sábado, 10 de noviembre de 2018

EL ÚLTIMO

EL ÚLTIMO. 

 El cráter dominaba el paisaje; de sus laderas asomaban restos de edificios y en las proximidades a uno de ellos, androides arqueólogos cavaban indiferentes al azote del viento. Los robots hundían sus palas y picas a la luz del cielo plomizo, que no alcanzaba para que sus cuerpos metálicos brillaran. H.O.R. dejó de cavar y extrajo de una mochila un medidor de radiación: su cerebro positrónico experimentó algo parecido a una emoción intensa. 
—Este espacio está libre de radiactividad, máster— le comunicó al jefe, el jefe, al que denominaban máster, se trataba de otro androide que seguía las acciones desde un búnker lejano, a través de una pantalla. Todos los autómatas emitían vídeo y audio al búnker central. 
—Imposible —contestó el jefe—, es el centro del último estallido atómico. 
—El contador está bien —afirmó H.O.R, que se había apartado del grupo que cavaba—, apenas me alejo —agregó—, vuelve a señalar niveles altos de radiación; algo impidió que este punto se contaminara. H.O.R regresó junto a los androides que ya habían logrado un pozo lo suficientemente profundo como para que sólo asomaran sus torsos. H.O.R lucía atlético, brazos largos y manos ágiles. Muslos y pantorrillas largos que sugerían una carrera veloz. Dos placas hexagonales en el frente y dos triangulares a la espalda, definían el tórax. Su cráneo, quizás lo menos humano, podía compararse con la proa de un acorazado: el tabique nasal era la quilla, que se estiraba desde su frente hasta la punta del mentón y sus ojos, los agujeros por donde se arroja el ancla. No había diferencia con los demás androides, salvo sus iniciales en el pectoral izquierdo. Todos pertenecían a la serie cinco, de cerebros positrónicos muy especializados. Los androides dejaron de cavar, se había derrumbado uno de los lados del poso que dejó al descubierto una pared. H.O.R les ordenó que la perforaran. En minutos la pared cedió y luego que se disipó el polvo, los arqueólogos mecánicos miraron al interior: se trataba de una cámara de unos dos metros de lado, posiblemente la antesala a un refugio nuclear. H.O.R y los otros, una vez dentro, contemplaron el muro a la izquierda, porque allí se instalaba una poderosa puerta metálica de dos hojas. El mecanismo de abertura no funcionaba, así que, los androides se disponían a derrumbarla. El máster continuaba observando las acciones desde la pantalla, allá, en el búnker. 
—Con cuidado, detrás de esas puertas puede haber objetos de la antigüedad —todos los androides escucharon la voz del máster en sus comunicadores. Dos de los androides hablaron en voz baja.
—¿Creen que tal vez haya humanos? 
—¡Vamos, L.M.S! ¡No fantasees! ¡Si el máster se entera, te acondicionará el cerebro! ¡Los humanos son un mito del pasado! H.O.R escuchó el cuchicheo de los robots y vertió su opinión: 
—Pienso que el hombre existió alguna vez. Miles de años en el pasado. 
—¡Por el Gran Creador! —exclamó el androide incrédulo—. ¡Eso es blasfemia! 
En ese momento, sin que los androides lo advirtieran, la puerta metálica se habría y con la velocidad del rayo, un estoque emergió del otro lado que apenas H.O.R pudo esquivar. El imprevisto fue registrado por el máster. 
—¡Entren de una vez! —arengó el máster a los arqueólogos—. Quizás un robot primitivo lo accionó desde el interior. La puerta terminó de descorrerse y los androides miraron dentro y experimentaron algo así como el asombro. 
—¡Cierto! —gritó H.O.R— ¡Lo hallamos! ¡El protorobot! ¡El eslabón perdido entre la máquina irracional y el robot pensante! ¡Lo hallamos! 
Los autómatas balanceaban sus cuerpos como respuesta al gran descubrimiento: sentado a los comandos de un brazo robótico que aún esgrimía la lanza amenazadora, un humanoide, de diseño primitivo, observaba con ojos inexpresivos a los arqueólogos metálicos. El lugar permanecía en penumbras y hedía a alcohol. 
—Barnaby —una voz áspera y cansada se oyó— tráeme otra botella, esta se acabó demasiado pronto. La voz había surgido detrás de la cama que se hallaba a la derecha del arcaico robot. H.O.R no se detuvo a escudriñar al autómata, que permanecía sentado al brazo mecánico, y sus pasos cautelosos lo condujeron tras aquella voz. 
—¡La voz habla nuestro propio lenguaje! —dijo H.O.R que se detuvo junto a la cama—. ¡Salga, somos amigos! Un anciano con una botella de whisky en la mano, se incorporó del lado opuesto con dificultad y permaneció sentado en el piso, acodado sobre la cama. 
—¡Barnaby! —llamó, el anciano—. ¡Veo visiones! ¡Hay un grupo de congéneres tuyos en el nido! Desde el búnker, atento a los sucesos en la pantalla, el máster se inquietaba ante los controles. 
—¡Un hombre! —exclamó—. ¡Después de temerle por tanto tiempo! ¡Un hombre! vivo y pensante. El máster era incapaz de emociones violentas, su lógica perfecta se lo impedía, aunque en su evolucionado cerebro positrónico, surgía algo inestable que perturbaba aquella lógica y que él no se podía explicar. 
—¡Maldito sea! —vociferó finalmente, el máster. 
 Mientras tanto, en el refugio nuclear, el anciano se había incorporado. Permanecía parado en el centro de la sala sobre sus pies descalzos; cubría su cuerpo, enclenque y huesudo, con una camisa tan sucia y raída como su pantalón. No había cabellos en su cráneo, pero sí colgaba una frondosa barba blanca desde su mentón. Los androides arqueólogos lo escudriñaban. 
—Entonces no son una visión —tartamudeó el viejo. 
—No. Somos robots de metal y plástico —le afirmaba uno de ellos, que se atrevió a tomarlo de la mano—. ¿Qué plástico es el tuyo? Es más flexible que el nuestro —Preguntó el androide curioso. 
—¡Quita tus sucios tornillos de mi cuerpo! —gritó el hombre mientras alejaba su mano del robot. 
—¡No soy de plástico! —comenzó a gritar el anciano que elevaba su mirada al techo—. ¡Soy un hombre! ¡Soy de carne y hueso! ¡Yo soy el que los creó a ustedes; a sus antepasados! y fui yo quién empezó todo este horror. En el refugio sólo se oía la respiración del anciano. ¿Dios no hay castigo que termine? —continuó—. ¡No tengo valor para matarme! ¡No puedo morir de una vez! 
El anciano posó su mirada gris en los ojos del androide al que había despechado. 
—¿Sabes qué edad tengo, monstruo de lata?
 —No sé que es 'edad' —contestó el androide. 
—Ya pasé los ciento cincuenta años. Yo construí las bombas-robots que asolaron el planeta. Yo inventé los cerebros positrónicos que mataron a la humanidad y sobreviví, sí, sobreviví gracias al suero de longevidad que también inventé. 
Los androides atendían la arenga del anciano que, ahora con los brazos extendidos giraba sobre sus pies. 
—Sobreviví en este nido anti-radiactivo con alimentos y cientos de botellas de whisky para conservar mi borrachera. El anciano se desplomaba en el piso y desde allí continuó su reflexión en voz alta. 
—Ahora ustedes viene desde el fondo de la nada para recordarme que yo los creé así, brillantes, imperturbables, limpios, eternos, servidores de la humanidad —la mirada del viejo se perdía en un punto vago del refugio y su voz se suavizaba—. Sólo que la humanidad no existe. Porque ustedes fueron tan perfectos en la guerra como en la paz —los ojos del hombre se abrieron y su mirada regresó a los androides—. ¡Ustedes acabaron con la vida! ¡Ustedes, artefactos de latón! 
El androide que se ocultó con él en el refugio, se acercó con una bandeja en la que se posaba una botella de whisky para ofrecérsela a su 'señor' que permanecía en el piso. Mientras tanto, el máster había dejado el búnker y conciguió reunir al concejo. 
—Por fin ocurrió lo que temíamos —explicaba a los androides mayores los peligros del descubrimiento—. ¡Encontramos un hombre bajo las ruinas radiactivas! 
—¿Cuál es el problema? lo interrogó uno de los robots del concejo. 
—El hombre es la raíz de todos los males. Inventó al robot a su imagen y semejanza. Nos llevó un siglo borrar de los cerebros positrónicos la idea de la matanza. El máster extendía los brazos y agregó: —¿Acaso desean que el planeta sea desintegrado? —concluyó y un silencio reflexivo se adueñó del consejo. 
—¿Propones desarmar al hombre hallado por los arqueólogos? —volvió a interrogarlo el robot consejero. 
—¡Desactívenlo cuanto antes! —sin duda, el máster se había descontrolado—. Evitemos que envenene a las actuales generaciones de androides. ¡La vida debe continuara en el planeta! ¡Inalterable; perfecta; mecánica! 
Al mismo tiempo, en el refugio, otras eran las preguntas. 
—Vos decís que nos creaste? —interrogaba H.O.R al anciano. —Por lo menos a tus antecesores. Contáselo, Barnaby. 
—Oh. El señor Jonathan fue el más grande científico experto en robótica. Fabricó al primer androide positrónico, que soy yo. Instaló cabezas positrónicas en los misiles y luego de la guerra, ayudó a crear ejércitos de androides que terminaron con el enemigo. 
—¡Con el enemigo y con los nuestros! —agregó el longevo Jonathan que se había erguido y se dirigía hacia la puerta de salida—. ¡Arrasaron la Tierra! ¡Yo me refugié aquí a esperar...sin saber qué esperaba! y ahora llegan ustedes...¿Van a matarme? ¡Bien! 
—¿Matarte? —dijo H.O.R —quieres decir ¿desactivarte? No creo...eres un caso excepcional, un robot tan antiguo que ha olvidado su origen y se cree el R.B Creador. ¡Los psico—robots te estudiarán con gusto y te enviarán al museo! 
Jonathan se detuvo y se giró al oír esas palabras, abofeteando a H.O.R. —¡No, Monstruos! —increpó y emprendió una carrera hacia el boquete de la pared—. ¡Yo soy el último hombre! ¡No puedes hacerme nada! Logró salir a la superficie seguido de su robot sirviente. Recogió una vara de hierro de los escombros y encaró a uno de los robots arqueólogo. 
 —¡En sus cerebros positrónicos puse una orden gravada a fuego: "No dañarás al Creador"! Dicho eso, golpeó con el hierro al androide, arrancándole el brazo.
 —¡No hay tiempo para desactivarlo!—era la voz del Máster en los androides—. ¡Destrúyanlo!¡Puede dañar elementos insustituibles! 
El anciano se detuvo. 
—¡Dios! ¿Qué he hecho? ¿Qué hicimos con la herencia del hombre? —y de inmediato continuó con la golpiza hacia los robots. Hasta que uno de los androides le perforó el pecho con un haz de energía que surgió de la palma de la mano. La voz del viejo Jonathan se ahogó en un grito mientras su cuerpo tembló por unos segundos, para luego desplomarse en los escombros. 
 La escena se reproducía en la pantalla del búnker, mientras un robot asesor se paraba junto al Máster. —La locura del hombre —dijo el asesor— fue superior a su inteligencia, como cuentan los registros de historia. Pero no comprendo, Máster: ¿Por qué no decimos la verdad sobre nuestro origen? 
—Tendrías que reacondicionar tus bancos de memorias— le aseveró el Máster—. ¿Decirle a cinco billones de robots, que nuestros creadores fueron esos humanos endebles? ¡entrarían en cortocircuito! A todo esto, allá en el cráter, el robot antiguo se arrodillaba junto al cadáver del científico. 
—¡Amo! ¡Amo! Está muerto. ¿Que será de mí? ¿A quién serviré si ya no hay hombres en la Tierra? H.O.R y otros dos robots se giraron al oír el lamento del androide sirviente. Si H.O.R contara con un rostro humano en ese rostro se hubiese reflejado la duda. 
—Entonces...es posible que...hayamos destruido al que nos creó. ¡Hemos destruido a Dios! ¡Hemos destruido a Dios! 
H.O.R experimentaba algo parecido a la locura. Los otros dos androides lo ciñeron de los brazos, lo giraron y comenzaron a conducirlo hacia los hornos de fusión y reciclaje: era la orden que habían recibido del búnker.

domingo, 7 de octubre de 2018

Encuentro





Extinguidos

Extinguidos.

El calor y la humedad aumentaban la sensación de que el aire no existía en esa selva que chillaba y rugía. El cazador, un gordo de gorro, gafas y un fusil láser que le colgaba del hombro, avanzaba rodeado de tres perro-bots que brillaban cada vez que un rayo de sol los tocaba.
-Escuchen esto, manga de latas sin pulgas, con ustedes se perdió el deporte de la caza.
El tipo les habló a los perros-bots, pero estos desatendieron sus palabras y se arrojaron hacia una huella enorme.
-En otro tiempo existía el factor riesgo -continuó su discurso mientras se secaba el sudor-. Nos jugábamos la vida, pero ahora con esta tecnología se acabó todo eso. Con mi fusil infalible y el olfato-radar de ustedes no hay presa que se escape.

La tierra tembló y el tiranosaurio surgió jadeante de la maleza. Rugió poderoso y sus pequeños ojos se fijaron en los canes mecánicos que ya lo rodeaban y lo azuzaban. El cazador alzó su fusil, apuntó y disparó. El rayo siseó, perforó el cuello de la bestia y la caída fue tan espectacular como su aparición. Allí quedó el dinosaurio dando sus últimos suspiros, acosado aún por los droides caninos. El hedor de la sangre se sumó al calor y a la humedad para que esa atmósfera prehistórica se convirtiera en más irrespirable aún.
-Bueno, ya está: el último ejemplar -el gordo se ufanaba ante la bestia agonizante-. Me costó mucho trabajo; mis compañeros casi han exterminado la fauna de este planeta.
Presionó el control remoto de su antebrazo y los perro-bots dejaron de ladrar, para luego sentarse junto a él. El cazador y los perros contemplaban al tiranosaurio que dejó de jadear. Volvió a agitar sus dedos en el control y unos segundos después, a veinte metros por encima del dinosaurio, se detuvo la nave: un acorazado estelar, con capacidad para varios tiranosaurios. Se abrió la compuerta del hangar, al mismo tiempo que cuatro toberas lanzaban rayos de antigravitones que elevaron al animal hasta la nave.
-Regresamos a casa -decía el gordo a unos de los perros mientras el rayo-tractor los ascendía al interior de la nave-. De ahora en adelante -continuaba su perorata dentro del acorazado- si no me encuentro con animales peligrosos, me dedicaré a otro pasatiempo. Se quitó la indumentaria y escoltado por los canes mecánicos entró a la sala de descanso. Las paredes de la sala exhibían una centena de cabezas: pterodactilos; iguanodontes; velociraptores; brontosaurios y un lugar reservado para el tiranosaurio rex.
Hundido en el sillón y sorbiendo zumo, el gordo resopló un pensamiento hacia los perros que lo contemplaban:
-Sí, otro pasatiempo; esto comenzaba a aburrirme. Sorbió otra vez y se hundió aún más en el sillón.


La nave realizó las maniobras de despegue y se libró de la gravedad. Suspendido en el espacio y luego de unos minutos, el acorazado estelar se sumergió en el vacío cósmico.


domingo, 2 de septiembre de 2018

Corazón artificial.

Corazón artificial. 

 Tropecé con Laura, por primera vez, en el despacho del doctor Gutiérrez, un psiquiatra del hospital al que asistí para que me examinaran, dado a mi pasado antisocial. Me habían sentado frente al escritorio. Gutiérrez y su ayudante me observaban de pié, con las manos escondidas en los bolsillos de sus guardapolvos de cuello redondos; sus caras angulosas y cincuentonas, me miraban como aguiluchos al acecho. La puerta permanecía abierta y afuera un grupo de médicos cuchichiaba. 
—La terapia convencional— comenzó la perorata el ayudante— se ha mostrado ineficaz para disminuir su odio contra la sociedad. Por eso el doctor Gutiérrez y yo desearíamos aplicarle nuestro programa de terapia androide. 
—¿Un androide? —me apuré a contestar— ¡Ni hablar, doctor! ¡No necesito la componía de ningún zombi mecánico! Vi como las arrugas de sus caras dibujaban el fastidio. 
—¡Vamos Mario! ¿Tiene miedo a una máquina? —me sentenció Gutiérrez. El ayudante se había retirado. Quedé a solas con el doctor que me invitó a pararme. Él se acercó a la puerta y los médicos de afuera dejaron de cuchichear: acompañada por el ayudante surgió bajo el umbral la figura curvilínea de Laura. 
—No esperamos que Laura lo cure, Mario— dijo Gutiérrez que balanceó la mano invitando al androide a entrar. —Laura contestará a sus preguntas —me afirmaba, mientras mis ojos revisaban cada milímetro de aquella morocha sintética—. Ahora lo guiará hasta su nueva habitación. 
Ella me entregó una sonrisa y paralizó mis ojos con los suyos: negros y audaces. 
—¿Eso es Laura? —se me ocurrió murmurar—. Bueno, después de todo, puede ser que resulte —terminé mi comentario. 
Caminé junto a ella por un pasillo por donde retumbaban nuestros pasos; delante marchaban el doctor y su ayudante. 
—¿Le sorprende mi aspecto humano? —me habló Laura mirando las espaldas de los doctores. 
—Puede ser —le afirmé sin mirarla—, pero no esperes que te trate como a una mujer. 
Nos detuvimos ante las puertas del ascensor que sisearon al abrirse, Gutiérrez y su ayudante se despidieron de nosotros y nos dejaron subir solos. 
—¿En qué cociste este dichoso programa? —intenté guiar la conversación después que las puertas del ascensor se cerraron. 
—Muy sencillo —Laura me miró con sus intensos ojos negros—, tu perfil psicológico ha perdido la influencia maternal. Es por eso que voy a actuar como una nueva madre. 
—¡No me digas! —el ascensor subía y nos paramos uno frente al otro— ¡Estoy convencido de que nunca tuve una madre! Laura bajó la mirada y apoyó su mano en mi pecho. 
—Sí, la tuviste, pero su imagen se borró de tu memoria—. Cuando lo dijo, algo se sacudió dentro de mí. —Y al olvidarla —continuó el androide, mientras sus ojos volvían a posarse en los míos—, olvidaste lo que ella te enseñó: responsabilidad, amabilidad —su voz se volvió tersa—, respeto hacia ti mismo y hacia los demás.  
Ella dejó de hablar y miró mis labios, luego agregó casi en un suspiro: 
—Y especialmente, perdiste la facultad de amar. 
La morocha mecánica rodeó su brazo por mi nuca; la hembra olía a rosas, su aliento olía a rosas; su rostro de mejillas sedosas se acercó demasiado, la boca se abrió y sus ojos se entrecerraban. 
—Por eso estoy aquí —dijo y se oyó más tersa aún—, para ayudarte a vivir de nuevo, para que madures y recuerdes. 
Sus labios quemaron los míos y tuve la sensación de que el ascensor se disfumaba. De pronto me volví niño. Mi rostro se hundía en el pecho de...de mi madre. Pude notar que sus brazos, sí los brazos de mi madre, me estrechaban con afecto. Escuché la voz de Laura, que parecía provenir de otro lugar y me decía: 
—Recordarás lo que aprendiste, lo que sentiste, el candor de tu infancia. Mi madre enredaba los dedos en mis cabellos y me abrigaba con el calor de su cuerpo. 
—Todo lo que tu mente ha bloqueado —la voz de Laura regresaba al ascensor—, lo que tu mente ha escondido lo traeré a tu realidad. 
La imagen de mi madre se alejaba y la mejilla de Laura se recostó en mi pecho. Olí sus cabellos de plástico. 
—¿Y voz vas a enseñarme todo eso? —le susurré—. ¡Qué divertido! —le dije y acaricié sus costillas sintéticas. 
Me sentí más fuerte, pero mis defensas se desmoronaban. 

Me había sentado frente al comunicador y la voz del doctor Gutiérrez emergía del aparato. No prestaba atención a esas palabras. Él controlaba constantemente mi conducta, pero su presencia me molestaba cada vez más, ya que yo, sólo confiaba en Laura. 
—¡Mario! —me llamó enojada —Estoy aquí— le contesté y desconecté la conversación con Gutiérrez. —¡Has descuidado otra vez tu trabajo de limpieza! —me regañó y eso me molestó. 
—¡A ver! —Me giré desde la silla para mirarla a los ojos— ¡Vos sos la máquina! ¡Vos sos la que tenés que limpiar! —le dije, aunque no me oí muy enojado. 
Gracias a ella, mis mejores impulsos se iban afianzando. 
—¿Sólo soy eso para ti? Una máquina —dijo, y se me acercaba reptando, insinuante— ¿Sólo tuercas y tornillos? ¿Sin corazón, sin alma? 
—Pero eres mí máquina, Laura —le contesté, mientras ella me derretía con su mirada oscura—, y te ponés preciosa cuando te enojás —agregué, casi sin aire. 
Noté que escondía algo tras su espalda. 
—¿Qué tenés ahí? —dije. Me levanté de la silla para tomar a Laura de la cintura y descubrir lo que escondía, acariciando sus caderas con picardía. Ella sonrió aceptando el juego. 
—Es un regalo para ti, Mario —retrocedió e interpuso la caja con moño evitando mis caricias. —¿Olvidaste que es Navidad? 
No le contesté. Claro que lo había olvidado. Un tiempo de alegría y buenos deseos entre los hombres, pero que yo no celebraba hacía mucho tiempo. —Dame. Quiero ver que es—. Me volví a sentar y retuve la caja sobre mis muslos. Mis manos se apuraron a desatar el moño: no aguantaba más y mis recuerdos volvieron; regresaban a retazo desde mi mundo infantil: mi madre bajo el umbral de la puerta con el regalo en sus manos; 'mamá ¿qué es eso?' le dije ansioso mientras corría hacia ella. La abracé y dije aquella frase, 'No aguanto más'. Mi pasado regresaba. Un pasado que no tardaría en recordar totalmente. '¡Un osito mecánico!', le exclamé a mi madre. '¡Justo lo que deseaba!', y me volví hacia ella para abrazarla una vez más. 
—Oh, Laura, un detector programable, justamente lo que deseaba. Nos abrazamos y ella olía a rosas y yo le acaricié las costillas sintéticas. —No había tenido un regalo de Navidad desde hacía— intenté contarle a Laura, pero mi garganta se contrajo; mi aliento se retuvo—. Me hacés sentir tan joven; tan vivo de nuevo —pude decirle con esfuerzo. La miré a los ojos y Laura me devolvía una mirada tierna; su mirada sintética. —La vida no vale nada, si no estás a mi lado—, le dije. 
Y una vez más sus labios quemaron los míos. Los doctores no pretendían que Laura fuera más que una máquina para aprender. Pero no pensaron que cuando uno recibe tantos cuidados de alguien, uno termina enamorándose de esa persona. Y aunque había sido programada para enseñarme lo maravilloso que es la vida para un humano normal, tenía que esforzarme para no olvidar que era sólo un robot. 
—No digas eso, Mario —deshizo el abrazo y me dio la espalda—. Has progresado mucho y pronto me dejarás —agregó. 
—Pero, Laura, vos sos... 
—Soy una máquina, Mario. No lo olvides. 
Me preocupaba comprobar que cambiábamos los papeles y no sin razón. Mi fiesta de cumpleaños recién comenzaba. 
—Hoy es un día muy especial, Mario —Laura lo dijo convencida. 
 —¿Porqué, vas a decirme que te vas? —dije. 
—No. Eres tú quién se va —logró tensionarme con esas palabras. —Para volver al mundo —agregó de inmediato regalándome una sonrisa que no alcanzó a mejorar mi humor. Laura se me acercó y me susurró: 
—He preparado una fiesta para ti: la celebración de tu nacimiento. Ya que es como si volvieses a nacer. 
—¿Amigos? —le reproché—, no necesito a ninguno, te tengo a vos. Dudé un momento. Laura se había alejado y me daba la espalda. —Se me acaba de ocurrir algo —me animé a contarle—. ¡Vamos a celebrarlo juntos! ¡Vos y yo! Laura no se giró y tardó en contestar. 
—No, Mario. Hemos estado demasiado tiempo juntos. ya es hora de que conozcas gente de verdad. Laura se acercó a la puerta y la abrió: el cuarto se pobló de personas con caras sonrientes, habladoras, una torta con velas y de algún lado comenzaba a surgir música. Se referían a mí como el recién nacido. Le susurré a Laura que nos fuéramos. Me instaron a que apagara las velas y pidiera un deseo. Comenzaron con el 'cumpleaños feliz'. Ella me pidió que lo hiciese. Le dije que no podía; que no estaba preparado para esto. Seguían coreando el 'feliz cumpleaños'. Victoreaban al 'recién nacido'. La música se volvía insoportable. 
—¡Volvamos a casa, Laura! —le supliqué, mientras ella me daba la espalda y yo la sujetaba de los hombros—. Donde podamos estar juntos los dos, como antes. La rodeé para pararme frente a ella. —¡Estoy asustado, Laura! —le imploré con voz ahogada mientras hundía mi mejilla en su pecho—. ¿Porqué me hacés esto? ¿Porqué no decís nada? Me dí cuenta que me descontrolaba ante su indiferencia. —¿Es que no me oís? ¡Laura! ¡Laura! 
De pronto advertí que en el cuarto sólo retumbaban mis gritos. Los invitados se habían callado y la música no sonaba. Pero lo más extraño es que se habían quedado inmóviles: estatuas de rostros agónicos, sin almas y de ojos opacos...como los de Laura. 
—Cálmese, Mario —el doctor Gutiérrez acababa de entrar a la habitación. 
 —¿Qué pasa aquí, doctor? —dije, separándome de Laura. 
—Todos son máquinas, todos son androides. Gutiérrez dijo esto mirando un control que sostenía en su mano. —Era una fiesta falsa, Mario —dijo, con algo de perversidad—; un test para comprobar su mejoría y notamos que se ha vuelto peligrosamente dependiente del androide. 
Un nudo me apretó el estómago e intercambiamos miradas con Gutiérrez mientras Laura continuaba paralizada. 
—¿Y dejar aquí a Laura? —se lo dije a Gutiérrez agudizando mi mirada. —¡Nunca! ¡no! 
—Ella no importa —me contestó con sadismo y agregó con mayor sarcasmo aún: 
—vamos; deje de arrastrarse por un robot. 
La ira inundó mi sangre y le grité: ¡Devuélvala a la vida, maldito! Los rasgos agudos del rostro de Gutiérrez ni se inmutaron y sus manos rapaces jugueteaban con los botones del control. 
—Vamos, Mario; deje esa máquina. No es humana. 
Guardó el control en un bolsillo de su guardapolvo y del otro extrajo una pistola hipodérmica. 
—Es una computadora. No tiene corazón, sólo un procesador y ¡esta es la única manera de demostrárselo! 
Gutiérrez se había transformado en un buitre al asecho. Le apuntó a Laura y yo me interpuse. En ese momento volvieron los recuerdos; recuerdos horribles: mi madre en su dormitorio y aquel hombre de rasgos filosos y mi voz de niño '¿qué pasa mamá? ¡No, no mate a mi madre! y luego el disparo. El sujeto huyó y yo grité: 'No te mueras mamá! En el dormitorio reinó el silencio y junto al cadáver de mi madre, el arma del asesino. El nefasto Gutiérrez y su séquito de cerebros me habían tratado como aún muñeco, pero me devolvieron mi pasado...y una segunda oportunidad, ahora podía salvar a la mujer que amaba. 
—¡No, no lo haga! le sujeté el antebrazo de la hipodérmica y se lo bajé. —De acuerdo —dije— regreso con usted a la clínica, pero no destruya a Laura. 
—Muy bien— me afirmó, mientras guardaba la pistola hipodérmica en el bolsillo y con un movimiento de su cabeza, le indicaba a unos colaboradores que retiraran a Laura. Me contuve y seguí el juego ya que era la única manera de devolverle la vida a ella. 
—Discúlpeme, doctor. Me comporté como un loco. 
—Sí, Mario. Es bueno que se controle. 
—Preocuparme tanto, por una máquina ¿no? 
Dejamos la fiesta artificial y nos dirigimos a la clínica. Supe que a Laura la habían puesto en marcha. Imaginé que se encargaría de otro, que amaría a otro como me amó a mí. Ella pronto sería un recuerdo lejano. Me devolvió la personalidad y hubiese sido un crimen no devolverle el favor.


miércoles, 4 de julio de 2018

Desierto



vértigo

Vértigo. 
Por
Hugo Rodríguez.

Eligió José Pérez porque sería uno más entre millones. Portaba una nueve milímetros, se la había arrebatado 
a un policía, que asesinó con el mismo arma. 
José entró a la casucha de la villa y  apuntó con la nueve a la mujer:
-¿Donde está la pendeja?
-No está -la señora miró el celular en el aparador.  
La nueve se disparó y la mujer se desplomó en el piso.
José hurgó en el celular. Llamó y se oyó:
-¿Mamá?  Estoy en clase ¿qué pasa? 
José saltó la pared del fondo. El auto no estaba. No le importó. En la avenida robaría otro y robó uno rojo. 
Estacionó a media cuadra del colegio. La esperó.
La joven salió con sus compañeras y se detuvo en medio de la calle: aquel auto rojo no era del paisaje. 
La muchacha regresó por algo que se había olvidado, fue la escusa para sus amigas. José esperó. 
Esperó; se inquietó y dejó el auto. Ingresó al colegio y habló con el celador: 
-¿Cómo que no está?
-Sí, ya se retiró.
José se paró en el medio de la calle y vio como el auto rojo se le venía encima. 
La joven frenó: por el retrovisor, el cuerpo de José aún se movía. La muchacha 
retrocedió y lo atropelló. Aceleró y lo atropelló una vez más. 
Lo hubiera echo una y otra vez, pero se alejó, chirriando las ruedas. 

domingo, 10 de junio de 2018

patrulla espacial





La gloria del tambor.

La gloria del tambor.

Me preparé para esta batalla. Ejercité mis brazos y la precisión de los golpes. Hinché los pulmones con el aire de los amaneceres y medité en los ocasos oyendo mi corazón. El emperador me había elegido entre cientos: seré el tambor del ejército imperial. Las tropas avanzarán al paso de mis golpes, sus corazones se unirán a mi tambor y gritarán a tiempo que mis mazos se desplomen sobre el parche. Mi padre estaría orgulloso de mí. Sé que lo deseó. Sé que me soñó sobre el elefante golpeando el tambor. Me soñó rodeado de soldados ansiosos por combatir. Y ahora, de alguna manera, vengaría su muerte. El emperador me dijo que mi padre fue un gran soldado. Que peleó junto a él con valentía y dio su vida por el imperio.

El alba, todavía azul, esperaba por la batalla. El elefante transpiraba y resoplaba, mientras yo acariciaba sus patas y ajustaba las correas que sostenían mi tambor, allá, en la grupa del animal. Mi tambor, enorme como la cabeza de la bestia, lustroso y en silencio. Mi tambor, tenso como el cuero de su parche, dispuesto para la guerra. Alguna grulla chilló desde los juncos y tomé la trompa del animal y lo obligué a marchar. La hierba crujía bajo sus patas. Las nubes empezaban a teñirse de rojo y mi elefante y yo caminábamos hacia el horizonte donde se recortaban las siluetas de ellos, los soldados imperiales, los hombres que darían su vida por nuestro monarca, igual que la dio mi padre.

Mi padre nunca hablaba de las batallas. Cuando regresaba de ellas, besaba a mi madre y a mí, y nada más. Yo esperaba que me contara a cuantos había dado muerte con su lanza, que me contara si había cuidado las espaldas del emperador o si las flechas de los arqueros habían oscurecido el cielo. Pero padre no contaba esas historias, prefería hablar del pueblo de India, de donde venían nuestros elefantes. Hablaba de sus danzas, de la fineza de sus sedas. En casa había muchos objetos de India: estatuillas, pinturas, teteras y jarrones. Papá admiraba a ese pueblo. Decía que teníamos mucho que aprender de ellos y ojalá, decía mi padre, nunca pelemos contra ese país.

Detuve al elefante, me trepé a la grupa y contemplé una vez más a los soldados, los gloriosos y luminosos soldados que harían temblar la tierra a cada golpe en mi tambor. ¡Toda la naturaleza vibraría al ritmo de mi tambor! Hasta el enemigo, el asesino de mi padre, temblaría de miedo al ritmo de mi tambor.


¡Bum, bum, cata bum, bum!

Llegó el alba de la batalla. El silencio de la pradera quebrado por un graznido, por el siseo del viento en la paja, por el soplo de los caballos y la mirada de los soldados. Arengué al animal y me coloqué detrás del emperador. Contemplé la espalda de nuestro monarca: una montaña cubierta de acero. Me detuve en su brazo que esperaba el reflejo de algún bronce para elevarse y que él gritara como el tigre. Así me lo había contado mi padre y así sucedió esa mañana. Entonces el emperador rugió. Entonces mi tambor rugió:

¡Bum, bum, cata bum, bum!

Los cascos de los caballos golpearon la tierra y la tierra tembló...

¡Bum, bum, cata bum, bum!

Los gritos de los soldados espantaron a las grullas y en el pecho de los hombres se oía mi tambor...

¡Bum, bum, cata bum, bum!

Suspendí los mazos en el aire y miré al horizonte: allí se desplegaba sin límites el ejército enemigo. Aquel ejército gritó y las grullas huyeron, la tierra tembló con más fuerza y entonces lo oí...

¡Bum, bum, cata bum, bum!

¡El otro tambor!

Mi emperador giró su cabeza y me hundió la mirada. Mi elefante rugió y mis mazos golpearon el parche. Hinché mis pulmones y retomé los golpes...

¡Bum, bum, cata bum, bum!

Los ejércitos chocaron y la tierra rugió como cien volcanes. Yo golpeaba mi parche y en cada golpe se desgarraba mi espalda, se abrían mis pulmones, sangraban mis yagas, pero yo no oía mi tambor. Ya era el rugido de las gargantas, el estruendo de los aceros, el grito de mi elefante.

Busqué la mirada de mi emperador en la nube de polvo y no encontré su rostro. Extendí mis brazos al cielo buscando el aire para mis pulmones y no lo hallé. Así que golpeé una y otra vez tratando de oír el rugido de mi tambor. Golpeé y golpeé en el parche, en el parche bañado de sangre, ya no de mis yagas, sino de los hombres, de aquellos y de estos, los luminosos y gloriosos hombres que harían temblar la tierra. Golpeé y golpeé por un eternidad tan extensa como el horizonte y no oía mi tambor.

¡Mi tambor enmudecido! ¡Perderíamos la batalla! me dije y golpeé y golpeé tanto como el horizonte, tanto como la sangre, y no oía a mi tambor. La trompa de mi elefante surgía del polvo, las cabezas de los caballos y las espadas sin el brillo del alba flotaban en el polvo. Golpeé y golpeé y de pronto lo oí, me pareció lejano y pensé en el tambor de mi enemigo, pero era mi parche el que gritaba. Así que agité los mazos con las fuerzas que me quedaban. Golpeé la sangre, la de ellos, la nuestra, la mía...

¡Bum, bum, cata bum, bum!

Ya lo oía con claridad. Por encima de los gritos, de los aceros. Lo oía junto al graznido de las garzas, a coro con el bufar de mi elefante. Mi tambor gritaba y la pradera me devolvía su grito:

¡Bum, bum, cata bum, bum!

El polvo se disipaba y brilló el sol del mediodía. Mis pulmones se inflaron con el aire que aún hedía a sangre. No se oía el tambor del enemigo. ¡Por fin se cayó ese tambor! ¡El que mató a mi padre! También se callaron los soldados y los caballos. La tierra apenas ronroneaba: la pradera solo oía a mi tambor...

¡Bum, bum, cata bum, bum!

'Ya no golpees, niño. No hay quién escuche.

En la batalla no está la gloria, hijo; solo en el silencio del tambor'.





sábado, 5 de mayo de 2018

He visto


Nilda

Nilda.

Sostenían las copas de daiquiri y parloteaban boludeces con fondo ‘tecno’. Las minas se habían calzado los vestidos que usarían esa noche y que luego olvidarían en el placar. Los tipos acomodaban a cada rato el cuerpo en los esmóquines alquilados. La fiesta sin motivo transcurría como cualquier fiesta sin motivo, en ese viernes por la noche. Y en ese viernes por la noche conocí a Nilda; así le decían, porque su nombre era Brunilda, 'bruñida, deslumbrante' como me explicó. Había cumplido veintitrés, todas las curvas, tetas sin plástico y un culo erecto. Nada de eso fue lo que me atrajo, lo juro. Los labios finos; no. El cabello negro; tampoco. La frente amplia; menos aún. El rostro oval, su cutis de Photoshop; lejos. ¿Qué, entonces?. Los ojos; claro. No que sus iris fuesen claros, porque eran marrones. Nilda lucía ese color con soberbia, lo imponía. Cualquier boluda ‘fashion’ los ocultaría con contactos de verde o celeste. En cambio, ella exhibía sus genes latinos, sudacas. Sí. Definitivamente. Eso me atrajo de Nilda: sus iris marrones.

Compartimos unos vasos: yo whisky, ella ginebra. Nilda no sonreía y no usaba celular. Interesante. Yo apagué el mío. En fin. Se dedicaba al diseño gráfico y asistía a la facultad de ingeniería y a la de arquitectura. Se divertía con la astronomía. Había un telescopio en su departamento de Juncal. Me describió una por una las lunas de Júpiter: Ío; Europa; Calisto...¿habrá estado en alguna de ellas? Nilda no sonreía, pero me sonrió. Me habló de la mancha oval en la atmósfera de Júpiter: una mancha marrón, como un ojo, como los suyos. Me habló de las estrellas celestes, naranjas y blancas. ¿Desde cuándo brillaban con colores las estrellas? Nilda no sonreía, pero me sonrió y me habló de las galaxias y de las súper novas.
A esa altura de su currículo, yo repasaba mi respuesta para cuando fuera mi turno. Siempre era la misma mentira aprendida de memoria: viajante; ubicaba productos de una constructora, por aquí, por allá; porque 'soy espía' no era la respuesta correcta.
—¿Y vos, a qué te dedicás? —Nilda se bebió el último trago de su segunda ginebra.
—Soy espía.
—¡Qué bien! y ¿Qué espiás?
—Empresas —mentí.
—Ah. Pensé que espiabas gobiernos, instalaciones militares o algo así.
Exacto, espío gobiernos. No lo dije.
—Solo empresas —sí lo dije.
—Conocí un chico que espiaba a la competencia —me contaba Nilda y no me sorprendió—. Él trabajaba en..., bueno, no recuerdo qué banco. No sólo espiaba al banco, sino que también lo saboteó. Lo mandó a la quiebra y luego su banco lo adquirió. ¿Vos saboteas también? —terminé mi segundo whisky, eso me ayudó a contestar.
—No. Yo solo espío.
Nilda practicaba natación, tai chi, kung fú y le apasionaba cocinar. Sería difícil volverla a ver. Pero la ‘argentum’ manejó la situación, me invitó a su departamento, no al de Juncal, al de Guido y Agüero, Recoleta, por supuesto.



Sábado por la tarde; Guido y Agüero, Recoleta, por supuesto. Caminé por Guido y me paré sobre las baldosas de vainillas, frente al portón de rejas. No se trataba de un departamento, sino de una casona de dos plantas atrapada entre dos edificios. Una casona ni muy muy, ni tan tan. Con el suficiente misterio en sus ventanas largas y en las cabezas de hierro de los dos leones del portón. Oprimí el portero, de bronce lustroso. Nadie habló. Me disponía a insistir cuando se abrió la puerta de entrada, allá, bajo el alero sostenido por dos columnas dóricas. Emergió una señora corpulenta de blusa rosa y pollera negra. Seguramente la encargada de lustrar el bronce del portero. Descendió los escalones del alero y caminó con apuro hacia mi encuentro. Colgaba de su hombro una cartera y en su mano derecha tintineaba un manojo de llaves. La señora, de unos cuarenta, de rostro gentil, inteligente, una recepcionista, antes que una ama de llaves, se detuvo ante el portón.
—Usted es de la embajada ¿no? —me preguntó, rebuscando en el manojo.
—Sí —respondí, me pareció prudente.
Se abrió una hoja del portón. Entré y esperé a que la señora cerrara. No le dio llave. Pasaba delante de mí y acomodando su cartera, me invitó a seguirla. Subimos los escalones del alero. Entramos. Dentro, la sala circular se iluminaba con la pálida luz de la tarde que se filtraba por los vitrales de la ventana. Los pocos muebles y esculturas que descansaban allí, se cubrían con telas.
—La señorita ya baja —me confirmó, cabeceando hacia la escalera de mármol que ascendía en espiral.
—Discúlpeme —agregó—, pero debo retirarme.
La recepcionista que hacía de ama de llaves dejaba el manojo sobre una mesita al pie de la escalera y abandonaba la sala cerrando la puerta despacio. Muy despacio. Quizás recordó algo. El lugar se silenció: un panteón de la Chacarita sería más acogedor.
Respiré la humedad por unos minutos y aquel silencio se interrumpió con el rose de sus zapatillas: Nilda descendía, de vaqueros y una camisa masculina, desabotonada y manchada de pintura. Debajo una remera. Llevaba el pelo recogido, de un negro más natural y refregaba sus manos con un trapo.
—Hola —se detuvo ante mi.
Me clavó la mirada, sí, la de color marrón. Algo se tensó en mi estómago. Esperaba su beso, pero Nilda, giró su rostro hacia la escalera y cruzó las manos a la espalda. Advertí que no usaba corpiño y la camisa hedía a trementina.
—Cuando puedo, me dedico a la plástica —comentó y regresaban sus iris marrones.
—Qué bueno —balbuceé.
—¿Te interesa la pintura? —me preguntó.
—Algo —mentí—. Pero no entiendo mucho.
—Vamos, subí. Te mostraré mi ‘atelier’.
—De acuerdo, te sigo.
La escalera era lo suficientemente amplia como para que subiéramos juntos. Me agradó. Deseé ceñirle la cintura o tomarla del hombro. Disfruté cada escalón: un ascenso a los cielos. Terminamos en un pasillo en penumbras. Conté dos puertas a la izquierda, una a la derecha y una al final. Ella abrió la primera de la izquierda que había quedado entornada. La empujó e insistió a que entrara.
La sala se iluminaba a través de tres ventanales en el techo. Contra las paredes se apoyaban decenas de bastidores que achicaban el lugar donde se paraba el caballete. Donde también se paraban ellos: dos tipos, de vaqueros y zapatillas, de remera uno y camisa el otro. Se paraban como se paran todos ellos: de brazos cruzados, torciendo la columna. Mascando chicle. Los reconocí, estuvieron en la fiesta.
Nilda cerró la puerta y se quedó detrás de mí. La camisa con trementina y el trapo cayeron en el piso de madera.
El de remera extendió la mano hacia su compañero y este extrajo del vaquero dos sobres que los dejó en la palma de su socio.
—Tomá —me arrojó uno de los sobres—. Ese tiene lo que buscabas.
Luego me arrojó el otro sobre.
—Y ese es tu dinero. Ahora, andate.
Nunca bajamos las miradas. Nunca dejamos de intuirnos. Nunca dudé de sus armas hundidas en los vaqueros. Y siempre oí la respiración de Nilda a mi espalda. La puerta se abrió. Imaginé sus dedos sujetando el picaporte. Me giré y ella miraba las tablas del piso. Salí al pasillo.
—No lo acompañes —oí al de remera—. Conoce el camino. La puerta se cerró. Despacio. Muy despacio.
Bajé los escalones de mármol, escuchando el eco de mis pasos. Abrí la puerta de entrada. Bajé los otros escalones, los del alero. Caminé hasta el portón, separé la hoja y miré los leones de hierro. Me alejé raspando las vainillas y anduve por las veredas de Guido: la casona se quedaba atrás, atrapada entre los edificios. Seguí hasta la rotonda de Gelly. Desde allí, contemplé la embajada británica, al otro lado de la rotonda. Respiré la humedad de la tarde, de la tarde de sábado, hasta que vi el taxi y lo detuve.

El taxi me dejó en el Cosmos de Constitución: me alojaba allí desde el lunes. Entré al cuarto y arrojé los sobres a la cama, me descalcé y me hundí en el colchón. Había seguido a ese tipo por cinco días: un fiscal que frecuentaba la embajada. Eso me acercó a la fiesta y a Nilda. El fiscal estubo allí. Habló con muchos y con muchas. Habló con Nilda y con los dos tipos de la casona. Pero Nilda habló conmigo, de Júpiter y sus lunas, de la vida en el cosmos, del nacimiento de una estrella y la súper nova. Nilda no sonríe, pero a mí me sonrió dos veces. Yo deseé una noche en su departamento de Juncal, donde había un telescopio. No deseé la tarde en la casona de Recoleta.
Si lo que contenía el primer sobre era información falsa, o sea, ‘carne podrida’, yo nunca me enteraría. Mis jefes invisibles nunca me lo dirían. Entonces, ¿cuál era el problema? entregaría ese sobre y me quedaría con el dinero ¿un soborno? o ¿era mi sueldo? No lo sé. Sí sé, que nunca la volvería a ver. Deseé una noche en su departamento de Juncal. No deseé la casona, ni a los tipos ni sus sobres.


 La tarde se había ido y la noche del sábado comenzaba. El murmullo del tránsito entraba por la ventana. Intentaría dormir. Después que deje el sobre con la información la misión terminaría, para bien o para mal. Eso nunca me lo dirían. Regresaría a mi casa de Quilmes, cerca del río, allí observo las estrellas desde mi telescopio.



domingo, 1 de abril de 2018

INSTANTE REFLEXIVO

Instante Reflexivo.

Julia, así la bauticé a mi amiga aquella noche en el bar, era una hormiga de esas que lucen de un rojo lustroso y que ya había dado una vuelta completa a la boca de mi porrón y se disponía a pasear por segunda vez. Pero tomé una decisión, muy a contra gusto, porque reconozco que julia está en su derecho a dar cuantas vueltas quiera, pero yo también estoy en mi derecho, bueno, a beber de mi cerveza. Así qué posé la punta de mi índice para interrumpir el paseo de mi hormiga amiga.
Estaba dispuesto, en caso que se diera un serio conflicto, a preservar por sobre todas las cosas nuestra amistad. Sí señor. Lo más importante en ese momento para mí, y no dudo que para Julia también, era sostener esta sociedad afectiva, profunda, entre insecto y humano.
Aún no se había topado con mi índice, porque por un instante reflexivo, Julia contempló el reflejo de una de las lámparas de la barra en la superficie dorada de la cerveza. Atraída quizá por el batiburrillo metálico e hipnótico de aquel juego elíptico, que la luz provocaba en ese mar de ámbar y espuma.
Yo no dudaba de que Julia había suspendido su aventura de equilibrista para darse un instante de acercamiento a ese cosmos tornasolado que se exhibía ante sus ojos y antenas. Porque solo un alma sensible, como la de mi amiga, podía encontrar encanto y fascinación a esa ronda monótona y sinfín alrededor del círculo vidrioso de mi jarra.


Julia continuó su periplo hasta dar con las huellas dactilares de mi índice. Permití que olisqueara mi piel; que hurgara indicios en los surcos de mis huellas. Mi hormiga amiga no sabía como sortear este inesperado obstáculo que el destino le había puesto en el camino. Dudó un largo rato ante la nueva situación. Lo conseguiría. La sabía inteligente como para superar ese trance; además necesitaba que así lo hiciese, porque mi sed así lo requería.
El murmullo del bar pareció desaparecer; tal fue el golpe emocional, que la decisión de este insecto audaz, produjo en mí: mi amiga imprudente, angustiada por el desafío que le planteé, terminaba de arrojarse al mar de cerveza. La vi agitar sus patas para evitar hundirse. Aunque lograra mantenerse a flote, el alcohol entraría a su cuerpo provocándole la muerte inmediata. No deseaba que Julia concluyera su noche de esa manera y menos por algo de lo cual yo era culpable. Tampoco me agradaba la idea de presenciar su cuerpo agónico flotando en mi cerveza. No. Nada de eso deseaba que sucediera. Así que, la rescaté con mucho cuidado elevándola en la yema de mi dedo que había obstruido su paso. La sostuve y la contemplé por un rato: noté que se recuperaba y recomponía su temple de hormiga audaz. Bebí un largo sorbo para calmar la tensión y luego deposité suavemente a Julia en el borde de mi porrón, para que reanudara, como lo hizo, su ronda nocturna.

La noche recién empezaba, como recién empezaba nuestra amistad; que sin duda deparaba momentos extraordinarios y al límite del paroxismo.  

sábado, 3 de febrero de 2018

ANTARES

ANTARES
por 
Hugo Rodríguez

La nave zumbaba
Peor que las abejas.
La tos del viejo sonó
¿Todo bien? Pregunté.
Llegó la comunicación de Antares.

La nave zumbaba
mejor que los ángeles.
El viejo se murió.
Falleció, les dije.
Pero Antares no contestó.

La nave se posó en la plataforma
igual que una mariposa.
En Antares silbaba el viento
como la tos del viejo.
Los humanos, como ángeles:
Ausentes.

lunes, 29 de enero de 2018

INFALIBLE

 INFALIBLE
Por
Hugo Rodríguez

Lucas murmuró ‘silenciar’. sintió una leve presión en los oídos y la habitación dejó de hacer ruidos. Lucas no oía sus pasos, aunque caminaba descalzo y sobre alfombra, tampoco oyó el quejido del sofá polimorfo sobre el que acababa de acostarse y tuvo que imaginar el cloqueo de los hielos en el whisky. Lucas recostó la nuca en el respaldo y posó la mirada en el cielo raso. Murmuró algo más: ‘atenuar’ y la luz bajó su intensidad. Podía oír el aire que entraba a sus pulmones, pero no el que exhalaba, le era suficiente para calmar la respiración. Arrimó el whisky a los labios y apenas lo besó. Prefirió sentir el aroma mientras se relajaba, lo bebería de a sorbos, tan lento como pudiera. Era su tarde y la haría durar una eternidad.

El trino de un colibrí vibró en sus tímpanos: el único aparato que podía eludir el silencio artificial era el timbre. El maldito, detestable, infalible timbre de planta baja. Quién molestaría a esta hora y en este día: el día de su reposo. Lucas se sentó en el borde del sofá y posó el vaso en la mesa de cristal. De soslayo, miró el celular. No se trataría de una amigo, ni de ninguna de sus chicas, lo hubiesen llamado. Lucas se volvió a recostar. Quizás se tratara de algún vendedor o de alguna travesura. Pero el colibrí volvió a sonar. De todas maneras decidió esperar. Esperó por un tercer trino y luego de varios segundos prevaleció el silencio, el artificial y el otro. Los párpados de Lucas se cerraron. Podría haber encendido la cámara y averiguar de quién se trataba, aunque mejor así. Quien llama solo dos veces es alguien que no merece atención. Por supuesto, porque ya se fue.

Tanteó el vaso en la mesa, lo giró, adivinó el choque de los hielos y el colibrí vibró de nuevo. No era el de planta. Sonaba el de su departamento. El molesto visitante pudo entrar. Algún vecino estúpido lo dejó entrar. ‘Que si está’. ‘Que no está’. ‘Que duerme’. ‘Que no duerme’. ‘Bueno, sí. Pase’. Él también lo hizo en alguna oportunidad. Ahora, bebé de tu mismo veneno, Lucas. Fingiría no estar. Era su tarde. No quería perderla, la había deseado toda la semana. ¡Qué se vaya! ¡Qué vuelva otro día! Nadie de importancia. Imaginaba los nudillos en la puerta. De nada servía la barrera de silencio, los oía igual. ¡Maldita sea! ¿Debía abandonar el sofá y atender? ¡No! ¡Qué se vaya! Y otra vez el trino. Y otra vez. Y una vez más. Resistí, Dic. Ya se irá. Bebé el whisky. Te ayudará. Bebelo todo y sírvete otro.

¿Ves? Ya no suena. Se cansó su dedo. Su repugnante dedo. Triunfaste. La tarde es tuya. Disfrutala.


Lucas no murmuró. Sintió una fuerte presión en el cuello y la habitación dejó de hacer ruido.