PLAZO.
Por
Hugo
Rodríguez.
En la penumbra de la cocina, la
heladera gruñía en el rincón. Allí dormía su siesta de años, allí repetía su ronquido de fastidio, mientras la
hería un rayo de sol agónico en la tarde
de otoño.
El chancleteo de la anciana
irrumpió. La vieja huesuda que respiraba con dificultad se refregaba las manos
en el delantal. Se detuvo ante la heladera y se afirmó en la manija para tantear en la parte superior:
dio con unos anteojos negros de carey que se calzó en el puente de la nariz.
Los ojos se agrandaron y se fijaron en
la puerta de la heladera. La abrió y la luz pálida del interior cinceló las arrugas de la cara.
Jadeaba.
La lengua vacilaba en la boca abierta,
mientras la mano temblorosa alcanzaba el paquete de manteca del fondo. Se acomodó una vez más los
anteojos, pero no pudo leer la fecha de vencimiento. Otra fecha de vencimiento
había llegado.
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