domingo, 6 de septiembre de 2020


Cantabile
John Decles

Una conjetura: vino del pasado; aunque también pudo venir del futuro. Una suposición: se trataba de un rayo enviado por un gran talento, incluso entre cadenas, lanzado a la ventura porque no podía ser encaminado hacia un blanco concreto. Y en cuanto a la naturaleza de las cadenas, e incluso a la del talento, ¿qué decir? No hay sitio ni ocasión en que el genio no viva sopor­tando imbéciles.
En cuanto a su forma, era indescriptible y podía, por esa razón, haber pasado inadvertido. El ojo huma­no puede no enviar al cerebro imágenes para las cuales no existe «concepto». Casi inmediatamente después de su aparición, dejan de «ser». Sus contenidos fueron dis­persos, demasiado pequeños para provocar la atención mantenida del ojo, y derivaron hacia la tierra con ra­pidez. El lugar sobre el que se fijaron fue la inhóspita y pétrea Ciudad y, en unos segundos, la mayoría de ellos murieron por falta de receptores. Sólo uno sobre­vivió. Por un azar, quizá matemáticamente calculable, pero de todos modos remoto, este uno encontró su ca­mino a través de una abertura, más pequeña que el diámetro de una aguja, en la base de la cúpula de cris­tal de cuarzo que coronaba el rascacielos patrimonio de un Barón de la Ciudad; se deslizó químicamente en un vivero donde se las arregló para mantener la vida entre lo que allí había: plantas, algas y pequeños peces. A mediodía, en el nutrimento fortuito de esta matriz de facto, la Bestia Que Llora había nacido. Sin una ma­dre, sin un padre...
La Bestia Que Llora era pequeña al nacer. En rea­lidad, en el momento de su nacimiento medía poco más de medio centímetro.
Poco tiempo antes había sido un azaroso grupo de células protoplasmáticas, empujado de un lugar a otro del invernadero por las ondas solares. El calor del sol del verano, que se escurría con lentitud hacia el otoño, le llevó más allá. Su altura no era mucha, pero pronto cambió. Con la voraz capacidad con que la vida le había dotado, pronto encontró y devoró toda la comida que el jardín ofrecía. En el espacio de una semana había alcanzado el tamaño de un perro pequeño.
Durante aquella semana, una buena parte del tiempo del que la Bestia disponía fue empleado en la observa­ción. Según los estándares de la Ciudad, el jardín no era pequeño. Se extendía unos quince metros en las cuatro direcciones. Luego era interrumpido por los rí­gidos límites de las paredes de ladrillo. Transversalmente al techo del jardín, se alzaba una prolongación vertical de la cúpula de cristal de cuarzo, adentrada en el cielo para apresar algo del fresco aire de más arriba Allí, encima del rascacielos del Barón, el jardín estaba aislado y, como un niño, succionaba y asimilaba el calor del brillante pecho del horno solar. Había murales en las paredes del jardín, pinturas, casi mosaicos, en cáli­dos colores terrosos, demasiado delicados y armonio­sos para los sentidos no desarrollados de la Bestia. Pero, entonces, la Bestia sólo disponía de las cosas del jardín para establecer comparaciones: las flores y los peces, los frutales enanos y los alegremente coloreados pájaros que revoloteaban por todas partes; y ésas no eran las cosas que los murales describían.
Un día, sentado en el tiesto de lilas y masticando semillas de loto, la Bestia hizo un descubrimiento. Esti­rándose, había alcanzado un pez dorado. Se retorció y emitió horribles sonidos cuando él lo mordisqueaba. Sentado tranquilamente, pudo observar que a las cosas vivas no les gusta ser comidas mientras lo están. Su memoria le recordó los penetrantes chillidos de los pája­ros que había comido, lo difícil que era apartar la sofo­cante suavidad de las plumas.
En vista de ello, resolvió no comer más cosas que estuvieran vivas. A medida que pasaban los días, se dio cuenta que aquélla había sido una buena decisión. Los animales dejaron de temerle y le procuraron mucho entretenimiento.
La Bestia seguía necesitando proteínas, pero lo resol­vió con la muerte de sus compañeros y, de esta mane­ra, solventó lo que era una necesidad natural. El resto de su dieta se basaba en los árboles y en los brotes de las flores.
Cuando tenía poco más de un metro de altura, aprendió a caminar sobre sus patas traseras y descubrió la puerta. Este descubrimiento no lo hizo por sus propios medios, sino que fue parte de un cambio en su medio ambiente. La puerta se abrió y la Mujer vino a través de ella.
Por entonces la Bestia ya podía ver los murales, y la reconoció al momento como una de las cosas represen­tadas en los mosaicos, toda ella tostada por la palpi­tante calidez de la no filtrada luz del sol. Esta mujer no le vio al principio. Él todavía estaba sentado en la fresca agua del estanque: aún mascaba sus simientes de loto. La mujer se quitó su vestido dorado y se tendió en la caliente y limpia arena, con un antifaz de tela negra sobre los párpados.
La Bestia se levantó rápidamente y avanzó con cui­dado desde el pintado suelo azul del estanque hasta el camino de piedra. Anduvo silenciosamente hasta donde ella yacía, y se quedó mirándola en un ansioso escru­tinio, como si debiera actuar. Sin embargo, permaneció inmóvil y contemplando su cuerpo anhelando algo que era demasiado joven para comprender.
Pasado un tiempo, la Mujer sintió su presencia y se quitó el antifaz de los párpados. Al verle, se sentó y recogió su ropa. Sólo lanzó un pequeño grito a la inmóvil atmósfera.
—¿Cómo entraste? —dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
La Bestia la miró de manera diferente por un mo­mento. Su voz no era penetrante y dulce, como la de los pájaros, ni tampoco sibilante y gutural, como la del pez dorado. No chirriaba, como hacían los insectos.
—Bueno, respóndeme —exigió.
La Bestia hizo un ruido con su garganta; se llevó la zarpa al cuello. Su voz había sido fuerte esta vez, y le había hecho daño por dentro. Le volvió la espalda. Se puso a llorar, como había hecho ante el chillido de un pájaro moribundo, pero de nuevo ignoró por qué.
—¿Qué te pasa? ¿Es que no sabes hablar? —preguntó la Mujer.
La Bestia se volvió de nuevo hacia ella y miró dentro de sus profundos ojos azules. Estaban húmedos, como los suyos, pero no de dolor. La Bestia nunca había sentido esa piedad.
—¡Pobre! —dijo la Mujer.
Se puso en pie y, sonrojada, se envolvió en su ropa y fue hacia él. Hizo movimientos para señalar la puerta.
—No puedes salir así —dijo—. ¿Dónde están tus ro­pas?
Le hizo más señas intentando hacerle mirar al lugar donde se hallaban sus cosas, usando su propia ropa como ejemplo.
La Bestia permanecía confusa, sin comprender.
—Está bien. Las buscaremos.
Mientras buscaba, la Mujer hablaba. Casi ociosas pa­labras, que ponían de relieve su nerviosismo ante su presencia. Un relámpago, el oscuro ruido de un trueno y un cohete atravesaron el cielo, atraídos por el espacio como el hierro por el imán. La Mujer rió.
—¿Sabes?, somos como hongos —dijo, mirando por debajo de un arbusto de gardenias—. Esos cohetes, esas aeronaves. Apuesto a que tú, como la mayoría de los obreros, no tienes ni idea de lo que son. Los humanos, los mortales, vivimos en la base del árbol, soportando las embestidas, los acontecimientos de la vida. Más arri­ba, en las ramas del roble, las aeronaves cincelan un imperio, sin contar para nada con nosotros, sin contar con la gente.
»Sólo los que hacen las leyes piensan en la gente. Hacen las leyes de modo que impidan a los construc­tores del imperio dejar caer el fuego del Sol sobre noso­tros, subyugarnos o matarnos. Hacen leyes que limitan al hombre al empleo de su propia fuerza o a la contratación de mercenarios. Nos dan una seguridad social que limita el radio de acción de un hombre. —Revolvió es­crupulosamente el jardín. Miró bajo los arbustos y matorra­les, hasta en el estanque. Al terminar, estaba perple­ja—. No se me ocurre qué hiciste para llegar aquí sin ropas. De cualquier manera, tampoco logro entender cómo te las has arreglado para entrar aquí. Hemos te­nido suerte que nadie más te haya visto, si no ten­drías problemas. Tú espera aquí y yo iré abajo, y mi­raré si puedo conseguirte algunas ropas de mi herma­no pequeño. Luego veremos si puedo sacarte del edificio sin que nadie te vea. —Volvió a mirarle, moviendo su cabeza de izquierda a derecha, hasta que la fijó en ángu­lo con su delicado hombro—. Seguramente no podré sa­carte esta noche, así que después de la cena te traeré algo de comer. Suelo comer aquí arriba con bastante frecuencia, así que nadie lo encontrará extraño.
La Bestia permaneció mirando largo rato el sitio donde ella había estado tumbada en la arena. Luego, sin entender lo que había dicho sobre comida, fue por el jardín a procurársela.
La Bestia no comprendía la noche. Había nacido de los nobles rayos y de las poderosas radiaciones del Sol, y cuando éste desaparecía tras los límites de cemento del jardín se enrollaba bajo un bosquecillo de abetos del Canadá y se ponía a dormir. A veces, los ruidos de abajo le sacaban de su tranquilidad, y entonces veía las estrellas y la Luna. Las estrellas eran cálidas, y la Luna le hacía sentirse enfermo, y palidecer con una emoción que no podía saber que era la pena. Estaba dormido cuando la Mujer volvió. Ella movió su mano frente a un brillante panel de metal, y el jardín se abrió, como un fresco estallido de arco iris, en un enigma de luz artificial. La luz no era tan fuerte como el amanecer, pero iluminaba la estancia con la misma claridad. Como las luces no dan calor, la Mujer encontró a la Bestia dormida, enroscada como un ovillo. Cuando la tocó, des­pertó y levantó su mirada hacia ella.
Estaba ahora pálida. La Luna la bañaba de leche y su pelo era azulado como la Luna, no negro, aunque ella tenía cierto parecido con el negro suelo. Bajo el silencio de la Luna y las estrellas, él la adoró.
—Ven —dijo—. Ponte esto. Creo que mi hermano es más corpulento que tú, pero servirán.
La Bestia seguía aturdida. Intentó comprender sus movimientos, pero fue en vano.
—¿No sabes cómo ponértelo?
Él permanecía en silencio. La Mujer notó entonces algo en lo que no había reparado antes. Por un mo­mento tuvo miedo.
—¡Oh! No me entiendes, ¿no es eso? Nada, ¿verdad?
La Mujer le ayudó a ponerse las ropas, aunque estaba nerviosa al tocarle. Sus ojos la seguían; le llegó de ella el olor a menta, un olor que conocía del lecho de plan­tas aromáticas, junto a la fuente de los pájaros.
—Eres un chico agradable —le dijo, mientras le ves­tía—. Me siento rara contigo. Casi como si fuera tu ma­dre, pero no maternalmente. —Se rió—. Lo que sentía por mis muñecas cuando tenía tu edad, o lo que siento por los pájaros, aquí en el jardín. Tenía un perrito con manchas negras cuando era muy joven. Mi padre no era Barón entonces. Vivíamos en una torre de Barón, pero mi padre sólo estaba aprendiendo su empleo. Me deja­ban jugar con otros niños y conocía a montones de mu­chachos como tú; sólo que, claro, sabían hablar. —Le miró de nuevo con aquella piedad—. Bueno, por fin estás presentable, y tendrás más trajes cuando vayas a casa. Me imagino que estarás entre los obreros. Bueno, no importa, no tienes que volver esta noche. No podría pasar más allá del piso número cien, aunque mi vida dependiese de ello. Mira, te he traído comida.
Le llevó a través del jardín y le dio una cesta con alimentos. La Bestia la miró estúpidamente, y entonces ella abrió una botella de cerveza, extendió una servilleta en el suelo, y dispuso sobre ella trozos de pollo coci­nado, pan y melón. La Bestia no comió hasta que ella le puso un pedazo en la mano. Entonces supo que era comida.
La Mujer se sentó sobre las losas y le miró comer con los dedos. A los pocos minutos, sintió el deseo de tomarle y acariciarle, o rascarle la cabeza, tanto le recordaba a su perdido cachorro.
—Si esta habitación fuera sólo mía, podría tenerte aquí en secreto, como a un animalito. Mi padre no me deja tener otro perro. Dice que alguien podría utilizar­lo como un arma contra mí. No tengo ningún amigo. Nadie con quien hablar, y, claro está, no puedo salir del edificio. Tengo sólo dieciocho años y la suerte no me ha escogido todavía un marido, así que nunca he estado con un joven. ¡Oh! ¡Qué ganas tengo que lle­gue ese día! Alguien alto y fuerte, como un guerrero, y bronceado como si trabajara en los campos. ¡Será tan hermoso y cortés...! Me tomará en sus brazos y vivi­remos como en una nube.
Los ojos de la Mujer brillaban, y vio a través de la Bestia su pasado y su futuro. La Bestia le miraba a los ojos, tras el velo de lágrimas felices, y sus propios ojos brillaron en respuesta.
Cuando terminó la comida, la Bestia tomó otra deci­sión. Levantó su mano, que brillaba por el aceite de la comida, y le tocó el vestido. Era un vestido blanco, con mangas amplias que se ondulaban cuando andaba. El sitio donde su mano encontró la suavidad de la ropa quedó manchado sin remedio, pero la Mujer sonrió. Si­guiendo su impulso, se inclinó y besó su frente con ter­nura, como se besa a los niños.
—Eres dulce —dijo, y se fue con la cesta y el mantel blanco.
Apagó las luces a su paso. La Bestia se precipitó de un salto hasta su bosquecillo de abetos, y pronto quedó dormida.
Las familias de los Barones estaban bien alimenta­das. Si el Barón pedía una comida poco nutritiva por sí misma, el alimento era cuidadosamente tratado con las necesarias vitaminas, minerales y proteínas. Así que la Bestia había hecho su primera comida completa y equilibrada. Estaba, por primera vez en su corta vida, alimentada como convenía para estimular su extraordi­naria capacidad de crecimiento. Durante la noche, la Bestia maduró.
El Sol se levantó sobre las paredes de cemento, y comenzó su avance cotidiano de un panel de cuarzo a otro, como una misteriosa pieza en un juego de ajedrez sin reglas. La Bestia había crecido en su calor. Estiró sus dorados miembros y, con su primera contracción, los músculos se afirmaron y redondearon. Con la prime­ra inspiración de siempreviva y oxígeno de la mañana, sus pulmones ganaron capacidad, y su pecho se ensan­chó. Cuando se puso en pie, lo hizo con extraordinaria facilidad, y advirtió que ahora tenía vello en el cuerpo. También otras cosas habían cambiado, cosas dentro de él que ahora eran diferentes. Las ropas que la Mujer le había dado se desgarraron, reventadas por sus esti­rones de la noche, y cayeron al suelo. Había sido des­pojado de sus andrajos por su verdadera naturaleza. La Bestia era ahora un adolescente, o, mejor aún, estaba en los últimos estados de su adolescencia.
Durante toda la mañana, el Sol evolucionó en su ór­bita prescrita y, con el transcurso del día, la Bestia se apostó ante la puerta. Cuando el cristal de cuarzo se tiñó con los colores de la caída del Sol, la puerta se abrió. La Mujer iba vestida de un tejido amarillo y lige­ro, como junquillos, girasoles, como las claras notas altas de una trompeta. Miró a la Bestia.
Nada perceptible pasó entre ellos. La Bestia perma­necía inmóvil. Ahora no lloraba. La Mujer permaneció también inmóvil. No buscó con su mente una explica­ción ni consideró que fuese necesaria.
—Eres el mismo —dijo—, eres el mismo niño. Puedo asegurarlo. Pero eres diferente, no eres igual, porque ahora eres un hombre.
La Bestia la miró, y sus ojos no estaban húmedos ni perdidos. Ahora era fuerte, distinto.

Cuando el Sol estaba bajo y las estrellas brillaban con desmayo en el pálido cielo azul, las lilas de Juno florecieron. Levantaron sus grandes capullos blancos, le­vemente, sobre el agua, y se estiraron hacia el sitio donde la Luna debía estar. La Bestia alargó un brazo y tiró de una de ellas, hasta que su flexible tallo se tronchó. Gotas del agua de la piscina saltaron en cas­cada hacia ellos. La Mujer se lo llevó a su pecho y aspiró su fragancia. Suspiró, y de su seno húmedo y oscuro dejó salir aquel mismo perfume de sauces y de cálidas noches de verano. La Bestia la besó de la ma­nera que ella le había enseñado.
La Mujer tarareó en voz baja un aire rítmico y, re­costándose sobre la hierba, empezó a cantar: Mi Prín­cipe creció de una Rana, y los grillos detuvieron sus chirridos para escuchar.

Mi Príncipe creció de una Rana
que vivía en un Pozo de Plata,
y la historia que cuento,
es la de cómo le besé, mientras estaba
sobre un tronco caído. La Rana, que era
un Príncipe,
recobró mi Pelota de Oro.

Le dejó antes que llegara la mañana. Sus cabellos negros relucían por el deslizarse de muchas caricias. La Bestia comió el alimento que ella le había dejado. Los abetos eran una espinosa enramada para él, y los lotos ya no eran sagrados.
Pasó la semana siguiente. La Bestia llevaba una lige­ra barba negra y había signos de arrugas en los plie­gues de sus ojos. Su pelo, largo hasta los hombros, se había hecho rústico, su piel era menos suave, sus labios eran más oscuros y endurecidos que antes.
La Mujer no estaba tan distinta, pero había cam­biado.
—Quisiera que esto durase siempre, Mi Príncipe —dijo un día en que el Sol era especialmente ardoroso—. Pero tú no eres para siempre, ni yo. He visto en ti una ma­ravilla y un milagro; pero los milagros tienen que ter­minar, como todas las cosas, buenas o malas, y temo que lo bueno pasa a menudo antes que lo malo. Has crecido rápidamente, de un niño a un hombre en el mismo mes. Creo que pronto, Mi Príncipe, morirás. Cuan­do hayas muerto, me quedaré sola.
Ahora era la Mujer quien lloraba, y la Bestia no pudo reconfortarla porque no había entendido sus pa­labras. Y aunque lo hubiera hecho, no habría sido capaz de comprender los conceptos que ella expresaba. En los días de la Mujer, la Bestia sólo conoció el éxtasis.
—Has venido aquí —dijo ella, tranquilizándose y con­teniendo sus lágrimas— de algún lugar más allá de mi mundo, y te has convertido en un mundo para mí. Estoy contenta del hecho que hayas venido. Me has dado algo con qué pesar el valor de mi vida, una medida. Pienso que quizá sea bueno que envejezcas y mueras tan rápida­mente. Si mi padre te descubriese aquí, te daría muer­te. Acepto que mueras, no puedo pedir favores a la muerte. Pero no quiero ser cómplice de un asesinato.
La Bestia era como un hombre de mediana edad. Se había hecho más recio, aunque, por una merced de su naturaleza, no había desarrollado barriga, ni ninguno de esos desagradables accidentes que tienden a hacer que un hombre pierda algo de su arrogancia física du­rante ese tiempo de su vida. Aunque la Bestia hubiera desarrollado alguna de tales imperfecciones, no se ha­bría interesado por ellas. Su vida era demasiado corta para permitirle el aprendizaje de la conciencia social.
Ahora, la Bestia y la Mujer ya no se mostraban tan apasionados. Habían llegado, en dos breves semanas, a la especie de relación que muchos, aun después de años de matrimonio, no alcanzan. Estaban juntos constante­mente y, cuando lo estaban, ni el uno ni el otro se sentían solos.
—Estos han sido días felices —dijo—. Valoro estos días como no valoraré ninguno de los que vengan des­pués. Cuando me elijan un hombre, seré una esposa para él; pero la suerte habrá fallado. Sea quien sea mi marido, tendrá que recibir de mí un afecto triste.
Una vez que estaba de un humor sombrío, le dijo:
—Mi padre tiene problemas con los otros Barones. Su proyecto ha sido rechazado en el Congreso y puede ser expulsado. Si eso sucede, me enviarán fuera para que pase mi vida como una obrera. Mi padre se que­dará y luchará, como es su costumbre, y es posible que todos en la Torre sean derrotados. Si mi padre va a la guerra, serás descubierto. Este jardín está sobre las torrecillas de los cañones. Bajo este suelo hay armas. ¡Oh! Si lo expulsan...

Pronto llegó el tiempo de la vejez de la Bestia. Ya no podía oler los abetos en la noche ni las lilas rosa perla. Su largo y lacio cabello era blanco, como su barba. Sus ojos, ahora, eran profundos y fríos. Se encor­vaba y dormía mucho más que antes.
La Mujer no había venido desde hacía tres días. El cielo estaba frío y gris. De vez en cuando, tenues y rápidos copos de nieve daban contra el vidrio de cuar­zo con un ruido áspero. La Bestia tomó una decisión basada en su observación, y deslizó su mano frente al reluciente panel de metal. Vino la luz, pero al mezclar­se con la escasa del día no le alegró. Las rosas rojas de una pequeña maceta, rosas que habían palpitado con vida, rosas que habían brotado para encontrar al vivo Sol, estaban ahora marchitas y desvanecidas, purpúreas como los labios de una prostituta pintarrajeada.
Cuando la Mujer llegó, lo hizo velozmente. Cruzó con rapidez la puerta hacia el oscuro y húmedo jardín. Era la primera vez que la Bestia veía ropas de calle, y mostró curiosidad por ellas. La Mujer vestía una capa negra con capucha y llevaba un maletín. La Mujer co­rrió y se apretó contra la Bestia. Mojó sus mejillas con lágrimas.
—Adiós —sollozó—, adiós, Mi Príncipe. Esta es la última vez que te veo. Mi padre ha sido expulsado y me envían fuera a través de los túneles. No tengo forma de salvarte. Mi padre y los suyos estarán muertos antes de la mañana, y tú con ellos. ¿No me dirás ahora algo, aunque sólo sea un adiós? Dímelo una vez, sólo una.
La Bestia la atrajo suavemente hacia sí. Fuera sona­ba un zumbido, como el de las abejas. La nieve se es­tampó contra la cristalera de cuarzo y se derritió.
La Bestia comprendió lo que ella deseaba. Emitió so­nidos con su garganta, sonidos ásperos y duros, pare­cidos a aullidos..., pero no palabras. Eso estaba fuera de su alcance, y su vida había sido demasiado corta para aprenderlas.
Como una estrella, apareciendo entre nubes furtivas, un avión se dejó ver al otro lado de los ventanales. Era un aparato antiguo, fuera de lugar en aquel mundo, con hélices, una pequeña carlinga vidriada y una ametralla­dora. El piloto tiró del disparador y una fina línea de balas atravesó el cristal. Más tarde, el avión se fue y las ventanas quedaron hechas pedazos.
En sus brazos, la Mujer vaciló. Había saltado lejos de él cuando el avión se acercó y luego había caído de nuevo en sus brazos.
La Bestia movió sus nudosos dedos hacia los negros y brillantes botones de su chaqueta. Con grande y tier­no cuidado abrió su blusa. Rasgó las apretadas ropas interiores y desnudó su pecho. Entre sus senos encon­tró un orificio. Estaba herida, y la sangre goteaba en un hilo; no tenía pulso; la Mujer había muerto.
Se preguntó qué debía hacer entonces. Cuando los animales del jardín morían, él se los comía. Se preguntó si debía hacer lo mismo ahora. Como ausente, dejó caer su vieja cabeza, vieja por el paso de unas pocas sema­nas, y lamió la sangre de su carne. Con el agradable sabor salado en su boca, cerró los ojos, y cuando vol­vió a abrirlos lloró. La Bestia lloró. Quedó en pie, ago­tada y llorando.
Su cuerpo estaba limpio y blanco. A través de las destrozadas ventanas, un fuerte viento sopló y agitó sus brillantes y negros cabellos. Un pequeño rizo cayó sobre su frente.
Arriba, en lo alto del cielo, en lo más alto de la Torre del Barón, el jardín estaba destruido. El viento se hizo más salvaje y sopló en la concha de la vida, rompiendo lo que aún quedaba de los cristales. El vien­to desgarró los pétalos de las rosas y los lanzó en re­molino, al aire abierto, desperdigándolos por el cielo. Los pájaros estaban libres.
Periquitos color fucsia, azules y blancos revolotea­ron entre los pétalos azafrán y escarlata para alzarse lejos y morir en el invierno que llegaba. Un pavo real llameó en el distante olvido, siempre apagándose.
La nieve fue llevada a los cálidos estanques y des­cansó sobre las hojas de los lotos, transformando la su­perficie del agua en un lecho de aparentes sombrillas gigantes. Las orquídeas se ennegrecieron con el contacto del frío. Las palmas, las buganvillas, desposeídas de sus ca­pullos, se agitaron bajo el frenético remolino de la tor­menta.
Sola en los cielos, la Bestia Que Llora se marchitaba. El Sol estaba velado por la nieve, las flores se morían y sólo los abetos parecían no darse cuenta.