ATONAL.
Por
Hugo Rodríguez.
Ella se había
despedido del sol y de alguna nube mediocre. Había dejado que la brisa le
entibiara la piel y le contara historias de gaviotas.
Pálida.
Tersa.
Despiadada.
Se
hundía su espalda en la arena igual que sus ojos en las cuencas, y la espuma ya
la tocaba: en el hombro, en las manos, en el muslo, en los tobillos, en las
uñas.
¿Por qué tanto silencio? Si aún
la noche no comienza. No se oyen las estrellas.
Había
dudas en ese cuerpo, tembloroso y
reciente que esperaba el desierto como quién espera el horizonte. Sus
pechos como médanos. Su abdomen como playa, su pubis como océano.
El frío entra en los huesos, hiela
la sangre y la brisa ya no habla.
Pálida.
Tersa.
Despiadada.
Se
alejaría con el agua y la sal hasta el
fondo impreciso, oscuro y entumecido.
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