SPUTNIK
11.957 A.C.
Por
Hugo
Rodríguez.
La
hembra se había adormilado a su lado y Durck Napoc le acariciaba la redondez
del vientre. Durck se giró y miró la bóveda de la caverna donde la luz de la tarde alargaba las sombras. Se incorporó despacio
para no despertarla y se alejó hasta la entrada. Sus ojos de tierra señalaron a
la montaña. Sabía que de un momento a otro comenzaría a brillar 'compañero de
viaje', la antorcha del cielo que cayó dos noches atrás. Durck distinguió los
primeros destellos en la nieve. Al rato, la antorcha brillaba en la cumbre como una estrella. Subirá
mañana temprano. Aplacará su curiosidad
y calmaría a la hembra, inquieta por el hijo.
Alcanzó
el lugar al mediodía. Durck, de rodillas, jadeaba y se asombraba: la esfera reflejaba las nubes
y los riscos. Lucía más grande que la cabeza de un oso y la coronaban cuatro
espinas largas, tan brillantes como el hielo. Había expandido la nieve cuando
chocó y parecía un huevo en el nido.
La
hubiese acariciado y sería tibia como el vientre. Había marcas en el metal,
pero aún no sabía de símbolos y palabras.
No recordaba nada igual. Los viejos en torno al fuego nunca contaron historias
semejantes. Durck Napoc escudriñaba y soñaba. Luego miró hacia la cueva donde ella retozaba con el
niño en las entrañas.
Fin.
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