viernes, 30 de enero de 2015

VUELTA SIDERAL.


VUELTA SIDERAL.

Por

Hugo Rodríguez.

 

 

Leo llevaba mucho tiempo conduciendo en la misma dirección. Tuvo esa idea, quizás desde niño: siempre hacia el mismo punto del continuum, siempre hacia el mismo plegamiento espacial. Se había subido a su flota-auto, un modelo que él mismo diseñó inspirado en distintas épocas, hacía ya 1276 años.

Ningún cuadrante, ningún indicador del tablero de mandos,  marcaba otra cosa que no fuera aquella dirección, aquel destino que Leo había decidido para él y su astro-móvil. Si esa dirección lo alejaba del universo conocido, a Leo no le importaba: la trompa de su fiel flota-auto jamás dejaría de apuntar hacia ese recinto cósmico, hacia aquel horizonte fijado más de mil años atrás.

Cada tanto, de un planeta u otro, un acompañante se sentaba a su diestra,  a veces una mujer. Leo sabía hacerse de amigos. Esos amigos lo alentaban a continuar su viaje desafiante, aunque ponían en duda la eficacia del auto flotante. Él se vanagloriaba de su vehículo, se jactaba del motor híper-lumínico construido por sus propias manos, aunque Leo, nunca había cursado una carrera de mecánica espacial. Construyó su auto con intuición, más que con razón. No todos sus acompañantes fortuitos, en especial las damas, lo alentaban a seguir, al contrario, le recomendaban abandonar la aventura y sentar cabeza: vender su vehículo y levantar un hogar en algún planeta próspero.

Pero Leo, que podía detenerse de vez en cuando en cierto asteroide furtivo, o en una base espacial, o podía pasar una temporada en un planeta poco habitado, dedicarse a un trabajo ocasional, o atender un romance, lo necesario para no olvidarse  del mundo, Leo, más temprano que tarde, regresaría al espacio. Retornaría a la senda infinita de su destino.

En ciertos momentos del viaje, abstraído quizás por la monotonía del andar, le parecía reconocer algún que otro lugar: una estación espacial o un asteroide ya visitado. Un indicador holográfico o una desviación cuántica  recorrida en otra oportunidad. Como fuere, no volteaba a confirmar, no se detenía a verificar. Leo confiaba en las señales de los cuadrantes de su tablero. Prefería permanecer en aquel duermevela, arrullado por el ronroneo de su vehículo y no detener, bajo ningún criterio, el  viaje emprendido más de un milenio atrás.