lunes, 2 de diciembre de 2019

Los herederos

Los herederos

  Hay una mansión de dos pisos, sótano y nueve habitaciones, escondida en una calle oscura cerca de la plaza del Congreso. Muertos todos sus habitantes, a lo largo de 62 años, permaneció mucho tiempo vacía. Parece que se empeña en seguir así. Cerrada.
  
  Llegó con un poco de miedo a la producción fotográfica. Y eso que ella misma había elegido al maquillador y peinador. Hacía frío en el lugar y costó romper el hielo. "No, fotos en la terraza no, por favor", rogó la actriz, al comienzo, enfundada en un tapado. Pero con el correr del tiempo, Débora Funes se fue relajando. Su cuerpo tomó calor, entró en confianza y se aflojó. De hecho, al rato accedió a posar al aire libre donde hicieron varias de las tomas.
   
   En 1930, una viuda compró el lugar en el que, cuando falleció, siguieron viviendo sus hijos: Elisa Galcerán, profundamente religiosa, y cinco varones que disfrutaban de su soltería y ponían en conflicto la moral de su hermana. Jóvenes, profesionales y exitosos, de pronto comenzaron a morir. Ella iba cerrando, después de cada entierro, una a una sus habitaciones.

   Dijo "Sí" cuando le ofrecieron tomar algo y pidió un cortado. Mas tarde, picoteó una masita seca. Se mostró encantada con el vestuario y no tuvo ni una queja. Jugó con la lente del fotógrafo: posó parada, sentada, de costado, de perfil, sin decir ni mú. Eso sí: cada tanto pedía chequear las tomas en la cámara digital del fotógrafo.

   La casa fue achicándose y vaciándose hasta que se clausuró el subsuelo, donde el último Galcerán solía encontrarse a escondidas con la mucama. Algunos dicen que Elisa los fue envenenando, pero ese secreto se lo llevó a la tumba. Desde entonces, los herederos tratan de vender la propiedad. Y no lo logran.


   Distendida y como abstraída del mundo, nunca preguntó la hora ni se mostró apurada. Sobre el final (la sesión de fotos duró poco mas de cuatro horas), la música que salía del grabador, sintonizado en una FM de tango, la terminó de inspirar. Y para sorpresa de todos, Débora improvisó unos pasos de 2x4, mientras tarareaba el tema. Daba gusto verla y parecía otra: mas despojada, mas liviana y sin coraza. Hubo aplausos, por supuesto.


El chico marciano.


El chico marciano.


  El chico marciano estaba parado junto a una pila de latas de aluminio cerca de la cinta transportadora y miró fijo al terrícola que salía del iglú. El terrícola le devolvió la mirada y pensó que le pedía una limosna. Recibió un billete de cinco mones, cantidad ínfima aunque suficiente para dos panchos, una gaseosa y un alfajor. El chico no se movió; con la apariencia de no darle importancia, guardó el billete en el bolsillo, el único sin agujeros, y antes de que el terrícola posara la bota en la cinta, el pequeño marciano, con una voz dolida pero segura preguntó: "¿Tenés latas?"