domingo, 16 de junio de 2013

Primera Junta.


PRIMERA JUNTA.

Por

Hugo Rodríguez.

 

Los dígitos del radio-reloj indicaban 6.30 y la alarma sonó. Jesica se sacudió entre las sábanas, silenció la radio-reloj y luego de refunfuñar se sentó en la cama. Después de desperezarse sus pies la remolcaron hacia el baño. El espejo retuvo su rostro enmarcado por una enmarañada melena castaña. Sus ojos marrones anunciaban los treinta y reflejaban la  aspereza de quién supone que los días venideros serán tan trillados como el que empezaba. Desayunó café y antes de dejar el departamento despertó a su madre. Bajó las escaleras y asomó a la calle. La llovizna que caía sobre Buenos Aires le enfrió la cara.

A mediodía Nicanor saboreaba un café en el bar de enfrente. Se acomodaba en la silla  mientras encendía un "Particulares" y exhalaba la primera bocanada contra el vidrio de la ventana. Permaneció abstraído unos minutos, cubierto por las cíclicas volutas de humo, mientras desde la radio de la repisa la orquesta de Pugliese marcaba "La Yumba". Su mirada se perdió entre los Chevrolet, el tranvía  y el andar invariable de los porteños. Dejó caer en el pocillo los envoltorios del  azúcar y aplastó el cigarrillo en el cenicero de Cinzano.  Se vistió el saco, sostuvo entre sus manos el funyi y se dirigió a la salida.  En la puerta cedió la entrada a una mujer a la que saludó calzándose el sombrero. Dedicó una breve mirada al cielo, que ya no llovía, y cruzaba Corrientes. Nicanor empujaba la puerta giratoria de la empresa  aseguradora, para retomar sus tareas en su escritorio y frente a la máquina de escribir.

Jesica se levantó el cuello de la campera y se acomodó las cintas de la cartera sobre su hombro. Con las manos en los bolsillos desafió la llovizna y caminó las cuadras hasta  la boca del subte de Gallardo y Corrientes. Viajó colgada del pasamano y apiñada como sardina. Descendió en Carlos Pellegrini junto al tropel de viajantes y recorrió de memoria los pasajes y escalinatas del metro. Encaró hacia la escalera mecánica que la dispararía a los pies del Obelisco, pero se detuvo un instante antes de subirla. Jesica esperó a que la turba se disipara y entonces, se dejó elevar por los escalones mecánicos, acariciando con el dorso de sus dedos el pasamano desgastado mientras le sonreía a la escalera contigua que descendía. Se enfrentó de nuevo a la llovizna, apresuró sus pasos por la avenida Irigoyen, hasta la sucursal del Banco Ciudad.  Las puertas se descorrieron y después de saludar al personal de seguridad entró al local. La llovizna había regresado por la tarde y Nicanor apresuraba sus pasos hasta la entrada del subte de Carlos Pellegrini. Cruzó los molinetes y

recorrió los pasillos con la turba presurosa del regreso. Se detuvo ante la escalera y esperó a que se desolara. Luego se dejó descender, acompañó con su mirada los escalones contiguos que subían y les dedicó una sonrisa.

       Bajo las tulipas de Diagonal Norte, Nicanor esperaba en el andén. Se entretenía con el anuncio de Geniol, ante el cabezudo aguijoneado de alfileres, cuando el traqueteo del metro que arribaba lo distrajo. Viajó como sardina hasta San Juan. En la pensión recalentó los fideos de ayer y los acompañó con un tinto. Se aplastó en la cama y se durmió escuchando radio.

En el  Mc. Donald`s de la otra cuadra, Jesica  almorzaba junto a la ventana un combo de hamburguesa y gaseosa igual al de los afiches. Por los parlantes Soda Estéreo insistía con “Música ligera”. A través del ventanal el cielo se mantenía cubierto, pero la llovizna ya no caía sobre Buenos Aires. Jesica que apenas había mordido dos veces a su hamburguesa, arremolinaba la gaseosa con el sorbete mientras sus ojos se fijaban en un punto incierto de la 9 de Julio que coreaba bocinazos en un intento  por conmover al Obelisco. Sorbió un poco de gaseosa y luego acomodó  los restos de su almuerzo en la bandeja, descolgó su campera y su cartera del respaldo y abandonó el local. A la salida, se entretuvo frente al cartel de una “tanguería”,  adornado con la viñeta de un porteño de ayer. Luego caminó  con las manos en los bolsillos mirando las baldosas, Jesica regresaba  a la sucursal, a su box, al teclado y la PC. 

Nicanor logró asestar un manotazo al reloj sobre la mesa de luz y lo acalló. Las agujas marcaban las 6.30. Se afeitó ante el espejo de la cómoda, allí había un rostro cuarentón embadurnado de espuma y un par de ojos claros con las rayas de la rutina a los costados. Se retocó con la punta de la tijera sus bigotes finos y negros. Se refrescó con agua de colonia y empastó sus cabellos con Glostora. Acomodó los tiradores sobre sus hombros mientras se contemplaba en el espejo.  Nicanor, con un tango silbado suavecito, se vestía el saco y se acomodaba el sombrero en su cabeza. Tomó el último amargo de un chupón y  abandonó el cuarto de pensión. Sus pasos retumbaron por la galería, la puerta larga  del zaguán se cerró tras él y Buenos aires lo abofeteó con una llovizna fría.

En el baño del banco, Jesica acomodaba y perfumaba sus cabellos frente al espejo.

    Reforzaba su maquillaje mientras sus compañeras la despedían. La puerta de la sucursal

 

 

 

volvía a descorrerse ante ella, saludó al de seguridad y asomó a la tarde de Buenos Aires                que repetía la lluvia de la mañana.

Telefoneó a su madre para que la esperara con té caliente. Mezclada con la muchedumbre se  metía en el subte de Diagonal Norte. Recorrió los pasillos hasta la escalera mecánica y antes de abordarla esperó  hasta que la turba se disipara.

Nicanor Trotó por las veredas que lo acercaban al subte de San Juan y se sumergió en el túnel. Sacó un cospel del bolsillo, lo insertó en la ranura del molinete y se sumó a la vorágine de pasajeros de rostros parcos y mal dormidos. Bajó en Diagonal Norte y serpenteó con la muchedumbre por los pasadizos y graderías hasta dar con la escalera mecánica que lo lanzaría a la efigie perpetua del Obelisco.

Entonces la vio. Y se miraron, mientras los escalones se acercaban. 

"Ella descendía  como una novia y  me miraba como la tierra”.

 “Él se elevaba como un ángel y me sonreía como un Dios”.

“Y nos amábamos”. “Y nos amábamos”.

“Su piel estallaba en un enjambre de pétalos”.

 “Sus ojos eran cielo y eran fuego y eran mar”.

“Y nos amábamos”. “Y nos amábamos”.

“¿Hueles  a jazmín?”

“¿Hueles a clavel?”

“¿Canta tu voz?”

“¿Grita tu corazón?”

“¿Cuánto dura este instante?“

“Más que la muerte. Más que el amor".

Se giraron para no dejar de mirarse, mientras los escalones se alejaban.

"Se posaría en la arena, casi sin tocarla, como un ángel”.

“Se elevaría sobre el mar, como una gaviota, casi como un Dios”.

“Y nos amaríamos”. “Y nos amaríamos".

       Levantó su sombrero para saludarla y ella le sonrió, antes de perderse por los pasillos.

                                                                  Fin.

  Ovidio Marcos.

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