VUELTA
SIDERAL.
Por
Hugo
Rodríguez.
Leo llevaba
mucho tiempo conduciendo en la misma dirección. Tuvo esa idea, quizás desde
niño: siempre hacia el mismo punto del continuum, siempre hacia el mismo
plegamiento espacial. Se había subido a su flota-auto, un modelo que él mismo
diseñó inspirado en distintas épocas, hacía ya 1276 años.
Ningún
cuadrante, ningún indicador del tablero de mandos, marcaba otra cosa que no fuera aquella
dirección, aquel destino que Leo había decidido para él y su astro-móvil. Si esa
dirección lo alejaba del universo conocido, a Leo no le importaba: la trompa de
su fiel flota-auto jamás dejaría de apuntar hacia ese recinto cósmico, hacia
aquel horizonte fijado más de mil años atrás.
Cada tanto, de
un planeta u otro, un acompañante se sentaba a su diestra, a veces una mujer. Leo sabía hacerse de
amigos. Esos amigos lo alentaban a continuar su viaje desafiante, aunque ponían
en duda la eficacia del auto flotante. Él se vanagloriaba de su vehículo, se
jactaba del motor híper-lumínico construido por sus propias manos, aunque Leo,
nunca había cursado una carrera de mecánica espacial. Construyó su auto con
intuición, más que con razón. No todos sus acompañantes fortuitos, en especial
las damas, lo alentaban a seguir, al contrario, le recomendaban abandonar la
aventura y sentar cabeza: vender su vehículo y levantar un hogar en algún
planeta próspero.
Pero Leo, que
podía detenerse de vez en cuando en cierto asteroide furtivo, o en una base
espacial, o podía pasar una temporada en un planeta poco habitado, dedicarse a
un trabajo ocasional, o atender un romance, lo necesario para no olvidarse del mundo, Leo, más temprano que tarde,
regresaría al espacio. Retornaría a la senda infinita de su destino.
En ciertos
momentos del viaje, abstraído quizás por la monotonía del andar, le parecía
reconocer algún que otro lugar: una estación espacial o un asteroide ya
visitado. Un indicador holográfico o una desviación cuántica recorrida en otra oportunidad. Como fuere, no
volteaba a confirmar, no se detenía a verificar. Leo confiaba en las señales de
los cuadrantes de su tablero. Prefería permanecer en aquel duermevela,
arrullado por el ronroneo de su vehículo y no detener, bajo ningún criterio,
el viaje emprendido más de un milenio
atrás.