miércoles, 16 de febrero de 2022

Cuando los Pájaros Mueren Edward Goligorsky

 

Cuando los Pájaros Mueren

Edward Goligorsky



La primera luz del sol llenaba el valle, produciendo otro día de intolerable calor.

Una brisa suave y cálida azotaba las espadañas y la alta hierba amarilla. Un estrecho arroyo fluía lenta­mente por el valle. El cielo se mostraba terriblemente azul y vacío. Nada ensuciaba su fantástica claridad, los pájaros llevaban muertos dos años.

En el valle no se observaba el menor movimiento. La inmóvil locomotora y los vagones de carga parecían juguetes arrojados a un lado por el caprichoso hijo de un gigante vagabundo.

En dos años las hierbas habían cubierto los rieles.

Con un estremecedor crujido se deslizó hacia un lado la puerta de uno de los vagones. Un hombre asomó la cabeza y a continuación surgió al aire libre toda su figura. Era muy viejo. Su piel, increíblemente reseca, le ceñía a los pómulos, cuencas de los ojos, sienes cón­cavas, y a la nariz larga y afilada como un cuchillo.

Sus desgreñados cabellos grises caían sobre los hom­bros. Su boca era simplemente una abertura sin forma entre la maraña de su sucia barba. Había una loca mirada en las profundas cavernas que ocupaban los ojos.

Su abrigo mostraba una raída piel en el cuello, en algunas partes endurecida y en otras llena de manchas. El viento agitaba los pliegues del que, en otro tiempo, habría sido un buen abrigo, dejando al descubierto su desnudez. Sus largas y huesudas piernas terminaban en unas ásperas botas de montaña, con el cuero rajado y lleno de grietas.

El hombre se rascó la barba. Miró hacia la izquierda, donde el canto del agua marcaba la presencia de un arroyo, y movió la cabeza. Luego introdujo una mano en el bolsillo del abrigo, hundiendo en éste casi todo el antebrazo, y extrajo una botella de vino llena en sus tres cuartas partes. Le quitó el corcho, se llevó la botella a los labios y bebió con generosidad. Un fino reguero de líquido se deslizó por su barba hasta el abrigo, dejando un conjunto de brillantes gotas sobre la gruesa capa de grasa que lo cubría.

El hombre tosió espasmódicamente y se guardó la botella en el bolsillo. Algo se deslizó por la tierra, junto a su pie derecho. El anciano se movió rápidamente, para aplastar al reptil. Luego se inclinó y sostuvo su presa entre los delgados y sucios dedos.

Era un lagarto verde que tenía casi veinte centíme­tros de longitud. Su pie le había aplastado la cabeza, pero el cuerpo aún se retorcía en fuertes espasmos. El viejo no se detuvo ante esta circunstancia. Sus des­gastados y amarillentos dientes rasgaron la piel y la carne del animal. Al mascar, sus ojos ya buscaban una nueva ración de comida.

Pronto capturó dos lagartos más, pero arrojó a un lado el tercero, tras aplicarle unos cuantos mordiscos. En ningún momento el viejo le dio importancia al hecho que los tres animales mostraban dos excre­cencias, miembros atrofiados, en sus flancos, aparte de sus patas normales. Para él, aquello tenía la misma im­portancia que la carencia de aves en el cielo. Luego se acercó lentamente hasta el próximo cañaveral, arran­có un vástago recién nacido y mascó el tallo. Cuando entre sus dientes sólo quedaron unas cuantas fibras, las escupió y extrajo la botella del bolsillo nuevamente.

El trago fue más largo que el anterior. Sus labios succionaban en el cuello de la botella audiblemente. Apenas quedaba ya algún vino. Automáticamente, la mente del hombre registró este hecho para él desagradable. Era más difícil conseguir licor que comida. Pero, como era incapaz de concentrarse durante mucho tiempo en una sola idea, finalmente tomó asiento bajo el sol, entre los rieles.


Vivía en el valle desde hacía mucho tiempo..., quizá más tiempo que en ningún otro lugar. Allí vivía solo y en paz. Allí no le ocurría lo que le había sucedido hacía dos años, cuando caminaba tambaleándose por las calles, ¡seguido por un grupo de niños que se burlaban de él. ¡Los policías le insultaban y golpeaban cada vez que le expulsaban de su banco del parque y le encerraban en alguna celda llena de cucarachas y chinches.

En aquellos tiempos jamás sintió el calor del sol como lo sentía bajo los cielos abiertos. Esto era mejor, mucho mejor.

Nunca había imaginado que esto pudiese existir. Si «aquello» nunca hubiera sucedido, jamás habría pensa­do en huir de la ciudad. Hubiese continuado caminando por la vida con la mano extendida, pidiendo limosna para comprarse un vaso de vino y un poco de pan y queso.

Pero «había sucedido». Hacía dos años..., se hallaba caminando por la calle, sin fijarse en cuanto le rodeaba, cuando oyó los gritos. Todo el mundo corría, tropez­ando las gentes unas contra otras. Las sirenas aullaban en forma ensordecedora. Algunas personas se abrazaban desesperadamente..., mientras que otras peleaban, frente a él, un escaparate se hizo pedazos. Corrió, casi instintivamente, y se apoderó del abrigo con el cuello le piel. Luego, también él echó a correr. De vez en cuando miraba hacia atrás, pero se dio cuenta muy pronto que no le seguía ningún policía. Luego, re­dujo el paso.

No entendía lo que la gente estaba diciendo. Cada persona gritaba y señalaba hacia el cielo. Muchas gritaban, arrodillándose sobre el pavimento y moviendo los labios. El tráfico se había detenido y la mayor parte de los conductores habían abandonado sus coches. Las palabras que llegaban hasta sus oídos formaban un ruido desagradable mezclado con los demás ruidos, me­cánicos e inhumanos.

Muy pronto, también sintió miedo. Un fuerte empu­jón le derribó a tierra y su temor se convirtió en pánico. Estaba acostumbrado a recibir puntapiés, pero aquello, no podía decir por qué, era diferente. Casi perdió su nuevo abrigo en la confusión que reinaba.

Se puso en pie con dificultad y se cubrió con el abrigo. Ya no lo perdería entre la multitud. Comenzó a correr de nuevo, apartándose gradualmente del cen­tro de la ciudad. Finalmente, llegó a los distritos de las cercanías, cruzó los suburbios y alcanzó el primero de los campos que rodeaban la metrópoli. Pero su huida parecía ser inútil. Por todas partes hallaba la misma confusión, las mismas multitudes que escapaban, los mismos gritos... Muchos hombres y mujeres habían sido menos afortunados y yacían tendidos en el suelo. El resto de la gente corría sobre sus cuerpos sin moles­tarse en comprobar si aquellos seres aún estaban vivos. La ola humana no tardó mucho en liquidar a los mori­bundos.

El hombre jadeaba, sin casi poder respirar, con la boca y la garganta secas, doliéndole enormemente un costado. Su cuerpo, innecesariamente envuelto en el abrigo, estaba bañado en sudor.

Vio una carretera llena de coches que huían de la ciudad. Una caravana abigarrada se extendía a lo largo de ella. Algunas personas iban casi desnudas, mientras que otras llevaban puestas sus mejores ropas. Muchas avanzaban con las manos vacías, mientras que otras se inclinaban bajo el peso de sus bultos y maletas. Todas aquellas gentes le atemorizaban.

Cuando llegó la noche, se apartó de la multitud y caminó a campo traviesa. De vez en cuando veía las luces que llevaban otras personas que, como él, habían aban­donado la carretera principal. Siempre que esto ocu­rría, cambiaba de dirección y continuaba luego su lento y difícil avance a través de la oscuridad.

Hasta que, súbitamente, la noche se quebró median­te una espantosa luz blanca, un resplandor que cubrió la mayor parte del cielo, y, lentamente, se convirtió en amarilla y más tarde en roja.

Con aquel resplandor parecía que todo estaba ar­diendo. Cuando contemplaba el fantástico espectáculo, la luz fue haciéndose más y más roja, hasta que hubo una especie de crepúsculo sangriento y después la oscu­ridad total. Pasaron los minutos. Permaneció inmóvil, presa del miedo. Acto seguido fue arrojado violentamen­te a tierra y un viento que rugía terriblemente pasó sobre él. Permaneció boca abajo hasta que el sol apa­reció en el horizonte, con su claridad que a duras penas atravesaba la espesa y oscura niebla que cubría el cielo.

El hombre nunca supo lo que había sucedido, ni qué relación había entre aquel rápido día y noche con la gente que huía de la ciudad. Pero no tardó en darse cuenta del hecho que habían cambiado muchas cosas.

No trató de regresar a aquella ciudad ni a ninguna otra... Algo le decía que jamás volvería a encontrar en ellas alivio alguno. Ahora las ciudades estaban maldi­tas y debía evitarlas. Y así continuó su avance a través del campo.

Vio a grupos más pequeños de gente, pero por otra parte descubrió a muchos abrasados y cadáveres horri­blemente mutilados. En algunos lugares, los cuerpos es­taban apilados formando pequeñas montañas de carne abrasada. El hombre pronto aprendió a evitar también aquellos lugares de muerte.

Una mañana vio cómo un pájaro vacilaba en medio de su vuelo y caía a tierra piando desesperadamente. Y, aunque la comida era escasa, supo instintivamente que no debía comer aquel pájaro, y no lo hizo.

La espesa niebla no se disipaba, y en el cielo había colores de puesta de sol. Especialmente por la noche, había como relámpagos blancos más allá del horizonte, pero él mantuvo los ojos fuertemente cerrados, a pesar de aquellas luces que le atemorizaban enormemente.

Ocasionalmente vio tabernas situadas en el campo, pero o estaban desiertas o sus ocupantes muertos. No entró en ninguna de ellas y durante todo aquel tiempo no bebió alcohol. Una tarde llegó hasta un pequeño arroyo, pero la hierba que crecía a lo largo de sus orillas estaba muerta. Desde entonces bebió agua cuando la sed era inaguantable.

Varios días más tarde encontró el tren abandonado en el valle. Trepó a uno de los vagones de carga, apartó con el pie una caja que le estorbaba el paso y se tendió sobre el pavimento de madera.

A la mañana siguiente, observó con alguna curiosi­dad que la neblina se había disipado y que el sol bri­llaba con claridad. Un agradable calor se extendió por todo su cuerpo. Quizá era aquella nueva y agradable sensación lo que le hizo decidir no reanudar su viaje inmediatamente, como siempre solía hacerlo.

Cuando encontró el cercano arroyo, notó con alguna satisfacción que allí la hierba era verde y saludable. El agua era fresca y saciaba..., ahora que estaba acostum­brado a pasar largas temporadas sin vino.

Desde su huida de la ciudad había sobrevivido con raíces de caña, hierbas y hojas tiernas. En el valle encontró algunas plantas deliciosas. Y la nueva agili­dad que poseía su cuerpo, viviendo al aire libre, le hizo posible cazar los animales que corrían por el valle.

Tras algunos meses, quizá un año, los hombres co­menzaron a aparecer. No muchos, pero pronto forma­ron pequeños grupos. Eligieron varios valles cercanos donde montar sus desvencijadas tiendas. De vez en cuando, estos hombres vagaban por los alrededores del tren, pero evitaban a la solitaria y barbuda figura que se rascaba plácidamente bajo el sol. Convencidos del hecho que no podían esperar nada de él, continuaron en sus cacerías y exploraciones.

Pero un día la rutina cambió. Con los cazadores llegó un harapiento niño de edad y sexo indeterminados. Sus facciones estaban arrugadas, escuálidas. Aquel rostro parecía algo extraño sobre el diminuto cuerpo infantil, con sus brazos esqueléticos y abdomen protuberante. El niño caminaba débilmente detrás de los demás, y cuando vio al hombre descansando junto al vagón de carga se acercó a él. Justamente en aquel momento, sus flacas piernas se doblaron y cayó a tierra.

El hombre se inclinó. Los ojos del niño estaban abiertos, mirándole con expresión triste, de total abandono. No quedaban casi dientes en su boca y en su mejilla izquierda acababa de abrirse una nueva pústula. El hombre se sintió enormemente desconcertado, pero entonces recordó algo. Quizá podía ayudar a aquel pequeño ser que había despertado en él cierto atávico sentimiento de compasión. Regresó al vagón, hurgó en una de las cajas que había apartado a un lado cuando había improvisado su refugio y extrajo una diminuta botella. Los febriles ojos del niño miraron con curiosidad el objeto que era tan ajeno a su universo. Entonces se le nubló la vista repentinamente.

Los harapientos cazadores se aproximaron, y se colocaron entre el hombre y el niño. Alzaron a este último en brazos y se lo llevaron en dirección a su campamento. El pequeño frasco, lleno de cápsulas multicolores, no abandonó la cerrada mano del niño.

El hombre pronto olvidó el incidente. Reanudó su vida solitaria sin contar los días que iban transcurriendo. Pero una tarde regresaron los cazadores, y esta vez se acercaron directamente a él. El niño —ahora era evidentemente una niña—, los acompañaba. Pero tenía un aspecto completamente distinto. Sus mejillas se habían llenado, brillaban sus ojos, y todo cuanto restaba de antes era una cicatriz rosada.

Los cazadores se aproximaron al hombre del tren y le hablaron. No les entendió una sola palabra. Una mujer que acompañaba al grupo se adelantó, se arro­dilló ante él y besó su mano respetuosamente. Luego le ofreció trozos de carne guisada y varias botellas de vino que probablemente habrían encontrado en alguna ciu­dad abandonada.

El hombre no había probado el vino desde hacía mucho tiempo y la vista de las botellas incluso hizo que le doliese el estómago de ansias. Ignorando tanto a los cazadores como a las mujeres, el hombre descor­chó una de las botellas con los dientes, se la llevó a los labios y bebió..., hasta casi ahogarse.

Por el rabillo del ojo vio cómo uno de los cazadores se deslizaba subrepticiamente hacia el vagón de carga. Abandonando la botella, el hombre corrió hacia él gri­tándole con ira. El cazador se retiró y sus compañeros profirieron un coro de protestas y disculpas. La mujer quiso besar su mano nuevamente, y la pequeña le rodeó el cuello con ambos brazos. Pero él los rechazó a todos.

Continuaron hablando con él hasta que la charla le ensordeció. Estaba pensando en el vino que aún no había probado en suficiente cantidad, y en la carne que los cazadores acababan de traerle. Recordó entonces que había regalado a la niña algo hacía ya días y pensó que aquel pequeño frasco debía relacionarse, de algún modo, con los regalos que en aquel momento le hacían. El hombre se acercó al vagón, extrajo otro pequeño frasco de la caja y se lo entregó a la mujer que había besado sus manos.

Los cazadores murmuraron más palabras ininteligi­bles y se fueron. El hombre ni siquiera les miró... Todo su interés estaba concentrado sobre la carne que sus manos asían. Acto seguido, comenzó a mascarla con deleite.

Muy pronto las visitas se hicieron numerosas. Otros niños y adolescentes desfilaron por su vagón de carga..., con sus carnes consumidas, los ojos hundidos y mostrando unos cuerpos esqueléticos. Lo que antes fue un acontecimiento, llegó a convertirse en ritual; el hombre entregaba un frasco de cápsulas multicolores, la mujer besaba sus manos, los cazadores entonaban un coro de palabras absurdas y depositaban a sus pies carne y bote­llas de vino.

El hombre incluso llegó a acostumbrarse al nombre que le daban, él que jamás había tenido nombre, y siempre se volvía cuando escuchaba decir a alguien: «Sabio».


En aquella mañana, el ardiente sol ya estaba muy alto cuando escuchó voces y vio que los cazadores avanzaban por el valle. Cada día sus ropas estaban más destrozadas y sus rostros más demacrados. Todos llevaban cuchillos en sus cinturones y algunos empuñaban cañas en cuyos extremos habían fijado aguzadas puntas le metal. Habían desaparecido las armas de fuego de otros tiempos.

El hombre del tren se humedeció los labios. Aquella visita significaba una nueva provisión de vino. Ya era hora porque acababa de vaciar la última botella. Aún más, podría comer carne asada, que siempre era mucho mejor que los escasos lagartos que podía cazar.

Cuando los hombres se acercaron más, se puso en pie. El cazador que siempre encabezaba el grupo llevaba con él a un niño completamente desnudo. Sus miem­bros colgaban flojamente. El cazador habló rápidamente:

—Sabio... —dijo—, sabio...

Y a continuación algo parecido a «mi hijo, mi propio hijo».

El hombre del tren examinó al niño. No sabía lo que le había dicho el cazador, pero asintió con un movimiento de cabeza. Miró hacia las botellas de vino que llenaban una gran cesta de mimbre. Había allí más que en otras ocasiones. Se humedeció los labios y a continuación se encaminó hacia su refugio. Trepó al vagón de carga. El interior era un horno. Introdujo una mano en el interior de la caja de frascos y tanteó inútilmente su fondo.

La caja estaba vacía.

El hombre miró estúpidamente a su alrededor. No había otra caja como aquélla. El resto del vagón estaba lleno de embalajes de madera que contenían maquina­ria que todavía olía a grasa estancada. Sabía que en los demás vagones tampoco encontraría lo que buscaba. Los había ya inspeccionado y solamente contenían ma­quinaria embalada.

Comprobó una vez más si la caja estaba vacía y luego se acercó hasta la puerta del vagón, para saltar a tierra. El jefe de los cazadores gruñó algo ininteli­gible con rápido movimiento de labios. El hombre de nuevo entendió: «Sabio..., hijo..., cura..., mi hijo».

Se encogió de hombros y se acercó a la cesta que contenía el vino. Pero uno de los cazadores le bloqueó el camino, al mismo tiempo que apoyaba sobre su pecho una de las aguzados cañas.

El jefe de los cazadores dijo algo detrás de él.

El hombre del tren se rascó la barba, vacilando. La aguzada punta de aquella caña era un obstáculo difícil de franquear.

Se volvió y fue a tomar asiento de nuevo en el suelo del vagón de carga, colgando sus piernas sobre el borde, las delgadas piernas que sobresalían por debajo de su abrigo.

Súbitamente la escena cambió. El jefe dejó a su hijo en los brazos de otro cazador y avanzó con amenaza­dor semblante. Colocó una mano sobre la fuerte empuña­dura del cuchillo que llevaba en la cintura y, al cabo de unos segundos, la brillante hoja brilló bajo el sol. Blandió luego el cuchillo delante del hombre que le contemplaba impasible.

—Sabio..., mi hijo..., cura.

Irritado por el silencio del hombre, el cazador le asió por la parte posterior del abrigo y con rápido tirón le arrancó de su asiento.

El hombre cayó sobre la hierba boca abajo. Enton­ces el jefe de los cazadores subió al vagón y desapareció en su interior.

Mientras tanto, el hombre se puso en pie y trató de seguirle, pero se encontró con una verdadera valla de cañas aguzadas. Un momento después apareció el jefe, con el rostro congestionado por la cólera. En una mano sostenía su cuchillo y en la otra la caja vacía.

Hubo otro torrente de palabras que surgieron rápidamente de su garganta.

—Escondido..., ¿dónde? Sabio..., ¿dónde?

El hombre mantuvo silencio, al mismo tiempo que con una mano acariciaba lentamente la piel de su abrigo. Todo aquello era tan absurdo como el caos de la distante ciudad. Miró hacia el vino con enorme resignación. Ignoraba lo que estaban diciendo, pero por su tono sabía que nada podría ya esperar de aquellas gentes.

Una vez más se encogió de hombros. Sólo le que­daba esperar que se fueran y le dejaran en paz. Más tarde se suavizarían aquellas diferencias. En aquel mo­mento un gran lagarto verde se deslizó por la tierra, muy cerca de los rieles. Carecía de cola y dos enor­mes protuberancias sobresalían de sus costados, pero el viejo hundió sus dientes en él con sumo placer. Era una vergüenza que se hubiese agotado su provisión de vino.

El jefe se hallaba ante él, gritando como un loco:

—¡Dónde..., escondido..., curar..., dónde..., Sabio!

Con ademán agresivo, arrojó la caja a tierra. Luego avanzó blandiendo su cuchillo, apuntando hacia el estó­mago del viejo, que se distinguía por una abertura del abrigo.

—Dónde..., escondido..., curar..., mi hijo..., curar..., Sabio.

Cuando el hombre no respondió, la hoja de acero describió un brillante arco en el aire y se hundió en su estómago hasta la empuñadura. El cazador la extra­jo luego del estómago y se oyó un ruido suave, como de succión, a la vez que de la herida saltaba un chorro de sangre. El cazador continuó apuñalando una y otra vez, hasta que el hombre cayó sobre la hierba, hacia delante, con los ojos muy abiertos y sus manos tra­tando de asir sus intestinos.

La sangre todavía fluía intermitentemente cuando los cazadores iniciaron el regreso a su campamento.