martes, 1 de diciembre de 2015

VÍA CIRCUITO.


VÍA CIRCUITO.

Por

Hugo Rodríguez.

 

Desbastada, Avellaneda  despertaba una vez más bajo aquel cielo plomizo. Despertaba custodiada por 'las puertas', colosales, inhumanas, que partían la nada y se erguían hasta el manto gris de las alturas. Por ‘las puertas’ habían entrado los gigantes que arrasaron todo. Los gigantes que extinguieron a la raza humana. Los que pulverizaron la civilización. Ahora, solo el viento helado del sur bufaba entre los hierros retorcidos, en los muelos de autos, entre las oquedades y  las grietas, mientras la escarcha tamizaba con su velo anémico, el amasijo de la ciudad.

En las ruinas de la estación sobre un trozo de andén, una mujer y dos hombres contemplaban absortos al monorriel, mientras resistían impávidos las poderosas ráfagas  que le arrebataban los cabellos. La mujer, joven y de buen aspecto,  vestía chaqueta y pollera y los hombres que la flanqueaban —de campera, uno, de corbata y traje, el otro— compartían el mismo semblante que la dama y la misma mirada absorta sobre el  riel. Hasta el momento en que sonó desde el norte, el silbato agudo de una locomotora. Entonces giraron sus cabezas: una luz amarilla se aproximaba. Aumentaba de intensidad a cada segundo y sobre el bufido del viento volvía a oírse el silbato fino, penetrante, de la locomotora. La máquina, que semejaba un enorme proyectil acerado, se detuvo casi sin ruido ante los tres pasajeros. Arrastraba un único vagón cilíndrico, metálico, con una puerta de doble hoja en el centro y cuatro ventanas redondas a cada lado. Las hojas de la puerta sisearon y se abrieron.  Los jóvenes, en fila y con pasos prudentes, abordaron el vagón. La puerta volvía a  sisear al cerrarse, mientras el viento barría las ruinas del andén. La locomotora silbó una vez más y comenzó a deslizarse por el monorriel, lenta y silenciosa, abandonando la estación derruida de Avellaneda.

En el interior del vagón, el rugido del viento se oía lejano y el ambiente ofrecía una blanda calidez. El trío se miraba las caras, lozanas, inexpresivas.

— ¿Qué es este lugar? —preguntó el joven de campera, que caminaba hacia el fondo.

—No sé —respondió la muchacha que se dirigía en la otra dirección—. Parece un coche para turista de primera clase.

— ¿Por qué razón subimos? —Se interrogaba el de traje, parado en el centro— ¿Por qué estábamos en el andén? 

—No tengo respuestas para eso —le afirmó la joven—. Tampoco tengo recuerdos inmediatos, ni anteriores. Ni siquiera sé mi nombre.

—Ni Yo —dijo el del fondo, girándose—. Creo que deberíamos preguntarle al conductor, si es que existe.

En ese momento la puerta que comunicaba con la máquina se descorrió. Surgió la figura grotesca de un androide con atuendo de conductor de locomotoras a vapor. Calzaba un gorro con visera y un guardapolvo hasta las pantorrillas. En la cara se movían dos ojos redondos y sin párpados. Una sonrisa exagerada se había petrificado en sus labios.

—Buenos días —saludó el androide con voz de radio mal sintonizada, mientras se quitaba unos guantes enormes—, mi nombre es Tiberio y soy conductor y guía de esta formación. Por favor tomen asiento, quiero mostrarles el lugar —los tres pasajeros permanecieron en pie—. Bien, como gusten —dejó los guantes en el primer asiento y cojeando de la pierna derecha comenzó a caminar hacia el fondo—. Este coche cuenta con muchas comodidades: al final se encuentra el lavabo donde pueden ducharse, a la izquierda, un placar con muda de sus talles —lo abrió y miró a la joven—. Aquí tenés un bonito conjunto, Inés, si querés vestirlo. 

—Ese es mi nombre ¿Inés?

—Sí —afirmó el maquinista autómata—, Inés Gutiérrez. Todos tenemos nombres.

— Y cuáles son los nuestros— preguntó incrédulo el muchacho de campera.

—Tu nombre es Mario Fernández y el tuyo Ricardo Sánchez.

El trío se intercambió miradas de soslayo y sonrisas cómplices.

            —Bueno —continuó el androide—,  a  la derecha, cuentan con un frízer, una microonda y en esa alacena, agua y alimentos, aunque sólo hay unas  barras de cereales.

Extrajo tres barras, volteó y volvió a renguear por el pasillo. Se detuvo ante  los jóvenes:

—Son muy nutritivas y sabrosas, pruébenlas —les convidaba las barras siempre con su sonrisa rígida.

—Qué tal si nos explicás qué sucede acá… Tiberio ¿no? —le increpó el muchacho de traje, bautizado Ricardo.

—Bueno, nada en especial —el androide guardó las barras en el bolsillo del delantal y se acomodó para exponer. Inés, Ricardo, Mario, compartiremos  un viaje turístico por el Gran Buenos Aires y visitaremos lugares históricos del conglomerado. Por ejemplo, allí, miren —los jóvenes se inclinaron—, el estadio futbolístico de Independiente y un poco más allá el estadio de Racing. Lo ven, dos lugares emblemáticos de la ciudad de Avellaneda.

—Ahí no hay nada —dijo Inés, que se había sentado junto a una ventana.

—Bueno, pero lo hubo —reflexionó el androide.

— ¿Qué son aquellas columnas tan altas? —Preguntó Inés— ¡Deben tener más de cien metros! ¡Parecen tajos en el cielo!

—Esas, esas son las entradas —tartamudeó el robot.

Los jóvenes lo miraron interrogativamente.

—Sí —afirmó el robot Tiberio y después de una pausa agregó—. Las entradas por donde vinieron 'Ellos'.

— ¿Quiénes? —fue la voz de  Mario.

—Los colosos —una vez más las miradas interrogativas cayeron sobre el androide—. Los alienígenos gigantes de otra dimensión. Los que destruyeron todo y exterminaron a los humanos..

—No entiendo —se interrogaba Inés—, las puertas, alienígenas ¿Qué sucedió?

—Sí. ¿Qué fue lo que pasó, robot? ¿Qué son las puertas? —lo apresuró Mario, que se había descerrado la campera.

—Las puertas aparecieron a un mismo tiempo —comenzó su perorata Tiberio, mientras se sentaba  estirando la pierna derecha—. Aparecieron en distintas partes del globo. Miles de ellas Surgieron en lugares estratégicos: ciudades, fábricas, represas, bases militares. De las puertas emergieron los alienígenos, eran humanos, pero gigantescos, embutidos en trajes impenetrables y escafandras que oscurecían sus rostros. El robot advirtió que había captado la atención de los jóvenes. Pertrechados con armas que colgaban de sus hombros como rifles —continuó Tiberio—, rifles con el poder destructivo de varias bombas atómicas. con un solo disparo arrasaban una ciudad. La tierra temblaba a cada paso que daban. Pisaban a todo y todos: niños, mujeres, jóvenes, viejos. Reducían a chatarra, coches, camiones, pateaban colectivos como si fuesen de juguete. De un par de pisotones demolían un edificio.

Las voces se callaron. La mirada de los pasajeros se perdía por las ventanas junto con  los ojos redondos del robot que continuó la narración:

—Vi cómo uno de ellos, rodilla en tierra, apuntaba el cañón de su rifle al cielo, y luego un proyectil, quizás un misil protónico no contaminante, se elevaba sobre la ciudad. Segundos después el misil caía sobre el edificio municipal: primero un silencio asfixiante, y luego la detonación arrasadora. La onda expansiva incineró a las personas. Arrasó los edificios, voló por los aires a los automóviles, Quebró los asfaltos. En instantes la ciudad quedó convertida en ruinas ardientes. 

            — ¿Por qué hicieron algo así? ¿A qué vinieron? —preguntó Inés mirando a los ojos del robot.

            —Las conjeturas que se barajaban entonces —explicaba Tiberios con su sonrisa patética—, eran qué se trataría de una avanzada y que  'vinieron a limpiar' como decían los militares.

            — ¿limpiar para qué? interrogó una vez más la joven.

            —Limpiar, para colonizar —puntualizó Ricardo con voz trémula.

            —Correcto —remarcó Tiberio, que se ponía en pie—. Transcurrió casi una década y aún no han regresado, pero ahí están 'las puertas'.

— ¿Cómo pudieron exterminar a todas las personas? —se preguntaba consternado Ricardo.

—Contaminaron el aire con gérmenes mortales —le respondió de inmediato el robot—. En menos de una semana, la humanidad, sucumbió. Luego se fueron, por esas mismas puertas, que aún siguen allí, como tajos en el cielo, para abrirse cualquier día de estos y colonizar el planeta.

— ¿Todos los humanos? —Preguntaba Mario, mientras miraba a sus compañeros—. Querés decir ¿Qué no hay ninguna persona viva?

—correcto.

— ¿Y por qué sobrevivimos nosotros? —interrogó Inés.

—Ustedes eran parte de un experimento  de animación suspendida —crujió la voz de Tiberio que se cruzaba las manos en la espalda—. Criogenia para viajes espaciales. En el subsuelo de la facultad de Ingeniería, allá en La Plata,  se construyó un recinto donde cinco voluntarios permanecerían en cámaras e invernarían durante un largo tiempo. Recordé esta información y fui a buscarlos, necesitaba pasajeros para mi gira turística —se jactó Tiberio y continuó—. Desactivé las cápsulas, al parecer no lo hice muy bien, no es mi especialidad, y dos de ustedes no sobrevivieron.  Y su desactivación tampoco fue del todo favorable.

— ¿Qué querés decir con 'poco favorable', Tiberio? —Inquirió Ricardo y se desanudaba la corbata—. Queremos saberlo todo ¿Sí?

—Algo sucedió con sus memorias —el robot guardó silencio y metía las manos en los bolsillos.

— ¿Qué hay con nuestras memorias? —insistió Ricardo.

—Se les borró —afirmó Tiberio, girando sus ojos—. No recuerdan nada de sus vidas. Sus nombres figuraban en el frente de las cápsulas. Además...

— ¡Qué! ¡Hay más todavía! —exclamó Inés, algo alterada.

—Continuá, Tiberio, dale —agregó Mario que tomaba del hombro a la muchacha.

—Además, sus memorias son inconstantes. Dentro de una hora, cuando termine el viaje, olvidarán este paseo y nuevamente sus mentes estarán en blanco para luego volver a empezar.

—¡Eso es una locura! —Se descontrolaba Inés— ¡Qué puede saber esta chatarra! ¡¿Qué hacés acá?! ¡Si rompieron todo, como decís! ¡¿De dónde sacaste esta máquina?!

Inés, finalmente, lloró sobre la campera de Mario.

—Sí. Contanos ¿cómo sobreviviste vos?  —Le habló Mario con dureza al maquinista autómata—.

Tiberio comenzó una pequeña caminata de ida y vuelta por el pasillo, y mientras rengueaba y anudaba una vez más las manos en la espalda, expuso:

—Bien. Los invasores sólo se dedicaron a exterminar a la raza humana y su cultura. Destruyeron muchas máquinas. Muchos autómatas. Pero algunos continuamos funcionando. En mi caso, me quedé sin oficio, fui programado como guía turístico.

—También sabés conducir locomotoras —agregó Ricardo.

—Ajá —contestó Tiberio que detuvo su caminata. Cruzó las manos al frente y continuó—. Me instruyeron robots ferroviarios sobrevivientes. No sólo eso, fueron ellos quienes recompusieron el monorriel de la vía circuito. Los androides, de alguna manera, tratábamos de mantenernos activos. Encontré esta vieja locomotora atómica y el vagón, que recompuse con mis propias manos, en los restos de estación Témperley.   Los arreglos me llevaron dos años hasta que pude dar la primera vuelta. Pero ¿A quién guiaría? ¿A quién le contaría de los emblemas de este conurbano?   

—Y te acordaste de nosotros —apuntó Ricardo reflexivo.

—Así es.

Mario ayudó a Inés a sentarse y luego, algo animoso, proclamó:

— ¡Podríamos tener hijos! ¡Procrearnos!  Así cuando vuelvan esos gigantes, estaríamos esperándolos un buen número y hacerles resistencia.

—No nos apresuremos ¿Sí? —respondió Inés desde el asiento. Más calmada y mirándolo al robot, le preguntó:

            — ¿Qué pasa Tiberio? ¿Por qué te callás?

Tiberio recogió los guantes y se paró frente a la puerta que comunica con la máquina y con voz de falsete, dijo:

—Ustedes sobrevivieron a los gérmenes. Es probable que las cápsulas los protegieran,  pero no del todo. Ustedes, ustedes son estériles.

— ¿Estériles? —Habló Inés y se ponía en pie— ¿Y cómo lo sabés?

—Fue el diagnóstico de la computadora de la facultad. Ahora, si me disculpan, voy a la sala de comandos, nos acercamos al puente de Sarandí y se tambalea un poco, como yo. El robot rio, pero su risa no tuvo respuesta.

—Bien —continuó—, si miran por la izquierda verán el estadio de Arsenal —los jóvenes sostuvieron las miradas duras en el androide—. En fin. Ya regreso.

La puerta se descorrió y Tiberio pasó a la máquina.

.

La locomotora, jalando de  su coche de turismo comenzaba a acelerar después de haber cruzado el viaducto con mucha parsimonia. La bala acerada brillaba contra el cielo gris: Tiberio había sabido reconstruir esa vieja locomotora y su vagón y ahora, se dedicaba  a detallar con pasión los distintos puntos significativos de este viaje circular. Habló  de Quilmes y su tradición cervecera y también de la actividad vidriera en Berazategui. Pero a diestra y siniestra el paisaje de conurbano bonaerense distaba mucho de las descripciones optimistas de Tiberio. Allí, donde les indicaba a sus opacos pasajeros la existencia otrora   de algún edificio histórico, de alguna mega—construcción significativa o de alguna industria próspera, los ojos de los paseantes sólo advertían ruinas escarchadas y desolación.

La tragicómica formación doblaba la curva de Villa España, ya con destino a la encrucijada de monorrieles Témperley. Desde ahí, volvería a curvarse de regreso a Avellaneda, pero por el ramal que unía las ciudades de Lomas de Zamora, Bánfiel, Lanús. Nombres que apenas podían deducirse de los carteles destrozados. 

El trío involuntario de pasajeros soportó por un largo rato la cháchara disfónica de Tiberio. El guía mecánico dejó a solas por un momento al grupo humano y regresó a la cabina de conducción. Los pasajeros aprovecharon la ocasión para hablar de sus destinos.

            —Tenemos que bajarnos de este tren —afirmó Ricardo—. No podemos estar a merced de este robot idiota.

—Sí, estoy de acuerdo —coincidió Mario—. Quizás allí afuera exista alguien que pueda ayudarnos.

— Lo dudo —agregó su compañero—, pero también quiero bajarme. Cuando termine el recorrido en Avellaneda, podríamos aprovechar, y dejar este tren. En la ciudad hay más posibilidades de encontrar alguien o algo que nos pueda ayudar.

—Sí. Es buena idea —volvió a coincidir Mario—.

— ¿Qué hay de nuestras memorias? —Agregaba Inés—. Si es como dice el robot, olvidaremos todo antes de llegar a Avellaneda.

—Es probable que mienta —se animaba Mario—. Aunque nuestras memorias no andan muy bien, no creo que sea para tanto. También, Tiberio podría estar mintiendo con respecto a nuestra esterilidad —agregó con picardía, mientras compartía una sonrisa cómplice con Ricardo.

—Es muy probable, Mario —le afirmaba su compañero, devolviéndole la sonrisa—. Deberíamos intentarlo.

            —En la alacena hay barras —dijo la joven haciéndose la desentendida—. Qué tal si se sirven algunas y comen un poco.

—De acuerdo — se ofreció Ricardo—. Yo las voy a buscar.

—Muy bien —afirmó la muchacha—. Coman,  mientras me ducho y me mudo de ropa. 

El tren ya había dejado atrás Témperley y ahora pasaba por los restos irreconocibles de Lomas de Zamora, mientras los apesadumbrados  jóvenes compartían las tabletas de cereales, y solo atendían el  exterior cuando divisaban algunas de las colosales y amenazantes 'puertas'.

Una vez más la figura tosca de Tiberio se presentó en el vagón:

—Ah, me alegro qué disfruten  los servicios del coche. Y del viaje, interesante supongo.

Sus palabras no lograron atraer la atención, ni  romper el mutismo de los dos jóvenes, que compartieron miradas, mientras masticaban.

—De acuerdo —se resignó Tiberios y comenzaba a renguear por el pasillo—. Nos aproximamos a la ciudad de Lanús, emblemática metrópolis del sur. Cuna de muchos artistas…

  ¿Cuánto falta para terminar el viaje, Tiberio? —lo interrumpió Ricardo, que miraba hacia el exterior.

—Oh, claro. Después de Lanús, la próxima parada es Avellaneda, final del recorrido.

— ¿Nos podremos bajar, entonces? —insistió Ricardo.

—Sí, por supuesto. Podrán estirar las piernas. Está un poco fresco, pero en fin.

—Ah, ¡qué bueno! —exclamó Inés, que volvía de la ducha removiendo sus cabellos con una toalla y vistiendo el mismo conjunto.

—¿No te ibas a mudar de ropa? —la consultó Mario.

—Hay dos conjuntos como el que vestía, este es nuevo —respondía Inés resignada—. También hay dos camperas como la tuya y dos trajes como los de Ricardo. El gusto de Tiberio es muy variado.

—Gracias —respondió el robot con su risa congelada—. Como les decía, ustedes me podrán esperar en el andén.

—Por supuesto —afirmó Mario, con sarcasmo, mientras recibía la toalla por la cara que Inés le propinó compartiendo la sátira.

—Entonces —continuó Tiberio desatendiendo las ironías de sus pasajeros—, conduciré la formación hasta Ezeiza. 

— ¿Para qué  la llevás hasta allá? —interrogó Ricardo.

—Allí, se encuentra, se encontraba —respondía el androide—, la central atómica que abastecía a toda la red ferroviaria del Roca. Aprovecho para cambiar los núcleos atómicos de la máquina y del vagón con algunas baterías que aún funcionan. No es un lugar recomendable para ustedes, hay niveles muy altos de radiación.

—Claro, sin duda —afirmaba Mario, muy sobrador—. Bueno conductor,  te esperaremos a que recargues las baterías y  luego disfrutaremos de otra vueltita ¿Qué te parece?

—Estoy de acuerdo —afirmó ingenuamente Tiberio, mientras se inclinaba y miraba por la ventanilla—. Llegamos a Lanús. 

—Te interesa Lanús ¿No Tiberio? —lo interrogó Inés acariciándole el brazo.

—Sí —el robot la miró a los ojos—. Por qué aquí es donde sucede.

— ¿Sucede qué? —Ahora, Inés le apretaba el brazo.

—Es cuando ustedes pierden sus memorias —Tiberio miró a los muchachos y agregó—. Pierden sus memorias una vez más—. Inés lo soltó y retrocedió dos pasos.

 

En las ruinas de la estación, sobre un trozo de andén, los tres jóvenes contemplaban absortos al monorriel.

Fin.

 

 

 

PLAZO

PLAZO.
 
Por

Hugo Rodríguez.

           

            En la penumbra de la cocina, la heladera gruñía en el rincón. Allí dormía su siesta de años, allí repetía  su ronquido de fastidio, mientras la hería  un rayo de sol agónico en la tarde de otoño. 

            El chancleteo de la anciana irrumpió. La vieja huesuda que respiraba con dificultad se refregaba las manos en el delantal. Se detuvo ante la heladera y se afirmó en  la manija para tantear en la parte superior: dio con unos anteojos negros de carey que se calzó en el puente de la nariz. Los ojos se agrandaron  y se fijaron en la puerta de la heladera. La abrió y la luz pálida del interior  cinceló las arrugas de la cara.

Jadeaba. La lengua  vacilaba en la boca abierta, mientras la mano temblorosa alcanzaba el paquete  de  manteca del fondo. Se acomodó una vez más los anteojos, pero no pudo leer la fecha de vencimiento. Otra fecha de vencimiento había llegado.

           

Fin.

 

lunes, 2 de noviembre de 2015

babel


Agradezco la colaboración del  joven escritor y amigo Nahuel Delgado.

 

BABEL.

Por

Nahuel Delgado.

 

Vienen en dirección contraria, lampiños, verticales, evolucionados, vociferantes, apilarán piedras, morarán, contemplarán y dialogarán en el último nivel de la torre, geométricos, refinados, urbanos. Hasta que la torre caiga en los pastizales, y un gesto de trueno se oculte cobarde detrás de una nube…

            En un momento rodarán las piedras. Se asentaran. Y sobre la catástrofe, el grito desesperado de los sobrevivientes. El efecto será inmediato. No habrá diálogos. No habrá voces. Solo sonidos bestiales que las emulen. Así arrancarán el desentramado. Dios tirando de un hilo.

            Primero las madres angustiadas, los hijos inalcanzables, los amantes distanciados para siempre. El pánico nuevo, y la lengua condenada al exilio. Seguirán así por horas, afónicos proclamando, emitiendo nada. Sobre la aldea un contrapunto de dialectos bárbaros, de silencios de pájaro, de llantos felinos, de hombres despojados y mujeres que no entenderán esta fractura múltiple del espacio.

            Impotentes recurrirán a los abrazos, a los rasguños, a los golpes y a las miradas penetrantes. Descubrirán que el guiño y las señas también les están vedados, pues comparten axiomas con las cuerdas bocales. Buscarán reunirse en silencio antes de que caiga la noche. No lo lograrán.

            Al cabo de unos años podrán sentarse alrededor de un fuego. De la aldea, sólo quedarán las ruinas de las piedras de la torre.

            De esa última reunión nada podrá decirse. Incapaces de acordar algo, desestimada la posibilidad de construir una nueva lengua (ya no será necesario) y sin el ejercicio del idioma (que sentencia la muerte de los conceptos), entrarán en una parábola furiosa.

            Encorvados perderán el ropaje, se destruirán las rodillas, descenderán a una comunicación básica, tosca, huraña, corporal. Vivirán los siglos. Intentarán la teatralización, después la danza, por último, la imitación de los bosques laterales. Las nuevas generaciones producto del pulso terrenal, ya no imitarán al bosque, serán el bosque, serán el oso, serán el águila y el lobo. Invulnerables, cuadrúpedos, alados morarán en las grutas, se arrastrarán, treparán los árboles para no bajar jamás, se poseerán en los ríos, se devorarán, se ultrajarán, se pudrirán, se multiplicarán en las últimas vueltas de la madeja.

            Ya reptando, escamosos, unicelulares, de ojos fríos, no sabrán que es el tiempo, y no advertirán que la historia ya no les pertenece, sino, que es de ellos, de esos que vienen en dirección contraria, lampiños, verticales…





domingo, 1 de noviembre de 2015

duplicate


 

DUPLICATE.

Por

Hugo Rodríguez.

 

GRABANDO.

“Hola, a quien sea. Mi nombre es Mary. Debo andar por los diez años. Creo que es lunes, si no perdí la cuenta. Vivo en Berazategui y anochece. Encontré este celu que no tiene cámara, pero al menos graba. Estoy sola. Ya no están ni mamá,  ni papá”.

PAUSA.

GRABANDO.

“No quiero ser melodramática. Vamos al punto. Bueno, ya saben, apareció uno que tocó  los botones y ¡plaf! ¡A la mierda todo! Por estos lados no quedó ni el loro. No hay agua, ni animales, ni plantas. Algún que otro robot patalea por ahí, como Frank, que me acompaña. Frank es grandote y fortachón. Habla poco, pero es muy inteligente. Me protege. Armó con lo que quedaba de un auto  un coche solar que está genial y con eso paseamos por todos lados. Esos sí, funca de día nada más. Nos refugiamos en el Bingo. Quedaron algunas paredes y algo del techo, lo demás es puro cascote”.

PAUSA.

            —Mary, conviene que descanses. Mañana salimos temprano.

            —Sí, Frank. ¿Frank? ¿Por qué no quedó agua?

            —Después de las explosiones, en la atmósfera se formaron posos enormes de vacío  por donde el agua de los océanos, lagos y ríos se fugó al espacio.

            — ¡Uy! ¡Sí! Recuerdo las olas, ¡Gigantes! Se perdían en el cielo.

            —Puede ser que queden lagos o ríos subterráneos, nada más.

            — ¿Encontraremos alguno, alguna vez?

            —En la provincia de Buenos Aires es poco probable. En la Patagonia o cerca de los Andes, pudiera ser. Pero ahora descansá. Mañana tendremos una jornada intensa.

            —Sí. Ya se hizo noche.

GRABANDO.

“Mañana nos vamos para La Plata, porque en el celular había entrado un mensaje:

 

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            Frank me explicó que trianguliando, o algo así,  dedujo que la señal venía de allá. Según él había posibilidades de que alguien estuviera vivo. Yo creo que no hay nadie, que la señal se activó sola. Pero mientras vallamos para el sur está todo bien. Porque acercarse a la capital es jodido. Desde acá, se puede ver el cielo violeta eléctrico y eso quiere decir, radioactivo”.

PAUSA.

GRABANDO.

“Ah, me olvidaba, Frank le sacó las gomas al coche solar y las yantas calzaron justo en los rieles del Roca ¡Así que viajaremos por las vías! ¡Es un capo!”.

PAUSA.

GRABANDO.

“Bien, supongamos que hoy es martes. Perdimos toda la mañana preparando el viaje. Lo llenamos al coche de porquerías. Al final partimos para La Plata a eso de las cuatro de la tarde. Frank  hizo otra trianguliación con el sol y supo la hora. Por las vías el auto-solar anda más lento. Tenemos que ir con cuidado porque pueden estar rotas, como en el cruce de Villa España. El fortachón se tomó el laburo de traer unos rieles  del ramal de Ránelagh y los calzó donde faltaban y así pudimos llegar hasta Plátanos. En Plátanos no hay nada, ni árboles, ni plantas, ni pastos. Me acuerdo de que antes que todo se fuera al carajo vinimos un par de veces a la pileta con mis papis. Ahora no quedó ni el trampolín. El arroyo ese que olía a mierda está más seco que no sé qué. Para el oeste -yo sé dónde queda el oeste porque papá me enseñó; estirás los brazos en cruz y mirás hacia donde sale el sol, ahí es el este, a la espalda el oeste, a la izquierda el norte y a la derecha el sur-.  Bueno, miraba para el oeste, como decía, y está todo seco y pelado. Lejos, lejos, se ven algunas chimeneas y nada más”.

PAUSA.

            —Frank, lo que dejamos atrás era  Hudson ¿no?

            —Correcto. Ahora toda esta planicie que vez  era un bosque.

            — ¿Un bosque?

            —Sí, Mary. Miles de árboles y plantas de diversas especies. Esto ya pertenece a Pereyra.

            — ¡Ah! El parque Pereyra.

            —Correcto.

            — ¿Frank? ¿Debería sentir hambre, no? ¿Trajiste comida?

            —Negativo. No se encuentra por ningún lado.

GRABANDO.

            “Se iba la tarde y nos detuvimos en los restos de un andén. Primero bajó Frank, que limpió el lugar de vidrios, de maderas y escombro. Era la estación de Villa Lisa, Frank encontró un pedazo de letrero, el que decía “Lisa”. Yo intentaba reconocer el lugar desde el vehículo”.

PAUSA.

            —Frank. ¿Vez este camino que va para el río?

            —Afirmativo.

            —Por ahí íbamos a Punta Lara. A papá le gustaba pescar. A mí no. Pero le hacía el aguante. A mamá tampoco le gustaba y se aburría. Ahora no debe haber ni un pescado.

            —Tampoco hay agua, Mary.

            —Tampoco está papá.

            —Pasaremos la noche aquí. Dormirás en aquél banco junto al muro.

GRABANDO.

“Frank le arregló la pata al banco  y acomodó unas frazadas. Yo me senté, no quería acostarme. No sé para qué, no dormiría y tampoco soñaría. No recuerdo ningún sueño. Miré para el lado del río, ya se venía la noche y empezaba a soplar viento, debería sentir frío. Recogí un  pedazo de vidrio para mirarme la cara. Hacía días que no me miraba: el viento me despeinaba las mechas, sucias y descoloridas ¡si me viera mamá! Mi rostro es igual al de ella, aunque ahora le falta un pedazo: se ve mi cámara óptica y mi estructura de titanio. No creo que Frank me pueda reparar”.

 
Fin.


















sábado, 3 de octubre de 2015

la entrega


LA ENTREGA.

Por

Hugo Rodríguez.

 

Allá, en el apartado Dock, la luna asomaba  y los barcos se adormilaban en las dársenas. En algún callejón penumbroso, frío y húmedo, contra una pared de ladrillos mohosos, un sujeto recostaba su espalda enorme que terminaba en un cuello como tronco. Al final de ese cuello  había una cabeza  cubierta por un funyi calado hasta los ojos. Un rostro que anunciaba los sesenta con una  nariz de boxeador, un mentón de locomotora y una bocaza donde se pegaba un pucho a punto de caerse. El grandulón vestía traje azul de rayas finas y corbata roja. Bajo sus zapatos de charol que brillaban con la luna se aplastaba la garganta de un tipejo:

—Escuchame, Pulga —la voz del grandulón se oyó como un remolcador—. Voy a levantar mi pie para que puedas hablar, y me decís lugar y hora de la entrega. ¿Me entendiste?    

El tipejo crujió.

—No te oí, Pulga.

El tipejo crujió algo más fuerte.

—Bien, ya nos entendemos. Levantate, dale.

Ese era su estilo: primero maltratar al soplón y luego preguntar. José Peralta, Pepe para algunos y policía para los otros, escuchó al desgarbado alcahuete que le dio la información:

—Es esta noche, a las doce. En la dársena sur.

El tipo se limpió la sangre de la boca con el dorso de la mano.

—Bueno. Ahora desaparecé y no te cruces en mi camino, o será lo último que harás en tu vida.

Cuando terminó la frase, el flacucho ya se había esfumado.

Peralta no era su apellido como todos suponían,  sino el apodo. Los muchachos del Departamento lo habían bautizado así cuarenta años atrás, cuando ingresó. Se acomodó el saco y luego hundió las manos en los bolsillos. Con andar cansino el corpulento policía se perdía en la noche.

 

Entró al boliche. Respondió al saludo de algunos parroquianos y la rubia de vestido ajustado se le acercó:

—Hola Pepe. Que gusto verte.

Los dedos flacos de la  mujer le rozaron la cara:

—Epa ¿No te afeitaste hoy?

—Traeme una botella, Nené.

—Bueno. Te la llevo a tu mesa.

—No.  En aquella, junto a la ventana. Que nadie me moleste.

—De acuerdo.

Peralta retiró la silla, se desabotonó el saco y se sentó. No se había quitado el sombrero y su mentón se alzaba hacia la luna. 

—Acá tenés, Pepe.

La rubia dejó la botella y dos vasos sobre la mesa, luego comenzó a masajearle los hombros. El poli le habló, sin dejar de mirar por la ventana.

—Que nadie me moleste, te incluye a vos, Nené. Así que, rajá de acá.

La mujer, ofuscada,  retiró un vaso y se alejó.

Peralta no bebió, sólo contempló la noche. La luna ya estaba en lo alto. Miró en su muñeca el reloj de oro: un premio del Departamento a su mérito, se levantó  y  después de abotonarse el saco, abandonó el boliche sin saludar.

 

Caminó  un rato junto a las dársenas con las manos en los bolsillos y dejó que la humedad le carcomiera los huesos. Ni gatos, ni perros, ni ratas que chillaran en el basural. Peralta se detuvo. Y el pucho pasó de una comisura a la otra. Entonces caminó dos pasos, sólo dos,  y los faroles del Ford T se encendieron. Peralta oyó las puertas y  distinguió las siluetas de los hombres que descendían: eran cuatro, vestidos como él.

—Hola Peralta —era la voz de su jefe, pero no se oyó como la voz de su jefe.

—Jefe. Qué sorpresa. No pedí refuerzos, pero bien venido.

—Ya lo sé.

— ¿Cómo se enteró que aquí se haría la entrega? Peralta llevó su manaza ante los ojos, le molestaba las luces del Ford. No podía ubicar a los otros tres. 

—Peralta, tendrías que haberte retirado cuando el Departamento te ofreció la jubilación. Te hubieses retirado con todos los honores y  una buena pensión.

—A qué viene eso, jefe.

—Esa costumbre tuya de hacer todo demasiado bien. Fui yo quien le sugirió al comisario lo de tu retiro. Y ahora jodés, Peralta. Metiste las narices donde no tenías que meterla.   

La bocina ronca de una barcaza retumbó en el Dock.

—Esa es la señal, inspector —avisó uno de los escoltas.

—Sí, la oí.

El inspector, el jefe, miró por encima del hombro del grandulón y se acarició el ala del sombrero: dos de los tipos lo sujetaron a Peralta de los brazos y un tercero, que se le acercó por la espalda, lo ciñó del cuello, mientras le hundía un puñal en el riñón. El corpacho del policía se desplomó de rodillas y luego, cayó de costado sobre el empedrado. Entre tres alzaron el cadáver  y lo arrojaron a la dársena.

—Vamos, tenemos que recoger el embarque —ordenó el Inspector.

Las puertas se cerraron y los faroles del Ford se apagaron: el auto se alejó. En el empedrado, aquel  pucho se apagaba a la luz de la luna.    

 

Fin.

el planeta del olvido


Gracias Karina por tu colaboración.

Solo cuando cierran los ojos son capaces de dejar huellas en el camino de sus sueños y rozar hasta los aspectos sólidos del alma.

A tu mamá.

 

El Planeta del Olvido

Por

Karina García.

 

Existe un lugar de donde los muertos esperan volver. Pero no todos los que se han ido están allí, sólo aquellos que no pueden recordar que alguna vez han vivido. Esta extraña realidad se experimenta en un pequeño porcentaje de seres pero suficiente para conformar un planeta. El planeta del olvido, de los  que ignoran que han sido libres pero que han muerto; de aquellos que desean ser merecedores de entrar al reino de la tierra.

En ese sector del universo no existe el contacto físico entre sus habitantes, hacen el amor con la mirada y cuando se enamoran sienten que tocan la tierra con las manos. Solo cuando cierran los ojos son capaces de dejar huellas en el camino de sus sueños y rozar hasta los aspectos sólidos del alma. Esto les provoca tal dolor que lo único de desean es vivir de una vez. Pero, en este orbe sin luz, vivir por cuenta propia es considerado un pecado casi vital, por eso, llegada esa instancia, se prescriben tratamientos inmunológicos. Expertos en homeostasis selectiva inoculan a estos individuos algún que otro recuerdo, no cualquiera, sólo aquellos que resulten adecuados para cada sujeto. Esto dependerá de atributos personales  tales como el color de sus ojos, el calibre de sus pupilas y por supuesto dependerá de la intensidad que sus glóbulos oculares transmitan. Para miradas sutiles son eficaces retoños de caricias faciales así como de besos tiernos, en tanto que, para las miradas penetrantes es necesario administrar reminiscencias más potentes. El abanico de recuerdos es amplio, y todos ellos vinculados a experiencias placenteras.

Luego de semejante shock el individuo regresa a su “sin forma” habitual. De nuevo logra ver el iris de sus congéneres que intentan avistar la felicidad en ese mundo, por el tiempo que quede.

Unos pocos rechazan el tratamiento y otros tantos reaccionan ante el antídoto de manera adversa. Ambos grupos permanecen en el dolor, recuperan el sentido de las lágrimas, de las derramadas, de aquellas contenidas. Memoria que los dignifica y les brinda fuerzas para aceptar la verdad última de la vida. Es entonces que se tornan peligrosos, testigos de lo horrendo, capaces de contagiar a los demás las ansias de ver más allá, el exceso. Son perseguidos y exiliados del planeta hacia donde nadie sabe ni pretende recordar.

El resto, de algún modo se pregunta como osaron cerrar sus ojos y alejarse así del paraíso terrenal. Otros piensan que omitir el dolor tal vez no sane las heridas. Este abuso de conciencia se extingue fácilmente junto al resto de sensaciones que pudieron percibir durante esos instantes.

Y así olvidan, que son los muertos que esperan volver a donde nunca han de retornar.

jueves, 3 de septiembre de 2015

b10


Agradezco a Adrián su colaboración.

B10

Por

Adrián Dimarco.

 

            También estaba Sara, pero sintiéndose rehén de sus sueños, no le era posible contar con su apoyo. Pensar en ella era lo único que lo “libraba” de la paradoja de sentir que el tiempo le sobraba. Por todo lo demás, el Sr. Ludueña había caído en un laberinto sin entrada, y pasaba las horas solitario, deambulando inútilmente por la casa o tirado en una cama. En algún pliegue oculto de su alma, encontraba sin embargo, un resto de voluntad para fingir bienestar durante las comunicaciones con Sara; pero al cortar se desarmaba en llantos graves de hombre.

            La serie de lamentables estadíos transitados por el Sr. Ludueña, perduró hasta que fue sorprendido por la videollamada, en la que se fijarían fecha y hora para una cita: sería en su casa, con un alto ejecutivo que, si bien se identificó fehacientemente, se negó a anticiparle detalle alguno del motivo de la reunión. La intriga alrededor del asunto no esperanzó a Ludueña en su pesar, pero sí le acercó el soplo necesario para aliviar tanto ahogo de certezas.

            El día del encuentro, durante la mañana, reacondicionó su living. Al mediodía sintió ganas de almorzar (últimamente casi no tenía hambre) y pidió algo liviano. Después de comer media ración, se sirvió un café y se acomodó en el sillón a matar la espera viendo la señal de noticias. Logró olvidarse del reloj, sumergido en publicidades de ventanas de cristal líquido en alta definición, pronósticos criminológicos e informes bursátiles. Se sobresaltó al escuchar la alarma del sensor de visitas, tanto, que hasta podría decirse que corrió a abrir la puerta.

            — Buenas tardes. ¿Sr. Ariel Ludueña?

            —El mismo. Y Usted debe ser....

            —Lic. Guillermo Frisco, encantado —interrumpió el ejecutivo estrechando la mano ya huesuda de Ludueña—. Me acompaña el Ing. Rubén Melgar, especialista en seguridad integral. Si no se opone, Rubén hará

una rápida revisión de su hogar. No se preocupe, es solo para garantizar la privacidad de nuestro encuentro.

            —Adelante, pueden revisar tranquilos, no creo que encuentren nada raro.

            —Justamente por eso, porque lo raro es lo que menos se encuentra, es que debemos revisar para estar seguros.

Durante los cinco o seis minutos que demoró el escrutinio de la casa, Ariel y Guillermo se entretuvieron hablando de banalidades tales como lo extremo del clima y la rareza de los encuentros cara a cara entre personas desconocidas, como lo eran ellos dos.

            —Todo en orden señores, pueden conversar con total privacidad —sentenció el ingeniero al concluir su chequeo.

            —Gracias. Esperame en el transporte, por favor. Tengo que hablar a solas con el Sr. Ludueña.

            El ingeniero se despidió cordialmente y se marchó. Lo de “hablar a solas” fue una simple excusa para que Melgar saliera a velar por la seguridad, desde el vehículo estacionado en la puerta.

            —Bueno Ariel, ¿puedo llamarlo Ariel?

            —Sí, no hay problema.

            —Bien, comencemos. Supongo que estará intrigado por el motivo de este encuentro, ¿verdad?

            — ¿Y cómo estaría Usted en mi lugar? Desde su videollamada no pude dejar de pensar. Mil veces me pregunté: ¿qué tiene para decirme este hombre que requiera de un encuentro personal? ¿Y por qué no puede adelantarme nada del asunto?

            —Comprendo lo que siente, así que no lo hago esperar más, vamos al grano. Usted, es usuario avanzado de GlobaNet desde hace casi treinta años. Probablemente no lo recuerde, pero para ingresar a nuestra red, usted aceptó las condiciones de privacidad, que en la sección 7.2.2 detallan que la información volcada en nuestros sistemas, podría ser usada por GlobaNet siempre y cuando sea en pos de un beneficio claramente comprobable para la humanidad.

—Perdón, pero ¿usted se acordaría de un click que hizo hace treinta años? —preguntó Ludueña con ansiedad y razón—. Ni siquiera recuerdo haber leído esas condiciones; mucho menos puedo saber de qué tratan y, menos todavía, entender qué tienen que ver conmigo y con su visita.

—No se impaciente, por favor, le explico: soy el líder del llamado “Proyecto B10”, y estoy aquí porque usted ha sido seleccionado entre nuestros usuarios de todo el mundo para una prueba piloto.

— ¿Justo a mí? ¡Sí que tienen buena puntería en su empresa! —bromeó Ariel visiblemente nervioso—.Yo lo lamento mucho, pero se equivocaron de persona, porque hace unos días...

—Sé lo que me va a decir Ariel —interrumpió Guillermo tratando de ahorrarle un mal trago—.

Sabemos que recientemente le han confirmado lo irreversible de su enfermedad, y a riesgo de ser cruel, debo decirle que es precisamente por eso que lo hemos elegido.

El rostro afilado de Ludueña se transformó para dar paso a una incontenible descarga de sarcasmo que, confieso, hasta a mí llegó a turbarme.

—A ver si entiendo bien: ustedes buscaron “moribundo + solitario + desesperado” y... ¡Bingo, aparecí yo! Pero supongo que no debo ser el único en todo el mundo; es más, debemos ser unos cuantos, así que, dígame licenciado, ¿por qué a mí? ¿Qué tengo de especial además de tener mis días contados? ¿Acaso soy el primero en su lista de resultados? ¿Es por orden alfabético o por número de días restantes? La presión fue insoportable pero Guillermo no me defraudó: lo dejó terminar respetuosamente, haciéndose cargo de la reacción de Ludueña. Luego actuó una pausa larga en la que permaneció mirando al suelo, como avergonzado.

—Discúlpeme si lo herí. La verdad es que no encontré otra forma de encarar el tema, lo siento. Y permítame decirle también, que sabemos que su enfermedad no es lo que más lo atormenta. Su mayor aflicción es por la carrera de su hija, que está a punto de doctorarse en Budapest. Usted teme que la noticia sobre su estado de salud o su inminente muerte, le afecte negativamente en sus investigaciones, que no logre ese doctorado que ella tanto ansía. La ama profundamente, más de lo que cualquier padre puede amar a su hija. Usted es el apoyo más fuerte para Sara y jamás se perdonaría ser el impedimento para que concrete su sueño. Este asunto lo tiene más angustiado que su propia muerte.

—Lo felicito Señor, ¡realmente sabe más de mí que yo mismo! Y como si fuera poco, sigo sin saber cuál es mi papel en este juego —Ludueña tenía ganas de echarlo pero no lo hizo. También quería conocer la propuesta.

—Cálmese Ariel, lo más difícil ya pasó, llegamos al punto: el Proyecto B10 de GlobaNet tiene metas que la ciencia médica jamás alcanzará porque ni siquiera están en sus dominios. Si luego de conocer de qué se trata, acepta ser protagonista de esta prueba piloto, le garantizo que pasaremos a escribir otra historia gracias a su indispensable aporte.

Ludueña escuchó atentamente al líder del proyecto. Éste le explicó con lujo de detalles los alcances de la propuesta. También le entregó una carpeta con folletos y una especie de contrato para que firme en caso de aceptar. Por último, le pidió absoluta discreción y le dio dos días para pensar su respuesta. Se despidieron. Rubén esperaba al licenciado en el transporte.

—Controlalo bien de cerca —le dijo Guillermo en voz baja al cerrar la puerta del vehículo—. En su estado, no va a consultar a nadie, pero no quiero correr riesgos.

— ¿Creés que aceptará?

—No es cuestión de creer, va a aceptar. Hace mucho que somos infalibles —respondió Guillermo con esos aires de grandeza que nunca fueron de mi agrado.

El salón europeo de GlobaNet se encuentra repleto. Desde su atril, el Lic. Guillermo Frisco comienza su exposición sobre los resultados del Proyecto B10:

“Tengan todos muy buenas noches. Les doy la bienvenida a esta presentación —el salón se fundió en aplausos.

“Permítanme hacer una breve reseña histórica del recorrido que nos trajo hasta aquí: a mediados del siglo XX surgió una red mundial llamada Internet. Alguno de ustedes, tal vez haya oído hablar de ella. Hoy solo quedan algunos tramos de esa red, pero ahí comenzó todo. Servicios como el correo electrónico, chat y páginas web fascinaron a los usuarios en todo el mundo. En los comienzos del siglo XXI, se difundió el uso masivo de redes sociales. En ellas, las personas subían voluntariamente toda clase de información, incluyendo detalles de su vida privada. Confiaban plenamente en las empresas que custodiaban sus datos, aun cuando, por aquellos días, la seguridad tenía incontables flaquezas. Luego, los avances tecnológicos acrecentaron este fenómeno: teléfonos inteligentes, cámaras de seguridad en calles y hogares, sistemas de posicionamiento global satelital. Todo se fue integrando. La gente, a su vez, expresaba la voluntad de exponer todos los aspectos su vida en las redes: ubicación global en cada instante, relaciones sociales, familia, amigos, trabajo, gustos, hábitos de consumo, miedos, creencias, fantasías, y podría seguir enumerando. Aquí es donde entra en juego la visión de GlobaNet de este fenómeno humano.

“Hace poco cruzamos el portal de entrada a un nuevo siglo y podemos afirmar que con B10 también hemos logrado saltar un límite inimaginado —me irritan los alardes innecesarios de Guillermo, pero debo admitir que la atención de la concurrencia no decaía—. En poco tiempo, la capacidad de almacenamiento y proceso aumentó increíblemente. Los algoritmos de seguridad son infranqueables. Nuestros usuarios confían ciegamente en la custodia y privacidad que hacemos de sus datos. En resumen: un conocimiento inédito y profundo de cada ser humano, sumado al desarrollo de avanzadas técnicas de virtualización, son las bases de este proyecto.

“Lo que a continuación van a ver en pantalla, son los registros audiovisuales de una experiencia realizada hace aproximadamente seis meses con dos de nuestros usuarios: Ariel Ludueña, argentino, viudo, de 52 años de edad y su única hija, Sara, de 27 años, haciendo su doctorado en Budapest” Un gesto en el aire de la mano de Ariel hace bajar las luces y echa a correr el video.

—Hola Papá...

— ¡Sarita! ¡Estaba comiéndome las uñas esperando tu llamada! ¡¿Y, cómo te fue?!

—Mal papá... me traicionaron los nervios, y eso que me preparé muchísimo, te juro, pero no alcanzó. No pude defender algunos puntos y tengo que volver a... —aquí se ve cómo Sara no puede contener la risa y Ariel se da cuenta de la broma que le estaba jugando— ¡Bien Papá, me fue bien! ¡Al fin me doctoré! No lo puedo creer... no sé ni lo que siento, después de tanto esfuerzo, la verdad es que...

— ¡Te felicito hija! No sabés la alegría que me da. ¡Quiero estar ahí para abrazarte!

— ¡Yo también muero de ganas de darte un abrazo, Papá, y festejar! ¡Te amo! Sé que no te gusta que te diga estas cosas, pero todo es gracias a vos, a tu apoyo, te lo debo todo!

—Hice lo que haría cualquier padre, el esfuerzo y los frutos son tuyos y de nadie más.

—Tengo una idea Papá, ¿tenés algo para brindar? ¿Por qué no llenamos unas copas y las chocamos por la pantalla?

— ¡Dale! —dice Ariel entusiasmado yendo a buscar su copa y sirviéndose un poco de vino de una botella que ya tenía empezada.

La concurrencia observa el “tele brindis” y comparte la emoción de la escena sellándola con sentidos aplausos que Guillermo deja sonar por más de un minuto. Luego retoma la palabra.

“Me alegra que les haya gustado la escena. Hasta noto cierto grado de emoción en muchos de sus rostros. Sin embargo, me veo obligado a preguntarles: ¿notaron algo extraño en el video? ¿Algo que les haya llamado la atención? ¿Detalles, por así decirlo, fuera de lugar?”

El silencio de la concurrencia es absoluto. Algunos asistentes intercambian miradas y movimientos de cabeza compartiendo su negativa. Todos callados otorgan un “no” rotundo a las preguntas de Guillermo.

“Bien. Esto, sin duda, demuestra el éxito de este proyecto cuyo nombre 'B10' procedo a explicar tratando de no aburrirlos con más tecnicismos: los números '0' y '1' son los símbolos del sistema binario, base de la tecnología digital. Sus similitudes con las letras mayúsculas 'O' e 'I' nos permitieron jugar con la palabra 'BIO' que, como todos sabemos, significa 'vida'. Así, el nombre 'B10' pretende simbolizar la penetración de lo digital en lo analógico de nuestra existencia.

“Y me preguntarán ¿qué tiene que ver la genealogía del nombre del proyecto con la emotiva escena que acabamos de disfrutar? Simple: cuando Sara Ludueña, desde Budapest, fue grabada en el video que hemos visto, habían transcurrido ya cuatro meses desde el fallecimiento de su padre. No obstante, durante ese período, mantuvo varias videollamadas con 'él', en las que charlaron de temas muy variados. Su hija logró el doctorado gracias a la voluntad de este hombre valiente, que evitó que su enfermedad terminal sea un obstáculo para ella en su carrera. Como han observado, no hubo un solo indicio que pudiera hacernos creer que Sara haya percibido algo extraño en la conducta de su padre virtualizado. Así, el Sr. Ludueña pasará a la historia como el primer hombre que extendió digitalmente su existencia más allá de su muerte.”

Nuevos aplausos coronan la actuación de Guillermo. Al retomar la palabra, comienza a redondear su discurso.

“A partir de hoy disponemos de esta nueva herramienta. Si consideramos que hoy en día la mayor parte de las comunicaciones humanas son canalizadas a través de algún medio digital, no tengo ni qué hablarles del universo de posibilidades que se abre con su implementación. No obstante, se trata un recurso que debe ser utilizado con toda la responsabilidad que conlleva el rol que cada uno de ustedes desempeña en el mundo, siempre inmersos en el marco establecido por el Código de Ética Digital vigente.”

Los aplausos retumban por última vez contra las paredes del salón. El cerebro del proyecto responde algunas preguntas y se despide cordial agradeciendo la atención. Lentamente, los asientos van quedando vacíos entre comentarios y murmullos. Todo resulta tal como fue proyectado, gracias a, y a pesar de, el licenciado Guillermo Frisco.

Solo me llamó la atención el pensamiento de un joven, el asistente técnico de la organización del evento, quien mientras desmontaba el equipamiento audiovisual, se preguntaba en silencio si Sara se habría enterado ya de la verdad o si aún seguiría conversando con la marioneta digital de su padre muerto.

 

Adrián Dimarco.