorprendió—. Él trabajaba en..., bueno, no recuerdo qué banco. No sólo espiaba al banco, sino que también lo saboteó. Lo mandó a la quiebra y luego su banco lo adquirió. ¿Vos saboteas también? —terminé mi segundo whisky, eso me ayudó a contestar.
—No. Yo solo espío.
Nilda practicaba natación, tai chi, kung fú y le apasionaba cocinar. Sería difícil volverla a ver. Pero la ‘argentum’ manejó la situación, me invitó a su departamento, no al de Juncal, al de Guido y Agüero, Recoleta, por supuesto.



Sábado por la tarde; Guido y Agüero, Recoleta, por supuesto. Caminé por Guido y me paré sobre las baldosas de vainillas, frente al portón de rejas. No se trataba de un departamento, sino de una casona de dos plantas atrapada entre dos edificios. Una casona ni muy muy, ni tan tan. Con el suficiente misterio en sus ventanas largas y en las cabezas de hierro de los dos leones del portón. Oprimí el portero, de bronce lustroso. Nadie habló. Me disponía a insistir cuando se abrió la puerta de entrada, allá, bajo el alero sostenido por dos columnas dóricas. Emergió una señora corpulenta de blusa rosa y pollera negra. Seguramente la encargada de lustrar el bronce del portero. Descendió los escalones del alero y caminó con apuro hacia mi encuentro. Colgaba de su hombro una cartera y en su mano derecha tintineaba un manojo de llaves. La señora, de unos cuarenta, de rostro gentil, inteligente, una recepcionista, antes que una ama de llaves, se detuvo ante el portón.
—Usted es de la embajada ¿no? —me preguntó, rebuscando en el manojo.
—Sí —respondí, me pareció prudente.
Se abrió una hoja del portón. Entré y esperé a que la señora cerrara. No le dio llave. Pasaba delante de mí y acomodando su cartera, me invitó a seguirla. Subimos los escalones del alero. Entramos. Dentro, la sala circular se iluminaba con la pálida luz de la tarde que se filtraba por los vitrales de la ventana. Los pocos muebles y esculturas que descansaban allí, se cubrían con telas.
—La señorita ya baja —me confirmó, cabeceando hacia la escalera de mármol que ascendía en espiral.
—Discúlpeme —agregó—, pero debo retirarme.
La recepcionista que hacía de ama de llaves dejaba el manojo sobre una mesita al pie de la escalera y abandonaba la sala cerrando la puerta despacio. Muy despacio. Quizás recordó algo. El lugar se silenció: un panteón de la Chacarita sería más acogedor.
Respiré la humedad por unos minutos y aquel silencio se interrumpió con el rose de sus zapatillas: Nilda descendía, de vaqueros y una camisa masculina, desabotonada y manchada de pintura. Debajo una remera. Llevaba el pelo recogido, de un negro más natural y refregaba sus manos con un trapo.
—Hola —se detuvo ante mi.
Me clavó la mirada, sí, la de color marrón. Algo se tensó en mi estómago. Esperaba su beso, pero Nilda, giró su rostro hacia la escalera y cruzó las manos a la espalda. Advertí que no usaba corpiño y la camisa hedía a trementina.
—Cuando puedo, me dedico a la plástica —comentó y regresaban sus iris marrones.
—Qué bueno —balbuceé.
—¿Te interesa la pintura? —me preguntó.
—Algo —mentí—. Pero no entiendo mucho.
—Vamos, subí. Te mostraré mi ‘atelier’.
—De acuerdo, te sigo.
La escalera era lo suficientemente amplia como para que subiéramos juntos. Me agradó. Deseé ceñirle la cintura o tomarla del hombro. Disfruté cada escalón: un ascenso a los cielos. Terminamos en un pasillo en penumbras. Conté dos puertas a la izquierda, una a la derecha y una al final. Ella abrió la primera de la izquierda que había quedado entornada. La empujó e insistió a que entrara.
La sala se iluminaba a través de tres ventanales en el techo. Contra las paredes se apoyaban decenas de bastidores que achicaban el lugar donde se paraba el caballete. Donde también se paraban ellos: dos tipos, de vaqueros y zapatillas, de remera uno y camisa el otro. Se paraban como se paran todos ellos: de brazos cruzados, torciendo la columna. Mascando chicle. Los reconocí, estuvieron en la fiesta.
Nilda cerró la puerta y se quedó detrás de mí. La camisa con trementina y el trapo cayeron en el piso de madera.
El de remera extendió la mano hacia su compañero y este extrajo del vaquero dos sobres que los dejó en la palma de su socio.
—Tomá —me arrojó uno de los sobres—. Ese tiene lo que buscabas.
Luego me arrojó el otro sobre.
—Y ese es tu dinero. Ahora, andate.
Nunca bajamos las miradas. Nunca dejamos de intuirnos. Nunca dudé de sus armas hundidas en los vaqueros. Y siempre oí la respiración de Nilda a mi espalda. La puerta se abrió. Imaginé sus dedos sujetando el picaporte. Me giré y ella miraba las tablas del piso. Salí al pasillo.
—No lo acompañes —oí al de remera—. Conoce el camino. La puerta se cerró. Despacio. Muy despacio.
Bajé los escalones de mármol, escuchando el eco de mis pasos. Abrí la puerta de entrada. Bajé los otros escalones, los del alero. Caminé hasta el portón, separé la hoja y miré los leones de hierro. Me alejé raspando las vainillas y anduve por las veredas de Guido: la casona se quedaba atrás, atrapada entre los edificios. Seguí hasta la rotonda de Gelly. Desde allí, contemplé la embajada británica, al otro lado de la rotonda. Respiré la humedad de la tarde, de la tarde de sábado, hasta que vi el taxi y lo detuve.

El taxi me dejó en el Cosmos de Constitución: me alojaba allí desde el lunes. Entré al cuarto y arrojé los sobres a la cama, me descalcé y me hundí en el colchón. Había seguido a ese tipo por cinco días: un fiscal que frecuentaba la embajada. Eso me acercó a la fiesta y a Nilda. El fiscal estubo allí. Habló con muchos y con muchas. Habló con Nilda y con los dos tipos de la casona. Pero Nilda habló conmigo, de Júpiter y sus lunas, de la vida en el cosmos, del nacimiento de una estrella y la súper nova. Nilda no sonríe, pero a mí me sonrió dos veces. Yo deseé una noche en su departamento de Juncal, donde había un telescopio. No deseé la tarde en la casona de Recoleta.
Si lo que contenía el primer sobre era información falsa, o sea, ‘carne podrida’, yo nunca me enteraría. Mis jefes invisibles nunca me lo dirían. Entonces, ¿cuál era el problema? entregaría ese sobre y me quedaría con el dinero ¿un soborno? o ¿era mi sueldo? No lo sé. Sí sé, que nunca la volvería a ver. Deseé una noche en su departamento de Juncal. No deseé la casona, ni a los tipos ni sus sobres.


 La tarde se había ido y la noche del sábado comenzaba. El murmullo del tránsito entraba por la ventana. Intentaría dormir. Después que deje el sobre con la información la misión terminaría, para bien o para mal. Eso nunca me lo dirían. Regresaría a mi casa de Quilmes, cerca del río, allí observo las estrellas desde mi telescopio.